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'Cuál es tu tormento' de Sigrid Nunez (Anagrama)

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Por qué nos atormentamos los domingos por la tarde

 

El domingo es un día bicéfalo que arranca con una promesa de libertad entre las sábanas. Al despertar, nos sentimos ricos en horas, desprovistos del malhumor que concita la urgencia. Un aire atlético se apropia de nuestro ánimo, y todavía en la cama fantaseamos con todo lo que podríamos ser capaces de hacer. Aunque llueva, la luz lleva el tiempo dentro, al decir de Juan Ramón, y ponemos música, idealizamos el desayuno, damos un paseo junto a terrazas con vermús y berberechos, entramos en algún templo, también valen los museos o los auditorios. Es difícil que nos arrebaten la placidez que en nuestra infancia se le asignó a los domingos por la mañana, dignos de estrenar zapatos, comer arroz con marisco o celebrar aniversarios. Incluso las noticias se comentan con mayor optimismo, como las retiradas de los deportistas, que invocan esa admiración nostálgica del saber irse.

Pero cuando la tarde se escancia, la jornada va mutando su piel dorada y todo parece que termina antes de haberse iniciado. Un blues cae en las habitaciones iluminadas del mundo, no importa dónde estés porque todos los domingos por la tarde se parecen, en Soria o Ca­daqués, Luxemburgo o Chicago. Aunque estemos acompañados, pro­bablemente nos sintamos solos dejando campar a sus anchas al interpretador que llevamos dentro y que nos hace sentir incompletos sin saber muy bien qué responder a la pregunta de Simone Weil que titula el libro de Sigrid Nunez: Cuál es tu tormento .

El tedio irá sustituyendo los deseos, y repetiremos con desgana: “me da igual”, haciéndonos un ovillo y perdonando la tontuna de perder la fe en el futuro. Sin duda es una clase de inapetencia que puede ser reparada con una copa de vino o incluso una clase de yoga somático. Entonces la noche del domingo recobrará su brillo, todas las habitaciones del mundo se parecerán a Nueva York y sonará una elegante música de saxo que nos conducirá a saborear los restos de un día que nace cargado de razón y optimismo, sin embargo al atardecer se des­hilacha logrando hacernos sentir miserables.

Cuando sale la luna, el domingo vuelve a tomar impulso liberándonos de cualquier tormento. Para eso ya están los lunes.

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29 de octubre de 2024

'Gritar, arder, sofocar las llamas' de Leslie Jamison (Anagrama, 2024)

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Leslie Jamison, una lúcida mirada al oficio y al arte de contar historias

 

Antes de lanzarse a escribir un ensayo, quien escribe se enfrenta a una decisión crucial: ¿cómo posicionarse en el texto? ¿Opta por camuflarse y se sitúa fuera de campo, creando así una ilusión de objetividad? ¿O asume una presencia explícita y se expone sin miramientos, convirtiendo su "yo" en un filtro indisimulado? ¿Y si escoge una estrategia intermedia, limitándose a dosificar sus apuntes personales? ¿Es necesario que el autor revele su conexión con el tema para ganar credibilidad al compartir su experiencia vital? En el cine policíaco vemos que la implicación personal del detective puede comprometer la investigación, por lo que se le suele apartar del caso.

En el ensayo, sin embargo, este criterio no es tan rígido. Tanto vale quedarse detrás de la barrera, para contar desde una distancia de seguridad, como aparecer en escena, siempre y cuando, como apunta Vivian Gornick en La situación y la historia (Sexto piso, 2023), el lector crea que el narrador es fidedigno (algo que no ocurre en la ficción). Al fin y al cabo, sigue diciendo Gornick, "la buena escritura se caracteriza por dos cosas: está viva sobre la página y el lector está convencido de que el autor se halla en plena travesía de descubrimiento".

La clave reside en ese movimiento hacia el descubrimiento, al margen de si el yo narrador es invisible o está, más o menos enfocado, dentro del plano. En la narrativa personal, además, el desafío es doble, ya que implica comprender no sólo el motivo de la narración, sino también la identidad del narrador.

En su segunda colección de ensayos después de El anzuelo del diablo (Anagrama, 2015), publicados mayoritariamente en revistas estadounidenses -Harper's, The Atlantic o The Atavist, con sus consiguientes procesos editoriales-, se explora precisamente la cuestión del posicionamiento del autor cuando investiga, entrevista, sale al encuentro o se propone a sí mismo como sujeto de estudio.

Distintos puntos de vista A través de catorce textos, agrupados en tres subapartados ("Anhelar", "Observar", "Habitar"), Leslie Jamison (Washington D.C., 1983) se acerca a experiencias personales con una intensidad creciente. Desde una solitaria ballena azul que canta a una frecuencia de 52 hercios, inaudita para los humanos, sobre la cual pone la lupa -o, mejor dicho, una red de hidrófonos para obtener patrones de sonido en el fondo marino-, así como sobre los devotos que proyectan en el cetáceo sus traumas personales de soledad, inadaptación, discapacidad y resiliencia, o los anhelos virtuales de los usuarios de Second Life (Las vidas que habitamos), hasta poner en relación la tradición de los cuentos infantiles y de las madrastras a raíz de convertirse ella en una (Hija de un fantasma), la evocación de rupturas amorosas a partir de la memoria de los objetos (El museo de los corazones rotos) o su primer embarazo y la transformación del cuerpo, en especial el aumento de peso, con los trastornos alimenticios sufridos en la juventud (De cuando todo se precipitó).

Tanto en los agrupados en "Anhelar" y en "Habitar", como en la performance de Marina Abramovic, la autora está presente de una forma u otra. El "movimiento hacia el descubrimiento" que menciona Gornick se manifiesta en estos ensayos de manera desigual: a veces elocuente e inspirado, otras anodino extenuante, ensimismado, reiterativo. A ratos, endeble en el esfuerzo argumentativo: por ejemplo, nos dice que una cosa es el enamoramiento y otra el matrimonio (que "no consiste en meses de fantasía, sino en años de limpiar la nevera"), que la fotografía es un artificio, que la vida no es nunca lo que uno proyecta ("Entregamos los guiones que hemos escrito para nosotros mismos y obtenemos a cambio nuestra vida real"), que "la familia consiste en seguir al pie del cañón", que somos (también) lo que anhelamos o que no podemos reprimir nuestra necesidad de "glorificar, inmortalizar, preservar".

Se puede entender esta inocencia y búsqueda del asombro en lo cotidiano ("me gusta descubrir la belleza allí donde otros veían fealdad"), en cualquier caso, como un antídoto contra el escepticismo que, en exceso, es paralizante. Esta es una postura que reconoce en la obra de una fotógrafa estadounidense que durante veinticinco años documenta a una familia mexicana del otro lado de la frontera (Máxima exposición), consiguiendo así evocar "la infinita capacidad de la vida cotidiana para albergar a la vez el tedio y el deslumbramiento, la monotonía y súbitos destellos de asombro".

Las dudas del oficio En la sección "Observar", reflexiona sobre el espacio del 'yo' y el "sentimiento de culpa" de escribir sobre otros ("el peso del testimonio sin la mácula del arte" de Sontag), a partir de un clásico de la crónica periodística como Algodoneros: Tres familias de arrendatario (Capitán Swing, 2014), el encargo inédito de Fortune a James Agee, o su versión expandida, la memorable Elogiemos ahora a hombres famosos (Seix Barral, 1993), con algunas incursiones en otro título ineludible, Cómo vive la otra mitad de Jacob Riis (Alba, 2004).

Al dejar de lado su propia biografía y centrarse en las dudas inherentes al oficio (¿cuánta verdad puedo abarcar de la realidad del otro? ¿De qué sirve escribir? ¿Cómo afronto los límites del lenguaje? ¿Cuánto modifica mi presencia aquello que estoy observando?), Jamison nos guía hacia un descubrimiento profundo y auténtico. De Agee, Jamison resalta su rechazo al realismo, sustituido por la confesión de "toda mediación, toda falsificación, todo artificio y subjetividad, el ineludible contagio de quien documenta los hechos". En esencia, todo periodismo parte de un "fracaso moral" y del "dilema de la impotencia". Por mucho que intente no hacer ruido, "el yo documental rara vez documenta sin hacer daño".

En la información promocional de Leslie Jamison se la nombra algo así como el relevo de Joan Didion o Susan Sontag. Aunque la comparación con estas escritoras tal vez sea exagerada, Jamison las tiene presentes, especialmente a Didion, quien reconoció en la introducción de Slouching Towards Bethlehem (1968): "Dado que no soy ni un ojo de cámara ni me gusta escribir sobre cosas que no me interesan, todo lo que escribo refleja, a veces de forma gratuita, cómo me siento. Los escritores siempre están traicionando a alguien".

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25 de octubre de 2024
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Mirada furtiva

La ruptura del vínculo generacional ha desviado a muchas personas de edad más o menos avanzada de la relación con hijos o nietos, de tal manera que un can es para ellas la única y efectiva compañía, tanto en sus domicilios como en sus cotidianos paseos. Pero desde luego esta imagen (a veces tierna, casi siempre punzante, y en todo caso sintomática de uno de los mayores casos de segregación que generan nuestras sociedades) nada tiene que ver con la de la pareja que pavonea a la vez su juventud y su sentimiento de "buen balance", acompañada de dos mascotas recién adornadas por el peluquero.

En ocasiones el contraste roza la impudicia. En los momentos álgidos de la pandemia, el diario La Vanguardia publicaba la imagen de una larga fila de personas recurriendo a los servicios de un comedor social, a cuyo lado una joven de saludable aspecto y ademán distendido paseaba sus dos caniches.

Pero quisiera poner de relieve los recovecos y ambigüedades de la persona protagonista de una tercera imagen. Primeras horas de un domingo barcelonés. Una muchacha provista de una especie de guante de plástico destinado a recoger los excrementos de su perro, mira furtivamente con la esperanza de que la ausencia de testigos le permita sustraerse a este deber. Desde luego, muestra de incivismo, pues si ha escogido la opción de convertir a un perro en mascota, entonces ha de asumir las incomodidades que ello comporta.  Pero quizás hay algo más.

Como ocurre con tantos comportamientos interiorizados y que uno cree brotar de su interior, la decisión de adoptar un can quizás no fue en su caso fruto de una elección, sino de una obediencia: obediencia a algo que homologa en el entorno social de los barrios de muchas ciudades europeas,   pero que choca con un saber inherente a la naturaleza humana, saber  que, en un nivel más o menos repudiado, no puede dejar de operar y que debilita el sentido de compromiso ciudadano en relación a la responsabilidad que  ha asumido al adoptar un perro.

Pues esa muchacha sabe en su fuero interno que el otorgar a un animal el sitio que debería estar reservado a un ser humano, otorgar a un caniche los cuidados y las caricias que deberían ser privilegio de un bebé, es un acto no solo contrario a la naturaleza propia del ser humano (esencialmente marcada por los símbolos), sino también contraria a la naturaleza del propio can, convertido en fetiche de una especie ajena, y conducido a adoptar comportamientos de esta especie “protectora”, que sustituyen a los determinados por su propia naturaleza.

Hay directa proporción entre la proyección sobre animales del instinto de especie y el desconocimiento de la naturaleza de esas especies sobre las que se efectúa la transposición. Entre otras razones, porque aquellos animales con los que se convive en las ciudades han alcanzado a ser una caricatura de los comportamientos humanos.

En cualquier caso, mientras la denuncia de los abusos de los gestores del orden económico y social imperante sea compatible con la presencia en nuestras ciudades de imágenes como alguna de las evocadas (una moza paseando en plena pandemia sus dos canes junto a la cola de seres humanos ante un comedor social; una muchacha pizpireta acunando un perro a modo de un bebé, a escasa distancia de un ser humano literalmente tirado y abandonado en la calle por la sociedad…), mientras no se proclame lo insoportable de las mismas… la reivindicación de la salud del planeta será simplemente un parapeto ideológico.

Puede que objetivamente no haya nada que hacer para poner fin a esta vergüenza, pero lo insufrible es que no parezca una vergüenza mayor, que se repita una y otra vez que un deber no excluye el otro y que de momento vamos garantizando el deber con los animales y difiriendo sine die el deber con los humanos.

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24 de octubre de 2024
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Fotos fijas con Antonio Skármeta

Antonio Skármeta había logrado salir de Chile con su mujer y sus hijos en aquellos días de toque de queda, asesinatos y destierros, y tras un año de incertidumbres vivido en Argentina llegó a Berlín Occidental favorecido por la misma beca que yo tenía entonces, en el programa de Artistas Residentes.

Enero de 1975. Aquí en esta foto estamos en la puerta del edificio de nuestro apartamento, el número 27 de la Helmstedter Strasse en el barrio de Wilmersdorf, un antiguo barrio judío. En el mosaico de la acera hay una estrella de David. Sus hijos Beltrán y Gabriel con los nuestros, Sergio, María Dorel. El cielo está oscuro, todo parece gris. Nevará seguramente.

Antonio y yo llevamos el pelo largo a la usanza de la época, bigote frondoso, sólo que la calvicie despejaba ya su frente, pero bajo los anteojos de grandes aros, usanza también de la época, su sonrisa era desde entonces y como siempre irónica, un tanto malvada, nunca llegará a estallar en risa, pero estará siempre riéndose del prójimo y sus veleidades.

De la tarde de abril de 1975 en que nos sentamos en un café de la Kant Strasse, no hay foto. Le había dado una fotocopia de mi novela ¿Te dio miedo la sangre?, de aquellas en papel fotográfico que olían al ácido del revelado. Para entonces había empezado a escribir la suya, Soñé que la nieve ardía, y la tarde se nos hizo noche porque la fue repasando página por página, con minuciosidad cordial e implacable, realzando lo que le divertía, puesto que en asuntos de humor perverso nadie la ganaba, y a partir de entonces el nombre de Oreja de Burro se convirtió en santo y seña entre nosotros porque en mi novela aparecía Gastón Pérez, alias Oreja de Burro, un trompetista pobre de Managua que había compuesto un bolero excelso, Sinceridad, que cantaba Lucho Gatica.

Esta otra debe ser de mayo de 1975, estación del Zoo. Llega en el tren desde Ámsterdam Ariel Dorfman, y estamos los tres en el andén, yo tengo en la mano la maleta de Ariel porque va a ser nuestro huésped. Lo llamaremos en adelante el holandés errante, corriendo siempre de un lado para otro, con las faldas del sobretodo levantadas, en la imposible y extenuante tarea de reconciliar a los exiliados que como en todos los exilios andan a la greña entre agravios e interminables discusiones ideológicas.

Y aquí esta otra, en las puertas del Berliner Ensemble, el teatro de Bertol Brecht, en Berlín Oriental. Esa noche cruzamos el muro para ir a ver a Erich Maria Brandauer, si mal no recuerdo en La Opera de tres centavos, una pequeña odisea cada vez esos viajes al otro lado de la ciudad dividida, tomábamos el tren elevado que nos dejaba en la estación de Friedrich Strasse, que olía siempre a creolina, como los hospitales y las prisiones, o íbamos en mi Renault de segunda mano a través del Check Point Charlie, apuntados a las funciones de Brecht en la Volksbühe o en el Berliner Ensemble. Extraña ciudad entonces Berlín las ruinas de la guerra aún visibles, baldíos desolados, calles cegadas, el muro omnipresente, alambradas, tierra de nadie, torres de vigilancia.

 Yo volví a Nicaragua, Antonio se quedó en Berlín. Derrocamos a Somoza, él vino a Managua en 1980 para la filmación de La insurrección de Peter Lilienthal, de la que escribió el guion, y que se rodó en las calles con los mismos guerrilleros disfrazados con uniformes de guerrilleros. También hay una foto, Antonio en nuestra casa en Managua, con Gabo, con Roberto Mata, con Julio Cortázar.

Y la última, la foto de Santiago, la que ha vuelto a mi mente esta mañana en Estambul cuando me ha llegado la noticia de la muerte de Antonio. Septiembre, 1990.  La revolución de disolvía en Nicaragua en un amargo espejismo, pero en Chile había regresado la democracia. Y allá estaba Antonio, estaba Ariel, y yo había llegado invitado a los funerales del presidente Allende por doña Hortensia, su viuda. Fue tomada por el camarero en un restaurante de Providencia. Yo estoy sentado al centro y Antonio, desde la izquierda, me señala entre risas, Ariel, al otro lado, va a decir algo divertido también.

Después nos tocará hablar en un panel en la Biblioteca Nacional, ya no recuerdo sobre qué, sobre la literatura y el compromiso, sobre el arte y la vida, lo de siempre. Debe haber una foto de ese panel, pero no la conservo.

La memoria se vuelve un asunto de fotos fijas. No hay tal película de la vida. Lo que te queda son momentos congelados. Antonio diciéndote un día, septiembre 2010, otra vez en Santiago, en su casa, que se iba al día siguiente a Los Ángeles al estreno de la ópera compuesta por Daniel Catán sobre su novela El cartero, con Plácido Domingo en el papel de Neruda.

 Y no hay ya más fotos. El álbum se cierra allí.

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21 de octubre de 2024
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Envases

Recuerdo un artículo de Fernando Savater, en El País, en el que se declaraba incapaz de abrir los envases fueran de lata, de cristal o de plástico, dada la complejidad del cierre. Ahora llega la noticia de que el ex ministro principal de Escocia, Alex Salmond, ha fallecido de un infarto al intentar abrir un bote de ketchup. En mi caso ha sido una tarrina de foie comprada en Francia, esas que van al vacío con un sistema metálico de palanca para abrir y cerrar, pero que necesitan antes tirar de una lengüeta de goma. Pues tanta fuerza tuve que hacer que se me escurrió el recipiente de las manos y fue directo a la sien derecha de la empleada de hogar, a la que no teníamos dada de alta en la Seguridad Social, causándole la muerte. Ahora en esta celda del penal de Zuera medito acerca de mi mala suerte. Por unas pocas horas pudimos ir de compras a Olorón; la frontera quedaría cortada al día siguiente al desaparecer la carretera, en la vertiente francesa, tras un monumental desprendimiento de tierra y rocas durante una tormenta.

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16 de octubre de 2024
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La sociedad enferma

 

Buena parte de los escritos de senectud de grandes pensadores están marcados por el pesimismo sobre el futuro social de la humanidad. Muchas ideas de cambio y transformación son vistas como peligrosas. De Platón a Marco Aurelio en tiempos clásicos, Schopenhauer o Malthus entre los contemporáneos más radicales, son numerosos los filósofos, historiadores o economistas que han vaticinado tiempos apocalípticos. Existe, incluso, toda una corriente del pensamiento que se autoproclama pesimista y reivindica, entre otras ocurrencias, no traer más niños a este mundo.

Que la humanidad caiga en el desánimo como se detecta en la actualidad, no es nada nuevo. La historia está repleta de catastrofismo y desesperanza. El milenarismo, por ejemplo, desató durante décadas la fatalidad entre las gentes en la Edad Media y solo la fervorosa creencia en el más allá apaciguaba las almas cristianas. Al valle de lágrimas terrenal le sucedía el éxtasis celestial. Y las cosas no fueron mucho mejor en el siglo XX, con dos guerras pavorosas, una crisis económica brutal y la pandemia de gripe más virulenta que se recuerda. Tras el exterminio de seis millones de judíos en los campos nazis que, aún hoy, algunos niegan, el filósofo Theodor Adorno llegó a decir, lapidariamente, que «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Adorno había perdido toda confianza en el hombre y en su posible redención por la cultura. Nosotros, en cambio, vivimos en el mundo feliz que se construyó tras la última guerra mundial, cuyos días parecen contados, y no solo por la crisis del orden político que el conflicto de Ucrania o el nuevo estallido de Oriente Medio ponen de manifiesto.

Son otros muchos los síntomas de nuestro tiempo presente que parecen conducir a la zozobra. Por ejemplo, el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien sorprendió a todo el mundo vendiendo más de cuarenta millones de ejemplares de sus dos libros anteriores traducidos a más de sesenta idiomas, Sapiens y Homo Deus, en donde vaticinaba un futuro tecnológico para la humanidad sorprendente, un supuesto avance científico que convertiría a los hombres en poco menos que inmortales, al alcance de la condición de semidioses. Pues bien, Harari, no sabemos si inmerso en una operación comercial de largo alcance visionario, se ha convertido en su última entrega, Nexus, en un renovado profeta del derrotismo.

Su tesis se centra en la prodigiosa aceleración y multiplicación que vienen experimentando los mecanismos de comunicación en la sociedad actual, una sobredosis informativa, tóxica en muchos casos, autogenerada en otros, que estaría en la base de la radical polarización actual, ya no solo en la política sino en otras muchas esferas sociales que abarcan desde los rebrotes de racismo a la violencia machista, del fanatismo religioso al alboroto hooligan, la hipersexualización de la música popular e internet, el descrédito y la banalidad de la ortodoxia progresista o la proliferación de sectarismos lunáticos: antivacunas, terraplenistas, negacionistas de múltiples condiciones… Y todo ello, en opinión de Harari, a las puertas de la Inteligencia Artificial, o lo que es lo mismo, ante un súper acelerador de todo lo horroroso descrito en las líneas anteriores.

Aparte de la IA y los peligros que nos acechan por su irresponsabilidad, además del control y manipulación de las redes sociales en manos chinas, de los hackers rusos o de ambiciosos sin freno como Elon Musk, están los temores que atañen al cambio climático. No hay día sin una noticia alarmante al respecto, ni documental que no muestre lo amenazado que está el equilibrio natural para los humanos. Los polos se derriten, y lo que es peor, la capa de permafrost (el suelo congelado de modo perenne) también desaparece. Una isla del Pacífico pide ayuda porque se va a pique en poco menos de treinta años. Y aunque es verdad que estas cosas o se exageran o nadie les hace ni caso, son muchos los científicos que parecen compartir tales preocupaciones.

Las migraciones. Otro de los monotemas que dominan la agenda política y los telediarios. Si ven la película Yo capitán, se sobrecogerán. Un film italiano, de Matteo Garrone. Un fenómeno también histórico, casi desde el Paleolítico, pero que en la actualidad sobrepasa a las autoridades políticas de Occidente, atrapadas entre el buenismo ingenuo e inconsciente y el populismo de raíces xenófobas. El mundo incapaz de suturar la brecha entre los países, mientras se cantan las virtudes de la mediterraneidad cuando en apenas ocho millas de mar entre Europa y África se encuentra el mayor diferencial de renta y cultura del planeta. Un abismo de civilizaciones repleto de antenas parabólicas.

Y luego está la economía, sobre la que con frecuencia sobrevuelan los malos augurios. Es como si la única manera de cobrar protagonismo para un economista consista en vaticinar una crisis inminente. A pesar de que se superó mal que bien el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2007, de que no se reformulara el capitalismo especulativo tal como pedía en su momento un líder ahora esposado (con tobillera electrónica), Nicolas Sarkozy, que sobreviniera una pandemia y un confinamiento que hibernó la actividad productiva durante meses, a pesar de las nuevas guerras que se han desatado a las puertas de Europa, del Brexit británico y la falta de acuerdos para la liberación comercial… Lo bien cierto es que el mundo está mejor y ha sido asombroso cómo no se dejó atrás a nadie y esa creación humana llamado Estado Social funcionó protegiendo a casi todos.

Hubiera sido un buen momento para poner en práctica un nuevo contrato entre las partes fundamentales que conforman la sociedad, humanizar la globalización, avanzar hacia una práctica más ética en los negocios, porque es difícil que exista una alternativa que traiga más prosperidad y libertad que el capitalismo. Pero también es necesario que se autorregule con más honestidad y eficiencia. Lo vaticinaron pensadores como Adam Smith y lo adelantó con los límites a la razón el propio Kant. En la mismísima Lonja de Valencia, circundando su exuberante salón columnario, a la altura casi de su cielo, existe una inscripción en latín del siglo XV, muy anterior a la irrupción de la moral protestante, que dice: … «Probad y ved cuán bueno es el comercio que no lleva fraude en la palabra, que jura al prójimo y no le falta, que no da su dinero con usura. El mercader que vive de este modo rebosará de riquezas y gozará, por último, de la vida eterna».

 

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15 de octubre de 2024

Editorial Anagrama

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La «Trilogía documental» de Vicente Molina Foix

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Hacía tiempo quería hablar de la Trilogía documental de Vicente Molina Foix y lo voy a hacer ahora, que acabo de leer la tercera novela del tríptico. Utilizaré algunas notas que he ido tomando a lo largo de la lectura, evitando las que eran meramente anecdóticas o se referían a aspectos muy parciales de las novelas.

Empiezo por la primera: El abrecartas. Se trata de una novela muy lograda además de difícil, por la variedad de registros que se articulan con esa fluidez propia del gran estilo. Todo en ella son cartas que se entrelazan, que difieren, que coinciden, que se combaten y finalmente se apagan, para volver a arder y volver a apagarse siguiendo una oscilación muy pensada pero que resulta mágica y envolvente. El abrecartas abarca un largo período que va desde los años veinte a los años ochenta del siglo pasado. Al principio el relato parece un mosaico desquiciado pero poco a poco vamos advirtiendo las conexiones que acabarán formando un todo, a lo largo de un viaje material y espiritual que pasa por Granada, la Granada de Lorca, México, Barcelona, Valencia, Marruecos, Montevideo, y Alicante, donde entrevemos el rastro de la familia del autor, de los que le antecedieron en el tiempo … Dentro del mosaico de personajes en el que destacan los autores de la generación del 27, vemos deslizarse la sombra del siniestro Fonseca, que deja una huella especial en el lector. Se trata de un personaje nunca del todo desenmascarado, como si hubiese sesgos del mal de naturaleza incomunicable y tan reales que parecen fuera de la realidad. Los sentimientos y las ideas que circulan por las cartas, a veces de una intimidad sofocante, a veces más fáciles de llevar, dan una idea esférica del mundo, crean, desde el mismo desgarro, una cierta redondez que me agrada especialmente. También puede verse como una obra musical: sería una sinfonía con ciertos elementos voluntariamente atonales y coros conformados por voces que a veces se conjugan, a veces se combaten, y van construyendo, capítulo a capítulo, lo que Proust llamaba el “inmenso edificio del pasado.”

El abrecartas abre las puertas a la trilogía y la dota de profundas raíces en la historia. En las tres novelas predomina el género epistolar, al que Molina Foix le ha dado un nuevo aliento, tan brillante como eficaz, tan eficaz como esclarecedor, para asombro de los lectores del presente.

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El joven sin alma es la segunda novela del tríptico y hace además de fondo existencial a la primera y la tercera novela, pues en ella vemos al joven que fundamentó, con su crecimiento, tanto el relato que le precede como al que le sucede. En El joven sin alma asistimos a los encuentros y desencuentros del núcleo duro de los Novísimos: Gimferrer, Carnero, Terence Moix, Ana María Moix, Leopoldo María Panero y el mismo Vicente. Los vemos, los escuchamos a través de una prosa variada, elástica, comunicativa, que al final te deja casi sin respiración, cuando notamos el aliento de Ana María Moix, que derrama su alma a borbotones de luz y de niebla. Se necesitaba una novela que contase la intrahistoria de los Novísimos, apoyándose además en un estilo consistente, que nos permite sentir el aliento vital de dos almas desdichadas: Ana María Moix y Leopoldo María Panero, que navegan como barcos a contracorriente entre sombras, alimañas, y sentimientos que naufragan y en los que vemos un boquete abierto hacia la locura. Y todo ello narrado con una ecuanimidad y una elegancia bien raras en nuestra letras, a través de un narrador que se desdobla, estableciendo un nuevo juego de espejos que se complementa con los laberintos igualmente especulares de las dos novelas anteriores. Lo más poderoso de El joven sin alma es esa dialéctica infernal que describe, cuando los sentimientos no coinciden con los deseos y el alma con el cuerpo, cuando el amor no brota donde tendría que brotar y una realidad misteriosa se impone al deseo, y en cierto modo lo mata, creando enormes tragedias subterráneas.

Observamos tanto en esta novela como en la siguiente el deseo de algunos personajes en vincular a los Novísimos con la generación del 27, pasando por encima del miasma gris de nuestra larga, muy larga posguerra. Tan larga que parecía la historia de la eternidad. Era una tentación saltársela y tanto entonces como ahora yo les daba la razón a los Novísimos y como lector me iba alejando del realismo social, que Benet consideraba “tabernario”.

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El invitado amargo, cierra la trilogía. Se trata de una narración dual en la que intervienen dos autores, Vicente Molina Foix y Luis Cremades: entre los dos van trazando el relato de una relación compleja y apasionante, con sus luces cenitales y su oscuridad manifiesta, y que atañe a lo incomunicable. Lo asombroso es que El invitado amargo cierre una trilogía tan personal como única, sirviéndose de otro autor: Luis Cremades, que hasta entonces no tenía demasiada experiencia como prosista pero que acierta plenamente. La generosidad de Molina Foix es evidente, y también lo arriesgado de su apuesta: confiar en alguien que hasta entonces había sido únicamente un poeta. La jugada salió redonda, y entre las dos voces conforman una sonata alucinante. Juraría que es algo que nadie ha hecho jamás, y que redunda en la originalidad profunda de la trilogía. Ya dije en una ocasión que El invitado amargo es, sin la menor duda, la mejor novela dual que he leído en mi vida, donde podemos adentrarnos en los laberintos de dos seres que se cruzan, luchan y establecen un pensamiento realmente dialéctico con dos polos en litigio, que convergen gracias a la escritura, y gracias a la memoria que la fecunda y la sustenta.

Pensaba Platón que la amistad y el amor tenían que ser alianzas emocionales para llegar a una verdad común, por encima incluso de la complicidad en los deleites de la carne y en las asechanzas del deseo. La novela El invitado amargo de Vicente Molina Foix y Luis Cremades es para mí la materialización más poderosa y esclarecedora de ese hermoso proyecto filosófico, pues a través de su relato dual, donde cada autor va tejiendo sus capítulos de forma alterna, se va construyendo una sorprendente verdad común (la novela en sí), en la que se mantiene el suspense que poseyó a los autores y que pasa directamente al lector, pues ha de advertirse que Vicente y Luis fueron escribiendo la novela como una sucesión de “epístolas” donde el capítulo de Vicente era respondido por el de Luis, y el de Luis por el de Vicente. Ninguna de los dos sabía de antemano lo que iba a escribir el otro, por eso el libro se convierte en una exploración del ser de cada uno y en un desentrañamiento del papel que representaron en el tejido amoroso que los conjugó y que en cierto modo los hermanó para siempre. La novela está tan bien configurada y tan honestamente tramada, que no tiene precedentes en nuestra literatura, o al menos yo no los he encontrado.

Acerca de esta gran aventura literaria, que lo tuvo ocupado unos diez años, Vicente Molina Foix dijo: “Ya no más documentos. No más falsa realidad, falsa historia mezclada con la verdad. No más ficción del yo. Estas tres novelas me han dado la imagen de mí mismo que necesitaba.” J.F.

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14 de octubre de 2024

Anagrama, 2024

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Racismo vip

Una repeinada pareja se detiene frente al vagón de un tren con cinco bolsas de shop­ping, ocho maletas y una anciana cogida de la mano. La cola aguarda a que la paquetería de lujo sea introducida en el tren hasta que una señora en silla de ruedas protesta. “Nuestra mamá tiene más de 80 años”, rechistan ellos. No es excusa para tanto tapón y otra voz se lamenta: “Vienen aquí y se hacen los dueños”. El hombre, limpio de complejos, sentencia con acento latino: “Aquí venimos a dejar mucho dinero”. Nos fastidia su pavoneo, que se muestren superiores en lugar de por debajo de nosotros como un bangladesí. ¿Es envidia social o racismo? ¿Plutofobia o escrúpulo moral?

Los miramos con mentalidad de propietarios, como si las cuadras que compran fueran nuestras. En cualquier parte se está a gusto con dinero. Mucho dinero. No hay piel ni etnia que una cartera bien abultada no difumine; por mucho que esta acabe expulsando a los ve­cinos de toda la vida. ¡Welcome latin money! A la Comunidad de Madrid le gusta como suena lo de Li­tt­le Caracas, mucho peor sería Little Habana. En cambio, los fran­ceses encaprichados con el Poblenou barcelonés disimulan su poderío con mayor finura. Ningún Maduro les persigue, ni peligran sus cuentas bancarias. Tampoco son oligarcas, pero deciden desplazarse en busca de terra incognita, nómadas digitales que se resisten a aletargarse.

En Estar en su lugar. Habitar la vida, habitar el cuerpo (Anagrama), Claire Marin reflexiona sobre el deseo nostálgico de tener un lugar propio, en verdad soñado. Todos lo buscamos, desde el subsahariano que cruza el Estrecho, la chilena que coleccionista Boteros hasta los menores no acompañados que se resisten a ocupar un lugar de mierda. Pero, como señala Marin, “un lugar se caracteriza precisamente porque no deja nunca de desplazase, de ser desplazado o desplazar a quien creía que podía instalarse en él”.

Traslademos el malestar ante los caraqueños del tren hasta allí donde explota la pólvora. La mayoría de las guerras estallan por defender un lugar. Es tan fácil olvidar que todos somos extranjeros en alguna parte.

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11 de octubre de 2024

Alianza editorial, 2007

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El arte de dejarse llevar

 

Un buen amigo nos contó hace poco lo que había dicho su madre después de visitar en Brasil a uno de sus hijos:

—¿Qué tal fue el viaje, madre? —¿Viaje? ¿Qué viaje? Eso no es viajar, eso es cambiar de sitio.

La lúcida sentencia nos ayuda a entender la diferencia entre viajar y eso otro que hacemos todos con tanta frecuencia: ir de un lado a otro, cambiando de sitio.

A tales efectos será bueno recordar que la obra fundacional de nuestra historia literaria es el relato de un viaje. Y que las peripecias de Ulises son las que nos ayudan a entender la diferencia entre viajar y cambiar de sitio.

La condición que afronta el viajero que emprende al modo antiguo su camino es una inconfundible sensación de peligro: la sombra de una incómoda incertidumbre. El viajero se sabe sometido al capricho del azar. Como bien nos cuenta la Odisea cualquier cosa puede ocurrir. Las sirenas, las brujas que nos convierten en cerdos, los ogros caníbales de un solo ojo… En la conciencia del que se ha embarcado a merced de lo imprevisible se incuba una inquietante sospecha: la de no llegar nunca a su destino.

El curso de los caminos no señalados en el mapa y la posibilidad de perderse conforman el encanto de los viajes peligrosos, el derrotero de los viajeros zarandeados por los vientos adversos, amenazados por la imprevisible hostilidad de un mundo sin explorar.

Azar, peligro y amnesia, como nos contó Homero, son los ineludibles peligros del viaje. De ahí que se recomiende llevar en el bolsillo un breve manual de instrucciones: los consejos que lo mantendrán alerta y en estado de vigilia.

Dice así: estate atento, recuerda quién eres y sé agradecido.

Vivazmente atento a las señales que te orientarán, sin perder de vista quién eres y lo que buscas, sin sucumbir a la amnesia que te dejará prisionero en el laberinto del mundo, y siempre dispuesto a agradecer la ayuda de los desconocidos que aparecen en tu camino.

Obviamente, el viaje del que estamos hablando es también la metáfora del verdadero viaje: el viaje de la vida. Y lo que vale para una cosa vale también para la otra.

Uno de los libros dedicados a glosar el gran género de la literatura de viajes se publicó en 1935. Fue elogiado como un ejercicio de virtuosismo, una novela hecha de sensualidad, ironía, lucidez y misterio. Escrito con pasión y con furia para llevarnos a las vastas y misteriosas regiones de Asia.

Estamos hablando de Frederic Prokosch y de su primera novela Los asiáticos. La historia de un viajero dispuesto a cumplir la más descarnada exigencia impuesta por el género: «dejarse llevar».

No se sabe cómo el autor ha llegado a Beirut pero allí comienza el viaje que le lleva a Siria, Armenia, Rusia, Teherán, Afganistán, Tíbet, India, Tailandia y la Indochina francesa. Se detiene en las ciudades que han decorado la imaginación de la literatura universal. Esmirna, Damasco, Teherán, Lahore, Delhi, Agra, Benarés, Calcuta, Rangún, Mandalay, Bangkok, Hanoi…

Su itinerario empieza con mal pie y apenas poco después de emprender la ruta que le llevará a través de Asia, es encarcelado y acusado de ser un espía ruso. El lector descubrirá que el azar que lo ha encerrado es el mismo que le permitirá escapar.

En las peripecias que llevan al joven Prokosch de un lado a otro del inmenso continente aparecen nobles campesinos persas, bandidos armenios, estafadores turcos, contrabandistas libaneses, fanáticos obcecados, ladrones y guerrilleros enzarzados en las guerras que, hoy como ayer, asolaban el inmenso territorio asiático.

La prosa de Prokosch pone en escena las más vívidas impresiones de una penetrante sensibilidad. Nada pasa desapercibido para el escritor, nada ha sido inadvertido. El libro compone un fresco de extraña belleza. No es la postal de un paisaje, sino una sinfonía de momentos redimidos por la enigmática conjunción entre el mundo y el alma, las cosas y la emoción, los lugares y su espíritu tutelar, las gentes y su indescifrable destino.

Otra de las recomendaciones escritas en el manual de consejos ambulantes para el que desee emprender la ruta de los hombres osados es viajar ligero de equipaje. Prokosch lo hace con las manos en el bolsillo. En un bolsillo prácticamente agujereado. Despreocupadamente, confiando, como suele decirse, que Dios proveerá. Este gesto de confianza contribuye a compensar la incertidumbre. Y a dejarse llevar según sopla el viento del azar.

Un pasajero encontrado en el autocar que les conduce a Damasco le dice:

«Mañana marcho a Turquía. ¿Le gustaría acompañarme?»

Aquí empieza el fascinante juego de carambolas que mantendrá en vilo al lector. Sorprendiéndole a cada paso con una formidable dramatización de situaciones insólitas. Personajes cuya personalidad confirman las dimensiones más espléndidas de la condición humana y sujetos cuya maldad no seríamos capaces de imaginar aparecen ante el viajero como fantasmas de un mundo siempre a punto de estallar.

No debe creer el lector que la hostilidad procede siempre del mundo exterior. También le convendrá prestar atención a ese otro aspecto que tan decisivamente puede alterar el rumbo del viaje.

«Sutiles y despreciables pensamientos entraban y salían de repente de mi imaginación; destellos de irritabilidad, astillas de suspicacia, de envidia, de aborrecimiento, de soledad, de comprensión maligna… me juré a mi mismo esquivarlos a todos. No los dejes jugar contigo, no los dejes entrar con argucias. Aíslate. Sé fuerte. Sé altivo».

En este momento de la narración el lector comprende que el viaje emprendido a través del mundo no pretende sólo desvelar los confines de la tierra, sino conocer el más profundo y desconocido centro de uno mismo. Ese otro yo que permanece indómito y reacio, oscuro y reticente, ese yo que llevamos dentro sin saber quién es.

En su encuentro con el Príncipe de Ghuraguzlu, en la Ciudad Santa de Meshed, en el viejo Irán, hospedado en su palacio, Prokosch descubre uno de los secretos que esconde Asia en su alambicada memoria:

«Un asiático auténtico nunca es feliz. Porque no desea nada de lo que puede ver o tocar. No apetece nada de esta vida. Asia desde hace largos siglos está buscando algo, algo que no encuentra; un pueblo que no está poseído de certeza, que se sume más y más en la abstracción y que empieza a olvidar lo que está buscando…»

Al llegar a este capítulo el lector se detiene a meditar y se hace la pregunta que le acompañará a lo largo del libro: ¿no seré yo mismo uno de esos asiáticos que no saben lo que buscan?

Si el lector de Prokosch pone en práctica los consejos que se dan al viajero y se deja llevar a través del hipnótico relato, destila con lentitud la musical ensoñación del texto, contempla con asombro las deslumbrantes evocaciones, revive en su imaginación las convulsas impresiones del viaje, podrá decir sin reservas que ha podido hacer suyas las recomendaciones del autor y entender cómo puede uno emprender de nuevo el gran viaje:

«Sé frágil, sé tierno, humíllate y deja que se te acerque el sueño empalidecido. Hazlo así y, por raro que te parezca, te conservarás sano; perdurarás siendo tu mismo, descubrirás la mejor manera de vivir en este mundo…»

Podemos concluir recordando las últimas palabras del libro. Las pronuncia un viejo campesino chino, el que acogió al autor en su sencilla cabaña. Mientras pescaba sentado en una roca, con la caña en la mano, exclamó: «No tengáis miedo», «No tengáis miedo».

***

Ah, algo más: una nota a pie de página: Frederic Prokosch falleció en Francia en 1989, pero escribió Los asiáticos a principios de la década de los años treinta sin haber salido de Madison, Wisconsin, la ciudad donde nació.

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9 de octubre de 2024
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Indigencia y paranoia

 

Es simplemente en razón del más sano egoísmo que la insalubridad y penuria que afectan a enormes colectivos humanos han de ser combatidas. Pues hay efectivamente que ser absolutamente ciego para pensar que ese ser intrínsecamente social que es el humano puede alcanzar auténtica realización individual o de grupo si está cercado por la indigencia colectiva.  Cuando la suciedad, la tristeza, el miedo y hasta, en ciertos lugares, la esclavitud de hecho, marcan la vida de un sector de la población, la otra parte caerá inevitablemente, ya sea de manera encubierta, en una paranoia de búsqueda de seguridad y en la fobia del otro. Así esas ciudades del mundo llamado “en vías de desarrollo”, privadas ya de todo rito compartido por la población en su conjunto, que permitiera hablar de comunidad y en las que los barrios míseros del centro tienen contrapunto en urbanizaciones-fortaleza, en el interior de las cuales los habitantes se complacen en un espejismo de vida “europea”. Para unos y otros, doble desarraigo, pues la condición de “desterrado en la tierra siendo tierra” (esencial en el ser humano), se dobla entonces de la imposibilidad empírica de que el lugar propio sea lugar protector y a la vez lugar abierto.

 

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8 de octubre de 2024
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El Boomeran(g)
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