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El gran alumbrón

"El gran apagón" Obra de Pedro Pablo Oliva Pinar del Río es una ciudad sin cines, un trozo urbano donde apenas pasan autos y en las noches tiene las calles oscuras y vacías. Sin embargo, algunos proyectos personales brillan en medio de tanto marasmo. Uno de ellos es la casa taller de Pedro Pablo Oliva, con su sala a medio camino entre el hogar familiar y la galería de arte. Allí te mandan a pasar, te dan café, te enseñan el lienzo colgado en la pared o la escultura que yace en una esquina, sin preguntarte quién eres, de dónde has venido. La primera vez que lo visité, Oliva daba pinceladas a un Fidel Castro en óleo, visto como a través de un aparato de radiografías. Flotaba con su barba rala y entre las manos tenía una doncella casi asfixiada, que se parecía ?irrefutablemente? a Cuba. En la parte inferior del cuadro, diminutas personas con las cuencas de los ojos vacías presenciaban el forzado estrujón que el Máximo Líder le infringía a la patria. Regresé a mi casa atesorando el cariño que me dieron aquel pintor, su esposa Yamilia y sus hijas, una de ellas con el hermoso nombre de ?Azul?. Sentí que con gente así era posible el abrazo, el entendimiento, el debate; era posible incluso volver a alumbrar de vida las calles de Pinar del Río. Pocos meses después, supe que los mítines de repudio habían marcado también aquel lugar, cuando Yamilia empezó a realizar una serie de performances públicos bajo el título de ?Sin permiso?. Seleccionó para ello el día 10 de diciembre, fecha en que en esta Isla los demonios de la intolerancia se desbocan. El resultado, un tumulto de gente gritando frente a su puerta, impidiéndole salir a llevar sus caballetes para que los transeúntes los llenaran de colores en las plazas y los parques. Un año después, también en la jornada por los Derechos Humanos, se volvió a repetir la misma escena, esta vez incluso con piedras y palos amenazantes que la obligaron a quedarse en casa. A través del móvil, Yamilia mandó su mensaje de auxilio y recuerdo haber subido a Twitter aquel S.O.S que me llegaba desde el oeste. En un momento incluso recomendé públicamente que Pedro Pablo Oliva, figura emblemática de nuestra cultura, se pronunciara sobre lo que ocurría tan cerca de él. Hace unos días me llegó su respuesta, con la aclaración de que podía hacerla pública si así lo estimaba. Sus palabras son de un tono tan libre y reconciliador que creo merece la pena que las comparta con ustedes. Cuando las leí, supe que el cine de Pinar del Río algún día reabrirá y que esa inmovilidad urbana y cívica dará paso a una ciudad más viva, menos sectaria. A El gran apagón, que él mismo pintó en los años más difíciles del Período Especial, le ha surgido una velita aquí? una luciérnaga allá. Video de obras de Yamilia Pérez Click here to view the embedded video. Carta de Pedro Pablo Oliva:

Yoani: Quiero primero saludarte y preguntarte cómo anda tu salud y la de tu esposo, la última vez que nos encontramos fue en la calle Obispo a raíz de una cita que solicitó al oficial que te raptó  (por decirlo de una manera poética) aquellos días feos y torpes. Él me enseñó las marcas de la violencia. Voy al grano para no extender mucho mis palabras. Me imagino conozcas la declaración que la Casa-Taller (proyecto que tengo hace 10 años) emitió relacionado con las acciones plásticas que Yamilia Pérez Estrella, en aquel momento mi esposa, realizó en la provincia de Pinar del Río, todavía está en Internet. En algunos de los párrafos de esa declaración dejé expresada mi posición, pero si quieres puedo dejar definido otras cosas mucho más claras. Estoy, estuve y estaré en contra de cualquier uso de la violencia manipulada o no para acallar un pensamiento o una idea, resulta realmente bochornoso intentar con agresividad imponer un pensamiento o intentar hacerlo desde la intimidación. Todo acto de este tipo genera rechazo y repulsión y en nada ayuda en la tan necesaria unidad de este país marcado por conflictos políticos y familiares. Por otra parte creo y creeré siempre que el artista necesita espacios más abiertos de comunicación, y por eso lucha. Mi generación por otra parte creyó en la función social del arte, yo al menos lo asumí con orgullo de ahí mi afán por una obra que intentara reflejar su contexto y que llevara un análisis crítico de la sociedad. Más de una censura he tenido por ello. A Yamilia me une el afán por cambiar el mundo, por intentar hacerlo mejor, siempre desde posiciones diferentes, ella desde la confrontación directa como lo hacía o hace Tania Bruguera, yo desde el mismo sitio donde nacen los proyectos sociales, cuestionando o no, criticando o no. En algo estamos totalmente de acuerdo: -no es esta una sociedad perfecta, tampoco otras que he vivido lo son. Sueño con una sociedad diferente, utopía de esté hombre que soy y que ha vivido años tras años aciertos y fracasos, pero que no cesa de luchar por ese sueño. Soy, Yoani, de los que cree que los contrarios necesitan expresarse como lo hacen el día y la noche, lo húmedo y lo seco, creo sin miedo en la necesidad de más de un partido porque las personas tienen derecho a agruparse por afinidad de pensamientos o filosofías o por la preciosa coincidencia de soñar. Si me preguntaran un día, (cosa que dudo) a qué partido me gustaría pertenecer respondería que a uno que no encierre a sus hijos por pensar diferente, a ese que permita el fluir de las ideas como el río corre entre las dos orillas, a ese que me enseñe que sus hijos estén donde estén recibirán el dulce abrazo de la patria, ese que respete que una mujer ame a otra mujer y un hombre a otro hombre. Aquel que cultive paso a paso el encantador embrujo del amor. Ese que te enseñe el horizonte no como fin sino como comienzo, ese partido que no te diga ?esto es, sino que sea abierto como las alas de una mariposa, el que cuide a sus hijos del fantasma odioso del hambre y el terrible flagelo de los dogmas. Un partido que como fin entienda que las nuevas generaciones necesitan dirigir el país y expresarse como se expresa el viento y la lluvia, y muchas cosas más, Yoani, que sería interminable nombrar y que forman parte de ese sueño al que aspira este hombre. Si algo he aprendido en todos estos años es que una persona no puede permanecer tanto tiempo dirigiendo un país, puedo entender la presencia de un partido 20 ó 30 años, tal vez 50; pero no dirigido siempre por la misma imagen, los rostros, la manera y el pensamiento; son necesarios cambiarlos cada cierto tiempo, cada hombre puede tener un método diferente. Disculpa mi disgregación o incoherencia. Sabes que Yamilia tiene una obra demasiado corta, pero sé que tiene espíritu y agallas suficientes para superar cualquier obstáculo en el proceso de creación. Esta es mi posición, no hay otra, da pena ver tanto aparataje oficial girando alrededor de una delgada muchacha para impedirle hacer una acción plástica un día que alguien le adjudicó erradamente a la disidencia, si surgieran diez Yamilia, me imagino que desplegarían todo el ejercito. Te aseguro, Yoani, que este hombre vive sin miedo. Mi cariño hacia ti, tu Pedro Pablo Oliva.

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5 de enero de 2011
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Disciplina, vanidad, narices

carátula del libro Hoy Enrique Vila Matas publica un artículo en el diario El País sobre el libro La nariz de Cleopatra de Judith Thurman, editado en castellano por Duomo. Sin embargo, el personaje que asoma con mayor fuerza en el libro es André Malraux, según Vila Matas, quien tuvo la generosidad de mencionar el nombre de mi novela La disciplina de la vanidad en su artículo ?La nariz de Malarux?.  Dice la nota:

Sólo veo tres temas esenciales: el amor, la muerte y la nariz de Cleopatra. Una variante de la misma sentencia la ofrece Monterroso: ?Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas?. Completemos el tríptico con otra frase del mismo Monterroso: ?La mosca que hoy se posó en tu nariz es descendiente directa de la que se paró en la de Cleopatra?. De ahí al famoso pensamiento de Blaise Pascal hay solo un trecho: ?Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, toda la faz del mundo habría cambiado?. Es decir, que un pequeño detalle puede ser poderoso. De esas grandes minucias se ocupaLa nariz de Cleopatra (Duomo). Su autora, Judith Thurman, famosa periodista neoyorquina, ha elegido ese título pascaliano para su recopilación de los ensayos/críticas culturales que publicó en The New Yorker entre 1987 y 2009, en una sección de la revista que suele encuadrarse en lo que se denomina ?vanidad humana?. En este terreno, Thurman se vale desde siempre del elegante látigo de su estilo y de una formidable capacidad para analizar como nadie lo que podríamos llamar, invocando el título de una novela de Ivan Thays, ?la disciplina de la vanidad?. Porque ese es un detalle que puede a veces pasarnos desapercibido: algunas de las más grandes vanidades de nuestro tiempo han sido construidas con un admirable sentido de la disciplina.

Como un castillo de naipes, diría otro. Pero este no es precisamente el caso del disciplinado André Malraux, vanidoso tremendo, cuya nariz se asoma largamente en La nariz de Cleopatra. Fue un cuidadoso constructor de sus propios naipes y mito, gran timador, tunante mayor de la República Francesa, experto en leer con voz temblorosa oraciones fúnebres, grandísimo engreído, rufián enamorado solo de los colosos (Mao, Kennedy, Picasso, De Gaulle) que acabó él mismo enterrado en el Panteón de los Grandes Hombres en París, pícaro que en su ambición por suceder a De Gaulle propagó el rumor de que en un testamento secreto el general así lo había dejado escrito. En la revista PopMatters, tras leer lo que Thurman cuenta de Malraux en su libro, se preguntaron si no habrá que tener siempre algo de estafador si se aspira a ser artista. Con todas sus contradicciones, el personaje de Malraux acaba resultando fascinante, e incluso humano, demasiado humano. Y Thurman lo absuelve en parte: ?Sin embargo, hay un aspecto suyo que solo puede calificarse con la palabra ?noble?. Malraux fue el héroe de una batalla tragicómica que todos conocemos y todos perdemos: ?la lucha del hombre contra la humillación?, como él la llama?. Pero en el libro de Thurman, más allá de la nariz de Malraux (al final de su vida sus tics faciales de siempre daban la impresión de ser, para el que no los conocía, los de un viejo cocainómano), asoman otras historias en la lucha contra la humillación, tratadas también con el látigo y el cariño que es la marca indeleble de la casa Thurman. De Jackie Kennedy, por ejemplo, se nos cuenta cómo su mitomanía estaba conformada por las pretensiones de una familia que procedía de inmigrantes de clase trabajadora por ambos lados y que inventó para sí misma una historia aristocrática. De Catherine Millet, que fue una devota niña católica que deseaba ser monja. De Ana Frank, que ni siquiera era una buena chica y que no se sabe qué más habría hecho con esa libertad sensual y expresiva que tanto llama la atención en su prosa. De Yves Saint Laurent, que ?nació con una crisis nerviosa? y que, al retirarse del mundanal ruido, dijo que la lucha por la belleza y la elegancia le había causado mucha tristeza. Esa gran pena en su retirada turba a Thurman y la remite a las últimas escenas de Proust, cuando este descubre que ?la cruel ley del arte es que la gente muere (?) después de haber agotado todas las formas de sufrimiento, de modo que sobre nuestra cabeza pueda crecer algún día la hierba, no del olvido, sino de la vida eterna?.

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5 de enero de 2011
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El hormiguero de Karinthy

carátula del libro en eeuu El húngaro Ferenc Karinthy (1921-1992) es considerado un clásico en su país, comparado con Franz Kafka. Pero en castellano es casi un desconocido. La editorial Funambulista ha decidido publicar su novela más importante: Metrópolis. Y Rosa Montero es quien la recomienda en ?Babelia?. Dice la reseña:

El mundo paralelo de Metrópolis posee esa cualidad resbaladiza de las cosas que, pareciéndose mucho a la realidad, poseen sin embargo un matiz discordante. Por ejemplo: por la calle venden salchichitas de aspecto reconocible y apetitoso, pero luego, al comerlas, no están buenas, porque en la ciudad todo sabe asquerosamente dulce. Incluso las bebidas alcohólicas son melosas. Y en esa diferencia azucarada, nimia pero chocante, se agazapa la inquietud, incluso el miedo: es como uno de esos detalles chirriantes que, al aparecer en medio de un sueño feliz, lo transmutan repentinamente en pesadilla. Atrapado en el laberinto, y como buen lingüista, Budai intenta descifrar el idioma como única llave a su alcance para poder entenderse con los demás y superar la aplastante indiferencia de la muchedumbre. Pero es una cháchara infernal: ?Chetenché glubglubb chetyeketyovovó??. Es la temida maldición de una lengua intraducible. La desesperación del profesor me hizo recordar una historia cruel que leí hace tiempo: un día la Policía de Nueva York encontró a un pobre tipo que lanzaba incomprensibles aullidos y que parecía sufrir una profunda y agresiva demencia. Sin dinero y solo, fue internado en un psiquiátrico, y allí permaneció durante quince años hasta que una asistente social descubrió por casualidad que era un emigrante kurdo, analfabeto y sordo, que había entrado ilegalmente en Estados Unidos y no sabía inglés. Sus supuestos aullidos eran frenéticas palabras en su idioma, y su agresividad, la angustia por no ser entendido. Seguro que ese emigrante kurdo se sintió exactamente así, como Budai. Seguro que para él el aterrador mundo de Metrópolis no era más que una descripción exacta de la realidad. La confusión, la absoluta soledad en medio de un mar de multitudes, el feroz desinterés de los demás. Budai sólo intima con una mujer, una ascensorista con quien mantiene un conato de relación sentimental, pero tan pobre y tan mediatizada por la incomprensión esencial que ni siquiera consigue entender cómo se llama la chica: ¿Bebé, Diediedié, Teté, Edebé? La historia resulta chistosa y movería a la risa si el trasfondo no fuera tan acongojante. Paso a paso, día a día, semana a semana, Budai se va hundiendo en ese mundo inhóspito que es una especie de trituradora humana, y nosotros, los lectores, nos hundimos con él, nos angustiamos con él, porque el autor consigue la proeza de prolongar esta situación imposible durante casi 400 páginas sin perder la tensión narrativa. Y al final, cuando cerramos el libro, sabemos que poseemos algo nuevo. Que Karinthy nos ha regalado una imagen poderosa y perdurable, un emblema de la desolada, alienada vida moderna. Y que ya no podremos pensar en una ciudad hormiguero sin recordar Metrópolis.

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4 de enero de 2011
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Leonia

De las ciudades invisibles que describió Italo Calvino, una de ellas, Leonia, tenía por característica que allí se desperdiciaban con la mayor abundancia las cosas. Se desperdiciaban para que al perderse la ciudad abundante se creara una estela de disgregación y al no conservarse materia suficiente, el establecimiento ascendiera. Literariamente ascendiera, pero seguramente también físicamente cobrara un peso ligero que la permitiría volar. Todo lo que pesa parece del pasado. Todo lo que se hace plano, ligero y volátil, vuela hacia el porvenir.

 2011 es un año de este carácter volandero. Los dos unos donde se apoya su cuerpo de veinte siglos son como dos patas de palmípedas, tallos animales que sobrevuelan plegados sobre las superficies encharcadas y que aterrizan apoyándose apenas sobre la superficie del agua. Desde esa lámina húmeda se impulsan hacia otros humedales o silban hacia el cielo traspasando el espacio en un silencio absoluto. El silencio de ser habitantes provenientes de un lugar, una ciudad, Leonia, donde sólo se salvarán quienes sin sonido, sin peso, sin destino, formaron de antemano parte de la nada. Esa nada célebre y contemporánea en la que las ciudades tienden a convertir sus muchos desperdicios, perder todos sus desperdicios en un reciclaje tan perfecto que convierte la cantidad en cero, el volumen en  transparencia y del deshecho del deshecho en nada.

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4 de enero de 2011
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Mario Testino en el museo

El último día del año fui a ver Todo o nada, la exposición de las fotografías de Mario Testino en el museo Thyssen-Bornemisza en Madrid. En el mismo museo había filas enormes para ver una exposición sobre Paisajes impresionistas; pensé que podrían pasar muchas cosas pero que jamás cambiaría el interés de la gente por ver un Monet (los impresionistas, tan experimentales en su momento, son hoy parte fundamental del gusto estético de la clase media).
 
Lo que sí ha cambiado es el estatus de la fotografía de moda. Pese a que, en los años veinte y treinta del siglo pasado fotógrafos importantes como Edward Steichen y Cecil Beaton trabajaron en Vogue y Harper's Bazaar, lo cierto es que la fotografía de moda fue vista durante buena parte del siglo como un arte frívolo y menor. Hoy no se discute que la obra de alguien como Testino pueda ser objeto de exposición en un gran museo; la National Portrait Gallery de Londres ya lo hizo en el 2002, y ahora el Thyssen-Bornemisza toma el testigo.

En Todo o nada se muestran claramente las conexiones de la fotografía de moda con el desarrollo de la pintura en Occidente. Algunas fotos de Testino ("Debutantes", 2004; "Sasha Pivovarova", 2007; "Stella Tennant", 2006) parecen haber sido sacadas de la tradición retratista de la pintura flamenca durante el Renacimiento: hay en ellas, como dice el crítico Guillermo Solana, los mismos elementos fundamentales ("actitudes teatrales, riqueza de vestuario, decorados grandiosos"). Pero Testino también dialoga con los impresionistas --sobre todo con Degas y su deseo de mostrar el backstage de un show--, y con la pintura art deco de Tamara de Lempicka (ver, por ejemplo, "Kirsten Dunst", 2009).

Si la pintura es fundamental en Testino, la tradición de la fotografía de moda lo es aun más. Testino ha señalado varias veces su deuda con Cecil Beaton, conocido por sus fotos de celebridades como Picasso y Marilyn y gran fotógrafo de la casa real inglesa (Testino se hizo célebre en los años noventa gracias a las fotos que tomó de la princesa Diana un mes antes de su muerte); otro fotógrafo presente en la obra de Testino es Helmut Newton, sobre todo por el alto contenido erótico de algunas fotos ("Lara Stone", 2006; "Edita Vilkeviciute", 2009). De hecho, esta exposición se llama Todo o nada porque recorre el cuerpo erotizado de la mujer desde su presentación con vestidos recargados hasta su desnudez total.  

Testino aspira al clasicismo. Hay escenas traviesas como las de Gemma Ward metiendo una tijera en una pecera o Patricia Schmid bebiendo con una pajita de una botella de perfume, pero en general lo que se busca es la mirada intensa de la mujer, el gesto único que la revele, las líneas sensuales del cuerpo. La musa de esta exposición es la camaleónica Natalia Vodianova: la mujer elegante de Cannes (2007) parece una actriz del cine mudo, mientras que la de Londres (2009) es una mujer liberal, desprejuiciada, moderna. También destacan las actrices: una enigmática Kate Winslet, una pícara Cameron Diaz, una arrolladora Demi Moore. Algunas de estas fotos quedarán cuando se haga el inventario iconógrafico de nuestra época.

(La Tercera, 3 de enero 2011)

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4 de enero de 2011
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El año nuevo del antiprogre (2)

Su tolerancia tiene un límite: no puede soportar las ideas que tuvo en su juventud.

Menos puede soportar todavía el testimonio suelto de los amigos escasos que se estancaron en aquellas ideas adolescentes. Hay que comprender la virulencia de sus combates políticos: tienen como objeto su adolescencia y denigran sobre todo a la vejez que le ha hecho llegar hasta aquí.

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4 de enero de 2011
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Mi bar, mi barra ausente

 

 

 

Si se tuviera que reproducir la esencia de una taberna autentica del sur andaluz, el alma de lo popular jerezano, habría que buscarla en Madrid, en la calle Echegaray y con el nombre de "La Venencia". No quedan purezas de su nivel, ni en Cádiz, ni en ningún lugar del mundo. En "La Venencia", todo está cómo si el tiempo se hubiera detenido. Los carteles de la vendimia jerezana, la vieja radio, el teléfono el espejo con su azogue gastado, las mesas de madera en su altillo, la barra de madera, las mesas frente a la barra, la tiza escribiendo las cuentas del consumo, las botellas tapadas por el polvo, las barricas de los vinos, son parte del decorado real de la taberna. El local conserva otros símbolos: la gata parda y Jorge Laverón a pie de barra, con su media sonrisa en esa cara que es una amable confesión del que ha sabido beber.

Es la única taberna del mundo en la que sólo se sirve vino. Y no cualquier vino, sólo vino de Jerez y Sanlucar. Fino, amontillado, oloroso, manzanilla y palo cortado. Eso es lo que se puede beber en "La Venencia". Ni otros vinos, ni cervezas, ni alcoholes, ni refrescos. Ni una concesión desde que empezó en los años veinte del pasado siglo hasta nuestros días. Los hermanos Criado, que eran muchos y buenos clientes, decidieron a principios de los ochenta que ésta taberna sea su lugar vital y laboral de residencia en la tierra. Cuatro de los hermanos Criado, en compañía del montañero y bodeguero Miguel Canet, y con la aportación de muchos que pensaron que aquél lugar de tantos ritos taurinos, aquel lugar al que antes de entrar había que sobrepasar una vieja cortina, aquél espacio que conoció guerras y posguerras, merecía la pena ser defendido como se defendió Madrid de los fascistas pero con más éxito.

Los dueños son ortodoxos e inflexibles, ni hacen concesiones, ni regalan sonrisas, ni admiten propinas. A "La Venencia" se viene a beber ese vino que llegó del sur y que aquí encuentra su perfecto acomodo para desmentir a los que aseguran que el "jerez" no sabe viajar. Que viaje bien a Londres tenemos nuestras dudas, pero tenemos la certeza de su placentero viaje desde la Vinícola Hidalgo de Jerez hasta las barricas de "La Venencia". Beberlo en las copas adecuadas, en su temperatura- sin haber caído en esas modas del enfriamiento- y en compañía de unas cuantas tapas es un placer de humanos paganos. Para acompañar al vino gratis las aceitunas  de Camporreal o los cacahuetes. Y como tapas hay que gustar sus mojamas, anchoas, quesos, cecinas, lomos o huevas de la mejor calidad. También en el precio han sabido mantener su decencia.

Sobriedad, decencia y luz del pasado son palabras que definen este bar dónde se debería ir para hablar de toros como en los tiempos de las tabernas de Díaz Cañabate. De toros y otras artes con el periodista Laverón, el pintor Lamazares o con  el galerista Chiqui  Abril. Por ahí siguen los espíritus y las presencias de los Dominguín, Bienvenida o de críticos y aficionados de sol y de sombra. Taberna para la charla y la discusión de las derrotas de la izquierda, del estado de salud del Atlético.

"La Venencia" es el bar dónde tendrían que encontrarme si tuviera tiempo para ganarlo a pie de barra. Un lugar dónde uno sabe que el tiempo es nuestro. Un espacio para olvidar las prisas y los experimentos con gaseosa. Al lado de la manzanilla, con la verdad de un palo cortado o la alegría de un fino, con el viejo rito de saber beber a pie de barra, de pagar una media botella, hasta que se estira otro de la pandilla y se sigue bebiendo, se pica una mojama, una excelente cecina y se vuelve lentamente al rito del beber pausado. Pasa el tiempo, hasta que uno se acuerda que tiene casa, cita, familia y otra vida fuera de la taberna. Hasta que uno se acuerda que la realidad es diferente y peor fuera de un  lugar como éste. Una taberna para el refugio de los deseos.

De todas las tabernas del mundo, de todos los bares que uno ha conocido, no hay ninguno igual. Ni siquiera parecido. El lujo es tener la excepción al lado de casa.

Y la excepción en un lugar llamado "La Venencia", así que pasen otros cien años. 

( Articulo no publicado en el libro "Madrid en 20 barras". Los queridos propietarios de esta taberna no quieren fotos. Perdón por esta foto robada, pero el cuello de la chica, la chica entera merecían la pena)

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3 de enero de 2011
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El año nuevo del antiprogre

Los ritos del calendario convierten el paso del tiempo en motivos celebratorios. Ceremonias religiosas o profanas, fiestas de recogimiento o de desenfreno, conmemoraciones de viejos y santos acontecimientos o mera bacanal gregaria de consumo, en todos estos rituales encontramos al final una celebración de la vida y de la muerte. Buen momento, por tanto, para desgranar una nueva tanda de cavilaciones sobre las edades del hombre y sus ideas en vez de los habituales comentarios políticas. Con ustedes, de nuevo por unos breves días, el antiprogre.

Cambiar de ideas como cambiamos de año o de hora. Fue deporte de elite en su día. Ahora forma parte de los ritos de consumo. Sólo los más atrevidos se arriesgan con la religión. Y los mejores consiguen llegar al final de sus días habiendo adorado al menos a tres dioses distintos y ninguno verdadero. Difícil envejecer sin traicionar. Cuando las víctimas no son las propias ideas puede ser todavía peor: traicionamos a la verdad.

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3 de enero de 2011
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Cuando no existían los vascos (I): El mito del vascoiberismo

 

El desconocimiento sobre el origen y datación de la lengua vasca ha sido tradicionalmente compensado por la emisión de gargarismos delirantes sobre su antigüedad y pureza. Ese particular juego floral no lo inventaron los vascos, sino que nació de la querella entre Antonio de Nebrija y Lucio Marineo Sículo. El primero publicó en 1481 Introductiones Latinae, una gramática latina que fue un gran éxito de crítica y público, que al segundo le pareció muy mal, porque utilizaba el español para explicar el latín.

Marineo era un humanista siciliano que llegó a España en 1484 con el séquito de Ana Cabrera, la esposa de Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, y fue graciosamente dotado con las cátedras de Poesía y Oratoria, en virtud de su prestigio y el de sus protectores, de modo que ingresó en el claustro salmantino en el curso 1485-6. Para entonces, Nebrija había agravado la ofensa a Marineo con la edición de otra versión de Introductiones Latinae que traía, entre otros muchos cambios, un empleo todavía mayor del español para explicar el latín. A lo largo del primer curso que Marineo pasó en Salamanca, la gramatica latina de Nebrija se reimprimió tres veces. En 1488, el escarnio llegó al colmo: Nebrija publicó Introducciones latinas, donde contraponía el  español al latín. Ese mismo año, se produjo el enfrentamiento personal entre Nebrija y Marineo, y desde esa discusión quedaron como enemigos declarados, porque además ambos pretendieron cargos similiares ante el rey. 

Otra divergencia entre Nebrija y Marineo fue la cuestión de los primeros hablantes hispanos de todos los tiempos. Un asunto que desbordaba la gramática y la historia, para adentrarse en la metafísica. Para Nebrija, el español procedía del latín corrompido y degenerado que los godos trajeron a España. Como lengua perfecta y modélica, el latín no degeneró en tanto tuvo maestros. Con la caída del imperio romano, la falta de maestros propició el deterioro de la lengua. Los godos como primeros traedores de la verdadera nobleza era un lugar común historiográfico desde tres siglos atrás. Nebrija se ajustaba así a la historia oficial y al testimonio de los textos latinos conocidos.

Marineo, en cambio, no sólo polemizaba con quienes se pretendían descendientes de los godos, que ya le tenían hasta el sobrepelliz, sino también con los historiadores de la antigüedad clásica que mencionaban a iberos y fenicios. Traducido del latín de su De rebus Hispaniae mirabilibus (III, f. 20 v) dice lo que sigue sobre la lengua de los antiguos hispanos:

“Hay quien afirma que la lengua de los primeros habitantes indígenas de toda Hispania hasta la llegada de cartagineses y romanos, que entonces  todos hablaban en latín, era la que ahora usan vascones y cántabros, los cuales, pese a las variaciones de los siglos y los tiempos, no han mudado de lengua, costumbre, ni cuidado corporal. Es de creer que aquella lengua hispana no vino  de los iberos, ni los sayos, ni los fenicios, los cuales, según alguien ha escrito, vinieron a Hispania en otro tiempo, sino de los primeros habitantes de Hispania a quienes la diversidad de lenguas obligó a exiliarse de su patria. Por lo tanto, quienquiera que fuera aquel primero que llegó al orbe hispano desde la torre babilónica, él mismo trajo consigo un idioma de los setenta y dos que, en la construcción de aquella nueva ciudad, Dios Óptimo Máximo repartió entre los que fabricaban la torre.”

Era una sensación. Por primera vez se identificaba una de las lenguas de la famosa torre de Babel. Hasta entonces sólo era sabido que ascendían a setenta y dos, porque era el número de los descendientes de Noé, según recuento verificado por Isidoro de Sevilla. 

Marineo incluía una lista con una cincuentena de palabras vascas que había obtenido de un vizcaíno auténtico. Pero deslizaba la confusa aclaración de que los hispanos sin mezcla extranjera era de cuatro clases: gallegos, cántabros, vascones y asturianos. Los extranjeros, a su vez, aparecían divididos en cuatro tipos: griegos, judíos, cartagineses y romanos.

Uno de los primeros lectores provechosos del descubrimiento fue Martín de Azpilcueta, llamado Doctor Navarrus (1492-1586). En su Relectio c. Novit (III, 167) sostiene: “Los navarros y cántabros, cuyo idioma (que ahora llaman vasconicum) es el más antiguo de toda Hispania y del cual se sirven hasta hoy, nunca admitieron a los romanos, mientras sí lo hacían en todo el resto de Hispania, así como en la Galia.” La pasmosa noticia de que cántabros y navarros usaban el mismo idioma de raigambre bíblica y babilónica en el siglo XVI no pasó desapercibida a los apologistas de la vasquidad primigenia. 

El pasaje de Azpilicueta también muestra que de vasconicum deriva el adverbio vasconice, del cual procede “vascuence”, que era un término inofensivo, hasta que el nacionalismo decretó su carácter despectivo e injurioso en el siglo XX. 

Mientras tanto, la teoría del vasco como lengua de linaje babélica ganaba adeptos en Europa. Paulus Merula, jurista alemán que tenía la cátedra de historia en Leyden a finales del siglo XVI, reprodujo la lista de palabras vascas y la opinión babilónica de Marineo en su Cosmographia. Y el cronista guipuzcoano Esteban Garibay (1533-1599) fue el primero en identificar a Tubal, el constructor de la torre de Babel que trajo consigo una de las setenta y dos lenguas a España, como el primer vasco de la historia.

La tesis de Garibay dio inicio a la feria de los apologistas de la vasquidad babélica, como Andrés de Poza y Baltasar Echave, que escribieron a finales del siglo XVI y principios del XVII sobre la antigüedad y nobleza de la primera lengua hispánica. 

Ya en el siglo XVII el vascoiberismo alcanzó impronta científica con el francés Arnaud d’Oihenart (1592-1667), abogado, historiador, poeta y recolector de proverbios. Como lírico, era admirador del Siglo de Oro español, sobre todo de Lope de Vega y Góngora, y destacó en la fábrica de alejandrinos escuadrados implacablemente a base de palabras inventadas y conjugaciones perfeccionadas. En su labor de recogedor de refranes, imitó al marques de Santillana, y publicó una recopilación de 706 proverbios vascos, muchos traducidos del español por él mismo. Inspirado en un texto de Estrabón, decretó la unidad lingüística primigenia de lusitanos, galaicos, astures, cántabros, várdulos y vascones, siendo el vasco el idioma original de todos ellos, y la lengua que engendró el español. El tenor de su investigación se refleja en su introducción a Proverbes et Poésies que se publicó en París en 1657: 

“La lengua vasca (que es la misma que la antigua española, como mostré en otra parte) tuvo sin duda sus letras y caracteres propios para escribir […] Pero como los romanos, tras haber quedado dueños de la mayor parte de España, se dedicaron a arruinar la lengua de ese país para implantar la suya, no tuvieron dificultad en introducir su modo de escribir.”

Seguidor de Oihenart fue el jesuita José de Moret (1615-1682) cronista oficial del reino de Navarra, muy influyente en autores e historiadores posteriores, como el también jesuita Manuel Larramendi (1690-1766), fabricante del Diccionario trilingüe del castellano, bascuence y latín, en cuya introducción proclama que la mayor parte del castellano y del latín procede del vasco. No todo el diccionario de Larramendi es falso, pero eso apenas mengua su alta calidad de disparatario.

Larramendi se revela también como el más notable precursor del racismo vasco en su Corografía ó descripción de la Muy Noble y Muy Leal Provincia de Guipúzcoa, y su frenesí vascocantabrista alcanza momentos delirantes en sus escritos  Sobre los Fueros de Guipúzcoa, redactados hacia 1756:

“La nacion bascongada, la primitiva pobladora de España y aun de vecindades […] Haremos una Republica toda de Bascongados y en su origen primitivos españoles […] De esta suerte, si elegiéramos rey, será y se llamará Rey de Cantabria, y se le dará el Reino […] Guerras tendremos que sustentar. Sea así. Pero serán guerras cantábricas, cuyo nombre debe infundirnos aliento. Somos descendientes de aquellos valientes cántabros y aún late su sangre y valor en nuestras venas.”

Con esos mimbres guerreros trabajó el historiador Ignacio Iztueta (1767-1845), quien compuso una historia de Guipúzcoa donde eran vascos puros Jafet, su padre Noé, y todos los anteriores personajes bíblicos hasta Adán y Eva. Y luego vino Pedro Astarloa (1752-1806), quien se aplicó a la apología de la lengua vasca, depósito insondable de perfecciones, y dotada de un alfabeto cuyas letras tienen significación natural. A partir del vasco, Astarloa definió la perfecta gramática razonada, notable antecedente de la generativa. Su obra alcanzó prestigio y nombradía internacionales, y sedujo a Humboldt, Sabino Arana, y Caro Baroja, entre otros especialistas.

La primera conclusión de la contemplaciones místicas de Astarloa fue la extraída por Juan Bautista Erro (1753-1854), autor de un Alfabeto de la lengua primitiva de España, publicado en 1806, donde demostraba que los alfabetos fenicio y griego proceden del vasco, venerable inventor de las primeras letras naturales. De repente, todo el ibérico se podía leer fácilmente mediante la lengua vasca. La obra causó sensación y se tradujo al francés, inglés y alemán.

Lorenzo Hervás (1735‐1809) introdujo una ilustrada apertura de miras  en la lingüística española. Estableció por primera vez en Europa el parentesco entre el griego y el sánscrito, y la del hebreo con otras lenguas semíticas. También fue el primero en ver que no sólo había que comparar las palabras, sino también “el artificio gramatical” de las diferentes lenguas. Pero no pudo sustraerse a la seducción vascoiberista y en su Catálogo de las lenguas, que se remonta a la torre de Babel y “al tiempo de la dispersión de las gentes”, presenta “pruebas prácticas” de que los iberos trajeron el vasco, directamente y sin escalas, desde la abandonada construcción babilónica, a España, Francia, Italia, e islas adyacentes, de modo que se habló universalmente vasco babélico en dicha parte del mundo, hasta que llegaron romanos, fenicios, celtas y otros extranjeros.

El romanticismo alemán también se rindió ante el portento. Wilhelm von Humboldt (1767-1835) tenía por verdad venerable todo lo dicho por Hervás y, sobre todo, lo contemplado por Astarloa en su misticismo gramatical. En su época de ministro del rey de Prusia, Humboldt mantuvo una celosa pugna literaria y política con Erro, ministro del pretendiente don Carlos y descubridor de las letras naturales, sobre el legado literario de Astarloa. 

Entre 1801 y 1821. Humboldt publicó cuatro volúmenes sobre la lengua vasca, donde resumía los aspectos más destacados de la apología vascoiberista desde Larramendi a Hervás. Después de una primera estancia de dos días en Bayona y alrededores, en 1799-1800, Humboldt había concebido entusiasmado la posibilidad de conocer en Europa “una tribu pura y separada” que había salvado su lenguaje a lo largo de milenios. En su texto Ankündigung (1812) subraya que el vasco es un medio tan imprescindible para el estudio de las fuentes del español, que todo trabajo etimológico que se emprendiera sin su preciso conocimiento sería en última instancia imposible. 

El primer intento de lecturas epigráficas del ibérico fue obra de Emil Hübner (1834-1901). La compilación se publicó en Berlín bajo el título Monumenta Linguae Ibericae (1893). A partir de esas lecturas, Hugo Schuchardt (1842-1927) elaboró Die iberische Deklination. Fue un momento cumbre del vascoiberismo, ya desde 1877, Achille Luchaire, fundador de la filología gascona, venía proponiendo un parentesco estrecho entre el ibérico, el vasco y el aquitano. Como testigo del momentico ha quedado el monumento a los fueros de Pamplona, donde aparece un texto que se pretende vasco, y está escrito con un silabario ibérico erróneo copiado de un manual del principio del siglo XX.

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3 de enero de 2011
Blogs de autor

Auster posthumano

Confieso aquí que al tener entre mis manos ‘Sunset Park', la reciente novela de Paul Auster publicada por Anagrama, mi primer impulso fue dejarla en su estante de la librería y buscar otro libro entre las novedades. Demasiado Auster últimamente, y demasiada decepción con Auster. Me había dejado a medias ‘Un hombre en la oscuridad' (2008), y antes había leído con creciente e insuperable irritación ‘Viajes por el Scriptorium' (2006) y visto en cine su segunda y descalabrada película como director, ‘La vida interior de Martin Frost', filmada ese mismo 2006. La anterior novela suya, ‘Invisible', que es del año pasado, la regalé sin llegar nunca a abrir sus páginas, y ahora, segunda confesión de este artículo, tendré que comprármela y leerla en acto de contrición, pues ‘Sunset Park' es una obra magistral, de lo mejor que ha escrito su autor, y de lo mejor que se ha publicado este año en traducción.

   ¿Es Auster todavía postmoderno, como señalan algunas de las reseñas citadas en la edición de Anagrama? Posiblemente lo intentara ser (o revalidar) en esos dos títulos suyos ante los que yo sucumbí como lector. ‘Sunset Park' tiene una estructura caleidoscópica muy ingeniosa, pero los juegos metaficticios que Auster introdujo con gran brillantez en la primera parte de su carrera y trilladamente después, aquí existen, aunque están al servicio de la narración, una historia familiar trágica y a la vez optimista, en la que se entrecruzan, como cristalizaciones nunca caprichosas, otros personajes ajenos al núcleo de los Heller y otras subtramas (la familia de las cubanas en Florida, el paralelo con el clásico film de Wyler ‘Los mejores años de nuestra vida') llenas de vigor y fascinación. El paisaje urbano de Brooklyn y ciertas obsesiones ‘austerianas' (el béisbol, las obsoletas tiendas de viejo) reaparecen en el libro, cuyo máximo logro para mí es la creación de un protagonista inolvidable, Miles Heller, el joven que arrastra la desdicha de un impetuoso manotazo dado en la infancia y que, en un bucle dramático muy sugestivo, Miles vuelve a dar en el desenlace, dejando la novela abierta por las consecuencias de ese segundo golpe, menos letal que el primero.   

     La postmodernidad de Auster, si sigue coleando en la cabeza del autor, aquí queda sin embargo tamizada por el intenso y delicado nivel emocional que marca ‘Sunset Park' desde su arranque y alcanza momentos auténticamente conmovedores, tanto en la historia de amor del protagonista con la avispada ‘lolita' Pilar como en el romance familiar de ‘los cuatro padres' de Miles, que acaba formando la espina dorsal del relato. Un ‘pathos' al que no le falta una cierta sordina cómica audible en bastantes de las páginas neoyorkinas de este libro excelente, que me ha deparado un doble placer: el de leerlo y el de calmar mi conciencia. Sigo a Auster desde sus comienzos, presenté un libro suyo en Madrid hace años, he coincidido en privado con él y con su familia más de una vez, y compartimos además la doble militancia de escritores tentados por la dirección cinematográfica. Verle en tan plena forma literaria y tan bien madurado humanamente me produce alegría y me hace olvidar esos traspiés que yo le vi o creí verle dar hace pocos años.

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3 de enero de 2011
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El Boomeran(g)
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