Sergio Ramírez
Repasando recortes de periódicos en una carpeta me he encontrado con la foto de Juan Gelman en estricto traje de etiqueta inclinándose con gracia frente a una potestad desconocida, que no debe ser otra que la santa potestad de la poesía. Sereno y apenas sonriente, con ese supremo desdén que siempre ha tenido para títulos y honores y otras veleidades frente a las que suele estallar en risa si lo provocan demasiado, y qué hace, me dije, un cantor de tangos que ha pulsado la lira de la desgracia vestido con semejante elegancia como si fuera padrino de la boda de alguien, digamos un grande de España, pero un hombre así, tan acuchillado el rostro por la pena no se viste de gala si no son sus propia bodas con la lengua con la que ha vivido amancebado todo la vida en coloquio carnal, qué vida esa de disturbios domésticos, de papeles revueltos en el lecho nupcial y las sábanas siempre manchadas de tinta.
Le tomaron esa foto en los claustros de la Universidad de Alcalá el día en que recibió de manos del rey Juan Carlos el Premio Cervantes, primera vez que se inclina Juan Gelman ante alguien aunque sea tan ligeramente y con tanta gracia que no hay desperdicio, él que ha vivido erguido toda su vida y no hay nadie que pueda vanagloriarse de haberlo nunca doblegado, nadie ni nada, ni el terror, ni la insidia, ni el infortunio, erguido frente al peor dolor que no hay guitarra que se atreva con esa milonga, el hijo asesinado tirado al fondo del río de la Plata