
Sergio Ramírez
La Policía Nacional de Nicaragua es pobre de solemnidad. Sus oficiales tienen salarios modestos, y un policía de línea no pasa de los 120 dólares por mes. Es un milagro que los hechos de corrupción sigan siendo aislados, frente a tantas carencias. No tienen recursos para perseguir los delitos comunes, y el perjudicado debe aportar muchas veces el combustible para las radiopatrullas, en estado maltrecho, y que sólo se renuevan gracias a las donaciones de otros países.
La cantidad de toneladas de cocaína que la policía decomisa cada año representa decenas de millones de dólares, y si Estados Unidos, el gran beneficiario de estas acciones, le pagara un pequeño porcentaje por esos decomisos, podría doblar el salario de sus agentes, y tener medios de transporte y comunicación más adecuados para perseguir la droga.
Pero detrás de esa pobreza, hay mística, extraña cualidad en los tiempos que corren para un cuerpo policial. La directora general de la policía, la comisionada Aminta Granera, es el personaje más popular de Nicaragua, extraño también para un jefe policial, porque la población ve en ella honradez y sinceridad, y le tiene confianza, y ella refleja esa conducta moral inspirada en la vieja ética guerrillera: los altos mandos de la policía son aún los viejos combatientes contra la dictadura de Somoza, y Aminta representa a quienes no se han dejado contaminar por la ambición del dinero fácil. Por eso es una temeridad querer politizar a la policía.