Sergio Ramírez
Volvamos otra vez al teatro del absurdo, e invoquemos Las sillas de Ionesco. Es el escenario hay cada vez más sillas, todas vacías, tantas que ya no caben más. Entonces aparece el Gran Orador para decir su discurso, un discurso capaz de redimir a la humanidad entera. Comienza a hablar frente a las sillas vacías, pero de su boca no salen sino estertores y sonidos guturales, porque es sordomudo. ¿Estamos en el siglo veintiuno ante la democracia de las sillas vacías, o vaciadas, y de los redentores sordomudos?
Redentores sordomudos que firman decretos frente a las sillas vacías, una nueva técnica del golpe de estado, arte éste que conoce infinitas variantes, tantas como la viciada imaginación del poder absoluto quiera. Ya lo habíamos visto antes, cuando fue electo alcalde de Caracas alguien que al Gran Orador no le gustaba. Lo despojó de sus funciones, también de un plumazo, o de un sablazo, y nombró por encima de él a un funcionario de facto que las asumió todas.
Ahora veamos a la democracia, desvestida y vuelta a vestir de falsos ropajes, recorrer la pasarela que termina frente al estrado del mago. El mago prestidigitador que en lugar de vaciar las sillas, transforma a sus ocupantes con actos de ilusionismo, cambiándolos de sustancia. Para presenciar un acto semejante, tenemos que cambiar de teatro, y de escenario. Al instalarse la Asamblea Nacional de Nicaragua en enero de 2007, el partido del presidente Daniel Ortega tenía 38 asientos de un total de 90, de acuerdo a los resultados electorales, muy lejos de la mayoría absoluta; hoy, sus artes de prestidigitación han elevado ese número a 52, al menos.