Sergio Ramírez
El Papa Juan Pablo II había mandado a clausurar por decreto no sólo el infierno, sino también el purgatorio, presente igualmente en mis pesadillas infantiles, y el limbo, un castigo que ni la mejor buena voluntad me hizo nunca comprender en aquellas sesiones de adoctrinamiento de la iglesia parroquial, eso de que los niños a quienes sorprendía la muerte sin haber sido bautizados debían ir a un lugar apartado y triste, donde su castigo eterno era la soledad. Deduzco que si el infierno ha sido restituido con toda su pompa flamígera, también va a ser reabierto el purgatorio, y quién quita también, el limbo.
El Papa Benedicto, por lo que puede verse de lejos, lo que quiere es una iglesia de creyentes militantes, un partido de cuadros intransigentes, como el que quiso en su día Lenin, que supo copiar no pocas de sus reglas disciplinarias de las concebidas por San Ignacio de Loyola. Y dentro de esa cerrada defensa de la fe que regresa a sus orígenes y no quiere saber nada de veleidades modernas, entre ellas la ciencia, el infierno recupera toda su majestad, y Benedicto pretenderá de nuevo aterrorizar a los niños con aquellas mismas imágenes de llamas eternas que me hicieron despertar a mí con graves sobresaltos cada noche. Mejor consuelo serán los versos atribuidos a Santa Teresa:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte…