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El portero con Tourette

El nacionalismo del que se precian los norteamericanos no parece haber llegado al fútbol. En la prensa, en Internet y en la televisión estos días, se da la misma atención tanto a Messi como a Donovan. El gran empate de los Estados Unidos ante Inglaterra no ha hecho mella: en las páginas deportivas de USA Today, un periódico que sirve de barómetro del interés nacional, los titulares están dedicados al abierto de golf que comenzará pronto y a la final de baloncesto entre los Boston Celtics y Los Angeles Lakers. En las revisterías, Eto'o posa en la portada de ESPN Magazine y Cristiano Ronaldo y Drogba en la de Vanity Fair. El único norteamericano que me habló de fútbol en Ithaca fue mi abogado, pero en él no había el mínimo interés en el partido de este viernes; lo suyo, más bien, parecía sacado de los "trending topics" de Twitter: ¿qué opinas de las vuvuzelas? ¿Y qué te parece el Jabulani?

De modo que algunas cosas cambian para que todo siga igual en el Reino en el que el Fútbol no es Rey. El que más parece haber ganado puntos es el portero, Tim Howard. "La voz de América", lo llama USA Today en su edición del 15 de junio, y recalca, claro, que este grandulón de rostro amenazante es tan amable que merecería ser parte de una película de Ron Howard. "Gran persona, gran familia", dice de él su entrenador, y ya tenemos la imagen perfecta para los comerciales. Lo curioso de esa nota es que no menciona el dato más importante de Howard: como el detective de Jonathan Lethem en su magnífica Huérfanos de Brooklyn, el portero padece de síndrome de Tourette.

Para enterarse de estas cosas hay que leer el New Yorker. Allí, en la edición del 7 de junio, uno se entera de que James Leckman, un especialista en Tourette que trabaja en Yale, cree que alguna gente con este síndrome tiene una "empatía somática extraordinaria", lo cual los lleva a "sentir cosas en el movimiento corporal de los otros que la mayoría de la gente no siente, alguna señal o vibración... que es algo que les permite ver lo que va a ocurrrir antes de que ocurra". En otra palabras: Howard es un gran portero porque tiene Tourette (señores cazatalentos, ya saben dónde buscar a los futuros Iker Casillas).     

Howard, como todos los que tienen Tourette, tartamudea, tiene tics exagerados y movimientos faciales inesperados, y por eso un tabloide inglés lo llamó "retardado" cuando éste fue contratado por el Manchester United en el 2003 (ahora es el portero del Everton). Las cámaras no suelen captar estos gestos de Howard porque su concentración en los partidos tiende a bloquearlos,  y eso que él no toma medicamentos por miedo a convertirse en un "zombi". Ese tabloide que lo insultó estaría hoy muy feliz si Howard fuera el portero de la selección inglesa. ¿Qué dirán los eslovenos después del partido de este viernes? ¿Y qué dirá mi abogado? Estoy dispuesto a aceptar cualquier otra teoría coherente que explique por qué Howard es enorme. Mientras no se me hable de vuvuzelas y Jabulanis, todo estará bien.

(Blog Papeles perdidos, El País, 17 de junio 2010)
 

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17 de junio de 2010
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Perdiendo con Pessoa

 

 

Empezamos perdiendo. Me acordé de Ángel González, algo bastante frecuente, le echo de menos. De los partidos de España vistos entre amigos poco patrioteros en los que él siempre se ponía a favor del otro. Quizá fuera una pose pero parecía alegrarse de las derrotas. Así era su  peculiar manera de ser español. El español que se opone, que juega a la contra, que dice no y  camina contracorriente. Algunos de los mejores han sido así. En mi generación, en los años de luchas juveniles, ser español tampoco nos gustaba. Era una fatalidad que se aceptaba. Nos robaron la capacidad de alegrarnos con sus himnos,  sus emblemas y desde luego con sus mandatarios. El fútbol era otra cosa. El fútbol era capaz de unir a los contrarios. Con el fútbol todos, menos los angelesgonzález, estábamos con nuestro equipo, primero, y después con la selección. Algunos nunca tuvimos la posibilidad de muchas celebraciones, ni con el equipo, ni con la selección. Ahora parecía que soplaban otros vientos. Veremos si todo ha sido una alucinación colectiva y pasajera. El sueño de unas noches de verano. Jugamos como nunca, perdimos como siempre.

Como dice Javier Marías en su excelente y recuperado libro de amores, opiniones y recuerdos sobre esa pasión tan compartida: "el fútbol es la recuperación semanal de la infancia". El libro se llama "Salvajes y sentimentales", ahora reeditado por razones obvias, y contiene algunos artículos que por el arte de Javier o porque quizá no cambiamos tanto, están llenos de vigencia. Aunque algunos no disimulen su nostalgia de tiempos en los que nos conmovían las cosas del fútbol. Ahora, cuando más. Nos divierten. Necesitamos esas raciones de "pan y circo", vino y toros o champagne y fútbol. De momento el descorche puede esperar.

Dice Marías que los futboleros tenemos una adicional manera de medir el tiempo que no tienen los no aficionados, los cuatro años que separan un Mundial de otro. Cuatro años en los que a muchos se nos olvida lo mal que estuvimos, las ilusiones frustradas y la decepción que madrugó tanto. Ahora, con nuestros años que pesan aunque sean contados de cuatro en cuatro, como dice mi tocayo "lo más insoportable de todo es que los Mundiales pasen tan monótona e inadvertidamente como cuatro años transcurren a veces en la plena vida adulta".

No sería nada bonito que nos olvidáramos tan pronto del año del mundial en un lugar del sur de África. Curiosamente comenzamos perdiendo en la "otra" ciudad de Pessoa.  Fernando Pessoa, ese que fue educado, que creció, estudió y despertó a tantas cosas, a sueños y derrotas, en la ciudad de Durban. El lugar de nuestra derrota. No importa, siempre lo podremos empeorar. Y no es todavía el momento de abrir ese libro tan nuestro. No leeremos, de momento, "el libro del desasosiego".

 

 

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17 de junio de 2010
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Las últimas ficciones del mundo

Las primeras críticas a Autobiografía sin vida reflejan una preocupación que a mi juicio es superflua. Obviamente, y no sabes hasta qué punto, el libro se escabulle más allá de géneros y estilos, pero no debes creer que el portazo sea un asunto literario. La destreza narrativa de Félix de Azúa consolida el logro estético de su singular autobiografía, pero si nos detenemos a examinar las cuestiones formales perderemos de vista la conmovedora y brutal saciedad del autor.

Leyendo Autobiografía sin vida uno debe sucumbir a la taumaturgia del hombre que nos habla con severidad y concisión. Haber encontrado en unos selectos episodios de la Historia del Arte la huella del sí mismo, lo hace similar al Adán en cuyas entrañas podían verse las marcas del mundo. Reconocer en las pinturas rupestres del Paleolítico las temblorosas intuiciones de nuestra infancia, descubrir en la guillotina revolucionaria nuestro verbo adolescente, o en los decadentes episodios del posmodernismo la huella de una mente abocada a proclamar su angustia, dibuja una asombrosa simetría: como si cada uno de nosotros fuera la ocasión en la que todo sucede de nuevo.

Dado que el autor maneja una estrategia narrativa de autoocultamiento sería absurdo que yo intentara adivinar las claves de una biografía a cuya extinción se aplica con tanta diligencia.

Lo que importa del libro de Azúa es el empeño puesto no tanto en decir como en mostrar la inminencia de una revelación nada complaciente. Sus lúcidas decepciones, sangrante recusación de nuestra bobalicona esperanza, se ofrecen a un lector prisionero de ficciones cuyo origen se remonta al instante mismo de la Creación. La reflexión que sigue el rastro de este legendario equívoco cultural es afilada y podría decirse que Azúa filosofa con un cuchillo. En lugar de golpear, penetra, cercena. Su autobiografía, y a eso debemos prestar atención, es una violenta meditación sobre la ilusión que nos domina: ese yo mendicante que va por la vida recibiendo limosnas de emancipación.

Es tan elegante el hartazgo que da forma al libro que bien podríamos caer en la tentación artística de considerarlo una obra esmaltada y pulida para deleitarnos. Quien así lo crea pasará por alto el reproche metafísico que su autor espeta en el borde del abismo. ¿Tanto costará entender la magnitud de este acontecimiento?

La ironía trágica del autor, con la aguzada determinación de su prosa, gobierna hasta la más huidiza de las emociones. El hercúleo esfuerzo puesto por Azúa en impedir que salgan a la luz es algo que siempre debe agradecerse, aunque en este caso se haya consentido un desliz revelador. Creo recordar que solo en dos ocasiones aflora la ternura y en las dos afecta a esos seres que habitan en nuestra misma existencia, pero encadenados al calabozo de la condición animal.

Si alguno quiere gozar con la admiración de Azúa por la poesía, con su juicio a la astenia de las artes, con su ácido maltrato al género novelesco, con su cínico descrédito de las doctrinas, con su profético aviso sobre los demonios que ya pululan en libertad, encontrará motivos de sobra en estas páginas.

Pero lo esencial del libro es el autor que al comprender la naturaleza del mundo se dispone a borrar las huellas que ha dejado en él.

La muerte de Dios y la muerte del Arte en fúnebre procesión hacia la gran sepultura a la que el autor quiere tirarse de cabeza confesando con una sonrisa que a nada más debe aspirar un hombre honrado.

Que la revelación de la verdad no sea fruto de la desesperación concede a este libro una categoría muy similar a la que alcanzaron algunos gnósticos cuando descubrieron en la historia del mundo el escenario de una matanza de la que no podemos escapar.

Decía William James que el cerebro la transmite pero que la conciencia se origina en otra parte. No le parecía convincente, como a algunos neurobiólogos de hoy, que un amasijo de sesos pueda producir esa inconcebible función del entendimiento que nos permite pensar y saber al mismo tiempo como lo estamos haciendo.

El libro de Azúa pertenece a estos perturbadores interrogantes. ¿Qué significa todo esto? El autor se lo pregunta cuando, en cierta ocasión, acompañado por su perro, contempla la penumbra que invade lentamente el paisaje al anochecer.

Perdido en el constante flujo de las generaciones que se suceden en perpetuo saludo de cortesía, consciente del penoso esfuerzo puesto en atrapar la evanescente entidad del sentido, Azúa ha sabido liquidar la ficción memorialística y reducir la vida a esos tres o cuatro destellos en los que solo por un instante nos ha sido dado atisbar un no se sabe qué.

Autobiografía sin vida preludia la certeza que galopa hacia nuestros ojos incrédulos y es, al mismo tiempo, la más extraña aparición imaginable en una época que no sabe a dónde va. La visión trágica, irónica y compasiva de Azúa desdice las ficciones del mundo con tal radical nihilismo que no será raro el lector reconciliado con la devastación oculta en su propio espíritu.

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17 de junio de 2010
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Si y no

A quienes no les gusta el fútbol no saben de cuánto se liberan. Pero , no sabiendo de cuánto se liberan, ¿en cuanto se liberan? Sólo a quien le gusta el fútbol conoce en cuánto si liberaría si no le interesara, pero al interesarle, el peso de lo que significaría no interesarle, le pesa doblemente sobre su juicio y su interés. Al interés  por el fútbol corresponden las alegrías y decepciones del fútbol. ¿Vivir sin esa dialéctica entre el sí y el no? La desdicha futbolística se hace posible a través de la dicha futbolística, ¿Compensa, al cabo, esta apuesta entre el sí y el no? Puede que no merezca la pena este dilema pero ¿qué hacer en  un mundo sin dilemas? El éxito y el fracaso, el hombre y la mujer, la cordura y la locura, la presencia y la ausencia, el vacío y la pesantez. ¿No cabría alcanzar un punto medio donde se sorbiera una cucharada de aquí y  allá? Pues no. No es posible. La gravedad y autenticidad del mundo, su etiqueta de verdad, es que se parte entre la vida y la muerte, siendo la enfermedad tan sólo un pasadizo que no permite nunca su degustación. Como en los convoys que sirven vinagre y vino en las mesas su combinación puede parecer perfecta en la ensalada. Pero hay alguien, a estas alturas que todavía considere a la ensalada un plato como debe ser. Un plato real como Dios manda y no una vulgar  patraña de elementos sin ensamblar que devuelven a la fatídica condena, al placer fatídico y extremo, de vivir entre el sí y el no.

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17 de junio de 2010
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Cuando entregarse al arte no tendría más peso que el refugio en Dios

Retomo el hilo:

El proyecto de subordinación de las inclinaciones de la subjetividad a las leyes impuestas por el pensamiento y el lenguaje, y concretamente la legislación sobre el alma de los expedientes del lenguaje poético y narrativo, provocaba en mi amigo José Lázaro la sospecha de que podría tratarse de un nuevo refugio en lo imaginario, de un nuevo artilugio para el ser pusilánime, o llanamente cobarde, incapaz de asumir con entereza su condición finita; podría en suma tratarse de un equivalente de la religión. Esta interrogación es absolutamente pertinente:

 No se trata de predicar la singularidad de la aparición del lenguaje en la historia evolutiva, y la imposibilidad de reducirlo a un código que simplemente bastaría para ayudar a la subsistencia. Se trata de que esta novedad radical que el lenguaje supondría en relación a la vida, en relación a los seres que son sistemas abiertos sometidos al segundo principio de la termodinámica, sometidos pues a la cifra del cambio destructor... se trata, digo, de que el páthos de tal singularidad sea realmente lo que en acto legisla, lo que se impone en un determinado aquí y ahora. De no ser así estaríamos en efecto una vez más en el caso de una promesa  eternamente diferida, razón por lo cual no sólo cabe efectivamente sospechar de la misma, sino que estamos obligados - por dignidad- a hacerlo. Aunque si la dignidad del hombre pasa por no aceptar consuelo a costa del juicio, el hecho mismo de que surja ese imperativo de dignidad significaría ya que en el hombre hay algo irreducible, que efectivamente, el hacerse verbo de la carne marca un abismal antes y después en la historia evolutiva.

 La sospecha sobre que realmente sea así remite a una desconfianza sobre lo singular de nuestra naturaleza, sobre el grado realmente subversivo de lo que supuso en el seno de la vida y de los códigos de señales animales la aparición del lenguaje. Apostar a que el lenguaje relativice el peso de la inevitable finitud, sería entonces como apostar que lo haga Dios.

Desazonante idea, que conduciría afirmar que el héroe de A Portrait of the Artist as a Young Man, ese Stephen Dedalus,  más o menos espejo de James Joyce, hubiera podido perfectamente seguir anclado en sus problemas de conciencia y sentimiento de suciedad en razón del pecado  carnal; hubiera podido seguir en esa turbia modalidad de confrontación consigo mismo consistente en resistir a la tentación; hubiera- al salir victorioso- debido seguir el destino que para él traza la Compañía de Jesús y abrazar la orden...Pues obviamente una falacia análoga encerraría su propósito de llegar a ser un poeta que una decisión de entregarse  a Dios.

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17 de junio de 2010
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Si yo fuera fumador

No he fumado ni un solo cigarrillo en mi vida, una vida pasada desde la infancia entre fumadores, algunos de ellos orgullosos de serlo, es decir, no pertenecientes a ese grupo mayoritario de quienes, al ofrecerte uno y rechazarlo tú diciendo que no fumas, te dicen en serio, con una leve sonrisa de añoranza: "Pues no sabes la suerte que tienes, chico". Como soy de naturaleza hedonista, para bien y para mal, siempre he pensado que el pobre soy yo por privarme, pues no me cabe duda de que el tabaquismo es el ‘ismo' más contundente, más comprensible y más democrático de la historia de las vanguardias del placer.

       Como al que más, me molesta tener que tragarme a la fuerza el humo de los desconocidos en los lugares públicos, sobre todo si me lo echan en la cara, pero contemplo estupefacto los torpes preparativos de una nueva ley antitabaco que el gobierno de Zapatero, con su conocida política general de declaraciones vibrantes y rectificaciones vergonzantes, vuelve a anunciar. Al igual que en otros asuntos donde confluyen la salud pública y el derecho privado, me parece indignante que al fumador, hoy por hoy todavía un sujeto que vive en la legalidad, se le degrade socialmente, se le aísle y se le confine, mientras se le intimida con cajetillas truculentas que recuerdan las estampitas de Pedro Botero rodeado de niños disolutos quemándose en el infierno con las que los curas y monjas querían infundirnos la aversión al pecado. Ya se saben los resultados de aquellas campañas de profilaxis moral: los pecados de la carne están que arden, cada día más, y la tendencia progresista universal es que cualquier acto placentero que se practique sin coacción ni abuso es aceptable -por atípico o extremo que resulte-, quedando la consideración de su posible daño individual al criterio de cada persona.

     Ahora bien, creo que el fumador español ha caído en un vicio peor que el de encender compulsivamente sus cigarrillos y aspirar su humo. No ha entendido lo fácil que sería un pacto social entre él, directamente, y el no-fumador, que hiciera innecesario, e incluso ridículo, el arbitrismo avasallador de la nueva ley preparada por la ministra Jiménez. Ese pacto tan sólo tendría que tomar en cuenta que una tendencia salutífera mundial  -con la que se puede o no estar de acuerdo-  ha puesto de relieve en los últimos años la evidente injusticia histórica de que el fumador, ‘antes', pudiera fumar en todas partes a su antojo sin reparar en los que no lo hacían. El asumido respeto de unas mínimas normas de educación cortés, de atención al otro, de auto-control cívico, debería facultar a los fumadores a exigir una similar tolerancia con ellos.

    Así que si yo fuera fumador, me levantaría en armas dialécticas contra una ley desproporcionada que pretende no la regulación de una molestia sino la eliminación de un hábito, convirtiendo al que lo ha adquirido libremente en un paria de la sociedad. Pero también, si yo fuera fumador, huiría como de la peste del romanticismo literario del hecho de fumar, que me parece superfluo y puede llegar a cursi. Igual de cursi que el de esos activistas de la igualdad sexual que para dorar la píldora de algo tan natural como la homosexualidad se sienten obligados a citar a las grandes ‘autoridades' que lo fueron: Sócrates, Safo, Miguel Ángel, Tchaikovski, Virginia Woolf. El sistema de prelaciones ha de ser irrelevante a la hora de exigir que a todo ser humano no forzado se le deje hacer aquello que desea: acostarse con la gente de su mismo sexo, beber hasta no decir basta (otro campo donde los aficionados a las listas de ilustres predecesores tienen el cielo abierto), practicar los juegos de azar y, por supuesto, fumar.

     Si yo fuera fumador y viajero habría luchado (¿es hoy ya demasiado tarde, dada la inercia de los códigos de "buenas prácticas"?) por el mantenimiento en los medios de transporte que permiten una separación efectiva de espacios donde fumar. El tren. Es típico del bondadoso maximalismo de los dirigentes, no sólo españoles, haber pasado radicalmente de un tiempo en que se fumaba en todas partes a no dejar que el viajero que ha comprado su billete al mismo precio no pueda echar ni un pitillo en ningún lugar de un largo convoy ferroviario que a veces hace trayectos largos. Si yo fuera fumador, me rebelaría y trataría de boicotear los hoteles que prohíben ya prácticamente del todo fumar en cualquier habitación, por cara que ésta sea. Me impresionó la anécdota, sucedida hace poco, de la visita de un reputado escritor español a París, donde su editorial francesa le hospedaba en un hotel de cinco estrellas al que acudió a verle una amiga común. Al preguntar ella por el huésped, el recepcionista, con un mohín desdeñoso, le indicó un número de habitación del último piso, para el que había que tomar un ascensor pequeño y de poca luz situado en un recodo del hall. Al llegar a lo alto, una especie de ‘gallinero' sin el alfombrado por el que es famoso el hotel, la amiga comprobó que el escritor ocupaba un habitáculo más bien lóbrego en el que la recibió, eso sí, cigarrillo en mano.

    Si yo fuera, finalmente, fumador madrileño, habría sido más cuco, no dejándome engatusar por la demagogia barata de Esperanza Aguirre, que burló la anterior ley Salgado, dejando fumar de manera indiscriminada en la inmensa mayoría de los sitios de ocio de la comunidad que preside, sin que los fumadores, al menos los de izquierda, objetaran.

     No está aún probado que el tabaco sea una religión, en cuyo caso sería la creencia más extendida del mundo. Escribo esto desde mi condición de ateo de todos los credos y de todas las nicotinas, incluso la más baja. No me mueve a escribir la caridad, sino la razón. Libertad de ritos. De eso se habla ahora, también desde una conciencia avanzada, y es una libertad a considerar, por mucho que implique a menudo el convertirnos a los laicos en ‘víctimas pasivas' de sus emanaciones dogmáticas. A los practicantes sobrenaturales se les  permite, incluso en un estado no-confesional, echar campanas al vuelo, llamar chillonamente a la oración, hacer procesiones o rogativas al santo (puro humo para quienes no creemos en milagros), mientras que todos los días, cuando bajo a comprar la prensa, veo junto al portal a un puñado de oficinistas de mi edificio practicando vergonzantemente, en mangas de camisa incluso si hace frío, el rito infame del cigarrillo de media mañana, que sabe a gloria, según parece. No puedo impedir que me venga entonces a la cabeza la imagen de los primeros cristianos apiñados para rezar en las catacumbas. El daño del tabaco. Eso sí está probado, y ningún fumador lo ignora. Dejémosle su libre albedrío, su derecho humano al placer peligroso, sólo atentos a que su ‘ismo', su religión o su vicio no perjudiquen la salud terrenal de los que están a su alrededor, frase que veo impresa en la cajetilla de un amigo que acaba de encender su Fortuna en mi salón.

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17 de junio de 2010
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Crepúsculo, no aurora

De seguir el actual camino, en otoño habrá elecciones de nuevo en Alemania. La coalición de centro derecha que entronizó por segunda vez a Angela Merkel en la cancillería ha resultado un bluff. Quizás ella misma, tan buena canciller en su gran coalición con los socialdemócratas, sea un bluff. En todo caso, el desgaste de la coalición es brutal. Ahora mismo, según todas las encuestas, recuperaría el poder una coalición roja y verde como la que encabezó Gerhard Schroeder. La valoración de la canciller se halla por los suelos: el 45% de los alemanes no tienen confianza alguna en su gobierno, unos niveles de desaprobación más altos que los registrados en Francia, Italia o España. La crisis que asoma las orejas en Berlín puede ser la gota que colme el vaso. Se verá el 30 de junio, cuando un colegio electoral especial, la convención federal, formada por los diputados del Bundestag más un número igual de representantes nombrados por los estados federados, elija al presidente de la República. No habrá problemas si vence el candidato de Merkel, hasta ahora presidente de Baja Sajonia; pero si el voto de la actual coalición se divide y sale Joachim Gauck, candidato de verdes y socialdemócratas, entonces empezará la fiesta.

El estado de las finanzas europeas no está para bromas y demanda un mensaje claro y contundente por parte de quienes pueden ejercer el liderazgo político, es decir, Francia y Alemania. Hoy debieran darlo junto a los jefes de Estado y de gobierno en el Consejo Europeo de final de semestre. Ya nos han dicho que hay acuerdo sobre la necesidad de un gobierno económico del euro, pero no lo hay, al contrario, sobre cómo debe ser. Menos todavía sobre el papel del Banco Central, rigurosamente independiente y obsesionado por la inflación para Merkel, y sensible también al crecimiento y al rumbo de las economías para Sarkozy. Si para Alemania todo debe construirse entre los 27 socios ?aunque no formen parte del euro o ni siquiera tengan intención alguna de incorporarse, como es el caso de Reino Unido? para Francia, en cambio, sólo deberían gobernar el euro quienes están en el euro, algo en lo que Sarkozy se encuentra con la compañía de la mayoría de socios. El riesgo de la actual crisis de liquidez, que coincide con los drásticos recortes del déficit, es que se produzca un acoplamiento con una crisis política que viene de lejos pero que puede terminar cuajando en un colapso de la coalición de centro izquierda alemana. En propiedad, la crisis política se ha ido incubando en la parálisis europea de los últimos diez años, desde el Tratado de Niza y el lanzamiento infructuoso de la idea de una constitución europea. Pero ahora, con la crisis económica, llega a los parlamentos nacionales y los gobiernos. Hace diez meses muchos europeos creyeron que los resultados electorales en Alemania iban a proporcionar al fin la divina sorpresa de que una mujer, originaria del desaparecido bloque comunista, a la altura de los tiempos y de las difíciles circunstancias que vivimos, se convirtiera en la dirigente capaz de gobernar su país y también insuflar al conjunto de Europa la sensatez y la voluntad para salir del marasmo. Aquellas elecciones contemplaron una gran erosión de los dos grandes partidos, sobre todo el socialdemócrata; un vertiginoso y a lo que se ve efímero ascenso liberal; la consolidación de Die Linke, la izquierda poscomunista unida a los disidentes radicales de la socialdemocracia; y una insólita fragmentación del paisaje político, conformado ahora por cinco fuerzas. Todo esto se leyó como una oportunidad para que Merkel cambiara de fórmula y encontrara finalmente la coalición que necesitaba para completar su recorrido, tan afortunado en su primer mandato en la cancillería. No ha sido así. Ahora se ve cómo la remodelación del paisaje partidista tiene que ver con lo que ha ido sucediendo luego en el resto de Europa: el ascenso de los populismos; el desgaste de los grandes partidos; y, finalmente, la dificultad para encontrar fórmulas eficaces de gobierno, que den seguridad y confianza a unas poblaciones necesitadas como nunca de líderes convincentes, capaces de generar consenso y de aplicar las políticas más difíciles y rigurosas. Como en la estampa tópica de la poesía romántica alemana, nos ocurre como a un durmiente que se despierta súbitamente, admirado por las luces que identifica con la aurora, para advertir con desconsuelo que se ha engañado y en realidad se trata del crepúsculo.

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17 de junio de 2010
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Intervenir

Hemos inventado una especie de piel gruesa que nos defiende de esa agresión de la realidad, que nos llevaría a asumirla, a enterarnos de lo que está pasando y a hacer lo que finalmente se espera de un ciudadano, que es la intervención. ?Si España va bien, es una excepción, porque el mundo no va bien?, La Provincia, Las Palmas de Gran Canaria, 15 de abril de 1998 [Reportaje de Ángeles Arencibia]

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16 de junio de 2010
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Las vengadoras

Que el pasado, con diferentes máscaras, siempre vuelve es algo que se aprende con los años y supongo que la lucidez tiene relación con la capacidad de convivir con este retorno. Tan perjudicial resulta la ocultación del pasado como su exhibición como una llaga viva que no permite habitar el presente. Aunque sólo sea por este motivo es aconsejable ver la última y excelente película de Roman Polanski, The ghost writer, traducida aquí impropiamente como El escritor para evitar la incorrección política de la expresión el negro, que es como en el argot editorial se llama a quien escribe por cuenta ajena aceptando que, a cambio de cierto dinero, otro figurará como autor del libro que él escriba. En la actualidad centenares de políticos, deportistas, actores o cocineros recurren a negros para escribir las obras que luego presentan como propias. Y me temo que no faltan los escritores que hacen lo mismo.

La película de Polanski está protagonizada por el negro contratado por la editorial que tiene que publicar las memorias de un tipo que es Tony Blair en todo menos en el nombre. Cinematográficamente es una obra de madurez en la que el cineasta polaco recupera el ritmo de películas como Chinatown o la opresión metafísica de paisajes como las de la primeriza Cuchillo en el agua. También hallamos huellas de las indagaciones dramáticas de El pianista o La muerte y la doncella. Un hombre atrapado por su pasado como Polanski, y así se lo recuerda implacablemente el fiscal de Los Ángeles que persigue su viejo delito, está en condiciones especiales para bucear en el ayer. En los mitos griegos se creía que las Erinias eran deidades vengadoras que llevaban inevitablemente a la destrucción mediante la memoria y el castigo. Es posible que Polanski no escape a sus Erinias, o al tribunal americano, pese a que el tiempo transcurrido invitaría a un ejercicio de perdón.

Sin embargo, curiosamente, en The ghost writer él mismo pone en marcha el violento engranaje de las vengadoras para cebarse sobre Tony Blair e indirectamente sobre George Bush. La novedad es la inmediatez histórica con que Polanski realiza el ajuste de cuentas y que a mí me ha recordado aquella magnífica falta de prejuicios -y de eventuales querellas- con que actúa Dante en La divina comedia. No sé si en la actualidad el poeta toscano podría sumergir tan fácilmente, y con nombres y apellidos, a sus enemigos en el infierno o, por el contrario, debería estar atento al alud de demandantes que acabarán de hundir su ya de por sí maltrecha economía.

Sea como fuera, Roman Polanski, y con el sólo disimulo del nombre de su personaje, ha idodirectamente a la caza de Tony Blair. Y se trata de caza mayor por cuanto Blair, junto con Berlusconi, es el más shakespeariano de los últimos políticos, y no precisamente por lo que se refiere a su honor y dignidad: Berlusconi por bufonesco y Blair por mordaz. Con todo, hay que reconocerle a este último una inteligencia poco habitual en la política del presente, de modo que fueron muchas las expectativas que originó y aún más las desilusiones a las que finalmente dio lugar.

De hecho, ha sido fascinante comprobar cómo Tony Blair ha intentado escapar de su propia sombra desde que abandonó el poder londinense, Ágil camaleón en todos los aspectos de su vida, hemos asistido al espectáculo de observar a Blair convirtiéndose al catolicismo mientras decía tener una suerte de línea telefónica directa con Dios, sin que estas cuestiones místicas le distrajeran de la necesidad de amasar una increíble cantidad de dinero en tan poco tiempo o de la búsqueda inquieta de una nueva oportunidad política en Oriente Próximo -un fracaso- e, incluso, en la presidencia europea -una quimera-. Blair ha ido de aquí para allá con tal velocidad que nos parece que han transcurrido decenios desde que cedió la maléfica herencia del poder al ahora destronado Brown.

Blair ha tenido la habilidad de Proteo y, sin embargo, Polanski, no le ha permitido escabullirse y le ha golpeado con una contundencia poco frecuente. No deja de ser irónico que el cineasta haya urdido toda la trama alrededor de las Memorias del antiguo primer ministro británico, el libro que tenía que servir a éste en varias direcciones simultáneamente: para hacer un suculento negocio, para camuflar el pasado, para forjar un futuro glorioso. En la película todo se interrumpe pues la muerte del personaje implica la muerte simbólica de Blair. Antes, no obstante, ha caído todo el andamiaje y la gloria prometida ha quedado cubierta por el polvo de la mentira. El ghost writer contratado para escribir las Memorias del político comprueba que éste ni siquiera se expresa medianamente bien en la primera y rudimentaria versión del libro. Pero lo peor viene después cuando, desencadenadas las Erinias, los grandes embustes de Blair quedan al descubierto, empezando por el mayor de todos: aquella mentira, la de las "armas de destrucción masiva", que condujo a decenas de miles de muertos en la guerra de Irak. Al álter ego cinematográfico de Blair se le va nublando la sonrisa forzada como si, en efecto, las vengadoras, vertieran sobre su cabeza la sangre acumulada.

El ejercicio de Polanski es valiente, intrigante y tiene la virtud de aclarar que sólo en Europa es posible todavía una tal libertad crítica. No estoy seguro de que en Estados Unidos se hubiera podido producir una película semejante, sustituyendo la figura de Blair por la de Bush, y estoy convencido de que tal tentativa será imposible en las demás regiones del planeta, donde los llamados secretos de Estado son las más eficaces formas de impunidad.

En Europa, pero no sé si en toda Europa. Si hemos de sacar conclusiones de la tragicómica incapacidad de España para afrontar hechos que ocurrieron 70 años atrás, no me imagino un ejercicio de sinceridad histórica a corto plazo. De hecho, ninguno de los grandes traumas de la época democrática, desde la "guerra sucia" al golpe de Estado de 1981, se han aclarado suficientemente. Viendo The ghost writer no podía sacarme de la cabeza que uno de los más íntimos cómplices de Tony Blair en la época de las andanzas denunciadas por Polanski era José María Aznar. ¿Se imaginan una película semejante con un casi-Aznar? Es improbable. Claro que Aznar, escritor dotado, a diferencia de Blair, escribe él solo sus libros sin ayuda de nadie, como es sabido.

 

El País, 10/05/2010

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16 de junio de 2010
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Nadar

El ejercicio físico se opone al vicio. No sólo a la molicie que es un criadero de bacterias infectas sino al vicio tal cual. Vicio de pedestales, vicio de hábitos conspicuos, vicios de vicio convertido en carácter de la personalidad como un atributo, no adherido sino enclavado. El ejercicio físico puede con todo ello porque seguramente parte de unas áreas radicales del ser y, probablemente, desde unas épocas remotas y fundacionales. Se entiende de este modo que las drogadicciones, las depresiones e incluso los ánimos suicidas queden barridos por el ejercicio físico que sólo acepta su compatibilidad con la vida misma.

 Ejercicio físico y existencia, existir y correr o nadar, dan a la condición humana un talante de eternidad o un simulacro de ella. Le Corbusier murió nadando. ¿Murió de nadar? No. Estaba llegando mucho más lejos a lomos de su interminable perennidad sobre el agua en marcha

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16 de junio de 2010
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