Vicente Verdú
Una distancia incalculable separa al pan cocido del pan tostado. Apenas se requieren unos segundos al fuego para traspasar la frontera pero ese periodo es suficiente para matar en el pan su primera inocencia y convertir el producto en una seña relativa al orden más intencional de la alimentación.
El pan sin tostar resulta explícito, demasiado hermoso, obviamente simbólico y saturado de evocaciones históricas, poéticas, místicas o penitenciarias. El pan tostado, en cambio, constituye un paso inequívoco hacia la abrupta civilización. Por sí mismo, el pan tostado representa un fuerte dato de lo civilizatorio.
En todo Occidente se consumen diferentes clases de pan pero un punto que anula las diferencias se dibuja en el tostado. Todos somos ciudadanos en el pan tostado puesto que inequívocamente remite a nuestro encuadramiento, nuestro domicilio censado, nuestros hábitos precisos concentrados en el color del pan y su nuevo olor.
El tostado origina una escena doméstica donde su presencia hace las veces de una documentación intervecinal. Forma parte de un ritual bien definido y en él se instaura como su base fundacional.
El pan crudo dice poco o en demasía mientras que el pan tostado pronuncia un lenguaje articulado en el definido sistema de la cotidianidad. El pan crudo es infinito mientras el tostado es concreto. En el primero se superpone a la mano del hombre la mano de Dios pero en el segundo ha sido eliminada la voz divina por completo. El pan cocido pertenecerá a la trascendencia pero el pan tostado encarna la máxima inmanencia. Un pan duro sin tostar todavía despierta reverencia pero el pan duro tostado se acerca al deshecho. De este modo puede considerarse al pan sin más como el super-pan destinado a los milagros históricos mientras el pan tostado se afana sólo en brindar un cobijo transitorio.