Marcelo Figueras
Hablando de historias familiares… (Cuando uno enciende el motor, no hay quien lo pare.) Una de las leyendas de mi familia es la de los diez meses de mi concepción. Según cuentan, mi madre tenía fecha de parto para diciembre de 1961. Pasó la Navidad, y nada. Llegó el Año Nuevo, y nada. Como me correspondía el rol de primer hijo y de primer nieto y de primer sobrino, la ansiedad familiar se multiplicaba. Buenos Aires en enero es un horno: vaya calvario el de mi madre, ¡embarazada de nueve meses y fracción! Para colmo los chequeos confirmaban que la criatura seguía tan campante en su océano privado, sin deseo evidente de pisar la playa. Pero a fines de enero hasta los médicos se pusieron nerviosos. Quizás porque habían hecho mal el cálculo de las fechas, como piensa mi padre. (Un posible error del que, en todo caso, ya no existen pruebas materiales. Lo cual abona el territorio de la leyenda.) O quizás porque se asomaban a lo inefable, al hecho para el cual carecían de explicación. Lo único cierto es que, al llegar las últimas horas de enero, decidieron sacarme por la fuerza. Maldita cesárea. Durante algunos meses lloré tanto, que mi madre se rindió: se limitaba a llorar conmigo noche tras noche. Años después, mis hermanos nacerían de parto natural.
A nadie de mi familia le extrañó ya que yo fuese un desubicado a perpetuidad. Aprendí a leer demasiado rápido y a andar en bicicleta demasiado tarde. Fui padre sin haber dejado de ser niño. Empecé a hacer deporte cuando todos abandonan. Los guionistas me consideran un escritor, los escritores me consideran un periodista, y los periodistas… Ugh. A esta altura, todavía no aprendí a hacer globos con el chicle. Ya tendré tiempo en el geriátrico. Lo único que espero es que cuando llegue el momento el globo no se me escape, llevándose mi dentadura a un vuelo transpolar.
En su momento me causó mucha gracia un sketch del viejo programa televisivo de Tato Bores, en que una mujer –la actriz Gabriela Acher- toleraba a duras penas un embarazo que llevaba años de gestación. Trataba de convencer a la criatura por todos los medios, pero no había caso: cuanto más aprendía el niño del mundo exterior, menos quería salir. Durante mucho tiempo me pregunté si mis razones habrían sido similares, si la perspectiva del mundo frío y cruel que me reclamaba habría jugado su parte en mi resistencia al desalojo. Para recordar lo que pensaba entonces debería someterme a hipnosis. En todo caso, hoy me siento muy contento de haber nacido. Aunque más no sea porque nacer es la condición sine qua non para la existencia de las historias, que constituyen la sal de mi vida. Por algo Dickens eligió esas palabras para titular el capítulo inicial de David Copperfield: “Yo nazco”, así en presente. Aunque no figuren impresas en los libros, esas palabras y sus módicas variantes (yo, él, nosotros) constituyen el principio tácito de todas las narraciones.
Y ya que estamos en el tema, ¿qué quieren ser ustedes cuando sean grandes?