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No es la guerra, pero estamos en el frente

No es la primera guerra digital. En las guerras hay muertos y heridos. Hay sangre. En ésta, por el momento, sólo hay detenidos. En las guerras cibernéticas la acción militar consistirá en paralizar las infraestructuras de un país con ataques a sus redes de ordenadores, sin necesidad de bombardear. Lo que hemos visto hasta ahora no son más que ejercicios de simulación sin bajas físicas ni ocupaciones o invasiones territoriales.

No es una guerra mundial, pero nos afecta a todos. Los secretos hablan de nuestros bancos y empresas energéticas, nuestros gobiernos y políticos, incluso de nuestros empresarios, zarandeados sin misericordia por los intereses de la superpotencia. Nos ilustran sobre el poder ruborizante de la diplomacia. Nos señalan un punto estratégico en nuestro vecindario: una fábrica de productos hemoderivados. Nos dibujan los peligros del terrorismo, el narco o las mafias que actúan en nuestras ciudades y nuestras costas. En Barcelona, capital mediterránea de la gran delincuencia. ¡Y todavía no se ha publicado ni el uno por ciento de los 250.000 cables! Tal acumulación de noticias es una gran y excelente noticia para quienes se dedican a publicar noticias, y sobre todo para el periódico y los periodistas con acceso directo y exclusivo a la fuente. Pero es también una denuncia de la baja calidad del periodismo, de su sumisión a los poderes establecidos y en concreto a las fuentes e intoxicaciones oficiales. En el índice de lo publicado está la lista de nuestros pecados colectivos: los hilos que no hemos seguido, los conflictos que hemos olvidado, las sospechas que hemos descartado, las fuentes a las que no hemos acudido y el conformismo con que hemos enfrentado tantas y tantas pistas, indicios y barruntos como nos han ido llegando. No volverá a suceder. Puede ser. Al menos de momento o por una larga temporada. No por los periodistas. Se encargarán los gobiernos. Hay una solidaridad gremial, transversal en ideologías e incluso sistemas. Quieren trabajar solos y tranquilos, y dejarnos a los ciudadanos a oscuras. Ahora habrá una inversión universal de esfuerzos y regulaciones ?secretas? para volver a sellar los secretos. Y en ella se hermanaran las frágiles democracias con la durísima China. Pero Wikileaks no será un breve episodio azul en un cielo de nubarrones. En primer lugar, porque la mina justo acaba de inaugurar sus veneros, que se antojan largos y profundos. En segundo lugar, porque incluso agotada, indica un camino que otros seguirán con la ayuda de la tecnología y la globalización. La grieta no se estrechará, al contrario. Como nos ha revelado la crisis, el nuevo mundo global no es sólo economía del crecimiento. Y las ventajas no son unilaterales: los inconvenientes también se reparten. Ahora lo saben los fabricantes y custodios de secretos. Lo que hace Wikileaks no es periodismo por sí solo, porque necesita del periodismo convencional para obtener su dimensión pública. Pero sí es expresión libre tal como la entiende hasta ahora el Tribunal Supremo de los Estados Unidos a partir de la Primera Enmienda a la Constitución. Recordemos esas pocas palabras trascendentales en la historia del periodismo libre: ?El Congreso no hará ninguna ley (?) que restrinja la libertad de palabra o de prensa?. Anthony Lewis lo ha contado maravillosamente en un libro esencial estos días, merecedor del Pulitzer (Una biografía de la Primera Enmienda): ?Algo ha ocurrido a estas quince palabras de la cláusula sobre libre expresión y prensa. Su significado ha cambiado. O, más precisamente, la comprensión de estas palabras ha cambiado: por parte de los jueces y por parte del público?. Esta es la batalla que nos interesa. Ahí sí se juega el futuro. La última filtración de Wikileaks se dirige hacia un arbitraje de la máxima instancia jurídica norteamericana, en la que cabe esperar la confirmación de su jurisprudencia, de forma que las comunicaciones a través de Internet queden bajo el manto protector de la Primera Enmienda y no pasto del control y regulación de los Estados. No es una ciberguerra, pero es un combate jurídico en el que se juegan el futuro la libertad de expresión y el periodismo libre.

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13 de diciembre de 2010
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Pirámide de infamia

 

Durante muchos siglos, Roma fue una ciudad donde se codeaban y a veces abofeteaban soberanías abigarradas. Todo era asilo, en cada esquina había donde acogerse a sagrado, iglesias, embajadas, palacios de cardenales o conventos. Los esbirros de la policía manejaban un mapa particular de las calles de Roma y de los lugares donde podían pasar persiguiendo a un malhechor.

En el verano de 1664, los corsos formaban la guardia papal y detuvieron a un malhechor en el distrito del cardenal d’Este, quien convocó a los embajadores de las diversas potencias para tratar del grave desafuero. Luis XIV envió al duque de Créquy como embajador extraordinario, acompañado de una nutrida guardia de soldados, que tuvieron varias varias refriegas con los corsos del papa Alejandro VII. En una de ellas, los corsos papales mataron a un lacayo del embajador de Francia. El rey Luis XIV exigió sanciones ejemplares. El papa apeló al arbitraje español. Luis XIV amenazó con quitarle los estados de Avignon. El papa cedió, deshizo su guardia corsa, que fue diezmada a galeras, y envió al cardenal Chigi a pedir excusas el 9 de agosto de 1664. Luis XIV exigió la edificación en el patio del Vaticano de una pirámide de infamia, de mármol negro, dedicada al pueblo corso, calificado de nación siempre infame, odiosa, indigna… así se hizo y la pirámide infamante, la única documentada en la historia, permaneció en ese lugar durante veinte años. En 1668, el papa Clemente IX ordenó arrasar la infamia marmórea. Desde entonces, la guardia papal es suiza. 

Los suizos demostraron su particular afición a vivir de las guerras ajenas cuando se unieron como un solo hombre a la expedición francesa que ocupó Italia en tiempos de Zizim. Desde entonces formaron la guardia del rey de Francia y, cuando vino la Revolución, ni lo notaron.

Madame du Barry tampoco se fijó al principio. Solo advirtió que los tiempos andaban revueltos y que su parque de Louveciennes, en particular los jardines donde estaban encerrados sus animales raros, podría necesitar vigilancia nocturna. El capitán d’Affry, de la guardia suiza, envió al soldado Badoux, también suizo a más no poder, para que velara por la protección del parque y en especial las casa de las fieras.

La noche del 10 al 11 de enero de 1791, cuando Madame du Barry estaba ausente de su casa en Louveciennes, le limpiaron las mejores joyas, y las tenía en cantidad, y eran deslumbronas. Interrogado por los gendarmes, el soldado Badoux pretendió no haber oído nada. Al cabo de un mes, du Barry recibió una carta de Inglaterra: las joyas habían sido recuperadas y se encontraban depositadas en el banco de Ramson, Morland and Hammers, y varios de los ladrones habían sido identificados. La condesa fue a Londres y obtuvo copia de la confesión de un cómplice sin relevancia. Pero los jefes de la banda estaban en París y, para cuando du Barry regresó y alertó a la policía francesa, ya se habían dispersado.

Nueve meses después, la condesa denunció al soldado Badoux. Una semana antes del robo, una criada le había confiado que Badoux, quen debía hacer su ronda entre medianoche y las cinco de la mañana, se había ausentado diciendo que iba al cuartel de Rueil a ver a un pariente. Pero Badoux no había estado en Rueil, sino en París, donde permaneció dos días. Durante ese tiempo, ¿no habría aprovechado para contactar con los ladrones? En el curso de la instrucción llevada a cabo en Inglaterra, un cómplice reveló la forma del robo, y declaró que los jefes de la banda sabían que la condesa dormía esa noche en París y se llevaba a muchos de sus sirvientes, y que el soldado Badoux, encargado de patrullar, estaba ganado para la causa y había prometido alejarse cuando oyera dos silbidos.

Pero en virtud de las convenciones firmadas con Suiza, los soldados de esa nación que servían a Francia no dependían de los tribunales franceses, sino del Consejo de Guerra de su regimiento. Y Badoux fue al calabozo.

El juez decidió organizar un careo entre los sospechosos y Badoux reconoció entonces su negligencia. Es que esa noche llovía, y sin embargo oyó un silbido, lo cual interpretó como que algunos malhechores trataban de arramplar los pollos de raza selecta que había en la casa de fieras, así que se dio una vuelta por allá, constató la paz universal y regresó a su cuerpo de guardia, donde pasó un gran rato secando el fusil, y finalmente sostuvo con emoción que el resto de la noche no vigiló el exterior, sino la antecámara de la mansión de Madame du Barry, precaución tardía, pero honrada. 

Badoux volvió al calabozo. La extradición no existía, la justicia inglesa y francesa se ninguneaban. Los ingleses pedían a la condesa que probara que las joyas recuperadas eran suyas y procedían del robo. En Francia se buscaba en vano a los culpables. Más de un año después del robo, el proceso se ventiló ante el tribunal de Versailles. Los ladrones fueron declarados contumaces, y los cómplices irrelevantes, puestos en libertad, al tiempo que se ordenaba perseguir “indefinidamente” a los fugitivos. Badoux fue dejado en manos del tribunal de su regimiento, y liberado cuatro meses después.

Un periodista fogoso de Révolutions de Paris encabezonó la defensa del pobre Badoux, y amenazó a la condesa con procesarla en nombre de la  humanidad revolucionaria y de la compañía de honrados suizos cuya fama había mancillado. Poco después una banda revolucionaria asesinó al amante de la condesa, y ella fue acusada de cómplice de los antirrevolucionarios con los que se veía en Inglaterra, con la excusa de recuperar sus joyas. Madame du Barry fue condenada a muerte tras emocionante perorata de Fouquier-Tinville, el valiente funcionario que propuso instalar la guillotina en la sala del tribunal para agilizar los trámites.

Badoux acabó como carne napoleónica, cuando un hijo de la nación infamada en una pirámide por orden del rey de los franceses inició su particular campaña universal en favor de los derechos humanos.

 

 

 

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13 de diciembre de 2010
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Vueltas al tiempo

 

Nacido en 1915 y muerto en 2005, Arthur Miller no sólo fue un testigo de excepción a lo largo de casi todo el siglo XX sino también un señalado protagonista, pues antes de cumplir los treinta años se sabía que Tennesse Williams y él iban a ser los dos más grandes dramaturgos de su generación. Tras cumplir las expectativas suscitadas por sus principales  trabajos teatrales y llegar a la cumbre de sus carreras, en la década de 1970  ambos sufrieron un progresivo oscurecimiento que para Williams acabó en 1983, incapaz de trasegar más alcohol, mientras que Miller, si bien no volvió a escribir nada equiparable a su obra anterior, se mantuvo en primera de combate y llegó a ser considerado la "conciencia moral de América", ya fuera por su activa oposición a la a la guerra de Vietnam o sus campañas a favor de la libertad de expresión. Por no hablar (el muy maldito) de su matrimonio con Marilyn Monroe.

Hoy, cinco años después de su muerte y veintidós años después de la aparición de sus memorias en castellano, la redición de éstas en la colección Fábula de Tusquets Editores es una ocasión como otra de revisar lo que queda en pie de un  hercúleo proyecto que si en su primera aparición  necesitó de casi 900 páginas para repasar los cincuenta primeros años del dramaturgo, previsiblemente hubiesen sido precisas otras tantas páginas para dar cuenta de los cincuenta años que aún le restaban de vida.

Y para no mantener la incógnita ni un segundo más, digo que una gran parte se mantiene en pie y que conserva un envidiable  vigor, pero digo también que si el propio Miller - ya que no se decidió a contar la segunda parte de su vida - se hubiese dedicado a recortar lo que le sobra a esta primera entrega, Vueltas al tiempo  sería un libro de lectura obligada para quien desee conocer - o dar un repaso - al siglo XX.

Mientras se avanza con las lógicas dificultades por las casi seiscientas páginas de apretadísimo texto queda tiempo de sobras para preguntarse cuál es la causa de que junto a páginas memorables (y  a este respecto recomiendo vivamente la lectura de la génesis y desarrollo de su obra Un hombree con suerte, pero sobre todo la incorporación al argumento de la historia de la prima Jean, la hija de la tía Esther, pues Miller se las apaña para contar una estremecedora historia de amor y de muerte en apenas una página, y más concretamente la 92 de la presente edición de bolsillo)  en cambio hay largos tramos en los que, sin ser posible achacarlo a que la prosa sea mala y descuidada, o a que lo narrado resulte irrelevante, sin embargo la narración  decae y podría eliminarse sin que el resultado final se resintiese. Más bien al revés.

Una de las razones de los altibajos ser debe al peculiar planteamiento de toda la obra y que, para empezar, aun siendo unas memorias no están divididas en los clásicos tramos de infancia, niñez, adolescencia, juventud y madurez. Un recuerdo, una imagen o el encuentro casual con alguien conocido tiempo atrás son excusa  suficiente para desarrollar unos recuerdos que a veces avanzan en zig zag, saltando de un tema a otro o de año en año hasta acabar casi en el presente. Esa falta de orden, unido al deseo evidente de mantenerse a distancia de lo contado (en alguna entrevista le he visto sostener que para hacer confidencias es mejor crear personajes de ficción en lugar de usar la primera persona) le obliga a plantearse la narración un poco a la manera de las piezas teatrales, en las cuales el autor y claramente "fuera" de la obra ofrece una serie de detalles previos acerca de los personajes y sus circunstancias que permiten al espectador/lector ponerse en situación y poder apreciar desde el primer momento la intensidad  dramática de la escena que se va a representar. La diferencia está en que, así cómo para el teatro esas acotaciones se despachan con un simple paréntesis,  en un libro de memorias la presentación del gag se alarga innecesariamente. Y la suma de acotaciones acaba pidiendo a gritos una tijera que pode lo superfluo y deje lo esencial. Que, como digo, puede alcanzar una intensidad prodigiosa, y no me estoy refiriendo sólo a los pasajes en que cuenta su historia con Marilyn Monroe. Que vaya otra.

 

Vueltas al tiempo

Arthur Miller

Tusquets Editores  

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12 de diciembre de 2010
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Cuadros de honor y deshonor

No hay política sin estadísticas. Un país sin estadísticas es un país sin gobierno y sin política. No hay política económica y monetaria sin buenas estadísticas; y cuando son malas, como lo han sido las de la economía griega hasta enero pasado, ya se ve el pantano en que se mete la política económica y monetaria, e incluso la propia moneda.

En la abundancia de estadísticas, cada vez más mundializadas, asoma el ansia por gobernar el planeta. Tenemos buenas y abundantes de la economía de todos los países y continentes, que alcanzan las economías informales o grises e incluso las negras y directamente delincuentes del terrorismo, el narcotráfico y las mafias. Pero el afán del señor Mundo por conocerse a sí mismo nos lleva a registrar minuciosamente las cuentas en muchos otros campos de la actividad humana, algunos altamente significativos, en forma de clasificaciones, rankings y barómetros de toda especie. Llevamos anualmente las cuentas tenebrosas de las ejecuciones judiciales, en las que, por cierto, el país que va en cabeza desde hace muchos años, China, con números de cuatro cifras, se niega a proporcionar los datos o a facilitar su recolección por parte de organismos o instituciones internacionales. Llevamos también cuentas de los periodistas asesinados y muertos en misión profesional, encabezada por Pakistán (9), México (8) e Irak (6), aunque en un periodo más largo, los últimos siete años, este país ha sido el mayor moridero del oficio desde la Segunda Guerra Mundial (230). Tenemos cuentas y clasificaciones para todo, de lo bueno y de lo malo: los países que más limitan la libertad de expresión, los más corruptos, las mejores universidades, los que tienen más millonarios y los que tienen más pobres, de las enfermedades y de las patentes, de los kilómetros de carreteras y de los divorcios matrimoniales. Esta semana nos llegan los resultados de dos exámenes, el de la educación que realiza la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el de la corrupción que ha fabricado la ONG Transparencia Internacional, con una inquietante coincidencia: el continente asiático, ahora epicentro del poder mundial, se lleva la palma en ambos capítulos, el del honor y el del deshonor. En cuanto a excelencia educativa, los jóvenes estudiantes de la región de Shanghái han demostrado que son los mejores del mundo en lectura, matemáticas y ciencias; mientras que Afganistán es el país que se sitúa en lo más alto de la corrupción, con India y China a la zaga en el cuarto y quinto puestos. En la mediocre Europa, en cambio, poco mejora la educación y algo empeora la corrupción, sobre todo debido a la crisis, especialmente focalizada en los partidos políticos. Las cifras no mienten: los europeos no estamos de moda ni para lo bueno ni para lo malo.

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12 de diciembre de 2010
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El Nobel detrás de la pantalla

Mario Vargas Llosa y Morgana. Foto: Daniel Mordzinski Estupendo el artículo de Fernando Iwasaki en el diario ABC donde cuenta cómo vivieron el Premio Nobel a Vargas Llosa aquellos que, por su cuenta y riesgo, decidieron ir a ver a Mario Vargas Llosa en frac. Su conclusión es osada pero me temo que podría ser bastante cierta: ?Mario Vargas Llosa es el undécimo Premio Nobel de la lengua española, pero sin duda es el primero que todos los hispanohablantes sentimos como propio?. Desde la fiebre de Vargas Llosa (que amenazó con impedirle decir su discurso) hasta los hurras a lo rock star (o fútbol star), todo está contado aquí por Iwasaki. Dice la nota:

Si en su maravilloso discurso Vargas Llosa confesó cuánto echaba en falta a su madre, contemplando la felicidad de los asistentes me acordé de «Cartucho» Miró Quesada y «Pipo» Thorndike, de Luis García Berlanga y Guillermo Cabrera Infante, entre otros amigos ausentes a quienes les habría encantado disfrutar de la fiesta del Nobel. Por eso Fernando de Szyszlo, Carmen Balcells, José Miguel Oviedo y todos los comensales del Dance Museum nos congratulábamos por haber podido estar ahí y vivir aquella fiesta junto a Mario, quien tuvo que retirase más temprano por culpa de la fiebre. El día de la entrega del Premio Nobel amaneció soleado, aunque la luz solar se extinguió antes de la una del mediodía. Para entonces el Grand Hotel era un revuelo de periodistas, fotógrafos, sastres, modistas y peluqueras. Algunos editores recién llegados en la víspera habían perdido sus equipajes y se vieron en la urgencia de alquilar los trajes del protocolo. Ni las fotos familiares ni ver a los niños tan guapos aportó algún instante de calma, pues cuando nos enteramos que Carmen Balcells había tenido que regresar a Barcelona por razones familiares se nos encogió el corazón. Si alguien merecía estar junto a los Vargas Llosa en primera fila, esa era Carmen Balcells. Para uno que ha visto ensayar y probar sonido a tantos artistas flamencos, nunca me habría imaginado que los Premios Nobel serían todavía más ajenos ante el «estreno» que se les avecinaba en el Stockholm Concert Hall. No hay como ser Nobel de Química o de Economía para ser invulnerable al miedo escénico. O al menos eso creerían ellos, porque seguro que nunca se imaginaron que Vargas Llosa sería despedido del «lobby» del Grand Hotel como una estrella del rock. En efecto, la aparición de cada miembro de la familia Vargas Llosa era recibida entre gritos, piropos, hurras y felicitaciones, para asombro de los demás premiados que habían viajado hasta Estocolmo sin fans, hinchas o «grupies». ¿De dónde había salido toda esa fervorosa marabunta que coreaba sólo el nombre del Nobel de Literatura? Para que nadie se resintiera le hicimos la ola al Nobel de Física y cuando llegó uno de los galardonados en Química le dedicamos la conocida melodía de «Soy japonés, japonés, japonés?». Hasta que Mario Vargas Llosa salió del ascensor.Todos los amigos peruanos y españoles, argentinos y colombianos, chilenos y cubanos que habíamos decidido ir a Estocolmo por nuestra cuenta para darnos el gusto de expresarle a Mario todo nuestro cariño y admiración, seguro que nunca imaginamos que la emocion sería tan grande y la explosión de alegría tan inmensa. Al verlo salir entre aplausos y banderitas peruanas, pensé que no podía haber justicia mayor y que la obra y la persona de Mario, su familia y sus seres queridos, se merecían una fiesta así, un reconocimiento así, una felicidad así. El jolgorio continuó en el «Stockholm Room» del Grand Hotel, donde a través de una pantalla gigante seguimos la transmisión por el canal sueco SVT 1. Debo admitir que sólo recuerdo una situación semejante: cuando vi la final de la Eurocopa 2008 desde un abarrotado salón del Colegio de España de París. Entonces todos nos abrazábamos y saltabamos por el triunfo de España, pero ahí en Estocolmo era muy distinto, porque la mayoría llorábamos o nos felicitábamos porque nos reconocíamos felices en la gloria y la posteridad de Mario Vargas Llosa. Qué maravilla por Álvaro, que tantos sinsabores ha vivido junto a su padre; que extraordinario por Gonzalo, que es la discreción encarnada; qué alegría por Morgana, cuyas bellísimas fotografías también narran historias, y qué felicidad por Patricia, porque sólo ella sabe cuántas privaciones y renuncias personales suyas han permitido que todos vivamos este momento. Mario Vargas Llosa es el undécimo Premio Nobel de la lengua española, pero sin duda es el primero que todos los hispanohablantes sentimos como propio.

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11 de diciembre de 2010
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Brevedad de la vida

Hoy traigo estrella invitada. Mi versión de las primeras líneas de Sobre la brevedad de la vida, de Séneca:

 

I. La mayor parte de los mortales, Paulino, se queja de la ruindad de la naturaleza, porque nacemos para un tiempo escaso, y ese lapso se nos pasa tan rápido y veloz que, quitando a muy pocos, a los demás les abandona la vida durante la propia preparación de la vida. De esa desgracia común no sólo se lamenta la masa y el vulgo ignorante; también su sentimiento ha suscitado las quejas de los hombres ilustres. De ahí aquella exclamación del máximo de los médicos: “la vida es breve y el arte larga”. Y de ahí la querella, indecorosa para un hombre sabio, que entabló Aristóteles contra la naturaleza: “porque es tan concesiva en la edad de los animales, que les asigna hasta cinco o diez generaciones, y al hombre, nacido para tantas y tan grandes cosas, le señala un término mucho más corto.” 

No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es lo bastante larga y amplia para  la consecución de la mayor parte de las cosas, si uno la invierte bien y por entero. Pero si se va entre lujo y negligencia, y no se emplea en nada provechoso, cuando nos oprime la necesidad última, sentimos que se va lo que no entendimos que pasaba. O sea, no recibimos una vida breve, sino que la hacemos breve; y no nos falta, sino que la prodigamos. Así como riquezas abundantes y regias, si caen en mal dueño, al momento se disipan, y una fortuna módica, si la lleva un buen gestor, crece al usarla, así nuestro tiempo de vida rinde mucho a quien lo administra bien.

 

II. ¿Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella se ha portado con generosidad. La vida, si sabes usarla, es larga. Pero a uno lo domina la insaciable avaricia, a otro, el afán de ocuparse en quehaceres superfluos; uno se impregna de vino, otro se adormece en la inacción; uno se fatiga con la ambición siempre pendiente de los juicios ajenos, otro, metido de cabeza en la pasión de comerciar, recorre todas las tierras y mares a la redonda con la esperanza del lucro; a algunos los atormenta la pasión de la milicia, siempre pendientes de los peligros ajenos o ansiosos por los suyos; hay a quienes consume, en servidumbre voluntaria, el culto ingrato a los superiores; a muchos les absorbe el sentimiento de la fortuna ajena, o la queja por la propia; a la mayoría, que no persigue nada determinado, la ligereza vaga, inconstante e insatisfecha de sí misma la precipita a nuevos planes; a algunos nada les gusta como meta, pero abrazan el destino del embotado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: “es exigua la parte de vida que vivimos.” En verdad, todo el espacio restante no es vida, sino tiempo.

Les urgen y acosan los vicios por todas partes, y no les dejan levantarse, ni elevar los ojos para el discernimiento de la verdad, sino que los aplastan inmersos y hundidos en la pasión. Nunca pueden volver en sí. Cuando, por ventura, les sobreviene cierta quietud, ellos, como el mar profundo donde perdura el oleaje después del viento, se agitan sin descansar jamás de sus pasiones. ¿Piensas que hablo de esos cuyas desgracias son patentes? Fíjate en aquellos cuya felicidad se acumula: les agobian sus bienes. ¡A cuántos les pesan las riquezas! ¡A cuántos les cuesta sangre su elocuencia y la instigación cotidiana por ostentar su ingenio! ¡Cuántos palidecen en sus incesantes pasiones! ¡A cuántos  no les queda libertad, rodeados por la multitud de su clientela! En fin, recorre todos éstos, del más bajo al más elevado: éste apela, aquél comparece, ése prueba, aquél defiende, el de más allá juzga, y nadie está por sí, cada cual se consume por otro. Pregúntate por esos cuyos nombres se aprenden de memoria, verás que se disitinguen por estas señales: todos son servidores de alguno, ninguno lo es de sí mismo.

 

 

 

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11 de diciembre de 2010
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Olvido y muerte

 

A lo largo de mis investigaciones con pacientes afectados, he comprobado que el olvidado sufre como si le hicieran morir, y siente deseos de matar en defensa propia. Por ejemplo, cuando Zacarías se fue a por chatarra sin avisarle, el Churri repetía furioso: ojalá se muera (pues me ha dejado morir). Y Max Aub, regresado del exilio, no salía de su asombro ante la monstruosidad: “¿Cómo es posible que nadie, nadie, me haya dicho una sola palabra de mis novelas?” Un día que íbamos a merendar después de haber tratado una porción de cuestiones elevadas, Bello Portu se detuvo y me preguntó angustiado: “¿Cómo se explica usted que no me llamen?”

Es un sentimiento de disgregación, o sea de raíz gregaria, que abate al hombre. Pero morirse, no se muere, solo resuella para ver si reflota en el olvido.

 

 

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11 de diciembre de 2010
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Siete días de pompa y circunstancia

El Rey Carlos Gustavo de Suecia le acaba de entregar a Mario Vargas Llosa la medalla y diploma del premio Nobel de Literatura. Poco antes, Per Wästberg, miembro de la Academia Sueca, dijo que se merecía el premio por haber "encapsulado la historia de la sociedad del siglo XX en una burbuja de imaginación". El escritor está emocionado, conmovido, abrumado. Todo esto no es nuevo: hace un par de meses que vive así. Todo comenzó una madrugada de octubre en el piso de Manhattan, cuando, mientras releía Los pasos perdidos para su próxima clase en Princeton, Patricia se le acercó para avisarle que había habido una llamada de Estocolmo. Que volverían a llamar en un rato. En ese momento, a los dos se les había pasado por la cabeza el Nobel. ¿Sería posible...? Mario inmediatamente había recordado lo ocurrido con Moravia. Quizás se trataba de una broma.

Pero no. No ha sido una broma, piensa Mario ahora, desbordado por el entusiasmo y buscando con la mirada a Patricia y a sus hijos, todavía tratando de acostumbrarse al hecho de que, a los setenta y cuatro años, su vida ha cambiado radicalmente una vez más. Se suponía que debía estar preparado para estos cambios. Le había ocurrido antes: cuando conoció a su padre, a los once años; cuando viajó a Europa, a finales de la década del cincuenta; cuando se casó con la tía Julia, cuando La ciudad y los perros fue recibida con todos los elogios del mundo, cuando conoció a Patricia... Y sin embargo, no estaba preparado para esto. De tanto leer su nombre en la lista de los candidatos, se lo había terminado creyendo. Y de tanto esperar, había llegado a olvidar que, una vez al año, en octubre, un escritor se despertaba con la noticia del Nobel.

Desde entonces que los medios lo han avasallado con pedidos de entrevistas, que los reconocimientos no han cesado de llegar. Mario ha vivido la pompa y circunstancia de esta semana en Estocolmo con alegría y con la sensación de que la falta de paz está, por el momento, justificada. Con la medalla y diploma en la mano, desfila delante de sus ojos el restaurante Den Gyldene Freden, donde cenó una trucha asalmonada y donde su hijo Álvaro le hizo notar que ahí mismo los académicos suecos habían decidido concederle el Nobel por, entre otras cosas, "su cartografía de las estructuras de poder"; la tarde de las melodías de Santa Lucía en la biblioteca del colegio Rinkeby, donde se encontró con alumnos de dieciocho nacionalidades distintas y vio la representación de una parte de El Hablador; el día de su discurso del Nobel, en el que volvió a insistir en que la literatura es fuego y, recordando a Patricia, se convirtió en el primer premio Nobel que lloraba en la ceremonia.

Mientras abandona el recinto, a Vargas Llosa se le cruza un pregunta incómoda: todo esto ¿no lo convierte en parte de esa cultura del espectáculo que ha criticado tan ácidamente? ¿No es ahora el Nobel también parte del circo? Vuelve a sonreír: ya habrá tiempo para responderse. Ya volverá la paz, o al menos así lo espera. Por lo pronto, lo único que quiere es volver a encontrarse con Patricia, con sus hijos, con amigos como Fernando Iwasaki que lo acompañan en Estocolmo, y sí, seguir celebrando.

(El País, 11 de siciembre 2010)

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11 de diciembre de 2010
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DIARIO DE ESTOCOLMO.- A punto de ir a recoger el Premio Nobel,…

DIARIO DE ESTOCOLMO.- A punto de ir a recoger el Premio Nobel, en medio de los flash de los fotógrafos y los peruanos que fueron hasta el hotel con banderitas peruanas de papel y empezaron a gritarle: ?¡Mario! ¡Mario!?, Mario Vargas Llosa, impecablemente de frac, se da un tiempo para bromear con su ?acosador? Daniel Mordzinski. No parece, pero tenía entonces los nervios de punta. Pero estaba feliz (eso sí se nota) Foto:  Claudio Álvarez

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10 de diciembre de 2010
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