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Salinger versus Kapuscinski

 En un rincón J.D.Salinger y en el otro R. Kapuscinski. Frente a frente.

El mismo día a la misma hora y en la misma librería, me compré dos libros de la misma editorial: Galaxia Gutemberg. Uno de ellos "Una vida oculta" de Kenneth Slawenski (sobre la vida de J.D.S.), el otro "Non fiction" de Artur Domoslawski (sobre la vida de R.K.). Ambos del mismo precio y el mismo género: biografías. Dos autores/fans, entregados por varios años a escribir la vida de personajes que los desvelaron. Uno, enfocado en un  clásico de la ficción, otro en un clásico de la no ficción .

Decidí leer ambos tomos en paralelo. Me gustó el ejercicio fortuito (tomé equivocadamente uno, pensando que seguiría leyendo el otro) de sumergirme en la vida de Salinger y Kapuscinski en simultaneo, online, como si se tratara de la construcción móvil y en tiempo real de un  mini canon portátil.  

Al contrastarlas en simultáneo, las biografías van soltando constantemente similitudes y diferencias, lanzando réplicas infinitas como la de dos espejos contrapuestos. Dos autores muy distintos y muy distantes (seguramente, la primera vez que estuvieron más cerca fue en 1936 cuando Salinger, de 17 años, estuvo en Polonia matando chanchos mientras Kapusinski era un niño de 3 años que aprendía a hablar), que asoman con una rara similitud: dos detectives privados que avanzan incansable sobre sus huellas.

Convengamos que un biógrafo siempre es un tipo algo miserable. No necesariamente porque, como pensaba Walter Benjamin, se trate de un género menor. Más bien porque los biógrafos, rara especie en esta historia, intentan amoldar a un personaje a una tesis (¿prejuicio?). En el caso de los libros sobre Salinger y Kapusinscki, tanto Slawenski como Domoslawski  despliegan de entrada  toda  una artillería de reporteo y archivos y entrevistas, con una finalidad que se desprende única de ambos libros: demostrar que el autor de las mentiras decía la verdad, y que el autor de las verdades nos estaba mintiendo.

Como dos profanadores de tumbas que entran a desvestir a los esqueletos para cubrirse con sus ropas, esta pareja de biógrafos se empeña (siempre dejando por entendido que, en realidad, sus libros son homenajes) en reducir a sus estudiados a chismes de peluquería. En un festival del chimento, donde constantemente se cruza la verdad y la mentira, la mentira y la verdad, en una persecución frenética que da la lectura de ambas vidas en paralelo.

Cualquier biografía termina teniendo un tono policial. O, mejor dicho (porque no es oficial), un tono de soplón.  Desde las primeras páginas, los dos libros comprados el mismo día y a la misma hora y en la misma editorial, dejan claro que usarán el soplonaje para demostrar lo mismo: que el autor en cuestión, no era tanto como decía. Que Salinger era, mucho más de lo que creemos y admiramos, un autor de no ficción. Y que Kapuscinski, mucho más de lo que se esperaría y disfrutamos, era un autor de ficción.

Nunca me ha gustado leer dos libros en simultáneo. Me suena a práctica de lector a sueldo, de burócrata de la opinión literaria. En este caso, sin embargo, el experimento termina provocando una fusión casi perfecta en su engranaje. El autor de ficción apoyándose en la realidad, y el autor de la realidad afirmándose en la ficción. Cada vez que uno de los biógrafos descubre a su respectivo autor  sujetándose en alguna muleta, lo repite, lo reitera, como si acabara de desbaratar una gran operación de tráfico de esclavos. Nadie se los dijo, nadie se los pidió, pero en ambos libros los soplones están dispuestos a poner las cosas en orden. Como si el talento de ambos fuera revelarnos una maravillosa causa oculta que nadie esperaba. Y que, claro, piensan ellos se trata de un deber moral.

Es extraño lo que pasa con la verdad y la mentira en relación a un autor. Salinger y Kapuscinski son modelos perfectos para comprobar cómo nos incomoda un buen texto. Si un novelista cuenta algo que nos gusta mucho, bah, entonces seguro le pasó a él. Si un cronista cuenta algo que nos gusta mucho, bah, entonces seguro lo inventó todo. Mientras Salinger se encerraba a escribir para alejarse del mundo, Kapuscinski se hacía invisible reporteando guerras en países perdidos donde nadie lo podía encontrar.

Ahí están, sobre el ring, los dos boxeadores abrazados. Sin tirarse golpes entre ellos. Parecidos. Aunque de manera distinta, los dos vivieron con la ficción de esconderse. Más allá de lo que digan ambos libros, ninguno lo consiguió. La ecuación es simple, y la dijo el poeta Jorge Teillier al hablar de escritores: "Son solitarios y saben que aunque ganen, igual al final, van a perder". Lo bueno es que esa derrota no significa, ni de cerca, el triunfo de los biógrafos.   

 

twitter: @menesesportatil 

 

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14 de noviembre de 2011
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Adam Haslett reseñado

Adam Haslett Se dice que se necesita 4 años, como mínimo, para que un fenómeno social pueda originar una literatura realmente interesante. No se trata de quién es ?el primero? en escribir sobre el 11S, por ejemplo, sino quién consiguió retratar el temor posterior al hecho. Con la crisis económica de EEUU puede decirse lo mismo. Pero como es un fenómeno que aun perdura, extendiéndose a países europeos, quizá es demasiado pronto para que aparezca una gran novela sobre la crisis (aunque algunas la tienen como telón de fondo, como Sunset Park de Paul Auster). Nada de eso ha detenido a Adam Haslett quien en Union Atlantic (traducida por Salamandra) retrata la recesión y las pesadillas que engendra la realidad. Una reseña en Radar Libros de Claudio Zeiger nos acerca a la novela de Haslett. Dice la reseña:

Se podría empezar diciendo que este libro de Adam Haslett aparece en el momento en que se produce la caída portentosa de Lehman Brothers, el gran alerta roja de la crisis financiera global. Y no sólo el dato sería cierto, sino también pertinente y relevante: Union Atlantic trata, en definitiva, de la crisis financiera, de la caída de un banco enredado en los turbios negocios de los derivados y la especulación inmobiliaria sin freno. En ese sentido, es una novela realista y anticipatoria (su autor trabajó varios años en ella) que desemboca en la crisis prefigurada políticamente por la guerra del Golfo, el 11-S y la invasión a Irak. Y, en rigor de todo eso trata la novela pero, es tiempo de decirlo, encastrarla de tal manera en la estricta realidad de los Estados Unidos no da cuenta de lo que puede significar más hondamente en términos literarios, del logro enorme de este libro ambicioso y complejo pero jamás pomposo. Con el antecedente de un libro de cuentos (Aquí no eres un extraño), Haslett construye arquitectónicamente una novela que aproxima dos mundos, dos idiosincrasias, dos neurosis letales: el de Doug Fanning, ex marine hijo de una sirvienta reclutado por el ejército y que se termina convirtiendo en un avezado tiburón de la City; y el de Charlotte Graves, una profesora de historia radicalmente antisistema y muy moralista, una ultracívica que parece progresista aunque, como bien intuye Doug, es parte de la Tradición, es una emanación pura de los Padres Fundadores, de los dueños de la tierra. Doug le construye una mansión inmensa y gélida en sus narices aunque ni la conoce. Lo que él quiere es volver al territorio donde su madre limpiaba la casa de los ricos y ahí clava la pica de su dinero mal habido. Ella lo demanda alegando que la tierra está construida en terrenos donados al Estado municipal por su abuelo venerable. Este es el nudo emocional de Union Atlantic, porque es el que anuda las vidas de los personajes. El contexto ya fue descripto antes. Todo marcha por esos carriles cuando aparece el tercero de este triángulo: Nate, joven desorientado, implosivo gay aun sin práctica sexual. Y Nate se sitúa en medio de Doug y Charlotte y trata de satisfacer ambas demandas y, sobre todo, a su propio e inexplorado deseo. En una superficie nada desdeñable, o, mejor dicho en su piso, Union Atlantic trata acerca del rol del dinero en una sociedad sometida a un valor tan relativo como la confianza. Sobre ese tema, es una novela de bancos y fusiones y Bolsas que se caen con todos los encantos (y varias de las dificultades de comprensión inmediata) de los thrillers financieros. Pero tiene uno o más subsuelos que son los que finalmente atrapan al lector en una red sensible que amenaza con perdurar mucho tiempo. Haslett construye pieza por pieza su edificio hecho con la densidad y la prestancia de los materiales duros y fríos, transparentes y nítidos. Jamás apura una escena, jamás se regodea con su prosa ni con la íntima conciencia de sus personajes a los que sabe riquísimos y potencialmente inagotables. Charlotte bebe de las fuentes de Virginia Woolf, y quizá de la Virginia de Las horas, de Cunningham. Doug parece salido de alguna página de Easton Ellis, de American Psycho o Suites imperiales. Nate, según declaraciones del propio autor, parece una artesanal cirugía reconstructiva sobre los restos de su propia biografía y, sobre todo, es el chico antiheroico que traiciona para consumar su liberación existencial. Es notable cómo cada uno de los personajes del drama viaja al origen de su problema identitario primordial, el que cada uno entabla con un tótem y un tabú imaginarios o no: el padre, la madre, el hermano. Es notable cómo cada uno de estos personajes tan antagónicos se parecen y están irreductiblemente solos. Y es notable cómo esta dimensión profundamente psicológica del libro puede desarrollarse en una novela plagada de números y data financiera. Arrollando así más de un prejuicio contra el realismo, negando quizás el agotamiento de la novela y señalando que tampoco hay que dar por muerto el ciclo del capitalismo, Union Atlantic toca el corazón actual del drama global, que, en definitiva, es una falta de confianza en los otros y un impulso autodestructivo sin precedentes. Quizá sea demasiado pedirle todo esto a una novela, pero lo cierto es que Union Atlantic abrió una puerta que empezaba a cerrarse en la literatura norteamericana, desplazando el viejo tema del sueño americano para empezar a entender que el paraíso del propio bienestar también es parte de la pesadilla del resto del mundo.

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14 de noviembre de 2011
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La novela de Navarre Scott Momaday

N. Scott Momaday Gracias a los amigos de Appaloosa Editorial he conseguido un ejemplar de un libro bastante sorprendente: La casa hecha de alba, de Navarre Scott Momaday. El autor es un indio americano (mestizo de kiowa y cherokee) quien con esta novela se hizo del Pullitzer en 1969. No se trata de una novela sobre inmigrantes que llegan a EEUU sino sobre nativos nacidos ahí mismo, pero igualmente marginados. La contra-tapa comenta el tema:

La casa hecha de alba (título original House Made of Dawn) retrata la intricada vida de Abel, indio veterano de la segunda guerra mundial y expresidiario, que zozobra entre dos culturas. A lo largo de la novela y a través de los diversos personajes se exponen las actitudes de la sociedad norteamericana de la época frente a los nativos americanos: Francisco, el abuelo de Abel; la esposa blanca de un médico urbano, un predicador cristiano, el Sacerdote del Sol, un indio navajo y la hija de un granjero blanco. Momaday combina magníficamente la ficción con la poesía para transmitir el respeto por la tierra de los nativos americanos y reflejar la sociedad multicultural de la época. Una novela que no dejará indiferente a nadie.

La novela fue llevada al cine (aquí el autor comenta el hecho) donde dice respecto al protagnista de la novela, y la película, Abel: Yo estaba en el pueblo Jemez y veía a hombres que habían peleado la Segunda Guerra Mundial. Venían heridos de diferentes maneras, quizás más severamente en su inteligencia y cultura que físicamente heridos. Ví ejemplos y desde ahí fui capaz de construir a Abel. Él es un conjunto de personas. Yo realmente sabía que habían tenido experiencias muy duras, pero las cosas cambiaron después de esa generación. Fue una generación particularmente interesante para escribir o hacer películas sobre ellos. Las cosas cambiaron después de eso, la dislocación psíquica ya no era tan fuerte como lo fue para aquella generación. (?) De alguna manera él esta desarticulado, y lo mas triste es estar sin voz cuando hay una desesperación que comunicar, como en el juicio en la novela. Tu sabes, toda esa gente está hablando alrededor de él, inundándolo con discursos y él no puede hablar. Hay urgencia de expresar su espíritu y él no puede, no tiene voz. En la película esto está hecho muy bien y se logra especialmente en la escena del Peyote. Es muy importante, tu sabes. Creo que una de las líneas mas importantes en ?House Made of Dawn? es en la escena Navajo Night Chant cuando dice, ?Restaura mi voz por mí.?

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14 de noviembre de 2011
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Ciao, bunga-bunga

Este verano, en una villa situada en un peñasco capriense donde se avista la bruma empastándose en las rocas, por fin me enteré de lo que era el bunga-bunga. Lo explicó graciosamente uno de esos pícaros que, vestidos como los ricos en vacaciones, cuentan con pocos ingresos pero tienen amigos millonarios que los reclaman para amenizar el yate y las serenatas. Y dijo así: «En las disipadas noches de su casa de Arcore, Berlusconi recibe a sus amigotes y a sus velinas contando un chiste sobre dos ministros de Romano Prodi que caen en manos de una tribu africana y el jefe les ofrece dos opciones: morir o bunga-bunga. El primero responde bunga-bunga y es sodomizado. El segundo prefiere morir, pero le dicen: bien, primero bunga-bunga y después morir». Este era el tipo de humor descerebrado del que hacía gala un personaje que llevó la indignidad a la política haciendo añicos no sólo la imagen de la gran cuna de la civilización, sino el Estado de derecho, la independencia judicial y el respeto a las mujeres. También barrió la ejemplaridad pública con una televisión viciada que sustituía los sentimientos por los intereses mercantiles, para acabar abriendo en carnes la hasta hace poco séptima potencia mundial, hoy a las puertas del rescate. El nombre del bunga-bunga se extendió por doquier, de norte a sur, pero también apareció en las noticias de tribunales como el nombre que recibían las fiestas nocturnas denunciadas por la menor Ruby Corazones, quien declaró que Don Silvio invitaba a algunas chicas seleccionadas a hacer bunga-bunga y les aseguraba, como si fuera un consuelo, que era un juego que practicaba Muamar el Gadafi con su harén africano. El año 2011 ha dejado atrás una buena estela de sátrapas, farsantes, dictadores, mafiosos y corruptos. La crisis financiera y el desmantelamiento de una economía-ficción sobre la que se había erigido un modelo de vida tan falso como un bolso de Chinatown ha tenido una parte positiva: la purificadora. Porque la gran crisis ha derrumbado esperanzas, pero también ha evidenciado la necesidad de rellenar grandes vacíos. Como escribe Vicente Verdú en La ausencia (La Esfera), de lectura obligada, «desde un mundo que acaba a otro que apenas se atisba cunde una atmósfera vacía, o vaciándose de proyecto y valor». El mito del ave fénix revolotea sin cesar, pero un hálito de regeneración alienta el futuro. Un ente abstracto llamado mercado se ha adscrito al orden de lo inefable. La buena noticia es que su furia ha logrado expurgar a un personaje como Silvio Berlusconi, que ha vulnerado las leyes y ha ofendido a una gran parte de su ciudadanía, siempre con la hábil coartada de su popularidad y la milonga de que gran parte de la población quería parecerse a él y entregarle a sus hijas. Y esto se acabó. (La Vanguardia)

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14 de noviembre de 2011
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La zorra se larga del gallinero

El gallinero ha tenido como guardián, durante casi dos décadas, a la señora zorra, astuta y golosa bestezuela irreprimiblemente atraída por gallinas, polluelos y huevos frescos. Es cierto que ha sido elegida para su honorable cargo por la entera granja, en democrática votación en la que han participado, encantados de su destino, todos los animales, incluidas las aves de corral. Es inacabable la cuenta de sus destrozos en su largo paso por uno de los más esplendorosos corrales de la comarca. Ahora que la hemos echado y se larga con el rabo entre las piernas, para encontrarse quizás con el castigo que merecen su glotonería, sus engaños y su mendacidad, habrá que repararlos y recuperar la vida próspera y ordenada que tuvo un día este gallinero maravilloso.

No hay que olvidar como empieza la historia. La zorra, más que probable agente mafioso o al menos banquero oficioso de la famiglia, decide convertirse en la jefa del gallinero ante el acoso de los jueces. Con su fortuna inmensa, la primera del país, crea de la nada un partido político, Forza Italia, cuyos cuadros y dirigentes son sus fieles empleados y cuya ideología es lo más parecido al mundo festivo y en blanco y negro de los tifossi del fútbol. Dos son los objetivos, una vez alcanzado el gobierno: reforzar sus negocios, sobre todo mediáticos, y seguir eludiendo la acción de la justicia por las fechorías pasadas y las que piensa perpetrar en el futuro desde el poder. La corrupción, la evasión fiscal, la fuga de capitales, el fraude societario, el soborno, y muchas más figuras del delito forman el repertorio de los obstáculos que va eludiendo mediante la acción de ejércitos de abogados, auxiliados por los parlamentarios y el propio Gobierno, para conseguir prescripciones, anular procedimientos, enmudecer testigos, comprar jueces o aprobar legislaciones ad hoc que actúen como un escudo de impunidad. Lo único que termina dando sentido a su acción de gobierno es el mantenimiento de la mayoría que le garantiza aprobar la legislación salvadora, en detrimento de la división de poderes, el Estado de derecho y la honorabilidad de la propia República. Un país que permite a su primera fortuna hacerse con todo el poder mediático y político acepta el riesgo de precipitarse hacia la dictadura, y solo supera los desperfectos que provoca tal conflicto de intereses si tiene, como es el caso, una sociedad civil fuerte y unas instituciones sólidas. Así ha sido. Al final ha recibido el castigo que merece quien se confía demasiado. Esa zorra vieja y decrépita estaba tan feliz y contenta de su poder imperial que necesitaba exhibir la fuerza erótica que sin duda alguna empezaba a faltarle, de ahí que sus últimos delitos fueran la corrupción de menores y el proxenetismo. Los suyos empezaron a abandonarle. Las instituciones europeas e italianas han ido a por ella. Los mercaderes de la comarca han hecho el resto.

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14 de noviembre de 2011
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La “tragedia monstruo” de Lou Reed y Bob Wilson

  Producida por el legendario Berliner Ensemble, el teatro creado por Bertolt Brecht, la "Lulu" de Robert Wilson y Lou Reed estrenada en Paris es un fascinante espectáculo distinto en cuanto a la parte musical del doble disco recién publicado con el mismo titulo, compuesto y grabado por Reed en extraño pero feliz maridaje con el grupo heavy Metallica. La función teatral tiene menos de opera rock que el disco, seguramente porque la personalidad plástica y dramática de Wilson es dominante. La nueva colaboración entre los dos artistas (tras "Rocker Time" en 1996 y "POEtry" en el 2000) resulta, sin embargo, armónica y casi siempre brillante, contando además con nuevas canciones escritas ex profeso por Reed y no incluidas en el vinilo. De hecho dos de las mejores piezas musicales interpretadas en el escenario son nuevas: "A Gift" (con deliciosa letra de Reed que empieza con el verso "Solo soy un regalo para las mujeres de este mundo") y la extraordinaria "Vicious Circle", encomendada al personaje clave de la Condesa y maravillosamente cantada por la actriz Anke Engelsmann. Al mismo tiempo, Wilson encuentra soluciones de poderosa fuerza visual para las composiciones del cantante, destacando en particular la escena sobre la pieza en mi opinión central del disco, "Brandenburg Gate", convertida en un "burlesque" cantando coralmente por los seis protagonistas masculinos.

   Como es sabido, la obra original de Franz Wedekind sobre el personaje inocente y maligno de la joven Lulu que provoca la desesperación y la muerte de sus amantes antes de caer ella asesinada por el mismísimo Jack el Destripador, tiene una complejidad y una extensión que dificulta su plasmación escénica. Aun en su versión inacabada, la opera de Alban Berg captura de modo elocuente el espíritu de Wedekind, si bien el compositor hizo su libreto mucho antes de que, en 1988, se publicase el texto hoy considerado definitivo de la trilogía de "Lulu", más de cuatrocientas paginas en formato libro. El espectáculo de Wilson parte de una dramaturgia muy sucinta (de Jutta Ferbers), primando en él los elementos grotescos de esta "tragedia monstruo", tal y como la llamó el propio Wedekind. Los actores-cantantes son en su mayoría excelentes, aunque la protagonista, la gran Angela Winkler, mas conocida en nuestro país por sus películas con los mejores directores del nuevo cine alemán, no acaba de acoplarse al peculiar lenguaje gestual de Wilson. Este, en una de sus geniales ocurrencias, le ha dado gran relieve, sin un rol específico, a una anciana y magnifica actriz del Berliner Ensemble, Ruth Gloss, que cierra de modo inolvidable el primer acto interpretando uno de los clásicos de Lou Reed, "Sunday Morning".  El montaje, con el acompañamiento de seis músicos nada "heavy" de atuendo ni de carácter, abunda en momentos de irresistible comicidad, en un espíritu que mezcla el "slapstick" del cine mudo con la caricatura de las ilustraciones infantiles del último periodo victoriano. Una lectura intuitiva, sorprendente e iluminadora, muy característica del "sello Bob Wilson", un creador anti-intelectual que solamente en España tiene cierta fama de abstracto y arduo.

   En Francia, por el contrario, es una figura de referencia, me atrevo a decir que un ídolo desde los lejanos días de los primeros 1970 en que fue apadrinado, con un famoso articulo extasiado, por el poeta Louis Aragon. Las entradas para las diez funciones de "Lulu" en el inmenso Théatre de la Ville se agotaron en pocos días, y tiene por ello su lógica que haya sido la capital francesa donde se cerrara el mes de celebraciones "wilsonianas" con motivo de su setenta aniversario. Cinco grandes ciudades del mundo, Berlin, Nueva York, Sao Paulo, Milán y ahora París, han organizado, siguiendo un modelo muy norteamericano, cenas para invitados de pago en beneficio de Watermill, la fundación de investigaciones teatrales y plásticas creada y sostenida por el en Long Island, precedidas cada una por el estreno de uno de sus espectáculos. La de París iba a haberse celebrado en la casa de Pierre Bergé, el viudo de Yves Saint Laurent, del mismo modo que la de Milán tuvo lugar en la de Giorgio Armani. Pero el gran numero de los "paying guests" en París, que incluía, entre amigos y mecenas de diversos países, a Isabelle Huppert, una rejuvenecida Anouk Aimée y el ministro de Cultura Fredéric Mitterrand, obligo a desplazarla al (muy) tradicional restaurante de la Rive Droite "Chez Laurent", donde no faltó el pastel ni las canciones de cumpleaños.     

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14 de noviembre de 2011
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El bicho insidioso

Sigo con atención la enfermedad de Christopher Hitchens, uno de mis escritores favoritos. Este hombre (que ahora tiene sesenta y pico de años) se jugó la vida en todos los campos de batalla del último cuarto de siglo. Sus reportajes son un modelo del género, pero Hitchens es, además, un lector impenitente y excelente comentarista de sus lecturas. Amigo de Martin Amis desde la infancia, ambos han vivido con pasión la literatura, sea guarecido en una trinchera de Bosnia el uno, sea bebiendo daiquiris en unos estudios de cine porno californianos el otro.

    El pasado mes de septiembre publicó en Vanity Fair un artículo dando cuenta de cómo se percató de que algo andaba mal en su cuerpo cuando estaba en plena vorágine de lanzamiento de su último libro, editado en España por Debate. No quiso dejar tirado a Salman Rushdie y asistió disciplinadamente a uno de los actos centrales, aunque había estado vomitando durante las horas previas. Muy caballerosamente, se obligó a no cancelar ninguna de las presentaciones que ya habían sido hechas públicas. Esta entereza tiene, naturalmente, mucha relación con su legendaria capacidad para resistir en los frentes de guerra y escribir con elegancia acerca de las más atroces matanzas.

    Una frase del artículo, sin embargo, me llamó la atención:

    "I have been taunting the Reaper into taking a free scythe in my direction and have now succumbed to something so predictable and banal that it bores even me".

    La glosa podría ser: "Tantas veces como he estado toreando a la Muerte y ahora sucumbo a algo tan predecible y trivial que hasta me aburre a mi mismo".

    Es una frase estupenda, la verdad. Es arrogante, es autoirónica, es una bella demostración de chulería frente al pelotón de fusilamiento. No puede ser más byroniana. Y lo peor es que tiene toda la razón: pudiendo haber muerto como un soldado mil veces en veinte guerras, va a morir como un afiliado a la seguridad social.

    Quienes pertenecemos al Club del Cangrejo tenemos una gran simpatía por los restantes socios. En cuanto se apunta uno nuevo, solemos seguirle los pasos con fraterna curiosidad. Hace pocos días vi publicada una fotografía de Hitchens en la que, apenas dos meses más tarde, se le ve ya arrasado por la quimioterapia, aunque evidentemente fue él mismo quien había convocado al fotógrafo. Los rituales de muerte son muy distintos entre británicos y mediterráneos. Hitchens, si se me permite la broma macabra, se ha tomado muy en serio el asunto de su muerte. En el contexto fúnebre no se pone a sí mismo como enfermo pasivo sino como guerrero desafiante. ¿No se publican miles de fotos de cadáveres bélicos todos los días? Pues ahí tenéis una de nuestros más interesantes cadáveres.

    Interesantes en un sentido rotundo: desde la primera guerra mundial las muertes por cáncer se han triplicado. Es en verdad una guerra. Sabemos con toda precisión por qué se han multiplicado las cifras de ese modo: respiramos cáncer por las calles de la ciudad, comemos cáncer con los pesticidas y hormonas de los alimentos, nos entra por los oídos gracias a los móviles, nos rodea desde una multitud de aparatos todos ellos emisores de radiación y no hay apenas un momento de nuestra vida en que no estemos sometidos al bicho insidioso. En fin, como sucede con las innumerables muertes de tráfico, sabemos cuál es la causa de la mortandad, pero nada podemos hacer para vencerla. Deberíamos paralizar la agitación urbana o regresar a la vida agraria del siglo XVIII, y eso es demasiado progresista para nuestros muy conservadores hábitos. Los ciudadanos actuales preferimos morir de cáncer antes que prescindir del automóvil o del filete engordado con esteroides.

Ferlosio lo escribió con monumental exactitud -una exactitud, por cierto, incrustada de nácares, madreperlas y aljófares lingüísticos- en "Si los dioses no cambian". Los habitantes de las sociedades industriales, como los del imperio azteca, también tenemos nuestra cuota de sacrificios humanos, aunque las víctimas no perecen en lo alto de una pirámide para que su sangre brille al sol de un dios cruel y paranoico que quizás se llama Mictlantecuhtli, a quien se regala la piel de los sacrificados. Las nuestras mueren sobre el asfalto o en gélidos quirófanos. Lo curioso es que nadie sabe el nombre de nuestro dios cruel y paranoico, a menos de que se llame Estado del Bienestar.

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14 de noviembre de 2011
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Teoría y práctica del debate

Al encender el televisor, uno podría imaginar que los dos hombres que discuten frente a nosotros participan en uno de los programas del corazón que infestan las pantallas españolas. Basta un poco de paciencia para constatar que algo no encaja: no aparecen los gritos e insultos que predominan en estos talk shows, donde la acumulación de groserías -aquí les llaman tacos, y nadie se priva de ellos- impide cualquier argumento inteligible. Quizás se trate, más bien, de otro género favorito de las audiencias: un concurso.

            Miremos a los contrincantes, fingiendo que el animador, con su pelo y su bigote oxigenados, no distrae nuestra atención. La verdad, se parecen bastante. Los dos pertenecen a la misma generación (la diferencia de edad es de cuatro años, aunque la calvicie del primero lo traicione). Los dos llevan barba -algo inédito desde el siglo xviii-, eso sí muy cortadita, como para ofrecer cierta impresión de modernidad. Y ambos, en fin, pretenden hacernos creer que, en el "diálogo" que mantienen frente a millones de espectadores, se juega algo importante. Al final de la competencia -de este Juego de la Oca democrático-, sólo uno se llevará el premio mayor: el futuro de la nación.

Más rasgos comunes: ninguno es joven, ambos visten trajes oscuros y llevan corbatas del mismo tono: un azul pálido, idéntico al del cartel que anuncia la naturaleza del encuentro: Debate, 2011. ¿Por qué esta preeminencia de un color asociado con sólo uno de los partidos en liza -y el manto de la Virgen-, justo aquel que, según las encuestas, parece destinado a aplastar a su contrincante? ¿Es que en el PSOE no hay un asesor de imagen capaz de reparar en este mínimo -pero significativo- detalle?

Los debates políticos pertenecen a un subgénero híbrido en el mundo del espectáculo: parte teatro, parte programa de concursos, parte certamen de belleza. Si en sus orígenes eran capaces de afectar el resultado de una elección -el Nixon vs. Kennedy de 1960-, desde que una pléyade de asesores modela a los candidatos, su importancia ha menguado: si acaso, logran decantar a un pequeño porcentaje de indecisos.

El objetivo de los participantes no es, pues, demostrar la superioridad de una propuesta, ni exhibir su habilidad retórica, sino evitar los errores de bulto, resistir los embates con serenidad y con cordura, superar esta prueba sin heridas. Ésta es la razón de que los debates se hayan vuelto tan aburridos. De pronto, nada resulta espontáneo ni atrevido: una mera sucesión de monólogos -en este caso, el favorito ni siquiera evitó leer sus respuestas-, acompañados por unos cuantos instantes de duda o de ingenio: el estrecho margen de libertad de los comediantes.

Acaso lo más notable del debate entre Alfredo Pérez Rubalcaba, el candidato del PSOE, y Mariano Rajoy, del PP, del pasado 7 de noviembre, fue lo que no se dijo. Uno y otro hicieron hasta lo imposible por no hablar de lo que les incomodaba, de bordear sigilosamente el abismo, de esquivar aquello que estaban decididos a no-decir. Todo el duelo consistió en esta danza ante el vacío. Tres horas de hablar con un único fin: guardar los propios secretos (que son, obviamente, secretos a voces).

Rubalcaba, viejo lobo socialista, ex ministro de Felipe González y, peor aún, de José Luis Rodríguez Zapatero -el doble lapsus de Rajoy al llamarlo así quizás fuese intencional-, tenía una sola misión: no hablar de su gestión en el gobierno, responsable del mayor recorte al estado de bienestar en la historia de la democracia española. Rajoy, ex ministro de José María Aznar, tenía una meta equivalente: no hablar de los recortes que seguramente implementará una vez en el poder.

Al llegar al debate, Rubalcaba sabía que le sería imposible remontar los 17 puntos de ventaja de su oponente. Su estrategia consistió, entonces, en querer demostrar que Rajoy realizará aún más recortes que los suyos. Para lograrlo, incluso reconoció la irremediable victoria de su rival con la idea de conseguir una derrota menos aplastante. Ver a Rubalcaba allí, más pequeño y delgado que Rajoy, esforzándose por acorralarlo, ofrecía una imagen casi enternecedora. Me hizo pensar en el chiste de la hormiga que trepa al cuello del elefante mientras sus amigas le gritan: "¡ahórcalo!"

Rajoy lo tenía, por supuesto, más fácil. 17 puntos de ventaja otorgan un aplomo difícil de perder. Y se ciñó a su táctica con disciplina militar: no dejó de repetir que Rubalcaba era culpable de los 5 millones de parados (destruyendo su silencio) y no contestó a una sola de las incómodas preguntas de su adversario.

Al apagar el televisor, la conclusión es simple: Rajoy ganó el debate. Fue más listo. O más terco. Pero el silencio, ese maldito silencio que tanto daño le hace a la democracia, se mantuvo allí, aún más imperturbable. Ese silencio -no asumir la propia responsabilidad, de un lado; no atreverse a decir cómo se va a gobernar, del otro- fue el verdadero triunfador de la noche. El único triunfador.

 

twitter: @jvolpi

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13 de noviembre de 2011
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Apología desesperanzada de Europa

Junto con la cortedad de miras de los dirigentes políticos, uno de los aspectos más deprimentes de los últimos desastres europeos es la indiferencia con que los ciudadanos contemplan los acontecimientos. Naturalmente, se muestran preocupados ante los reveses económicos y sociales que pueden afectarles, pero no hay indicios de que Europa sea, para los europeos, algo más que una moneda que ha entrado en zona de zozobra. De ahí que, cuando las alarmas se han disparado definitivamente, algunas gentes se hayan preguntado por lo que significaría la desaparición del euro y, sin embargo, nadie parezca preocupado por las consecuencias civilizatorias del fin del sueño europeo, la verdadera catástrofe a la que, de no remediarlo, nos vemos abocados.

El síndrome del barco inmediatamente antes del naufragio domina ya los gestos, de modo que, empujados por el miedo, retornan los nacionalismos más feroces, sea por parte de los países que se consideran engañados, sea por la de los que se sienten despreciados y ofendidos. Cuanto más amarilla es la prensa que se hace eco del descontento, mayores son las acusaciones, y lo peor es que los ciudadanos, contagiados o por propia iniciativa, ya empiezan a lanzarse los dardos unos contra otros. El buque roza el remolino con una tripulación inepta y un pasaje enrabietado y apático.

Posiblemente la causa última de la deriva actual es la propia pobreza de la perspectiva espiritual que ha rodeado la construcción europea en la segunda mitad del siglo XX. Es cierto que se produjeron buenos éxitos en el proceso, como la supresión de las fronteras o la aceptación de una moneda común, pasos capitales para avanzar en la promesa de la unión, pero en todo momento faltó la audacia y creatividad necesarias para dibujar un escenario verdaderamente ilusionante. Si desde una óptica económica Europa consiguió una nueva prosperidad tras la II Guerra Mundial, culturalmente continuó siendo una potencia derrotada que perdía, década tras década, su pasada hegemonía. Max Ernst pintó maravillosamente bien la derrota europea en Europa después de la lluvia. Con los años, Europa se recobró en lo material pero no en lo espiritual, de modo que el desolado paisaje pintado por Ernst adquirió un nuevo simbolismo en la media centuria de

guerra fría y dominio americano, durante la que los europeos se sumieron en una paulatina aculturalización que les ha hecho perder casi toda seña de identidad.

La construcción europea apeló más al estómago que a la conciencia. Es verdad que en los primeros lustros hubo todavía estadistas de primera categoría. No obstante, cuando estos empezaron a escasear, se hizo evidente la fragilidad civilizatoria del proyecto europeo. Los avances en la comunicación y en el intercambio mercantil no supusieron un reforzamiento decisivo de la idea futura de Europa: los europeos empezaron a viajar de una punta a otra del continente, a comprar productos de todas las regiones, e incluso a traspasar estudiantes entre las más alejadas universidades, pero, paradójicamente, este dinamismo no apuntaló una arquitectura sólida que alojara un sentimiento común. Los europeos éramos llamados europeos en América o en Asia, pero en Europa seguíamos sin sentirnos europeos pese al mastodóntico despliegue de las instituciones de Bruselas y Estrasburgo. Nuestro pasado era común y, sin embargo, nuestro presente era brumoso y nuestro futuro, incierto.

El desafío sobresaliente que reveló este fracaso fue la aprobación de la Constitución Europea, documento que, en principio, debía sancionar el tercer nacimiento de Europa -tras los imperios romano y carolingio- y que, en la práctica, se transformó en el enésimo testimonio de una rutina burocrática que no implicaba para nada el entusiasmo de los europeos. La Constitución Europea fue, finalmente, un texto aséptico que en modo alguno recogía la herencia espiritual y moral del continente, y que no tenía ninguna posibilidad de suscitar una adhesión activa de los ciudadanos que, en gran parte, ni siquiera saben que existe un documento de este tipo. Al contrario, la fantasmagoría de esa Constitución fue el recuerdo multiplicado del páramo civilizatorio en que se había sumido Europa y el anuncio de que la fragilidad del edificio soportaría mal una sacudida como lo que ahora denominamos crisis. En consecuencia, cuando la sacudida se ha producido, los europeos, despavoridos ante lo que sucedía en su bolsillo, no solo se han olvidado de esa europeidad que nunca llegaron a tener sinceramente, sino que acusan con amargura a la madre Europa de todos sus males.

Y no obstante, el hundimiento del proyecto europeo sería lo peor que le podría pasar al mundo, al menos desde el punto de vista de la libertad. Europa todavía está a tiempo de explicar el porqué, y sobre todo de explicárselo a sí misma. Como ciudadano europeo me hubiera gustado que, en un radical ejercicio de autocrítica, la Carta Magna europea hubiera recogido nuestro pasado colonialista y expoliador. Era un buen momento para aceptar ante el mundo que durante siglos Europa había saqueado a los otros continentes. Y asimismo era un buen momento para recordar al mundo la aportación humanista e ilustrada, genuinamente europeas, a la libertad individual y a la democracia colectiva.

Era un buen momento y lo sigue siendo. En medio del torbellino de la llamada "crisis universal", llena de opacidades y equívocos, el único camino posible por parte de Europa es desplazar la centralidad del omnipresente mercado -protagonista espectral, pero absoluto- para devolver el eje de gravedad a la democracia. En esta operación, fundamentalmente cultural, Europa todavía podría ser fuerte y recuperar parte del amor propio desvanecido. Por contra, la definitiva disolución del proyecto europeo dejaría vía libre a opciones totalitarias que gozan de un prestigio, históricamente inesperado, como eficaces antídotos frente a la crisis. Para Putin, para el Partido Comunista Chino o para los jeques árabes la libertad es un estorbo para la buena salud del mercado. No hay duda de que un presupuesto de este tipo conduce directamente a la barbarie.

Y esta precisamente no debe ser la apuesta de Europa, si quiere ser fiel a lo mejor de sí misma. Como patria histórica de la democracia, su vitalidad depende de su predisposición a proponer la libertad como la medida que siempre debe prevalecer sobre las demás reglas del juego, en especial las leyes que quiere imponer el gran Moloch de la especulación a todos los ciudadanos del mundo, incluidos, por supuesto, los adormilados, pusilánimes y egoístas europeos.

 

El País, 12/11/2011 

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12 de noviembre de 2011
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El póstumo de David Foster Wallace

David Foster Wallace. Foto: Marion Ettlinger El 17 de Noviembre aparecerá la novela inédita y póstuma de David Foster Wallace, El rey pálido, con la edición de Mondadori. Nadal Suau en ?El Cultural? habla sobre el personaje que fue en vida Foster Wallace, una vida intensa y un rápido suicidio. Y también comenta qué podemos esperar de esta nueva novela. Al final de la extensa reseña concluye: ?Su suicidio fue, simplemente y sin frivolidades interpretativas, un desastre?.  Dice la reseña:

Al principio, cuando publicó The broom of the system a finales de los 80, obtuvo una fama moderada entre los más listos de su generación; luego, con La broma infinita (1996), estallaron la moda y el prestigio: hubo portadas para David Foster Wallace, elogios desmesurados, chicas preguntando por él, listas que celebraban su obra maestra. Y está, en fin, todo ese entusiasmo de sus amigos, colegas y editores, explicándonos que Wallace era encantador, vivaz, inteligentísimo, luminoso? David Lipsky ha dicho de él que ejercía en los demás el mismo efecto que una taza de café. Los despertaba, los excitaba, hacía que sintieran gratitud. Y luego, claro, está su suicidio. Es muy tentador convertir el suicidio en un emisor de significado literario: ya sabemos que muchos escritores se suicidan, y que la lucidez (Wallace era lúcido en grado extremo) puede convertir la vida en algo de difícil digestión? Pero hay un problema: la literatura de David Foster Wallace no es la de un suicida. Trataré de demostrarlo más adelante. Ahora, recordemos sólo que Wallace padecía depresión. Quienes lo amaron insisten siempre en subrayar que Wallace no era su depresión, que cuando lograba alejar la enfermedad se revelaba como un hombre intenso, vivo. Y durante un tiempo lo logró, gracias a su propio tesón y a un fármaco llamado Nardil. Estaba casado con la artista Karen Green desde 2004. Vivían en California, él daba clases de escritura narrativa y tenían dos perros. Parece ser, en fin, que era razonablemente feliz. Y entonces abandonó el tratamiento de Nardil, en parte porque le ocasionaba malas reacciones con algunos alimentos, en parte por ese mismo tesón que hemos mencionado: ¿hay que ceder a una ?adicción??, debía pensar Wallace. Él, no. Sin embargo, solo ante ella, la enfermedad venció: tras doce sesiones de electroshock, numerosas consultas médicas y un primer intento fallido, el escritor logró suicidarse. Se ahorcó un día de 2008, aprovechando las pocas horas que su esposa lo dejó solo en casa. Tenía 46 años. Su hermana ha declarado algo terrible y en cierto modo hermoso: que se imagina a David besando a sus dos perros y pidiéndoles perdón antes de izar la soga. Después del suicidio, llegaron el llanto y también las interpretaciones y el mito y, por supuesto, las preguntas: ¿estaba por llegar su mejor libro? ¿Cómo habría analizado las mutaciones sociales que están teniendo lugar? ¿Qué habría opinado de Libertad, de su amigo Jonathan Franzen, ese intento (probablemente fallido) de volver a poner la literatura en el centro de la discusión pública y, ustedes perdonen, moral? Y últimamente se me ocurre otra, dirigida al lector compulsivo de memorias de deportistas que era: ¿qué habría pensado de la reciente biografía de Rafa Nadal, escrita por John Carlin (más que ?con? John Carlin, sospecho) y anunciada como su ?historia? cuando lo realmente interesante de Rafa Nadal es que carece de historia? Pero en fin, lo más importante que cabe apuntar tras la muerte de Wallace fue la aparición del legajo que ha acabado en nuestras manos con el título de El rey pálido. Larga, desbordada, incompleta. Wallace llevaba años trabajando en ?algo largo? que lo había obligado a documentarse y estudiar (en una entrevista telefónica de 1998 con Gus Van Sant ya confesaba estar asistiendo a clases de contabilidad fiscal) para sumergirse en el mundo de los Impuestos y la Agencia Tributaria. O sea, en el espantoso, puro aburrimiento. Ese iba a ser el motivo de su tercera novela, que quedó incompleta. Su viuda y el editor Michael Pietsch encontraron quilos de material disperso en diferentes soportes (papel impreso o escrito a mano, cuadernos, discos, etc.) que Pietsch tuvo que someter no sólo a criba sino, sobre todo, a un orden más o menos coherente. Si uno lo piensa, es una responsabilidad mareante: escoger el principio de un libro de David Foster Wallace. Escoger su final. Decidir dónde encajan esas piezas aparentemente inconexas con la espina dorsal del libro que, en algún caso, se habían publicado con anterioridad como relato. Creo que Pietsch ha hecho bien su trabajo y que El rey pálido es, no diré el mejor libro de Wallace, porque sería ciertamente frívolo decir eso de un libro que no es lo que debió ser, pero desde luego un desbordante, magistral, admirable ejemplo de gran literatura. Pero, ¿qué clase de literatura?. Permítanme una mirada panorámica sobre la obra de David Foster Wallace, un escritor que afrontó con enorme coraje el reto de tomar el testigo de una generación tan extraordinaria, la de Pynchon o DeLillo, que probablemente lo condenará, cuando el tiempo pase, a una condición epigonal. Y será injusto, porque ni su talento ni sus planteamientos artísticos lo merecen. De Wallace pueden apuntarse muchas cosas: es frecuente, por ejemplo, hablar de su estilo digresivo, huracanado, tan inagotable que tiene que recurrir a notas a pie de página numerosas y larguísimas, como si nunca nada quedara cerrado, como si cada acotación a la acotación fuera imprescindible; también podemos admirar la naturalidad con que nos interpela directa, amistosamente, haciéndonos esa clase de bromas sarcásticas que exigen un teatral ?ehem, ehem?, o bien planteando febriles callejones lógicos sin salida, absurdos enigmas de huevo y gallina. También es frecuente señalar que hablamos de un autor de trasfondo analítico, filosófico, aunque yo creo que ese no es exactamente su punto fuerte. Wallace es un narrador, ese es su don; y aunque era muy inteligente, su inteligencia era narrativa. Planteemos, por ejemplo, un peculiar duelo entre el americano y Michel Houellebecq: como cronistas, ambos asistieron a un festival porno, y ambos han dedicado muchas páginas al mundo del turismo. Pues bien, si tenemos que valorar el resultado desde las ideas, la victoria es francesa; literariamente, en cambio, vence David Foster Wallace, que nos deslumbra y nos mata de la risa con sus reportajes ?Gran hilo rojo?, en Hablemos de langostas, y ?Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer?, en el libro del mismo título. Por cierto, qué bueno era Wallace titulando. La clave radica, a mi entender, en un punto esencial de su escritura: la poderosa, irresoluble tensión entre la ironía posmoderna (o post-posmoderna, o posmoderna de tercera ola, o como ustedes y los académicos quieran llamarlo) y la vocación de decir algo honesto, compasivo y sólido. El talento de Wallace es sarcástico, experimental y desencantado: tiene que reírse de todas las cosas horribles de nuestro tiempo (lo grotesco, lo hortera o lo mendaz), y su inteligencia lo condena a ver con lucidez cómo todo está infectado, cómo avanza la extinción. Como a la mayoría de nosotros, le cuesta creer en nada. Pero no se resigna. En su voz palpita una añoranza de la autoridad ganada legítimamente, de la restauración del valor de las palabras hermosas, de la verdad. Aunque no quiero ponerme demasiado estupendo, esta cita de Nietzsche me recuerda mucho a DFW: ?las cosas grandes exigen que de ellas se guarde silencio o se hable con grandeza: con grandeza, es decir, cínicamente y con inocencia·. Cinismo e inocencia. Así escribe nuestro hombre, ya sea analizando la función cultural de la tv o la dificultad de establecer un discurso literario en nuestra era mediática. Si les parece, volvamos a El rey pálido, esa tremenda crónica de la vida tributaria de los Estados Unidos, con Jimmy Carter y sobre todo Ronald Reagan (?El Vaquero?) al fondo y, por tanto, con una melodía política sonando todo el tiempo que suena a Réquiem o a ?fuga musical de evasión de responsabilidades?. No se asusten, pero el gran tema de este libro es, ya lo he dicho antes, el aburrimiento. El rey pálido habla de tipos que quieren trabajar en Hacienda, de clases de contabilidad o de cómo la historia se ha convertido en una simple acumulación de datos estadísticos: ?en el mundo actual, las fronteras están fijas y ya se han generado los datos más importantes. Caballeros, la frontera heroica de hoy día está en el ordenamiento y la utilización de esos datos. Clasificación, organización y presentación?. También habla de burocracia: ?aprendí que el mundo de los hombres tal como existe hoy en día es una burocracia?. Y un poquito más adelante: ?la clave burocrática subyacente es la capacidad para soportar el aburrimiento. Para operar con eficiencia en un entorno que descarta todo lo que es vital y humano. Para respirar, por así decirlo, sin aire?. El capítulo 22 y otros pasajes. Hasta ahora, mis wallaces favoritos eran los dos libros de ensayos que he citado y el gozoso Entrevistas breves con hombres repulsivos. La broma infinita, aunque ciertamente es admirable, también resulta agotadora y a menudo nos sentimos tentados de afirmar que su título es el más honesto de la historia de la literatura.Ahora, El rey pálido trastoca, al menos parcialmente, mi canon wallaciano: si no es su mejor libro, desde luego contiene sus mejores páginas. No es que todo sea igual de bueno: así, me interesa relativamente poco el jueguecito que se trae con el autor-narrador-personaje, y creo que la historia de Meredith Rand resulta obvia. Además, nadie duda, ni siquiera la ?nota del editor?, que el libro adolece de reiteraciones y torpezas de estilo típicas de un manuscrito inacabado. Dicho esto, por favor, presten atención al extraordinario capítulo 22, o a cualquiera de los bellísimos pasajes que involucran al padre del personaje David Wallace. O al descacharrante diálogo que arranca cuando alguien pregunta a otro, ?¿en qué piensas tú cuando te masturbas?? Tanto en su arrollador inglés como en la espectacular traducción de Javier Calvo, esta prosa nos deja estupefactos: ¿es posible narrar durante una cincuentena de páginas un banalísimo trayecto en autobús con un tipo sudando y otro mirando el paisaje, y que de eso salga algo admisible? Sí, lo es. ¿Es posible plantar a un jesuita con regusto a personaje de DeLillo en una clase de la universidad intentando convencernos de que la contabilidad es un oficio heroico y que tal estampa nos interese? Nuevamente, sí. Esto, y mucho más, es posible por lo que he dicho antes: porque Wallace es lúcido e implacable, pero también extrañamente sentimental y noble. Porque sabe que existen las epifanías. En fin, cinismo e inocencia. Y lecturas: Wallace había leído a esos tan pasados de moda existencialistas (aquí alude a Camus o Kierkegaard, como en otros libros suyos, y también a Cioran) sin que la lección del desgarro humano le pasara por alto. Para acabar, y aunque no debiéramos sacar conclusión alguna a partir de este dato, digamos que el concepto de suicidio planea en cinco pasajes sobre la superficie de El rey pálido, seis si contamos este desolador fragmento en las notas finales: ?David Wallace desaparece: se convierte en criatura del sistema?. Todo lo contrario: este escritor magnífico se ha burlado de ese sistema con su obra. 

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11 de noviembre de 2011
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El Boomeran(g)
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