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Escenografías de la memoria

Por 20 de diciembre de 2023 Sin comentarios

Sergio Ramírez

 

Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que tenía mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.

En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y artículos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en América Latina, al menos desde principios del siglo veinte.

Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo  que mi padre vendía: colagogos hepáticos, jarabes de rábano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de kerosene El Capitán, y barras de jabón de lavar, más la infaltable balanza Toledo para pesar las mercancías.

Metido en aquel túnel del tiempo, comprobé que toda esa imaginería que regresaba a mi memoria era parte de mi dotación literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas románticos y su tipografía modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, señales a las que acudir, escenografías guardadas en la memoria.

 Había en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy plácida de la mujer del Tricófero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un pórtico neoclásico.

Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cartón a tamaño natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de smoking con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.

Esos productos comerciales, en la América Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categoría de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana latinoamericana, y actúan a manera de señales que comunican una identidad común, igual que las letras y la cadencia de los tangos y los boleros y de toda la música popular difundida por la radio y por las sinfonolas.

Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, químico y farmaceuta, inventor del jarabe tónico de zarzaparrilla.

El almanaque Bristol, fundado en el siglo diecinueve, conserva su renombre y sigue imprimiéndose, revolución digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y año nuevo.  Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tricófero de Barry y el jabón perfumado Reuter.

Todo un manual doméstico de sabiduría popular, que yo esperaba de niño cada año, traía el calendario de los santos, fiestas móviles y fechas de las témporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones climáticas para las labores agrícolas; el horóscopo y otros datos astrológicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo más buscaba en sus páginas, una tragicomedia gráfica en 8 cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.

Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El público decía “el hombre del almanaque Bristol”, igual que decía “el hombre del bacalao” al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsión de Scott; “el hombre de la avena Quaker”, el sonriente cuáquero bonachón, de peluca y sombrero, de la lata de avena; “el hombre de la Gillette” para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las había inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barbería.

Una sola marca, la más poderosa, pasa a sustituir al producto genérico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la “conciencia de marca”. Una Singer denomina a cualquier máquina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analgésico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sinónimo de calidad garantizada, y el consumidor se guía por “la cruz de Bayer”, el nombre escrito en cruz dentro de un círculo por todo emblema: “si es Bayer, es bueno”.

Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el último sol de la tarde, antes de que caiga la noche.

 

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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