Sergio Ramírez
Para construir su palacete Voltaire mandó a demoler el antiguo castillo medioeval que había allí, y para que la alameda de ingreso a la propiedad desde la aldea de Ferney no tuviera estorbo, demolió la pequeña iglesia por lo que, claro está, el cura se alzó en su contra. Voltaire aceptó construir una nueva, sólo que el litigio siguió porque en el frontis hizo inscribir su propio nombre, y en una de las paredes laterales agregó una pirámide, símbolo masón y poco católico que aún aparece en los billetes de banco de Estados Unidos, pues los próceres de la independencia de esa nación también fueron masones.
La pirámide sobresale mitad fuera de la iglesia, mitad dentro de la nave, y en ella pretendía ser enterrado como señor del feudo. Estas provocaciones de un espíritu siempre burlón e inquieto, son las que atravesaron los siglos hasta llegar al prefecto de los hermanos cristianos en Managua, que tanto odiaba a Voltaire por ateo aunque nunca lo fue, creyente acérrimo en el Gran Creador, Arquitecto del Universo.
La localidad se llama ahora Ferney-Voltaire, en honor del insigne huésped que la transformó y le dio fama, filósofo iluminista, precursor de la revolución francesa, mentor de las monarquías ilustradas, poeta, narrador y prosista, dramaturgo y defensor público incansable de los atropellados por la justicia, además de copioso corresponsal cuyas cartas forman numerosos volúmenes. Si fuera contemporáneo nuestro, de seguro tendría un blog, y una red en el Facebook.