Sergio Ramírez
Extraño. Nunca soñaba de niño con el cielo que me prometían en las sesiones sabatinas de doctrina cristiana, tras amenazarme con el infierno. En esas sesiones del templo parroquial, los niños éramos instruidos en la fe y el deber de la templanza a través de láminas donde el averno se abría a nuestros pies, y el cielo brillaba con fulgores dorados y coloraciones celestes arriba de nuestras cabezas. Y es que las fantasmagorías nocturnas que se encienden en la cabeza de un niño, son atizadas por lo terrible, y nunca por la bienaventuranza. Por la amenaza, y no por el halago. Y la felicidad prometida por el cielo pintado en las láminas de la catequesis era demasiado abstracta, al contrario de los tormentos infernales de las llamas eternas.
Y para que todo anduviera en orden y las tentaciones fueran mantenidas a raya, en otra lámina el ojo todopoderoso de Dios vigilaba dentro de un triángulo, capaz de ver al mismo tiempo en diversas direcciones, como el big brother de Orwell: un niño saltando el cercado ajeno para robarse una fruta, otros huyendo de la escuela para pasar una tarde feliz. La idea es que el gran ojo fuera reconocido en su poder de paralizar las acciones pecaminosas de todos aquellos candidatos al infierno, para darle una última oportunidad de ser librados del castigo del fuego diabólico.