Jean-François Fogel
No sé cómo llamarlo: huida, destierro, exilio, renuncia, auto-despide. No importa la palabra, lo que acaba de hacer el escritor Fernando Vallejo, al renunciar a su nacionalidad colombiana es un acto de súper-rico. Lo pensé varios días. Creo que su decisión se parece a una mala broma si pensamos, por ejemplo, en el músico Mstislav Leopóldovich que acaba de morir. Al salir de la Unión Soviética no tenía más que su violonchelo, y los maestros del Kremlin le retiraron la nacionalidad soviética unos años después. A pesar de recuperarla, utilizó pasaportes de Mónaco y de Suiza hasta el final de su vida, pero siempre decía que no aceptaba otra nacionalidad. Era un apátrida peleándose con su país.
Hay que recordar lo que pasó: Rostropóvich perdió su nacionalidad por apoyar a Alexander Soljenitsin. Fue un castigo. Soljenitsin también perdió su nacionalidad soviética, tal como el poeta Joseph Brodsky. Y la lista de escritores que encontraron la misma suerte es larga: Vasily Aksyonov, Vladimir Voinovich, Lev Kopelev, Georgi Vladimov, Valeri Tarsis. Para ellos fue una vida jodida, trámites sin fin.
El tema no es frívolo. Basta leer lo que escribe la ONG Human Rights Watch sobre el uso de la nacionalidad por gobiernos para entender el tremendo privilegio de Vallejo. No renuncia a nada, renuncia a algo que le sobra. No es necesario escribir una carta pública para anunciarlo al resto del mundo. Quizá, hay que hacerlo. Decir que su país es un país asesino e imbécil, tal como lo afirma Vallejo, se puede entender; pero despojarse de su nacionalidad como acto de protesta tiene poco sentido. Mejor callarse e irse.
Otra cosa es incorporarse a otra cultura hasta tal punto que uno toma la nacionalidad que va con una cultura, como el caso del poeta TS Eliot renunciando a ser americano para sentirse inglés de verdad. Es lo que me molesta de la carta de Vallejo: se va para México sin tener los motivos de un TS Eliot establecido en Inglaterra. Recuerdo de lo que me decía el escritor Bruce Chatwin, que no soportaba a Margaret Thatcher. Después de provocar un caudal de críticas sobre Inglaterra terminaba siempre de la misma manera: “Right or wrong, my country” (No importa si se equivoca, es mi país).