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Espías

Por 11 de mayo de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

En Washington visité el Museo de los Espías, en la esquina de las calles 8 y F. Como la mayoría de los museos americanos, parece más bien un parque temático: te ponen películas y cada habitación está ambientada en una época diferente. Pero lo mejor son los juegos.

Nada más entrar, me pidieron que escogiese una identidad falsa. A lo largo de la visita, te hacen pruebas para ver si eres coherente con tu papel, y por lo tanto, si sobrevivirías como espía. Entre el menú de opciones, yo me pedí el personaje de Sandra Miller: era una norteamericana de 62 años propietaria de una tienda de ropa en Australia. Estaba de visita en Innsbruck, Austria, supuestamente para adquirir muestras de trajes típicos alemanes. Pero en realidad, iba en busca de un microfilme con los planos de un arma secreta soviética.

A lo largo del museo, pasé con éxito dos controles: di mis datos con exactitud y seguridad, recibí mis instrucciones con discreción y actué con destreza. En el último control, la computadora me felicitó: “ha cumplido su misión con éxito, agente Miller” me dijo.

El problema fue que, al salir del museo, seguía siendo Sandra Miller. Traté de dejar de serlo un rato, pero no conseguía evitarlo. Caminé por el borde de la vereda, por si alguien trataba de secuestrarme desde algún portal. Me detuve después de doblar cada esquina para saber si me seguían. Y en un semáforo en la esquina de 14 y F, encontré pegada una publicidad de cerveza Mannheim ¿No les parece extraño? Pues debería, porque no existe ninguna cerveza con ese nombre. Sin duda era la señal de algún agente. Washington –acababa de saberlo- sigue siendo la ciudad que alberga más espías en el mundo. Y están por todas partes.

Visité el memorial de Abraham Lincoln de puntillas, escondiéndome detrás de cada columna. Cuando parecía que me habían descubierto, rodaba por el suelo. Me costaba un poco, porque tenía 62 años y un problema de cadera, pero había sido rigurosamente entrenada para estos casos. En todo mi recorrido por el monumento, nadie sospechó que mi nombre era Sandra Miller.

Finalmente, en un basurero del National Mall, encontré el microfilme. Para ojos inocentes, podía confundirse con una hamburguesa medio mordida envuelta en una servilleta del McDonald. Pero yo sabía lo que era en realidad. El único inconveniente fue que tuve que vaciar el basurero para encontrarlo, y eso atrajo a un policía en bicicleta.

-Disculpe ¿me puede explicar qué está haciendo? –dijo el guardia.

-Estoy buscando muestras de trajes típicos alemanes –le contesté, siguiendo mis instrucciones al pie de la letra.

-¿Y tiene que hacerlo aquí?

-Sí, es que en Australia no hay.

-Si se sigue haciendo el gracioso tendré que multarlo. ¿Me podría decir su nombre, por favor?

-Sandra Miller, 62 años. Es la primera vez que vengo a Innsbruck.

No conseguí evitar la multa, pero el microfilme salió intacto. Ahora lo guardo en una caja de galletas que en realidad es un refugio nuclear, en espera de entregarlo a mis superiores. Este trabajo no es fácil. El clima en Australia es demasiado caluroso, y he descubierto que mi marido es un cerdo y lleva veinte años engañándome, pero una mujer de verdad no puede eludir la llamada del deber y abandonar su puesto. El futuro de América está en mis manos.      

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