Edmundo Paz Soldán
Fascinado por el restaurante, volví al día siguiente. La decoración del local simulaba los primeros años de la revolución comunista: había un mural que glorificaba al Trabajador, la hoz y el martillo estaban por todas partes, al igual que candelabros bañados en oro que parecían sacados del viejo orden zarista. Las Vegas es una suerte de parque temático para adultos y tiene una obsesión kitsch por replicar todo (mi hijo mayor quedó encantado con la estatua de la libertad, el menor con la esfinge de Giza); más allá del mal gusto, aquí se les iba la mano: se celebraba el totalitarismo soviético sin ningún tipo de preocupación por el trasfondo histórico (la literatura se adelanta a estas cosas: en Por favor, rebobinar, de Alberto Fuguet [1994], se describe el bar de un hotel en Santiago con las paredes decoradas con fotos de los años de Allende y Pinochet).
El Mandalay Bay es uno de los hoteles y casinos más lujosos de una ciudad que se ha convertido en símbolo del exceso, la decadencia capitalistas; una ciudad que, incluso en época de crisis, no descansa. Resulta una tragicomedia del destino que Lenin, uno de los grandes líderes del siglo XX, haya terminado como reclamo turístico en un restaurante caro en las entrañas de un casino del sistema enemigo. Los turistas juegan su dinero en las mesas y las máquinas del Mandalay Bay, y luego pueden ir a tomar uno de los ciento cincuenta vodkas que ofrece el Red Square (los nombres de los tragos son burlones: está, por ejemplo, el Crisis de los misiles cubanos). Si piden uno de los vodkas más caros, pueden recibir un premio: pasar al depósito del restaurante y ver, en un freezer gigante, la cabeza de ciento quince kilos de Lenin. Pero la mayoría no pregunta. El triunfo parece haber sido tan completo que muchos no saben (ni les interesa saber) quién fue Lenin.
(Qué Pasa, 21 de enero 2011)