Edmundo Paz Soldán
Descubrí al cineasta mexicano Carlos Reygadas hace un par de semanas en un hotel en Santa Cruz. Ví, por fin, Japón, una película que conseguí en México meses atrás. ¿Por qué se llama Japón? No lo sé, pero seguro hay una explicación críptica. El cine de Reygadas tiene algo de enigmático: esos planos largos de gran belleza -el paisaje desolado del campo mexicano, las nubes que pasan dejando tras de sí una estela melancólica- parecerían querer decirnos algo sobre la profunda trascendencia de la vida y también sobre su precariedad. En Japón, su primera película (2002) –luego vendrán Batalla en el cielo (2005) y Luz silenciosa (2007)– se encuentran fácilmente las huellas de los maestros de Reygadas: Kiarostami, Tarkovsky, Bresson. Un hombre se va de la ciudad al campo a buscar su muerte; allí, al toparse con una anciana, se reconectará con el deseo de vivir. Hay una escena grotesca de sexo (algunos la encontrarán conmovedora), y largos momentos de tedio: eso también es Reygadas. Lo que hace el mexicano es aquello que los críticos franceses de los sesenta buscaban como si se tratara del Santo Grial: cine de autor. No es fácil tomarlo, pero es imposible dejarlo.