Sergio Ramírez
Vengo de asistir a una coronación singular en Cartagena de Indias. Tres mil personas en la sala del Centro de Convenciones al otro lado de las murallas coloniales de la ciudad, y millones frente a las pantallas de televisión. Nunca un héroe literario contemporáneo, en cualquier idioma que sea, ha recibido un reconocimiento tan unánime como Gabriel García Márquez, quien ha llegado a los ochenta años de edad como testigo y protagonista de su propia gloria.
En la lengua ha habido al menos tres superestrellas que desbordan los cánones de la literatura para pasar al amplio y fragoroso dominio de la cultura de masas, igual que los artistas de cine, los futbolistas y los boxeadores. El primero, Ruben Darío, que lejos de los favores mediáticos, pues ni radio había entonces, al saberse que era pasajero de un barco que acababa de atracar en La Habana o en Montevideo, una multitud se desbordaba hacia los muelles para obligarlo a salir a la pasarela y aclamarlo. Otro, Pablo Neruda, que arrulló a varias generaciones de enamorados que lo perseguían en aeropuertos, lobbies de hoteles, teatros y restaurantes con ejemplares de los Veinte poemas de amor en mano.
El tercero, García Márquez, escucha el rumor de la gloria como el zumbido de un coro de abejas, las abejas de Píndaro que también cercaron la cabeza de Darío, un coro que le divierte, pero no le inquieta, al punto que no lo vuelve nunca tema de conversación, y callarlo frente a él es un asunto de obligado pudor.