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Oscar Pita Grandi desde Ausonia

Oscar Pita Grandi Una novela peruana que no debería pasarse por alto durante este año es la de Oscar Pita Grandi, Paisaje habitado, editada por Estruendo Mudo. Una novela cincelada, exigente, donde el pasado, presente y futuro se une en una comunidad imaginaria llamada Ausonia, un fantasma de Italia enclavado en un lugar indeterminado de Lima. Todo es espectral, incluso las murallas reales e interiores, en Paisaje habitado.  Mientras espero postear una reseña que le haga justicia a uno de los mejores libros del 2010, les dejo esta entrevista de Miguel Angel Vallejo en El Peruano:

?¿Qué caracteriza a la comunidad de Ausonia? ?Es una especie de isla flotante, en el tema del autoencierro. Sus habitantes se están protegiendo a sí mismos. La muralla tiene una connotación por los orígenes de la cultura, muy violenta y  le permite a esa comunidad obtener un pensamiento común que  une a todos. ?Son muchos detalles típicamente italianos? ?La construcción de Ausonia como hábitat, con el detalle de sus calles y decorado, responde a mi pasión por la arquitectura. Y más todavía por las ruinas que todavía sobreviven al tiempo, adaptándose con naturalidad. Ausonia, la urbanización amurallada, anacrónica y a su vez contemporánea, no obstante su esplendor, es a fin de cuentas una ruina. Bella, pero ruinosa al fin y al cabo. ?¿Cómo se comunican esos personajes encerrados, sobre todo ?Dottore?? ?El problema de la identidad es un inconveniente personal mío, a la vez uno de los contratiempos de hoy: la incomunicación, el aislamiento. El estar reunidos en conjunto no nos hace pertenecer a un lado, siempre buscamos una comunidad con gustos similares.

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28 de diciembre de 2010
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Canetti y la carne inocente

 

No creo en muchas cosas pero creo en algunos libros. Algunos hombres. Y en muchas mujeres. Creo en Elías Canetti que vivió su larga vida como si fuera a durar más, y más. Que acumuló libros sin pensar que nunca tendría tiempo para leerlos. Se concedía esos sueños."Vivir de tal manera como si tuviéramos ante nosotros un tiempo ilimitado. Citas con seres humanos a cien años vistas". Abrir su libro "La provincia del hombre" y saber que he salvado el día, varios días, muchos días.

Estamos entrando en el "día de los Inocentes", al final del año y en medio de los excesos navideños. Yo estaba cansado de los excesos culinarios, de las buenas palabras de fin de año, de los viejos políticos y de las nuevas ministras. No conseguí volver a fumar. No por el discurso de la ministra sino por ese consejo/amenaza de esa amiga que me recordó que los besos saben mejor sin tabaco. No lo tengo tan claro. Hay besos que pueden con toda la nicotina.

Sigo leyendo en el carnet de notas de Canetti. Y me encuentro con el espectáculo de la comida y no me gusta. Creo que dejaré de comer grasas- aunque los pensamientos con grasa de Montaigne me siguen gustando- simplemente por recordar el espectáculo de los otros comiendo. Mi mismo espectáculo. Desear que llegue alguna vez ese "país en el que la gente llora cuando come".

Tengo la impresión de que si sigo leyendo a Canetti me haré vegetariano. Con lo poco que me gustan. Con lo que desconfío de los vegetarianos. No me fío de ellos, como tampoco me fío de los que no beben. Ni de los que no fuman. No me fío de mí mismo.

Vosotros seguir comiendo. Yo os recordaré otro pensamiento del judío que procedía de Cañete:

"Me da pena que los animales no se levanten nunca contra nosotros; los pacientes animales, las vacas, las ovejas, todo este ganado que ha sido puesto en nuestras manos y que no puede escapar a ellas.

Me imagino una rebelión en un matadero; desde allí se extiende a toda la ciudad; hombres, mujeres, niños, ancianos mueren pisoteados sin compasión; los animales invaden calles y vehículos; derriban portales y puertas; en su furor llegan a invadir los pisos más altos de las casas; miles de bueyes convertidos en fieras hacen añicos los vagones del Metro, y nos desgarran ovejas a quienes se les han afilado de repente los dientes"

Pues eso, que cada uno haga lo que quiera. Yo dejo la carne. Como dejé el tabaco. Brindo por el nuevo año. Nadie ha dicho nada de dejar de beber. Estoy satisfecho de mis nuevos propósitos. De esas ideas encontradas en el carnet del viejo, querido, judío.

"Puede que no sea siempre importante lo que uno piensa todos los días. Pero es tremendamente importante lo que no ha pensado"

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27 de diciembre de 2010
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Un tiempo para callar

La tentación de romper radicalmente con el mundanal ruido no es cosa de hoy, así como tampoco es cosa de hoy la convicción de que tal ruptura reportará, a quien se atreva a perpetrarla, una regalada vida. Hubo un tiempo en que romper con la vida propia e ir a buscar refugio en un monasterio para entregarse a la oración y el trabajo era una opción relativamente frecuente. Y si no frecuente, al menos era una más de las que venían a la mente del atormentado deseoso de acabar de una vez por todas con la vida que llevaba y se hacía una lista de posibles soluciones: apuntarse al ejército en ultramar, enrolarse en un ballenero, hacerse domador de caballos en la Patagonia. En fin. Ya se sabe la clase de delirios que está dispuesto a considerar como posibles alguien que está de verdad hastiado.

Difícilmente se podrá tomar Un tiempo para callar  como un panfleto financiado por algún abad imaginativo, ni es probable que después de su difusión vaya a ser motivo de un aumento espectacular de las vocaciones monásticas en España. En cambio, y justamente porque es un escrito por entero carente de intencionalidad ideológica,  permite casi casi sentir muy de cerca qué veían y qué esperaban de los monasterios quienes buscaban en ellos refugio para sus males. Y tengo la sensación de que esa falta de intencionalidad proselitista se debe fundamentalmente a la situación profesional y espiritual en que se encontraba Patrick Leigh Fermor, en adelante Paddy, cuando escribió este libro.

Después de haber vivido vagabundeando por Europa y Grecia durante los años previos a la II Guerra Mundial –o lo que es lo mismo, habiendo visto y sufrido muy de cerca el ascenso y triunfo del fascismo – y tras una estancia en filas exitosa pero agotadora, pues pasó la guerra en primera línea y llevando a cabo peligrosas misiones en Creta , parece lógico que desease cambiar radicalmente de horizontes y, sobre todo, olvidarse de la Europa en ruinas y traumatizada por la inimaginable barbarie que había supuesto el Holocausto. Además, acababa de conocer a Joan Eyres Monsell, fotógrafa y miembro de una aristocrática  familia inglesa que iba a ser su cómplice y compañera durante los cincuenta siguientes años de su vida. Y qué mejor forma de celebrar tan feliz encuentro que un larguísimo viaje por el Caribe. Al regreso del mismo, su situación sentimental estaba sólidamente cimentada pero en cambio tenía ante sí un reto que a todo escritor de raza le llena de angustia e incertidumbre: transformar las experiencias vividas en las Antillas en un libro.

En esa tesitura, y puesto que Joan tenía sus propios compromisos profesionales que atender, Padyy fue a pedir refugio en un monasterio convencido de que la paz, el aislamiento y el silencio le permitirían afrontar  sin trabas ni distracciones la intensa, y por lo general muy angustiosa, tarea de escribir un libro. Además el primero.

Resulta curioso releer hoy El árbol del viajero (aparecido en 1950 como fruto de su estancia en varios monasterios franceses) al mismo tiempo que Un tiempo para callar.  Porque el texto del primero es una explosión de los sentidos, la experiencia de un hombre joven y que ha salido milagrosamente ileso de la una guerra y que de pronto se sumerge en un mundo cálido, sensual y rebosante de colores, olores y …ese ron que tanto echará a faltar una vez sometido a la disciplina monástica. No cuesta imaginarlo paseando por el claustro envuelto en los cánticos de los monjes en la iglesia, o subir a su celda tras una frugal y silenciosa cena en el refectorio para volver de sumergirse de lleno a la rebosante sensualidad  caribeña.

Un tiempo para callar sale de las cartas que Paddy le escribía a Joan dándole noticia del lugar y sus condiciones de vida. Lo importante, para él, no eran sus propias emociones ni las pesadumbres impuestas por la vida monástica. Éstas, lógicamente, se filtran de continuo en el texto pero siempre subordinadas a la historia, la arquitectura, el ambiente y la personalidad de los mojes y sus costumbres. Podría decirse que las emociones y pesadumbres quedaban reservadas para el Caribe y que en las cartas a Joan primaba el irresistible deseo de todo viajero de dar cuenta de lo que ve y  de la influencia que ello tiene en su estado de ánimo, es decir la función del viajero como cuerda que tañe el viento a su paso por las abadías y tierras de labranza pero sin ánimo de interpretación ni afán de apoderarse de un protagonismo que corresponde por completo al viento y no a la cuerda.  El resultado es una prosa tenue como un velo que siluetease las columnas y capiteles de esos nobles edificios tan maltratados por la historia y tantas veces reconstruidos por sus moradores.  Una lectura amena, apacible y que, como digo, trasmite sin distorsiones personales todo lo que supuso para la espiritualidad de Occidente la vida monástica.   

 

Un tiempo para callar

Patrick Leigh  Fermor

Ed. Elba

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27 de diciembre de 2010
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El mezquino vicio de querer tener siempre razón

No busquemos resonancias entre la razón, la verdad y la democracia. Por más que puedan producirse ocasionales coincidencias, sabemos que la verdad no se somete al principio de la mayoría, que lo racional no tiene por qué ser verdadero ni la verdad racional y que democracia y razón no conducen una a la otra en todos los casos, sino más bien al contrario: con harta frecuencia sucede lo contrario.

No hace falta tampoco que le demos la razón al vencedor ni que creamos que sólo él nos ha contado la verdad. A veces gana precisamente por lo contrario. Gana quien sabe ganar, no quien tiene la razón y la verdad. Pero ni la verdad ni la razón son un consuelo para los derrotados en las urnas. Sí debieran servir como lección. La dio hace casi cien años Max Weber en un texto que periodistas y políticos deberíamos llevar en el bolsillo para releerlo con frecuencia, sólo por si acaso. Con ocasión de las derrotas y los fracasos, sin ir más lejos. Se trata de la famosa conferencia La política como vocación, donde el sociólogo desgrana los tres tipos de legitimación del poder (la costumbre, el carisma y la legalidad), señala la diferencia entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, y proporciona un retrato escasamente halagador pero muy actual del oficio periodístico. Entre los muchos argumentos enjundiosos que contiene el texto, uno parece especialmente adecuado para intentar entender la época en que nos ha tocado vivir y en especial la desconexión entre razón, verdad y democracia. Weber critica al vencedor de una guerra, que ?cediendo al mezquino vicio de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la razón de su parte?. Paul Krugman, el brillante Nobel de Economía, que debe tener a Max Weber leído y subrayado como pocos, parece tener en poca estima a quienes vayan analizar en el futuro la crisis actual al señalar que ?cuando los historiadores contemplen retrospectivamente los años 2008 a 2010, creo que lo que más les desconcertará será el extraño triunfo de las ideas fallidas. Los fundamentalistas del libre mercado se han equivocado en todo, pero ahora dominan la escena política más aplastantemente que nunca?. Weber pensaba directamente en derrotas militares. Su conferencia es de 1919, pronunciada en plena indigestión de aquella derrota alemana que originó otra gran guerra. Pero lo que dice vale para cualquier otra derrota, política, electoral o ideológica, como las que podemos observar estos días. ?Ponerse a buscar después de perdida una guerra quiénes son los ?culpables? ?dice? es cosa de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra?. Y nos da, además, un apunte sobre la ética de la derrota, imprescindible para superarla con dignidad: ?una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre cuáles han sido las culpas en el pasado?. Los vencedores no tienen la razón ni la verdad, ni en las urnas ni en los campos de batalla. Pero no importa, porque han sabido leer la correlación de fuerzas, oler el aire del tiempo, emplazarse en el lugar adecuado para sacar ventaja y ganar la contienda, sea bélica o sea electoral. Los vencidos, en cambio, es muy posible que tengan toda la razón y toda la verdad, pero no les sirven para nada. Al contrario, nada mejor que la razón y la verdad de los otros, de los vencidos, para asentar los triunfos de quienes los han derrotado. En el más leve de los casos, la victoria es la oportunidad que tiene el vencedor de cortar y repartir la tarta. El auténtico vencedor se queda con los despojos de la batalla, que cuando son políticas incluyen las ideas, los programas e incluso los valores, es decir, la razón y la verdad de los vencidos, para hacer con ellos lo que le convenga: tirarlos o incluso devorarlos y asimilarlos. Los vencidos tienen pocas opciones. Una de ellas es subirse al carro de quien les ha derrotado. El resto son cuentos de viejos (seamos algo más correctos que Max Weber en su tiempo).

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27 de diciembre de 2010
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Favores y flaquezas

 

“Nada más frágil que la memoria de los beneficios recibidos. Así que fiaos de los hombres que están en condición de no poder fallaros, más que de aquellos a quienes habéis hecho favores, porque a menudo ellos no se acuerdan, o suponen esos favores menos importantes de lo que son, o piensan que alguna necesidad os hizo actuar” lo dice Guicciardini en sus Ricordi (XXIV) y es una fina observación. Pero le falta algo: el otorgante de beneficios y favores sí que se acuerda. De modo que se podría añadir: tú no cuentes con ese al que favoreciste, pero cuenta que quien te favoreció sí cuenta contigo, y eso puede ser digno de cálculo por la facilidad con que se crea un enemigo a partir de un benefactor, casi tan fácil como se crea uno a partir de un beneficiado.

La economía del favor tiene sus peculiaridades. Un favor se empieza a pagar con el mismo hecho de pedirlo. Puede ser que su petición cueste tanto que esté condenada a no poder ser resarcida por la más pronta y atenta concesión. De modo que, haciéndose rogar, se puede llegar a contraer una deuda de muy difícil quita. 

Son cosas sabidas de muy antiguo. En las sociedades rurales, estaba detalladamente estipulado el compendio de obligaciones del vecino. Se trataba de evitar en lo posible el germen de discordia que hay en la petición de favores.

Y directamente liada con la susceptibilidad del favor está la intromisión del admirador, con el cual nunca se es lo bastante riguroso y desconfiado. Siempre pretende cobrar a la vista y exige el cumplido que le diga que lo ha hecho bien, que cuela. Exige para su vileza enana que el adulado se envilezca también otro tanto. Y lo chusco del caso es que negarse a dar ese estúpido paso de baile puede suponer una ofensa grave. Así se da en el brete de violentarse aceptando la intromisión, o violentarse rechazándola. Y, sobre todo, que el admirador se vengará sin falta: ya antes de empezar a venerar está tramando el desquite. 

Antes se empleaba un verbo gracioso y plástico “colinear”, o sea hacer como el perro. Y el que colinea a alguien no lo hace porque aprecie sus méritos, sino porque adquiere un salvoconducto de elevación a costa ajena. Es, por lo tanto, el mayor parásito. Por algo decía Nietzsche que hay más intromisión en la alabanza que en la censura. Es increíble el avance que tiene la adulación en todas las inteligencias por groseras o finas que sean. Por más vil o despreciable que nos parezca alguien, siempre estaremos dispuestos a dar crédito a los juicios favorables con que nos pueda colinear.

La adulación adormece a la víctima, anula su entendimiento, la corrompe y envilece. El admirador ya abusa cuando se permite decirnos qué piensa de nosotros y de lo que hacemos. No es un enemigo futuro, sino que está presente; dispone de una llave maestra y no sabemos cambiar la cerradura.

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27 de diciembre de 2010
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El que no trabaja

Hay un hombre negro, joven, grueso, afable, que reside en los bancos de mi barrio. No se trata de uno de esos ‘sin techo' que, llegado el anochecer, sientan plaza con sus cartones y sus mantas en los vestíbulos de los cajeros automáticos de tantas entidades bancarias; mi vecino, pues así lo considero ya, sin haber cruzado una palabra con él, duerme en los bancos de madera, aunque a veces le veo también recostado en las escaleras de acceso al ‘metro' con su impedimenta, que incluye garrafas de agua, nunca un ‘botellón'. Va limpio, igual de abrigado ahora que en el verano, y, excepto cuando tiene los ojos cerrados, mira siempre a los que pasamos cerca de él con el gesto risueño que le caracteriza. No vende nada en la calle.

   Me resulta imposible, dada la frecuencia de su figura en mi peripecia cotidiana, no hacer cábalas sobre su origen, su inmediato pasado, su actualidad de hombre que arrastra sus pocas pertenencias sin alejarse nunca del perímetro más próximo a mi casa. Con motivo de mi trabajo cinematográfico en ‘El dios de madera', el año pasado entrevisté y traté a muchos jóvenes del Senegal, de Mali, de Nigeria y Costa de Marfil, en su mayoría emigrantes que habían llegado a España en patera y, tras diversos avatares, vendían -ya legalizados- bolsos y paraguas en el llamado ‘top manta'. A todos les estaba  golpeando duramente la crisis, privados además de un núcleo familiar y enfrentados a la perspectiva de un casi imposible retorno sin medios a sus países de procedencia.

     El paro es desde luego angustioso para esos y otros muchos trabajadores sin esperanza, pero su onda expansiva nos afecta a todos, excepto quizá a algunos altos directivos de la banca (la otra, la que no es de madera ni está a la intemperie). La carencia de empleo, los recortes salariales, los contratos precarios, las forzosas jubilaciones anticipadas, la inseguridad de las prestaciones sociales y sanitarias; ése es el horizonte que se divisa mientras a nuestro alrededor, y no sólo por televisión, es posible observar el espectáculo del enriquecimiento de unos pocos y el blindaje intocable de quienes tanto han contribuido al mal económico de la mayoría.

     Puede por tanto resultar una paradoja, si no una afrenta, que en esta situación tan desesperada uno recurra a Ambrose Bierce y Paul Lafargue, dos grandes libertarios decimonónicos (fallecidos ambos en la primera parte del siglo XX) que en tiempos no menos convulsos hicieron de la necesidad burla y le sacaron al drama de la miseria el corazón de la risa. Creo que el mulato antillano de origen francés Lafargue está hoy más olvidado que el anglo-americano Bierce, aunque el primero brilló más en vida, por su matrimonio y compartido suicidio con la hija de Carlos Marx, sus viajes de agitación por Europa y sus importantes contactos con el socialismo español de la época. Releídos ahora, sus dos breves opúsculos ‘El derecho a la pereza' y ‘La religión del capital' parecen haber sido escritos para nosotros, y algo similar puede decirse de algunos de los textos breves de Ambrose Bierce que, traducidos y presentados por Miguel Catalán, acaba de publicar la editorial madrileña Sequitur bajo el título ‘La mirada cínica'.

    Lafargue conocía bien los pormenores de la explotación masiva de la mano de obra en el siglo de la revolución industrial, pero más que creer, como su suegro, en la estricta dicotomía de un trabajo enajenado y un trabajo liberado, prefería recordar que el destino del hombre antes de la condena de Dios en el Edén y la codicia del Jefe en la cadena de producción pasaba también por el sagrado derecho humano a hacer ‘menos': el ocio placentero como antídoto o alivio del trabajo embrutecedor. La historia de las reivindicaciones sociales desde el nacimiento de la conciencia obrera hasta el día de hoy en las calles de Francia incluye la defensa de una vida laboral mejor y de un mayor derecho al reposo y, por qué no, al relajo.  

    Complementario más que antitético a ‘El derecho a la pereza' preconizado por Laforgue es ‘El derecho a trabajar', un sarcástico diálogo entre La Ley y El Vagabundo que Bierce imagina, y en el que la primera, hablando con la voz del orden establecido, le recuerda al segundo la prohibición legal de robar pero también de mendigar, a lo que aquel contesta: "cuando en la calle te obedezco y me paso todo el día hambriento y por la noche temblando de frío, y me quedo callado para no molestar, me arrestan por ‘hallarme sin medios conocidos de sostenimiento económico'". ¿Será ese el caso del hombre grueso y negro que vagabundea por los aledaños de la calle Francisco Silvela? ¿Es un ‘homeless' que ha elegido su domicilio en la multitud, como el dandy de Baudelaire? Seguiré preguntándomelo, y confiando en que, al contrario que al vagabundo de Bierce, a él no le arresten. No trabaja y no hace daño a nadie. Quizá ni a sí mismo.

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27 de diciembre de 2010
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Memorias de un africano

Wole Soyinka Conocí a Wole Soyinka en 1993, en un encuentro de escritores en España. Soyinka debía hablar a casi un centenar de escritores jóvenes y lo hizo alto y fuerte. Luego, en la intimidad de la tertulia en el único bar del pueblo donde estábamos (se llamaba Mollina), Soyinka se emborrachó, bailó, se hizo llamar ?León? en nigeriano, coqueteó con varias autoras y además se burló sin misericordia de la ambición literaria de la mayoría de escritores jóvenes, augurándonos un estruendoso fracaso. A algunos de los ahí presentes les fue mejor que otros, es justo decirlo. No creo que ese recuerdo esté en sus memorias. Yo leí algunas novelas de Soyinka, traducidas entonces luego del premio, y la verdad es que me parecieron aburridas y llena de clisés de realismo maravilloso a lo africano. Quizá las memorias Partirás al amanecer (RBA) sean mejor que eso. O quizá no. La reseña en Radar Libros es de Mariana Enríquez:

También podrían sumarse como momentos lisérgicos su búsqueda de la Ori Olokun, la perdida cabeza de una deidad mayor yoruba que, según le aseguran investigadores de la Universidad de Ife, se encuentra en Brasil; hacia allí parte el profesor Soyinka, se roba la cabeza de una colección privada en Bahía, descubre muy tarde que no es la original, y vuelve a intentar la recuperación del objeto sagrado ¡en el Museo Británico! O su participación en el festival de teatro de Siena, Italia, cuando para levantar la moral de la troupe decide traer desde Nigeria un eta (animal típico del país) para hacer un asado: la carne congelada, fruto de la caza, consigue pasar, milagrosamente, todos los controles aduaneros. O la entrada a Lagos ?ex capital de Nigeria y todavía su centro comercial? en 1993, durante una brutal rebelión popular tras un fraude electoral, con el tráfico aéreo interrumpido, toque de queda y todas las actividades paralizadas, Soyinka entró en taxi, solo con un chofer medio loco, atravesando cada barricada gracias a su poder de persuasión y su fama (en su país es, sencillamente, el Profe): ?Paramos a uno para preguntarle cómo se llegaba a Agege. Señaló hacia una dirección y nos previno: ?Pero no hay que ir allí?. ?¿Soldados??, pregunté yo. No. Aquellos eran de la Policía Móvil, los ?mato y me voy?, también conocidos como POMOs. Sólo en aquella zona habían matado a seis. Si doblábamos por la primera calle, veríamos los cadáveres; habían aparecido disparando como locos?. De Kingston a Estocolmo, de Roma a Londres, de Atlanta a Benin, de Nadine Gordimer y Chinua Achebe a Stephen Spender y W. H. Auden, Partirás al amanecer también cuenta con los roces sociales típicos de un Premio Nobel, pero son los momentos menos atractivos del volumen. Lo más notables son todos esos nudos en los que se juega la vida y el destino, que definen qué es ser un intelectual comprometido y cuentan éxitos y fracasos que son los de Nigeria pero también los del continente africano y, en un sentido amplio, los de esa región que para bien y para mal llamamos Tercer Mundo.

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27 de diciembre de 2010
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Los mejores extranjeros del 2010 de Revista Ñ

libros Una lista de nueve títulos es la que presenta Revista Ñ con lo mejor de la literatura extranjera. Hay traducciones y autores latinoamericanos, cada uno con una breve reseña. No parece haber un orden especial en la lista. La lista incluye: La última noche en Twisted RiverJohn IrvingTusquets Novela 658 págs.   Cuentos reunidosKjell Askildsen RelatosLengua de trapo298 págs. Verano J.M. CoetzeeNovela Mondadori255 págs. GalileaRonaldo Correia Do Brito Adriana HidalgoNovela 306 págs. NocturnosKazuo IshiguroRelatos Anagrama 294 págs. Mi perra TulipJ.R. AkerleyNovela191 págs. Tres ataúdes blancosAntonio UngarNovela 288 págs. El tutú. Costumbres de fin de sigloPrincesa SafoClub Burton 224 págs.  Grieta de fatigaFabio Morábito Relatos Eterna Cadencia 192 págs. 

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26 de diciembre de 2010
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Escritos que se lleva el aire

 

 

Las notas de sexto y reválida, la primera nómina envuelta en un  recorte de periódico que habla de la olimpiada de Munich, la cartilla militar que me define como reservista artillero que ha de presentarse en un cuartel de Logroño, el libro de familia, hay que ver cuántos textos abolidos y fuera de ordenación, textos periclitados que fueron importantes y codiciados hasta lo increíble, textos de lectura difunta y, con ellos, nosotros, que nos vamos pareciendo a papeles que se lleva el aire.

Los antiguos desconfiaban de la palabra para la transmisión de sus arcanos. Había cosas y seres cuyo nombre no debía ser pronunciado. Después, se pasó a desconfiar de la escritura: era algo demasiado claro y de inquietante permanencia. Platón escuchó en Egipto una leyenda que pronosticaba una época —la nuestra— en que los textos harían esclavos a los hombres. Yo escribo y tengo la impresión de que un escrito es una cosa secreta y efímera. Me parece grotesco Epicuro cuando se consuela con la eterna gloria que pronostica a sus textos, y entiendo a Sthendal cuando dice que le es muy penoso hablar de los suyos.

Pero es verdad que los escritos nos tienen encarcelados en una  interminable peninteciaría mucho más implacable que aquella amable cárcel de papel de La codorniz. Así manifiesta su omnipotencia esa fatalidad de la que oí hablar a Joaquín Sanmartín en su intervención sobre los sumerios para una exposición que Enki mediante se podrá ver de aquí a un par de años en Caixaforum. Observa Sanmartín que la existencia de todas esas lenguas incomprensibles que nos abordan —no sabemos leer el recibo de internet, ni el del seguro, ni la ley de fincas— es una fatalidad coetánea de la civilización, que es el lugar donde nos atropellan escritos que no sabemos leer.

 

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26 de diciembre de 2010
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Ignacio Echevarría sobre la Navidad

navidad En el suplemento El Cultural, Ignacio Echevarría escribe una columna de opinión sobre los libros que tratan el tema de la Navidad. Una noticia interesante: según Chesterton, el actual espíritu navideño, ese dar para recibir, aquello de la época de bondad y generosidad, no nació en un sermón de la iglesia sino con el cuento de Charles Dickens. Es una hipótesis muy verosímil. Dice Echevarría sobre los autores que han escrito sobre la Navidad:

La literatura contemporánea ofrece abundantes muestras de que el ?espíritu de la Navidad? inspira, inesperadamente, talentos que se diría poco receptivos a él. Ahí está Joseph Brodsky, quien solía escribir, llegada la fecha, un poema que hacía servir como felicitación (véase, en Visor, Poemas de Navidad, traducidos por S. Maliavina y J.J. Herrera). Son poemas conmovedores, delicados y a su manera edificantes, en los que la Navidad y el Año Nuevo dan ocasión a Brodsky para meditar sobre la marcha del tiempo. Brodsky sugiere que la fuerza de la Navidad reside en el destello de la pura alegría percibida a través del rutinario sufrimiento. Y en uno de esos poemas, de 1965, escribe: ?¿Qué es esto? ¿Tristeza? Tal vez sea tristeza. / Una canción que te sabes de memoria. / Que se repite. Pues que se repita. / Que se repita desde ahora. / Que suene también a la hora de la muerte, / como gratitud de labios y ojos, / hacia lo que, a veces, nos obliga / a perder la mirada en la lejanía?. Pero Brodsky, como antes Pasternak y tantos otros, trabaja sobre una experiencia de origen religioso. Mientras que, para narradores como Capote o Cheever, la Navidad es un rito fosilizado, en el que tienden a reconocer el sufrimiento que enmascara la alegría impuesta. Cheever lo hace no sólo en sus cuentos, sino en numerosos pasajes de sus diarios, muy especialmente en éste de mediados de los años cincuenta, que hace unos años empleé para felicitar la Navidad a los amigos, y que hoy copio de nuevo para todos ustedes: ?Abrumado por la soledad, decidió sorprender a la familia volviendo antes de Navidad. Su esposa lo recibió en el aeropuerto con la noticia de que se había enamorado de otro y vivía con él desde hacía tres meses. Habló sin parar hasta que él le dijo que estaba bien, que lo comprendía, y sólo le pedía que lo llevara al hotel. Entonces ella dice: ?¿Cómo puedes ser tan desconsiderado? Las luces del árbol están encendidas y hemos comprado regalos para ti; además, mamá, papá y los chicos te esperan?. Y él dice: ‘Acabas de decirme que mi vida contigo y los niños se ha terminado. Acabas de decirme que ya no puedo vivir contigo. Ahora quieres que vuelva disfrazado de Papá Noel. Y nunca me han gustado tus padres?. Entonces ella responde: ‘No sabía que fueras tan cruel. No ha sido culpa mía que me haya enamorado de Henry. Fue más fuerte que yo. Actúas como si lo hubiera hecho a propósito. ¿Qué quieres que les diga a papá y mamá? No saben nada. Nos hemos pasado toda la tarde decorando el árbol sólo por ti. Te esperan, se han puesto su mejor ropa?. Y él, que desea ver a sus hijos y las cuatro paredes de su casa, vuelve?.

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26 de diciembre de 2010
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