Sergio Ramírez
Un exaltado reportero de la cadena Telesur, que transmitía desde la Plaza Verde en Trípoli, donde se concentraban partidarios del coronel Kadafi, no se cansaba de repetir lo que alguno de los manifestantes le había dicho, que el gran líder perpetuo de la Yamahiria era un padre para todos los libios, y más que un padre, un dios. El joven reportero insistía en eso de que Kadafi era como un dios una y otra vez, con verdadero entusiasmo.
¿El dictador como un dios? No se trata de nada nuevo. Los césares de la Roma imperial eran elevados a los altares cuando habían muerto, si tenían suerte de que se memoria llegara a ser reverenciada. Pero el dictador como dios vivo, no deja de ser una novedad. El dios represivo y vengador que todo lo puede contra sus criaturas, y que desde una pantalla de televisión ordena cazar como ratas a los réprobos de su fe, mientras muestra las tablas de la ley forradas en color verde, su propia ley, que manda que quien desobedece a dios, encarnado en él mismo, debe pagarlo con la vida.
La idea que este dictador, el Mahdí, el caudillo, tiene de sí mismo como dios, y que a través de los aparatos de propaganda la inculca en las mentes de sus más enardecidos partidarios, tiene que ver con la idea de la inmortalidad. Se está en el poder para siempre, y eso descarta la idea de la muerte. Cuando Oriana Fallaci entrevistó en 1972 al rey Haile Selassie, León de Judá, Potencia de la Trinidad, Rey de Reyes, en el palacio de Gebhi en Addis Abeba, y le preguntó al final qué pensaba de la muerte, el soberano inmortal, que no comprendía la pregunta porque no comprendía lo que era la muerte, se indignó al grado de echar por la fuerza a la periodista del palacio.