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Objetividad

Hoy trae el correo una cosa bonita, el catálogo de la exposición “Nueva Objetividad en Dresde” montada estos días en la Kunsthalle Lipsiusbau. Hay ciento ochenta obras de ochenta autores, con precios muy arreglados que van desde los poco más de mil, hasta los casi cien mil euros. Son obras hechas entre 1918 y 1933, y supervivientes de la llamada ala izquierda de la Nueva Objetividad. El cuadro de arriba se titula “Traseras en Dresde”, de Franz Radziwill y data de 1931. Es un Canaleto ostrogodo que no está mal. Traseras pintadas de la forma contraria a como lo haría el expresionismo, advierten los entendidos. Traseras que se arrasaron, igual que las delanteras, en el bomardeo de la noche del 13 de febrero de 1945. ¿No es profético ese avioncito pinturero?

El movimiento de la Nueva Objetividad me recuerda a Joseph Roth, que pasó por adalid de la nueva escuela y enseguida se distanció de ella con todas sus fuerzas. Primero hizo una aparición sonada como partidario de la “nueva objetividad” —que luego definió como literatura rebajada a sombra de una sombra— con el prefacio de cinco líneas que escribió para La huida sin fin, la novela que redactó durante su estancia rusa. En marzo de 1927, instalado en París tras su regreso de Rusia, desde una mansarda del hotel Foyot, en el 33 de la rue de Tournon, a la vista del jardín de Luxemburgo, anunció una nueva era: 

Ya no se trata de “hacer poesía”. Lo importante es lo observado.

Con La huida sin fin, Roth tuvo la intención de escribir una novela moderna y adecuada a la moda de la nueva objetividad. Pero las “atrevidas” novedades, como las puestas en escena a modo de informe o el final por medio de interrupción, son sólo aderezos ‘pro forma’. En la obra, afloran la compasión, el énfasis, la simpatía, la melancolía y la imaginación, como no podía ser menos. También hay intervenciones poéticas y filosóficas del autor, y, en definitiva, la evocación de una atmósfera, algo mucho más determinante para la obra que aquella venerada objetividad de tan problemática existencia.

Así que, como es natural, Roth no cumplía en absoluto ninguna de las preceptivas de la “nueva objetividad”, según la cual, él mismo sería un cronista indiferente y su actitud correspondería a la de un autor moderno que no urde ninguna fábula, sino que abre los ojos, porque no hay fábula más interesante que la realidad, según escribió en el artículo “El charlatán idealista” del 4 de diciembre de 1927. 

Tiene algo de cómica paradoja que Roth se pusiera una sola vez a defender una moda literaria, no más ni menos vacua que cualquier otra, y lo hiciera justo con la tendencia que menos podía corresponder a sus impulsos más íntimos.

Enseguida sintió la necesidad de distanciarse de su defensa de la dichosa nueva objetividad. A eso obedecen sus artículos “Autocrítica demoledora” o “La vida privada”, de noviembre y  diciembre de 1929,  donde es patente otra postura: 

“Desde hace unos años me esfuerzo en vano por no conocer la vida privada de los autores contempráneos. Nada me parece en este instante más difícil. […] Desde hace unos años los reseñistas siente predilección por un especial elogio, que no es tal, porque no hacen sino ensalzar la carencia de carácter literario como si fuera un plus. Emplean con gusto la fórmula: “¡Este libro es más que una novela! ¡Es un fragmento de vida!” ¿Qué es eso de más que una novela? Dentro de la literatura, un ‘fragmento de vida’ tiene valor si ha encontrado una forma válida. Un ‘fragmento de vida’ informe no es más que una novela, sino menos, no es nada, no es digno de consideración en absoluto. […] La experiencia como puro suceso, como realidad, como historia o episodio, sólo es materia prima para un escritor […] El lector, aleccionado en la épica realista desde mediados del siglo XIX hasta Proust y André Gide, está habituado a mesurar lo figurado literariamente en el material bruto que le ha servido al autor como muestra. Si un autor describe, por ejemplo, la época de la inflación, el lector que conoce bien la inflación quiere verla en el libro. Pero en mi novela encuentra otra, o no encuentra ninguna. O sea, la materia prima va a parar, en mis libros, a la insignificancia de una ilustración. Sólo es significativo el mundo que configuro a partir de mi material de lenguaje (igual que un pintor pinta con colores) […] Porque el material de un escritor es, sin duda, ‘la vida’; pero una vida transplantada al lenguaje y que, a continuación, brota de él.”

Pero la expresión más acabada de la crítica rothiana a la modernidad, que confunde la verdad con la realidad demostrada documentalmente, está en un artículo que publicó dos veces,  en 1930 con el título “¡Basta de ‘Nueva Objetividad!”, y en 1937, llamado “Sobre lo documental”:

“Nunca fue tan grande la ignorancia material de quien escribe, ni tan acentuada la autenticidad documental de lo escrito. Nunca fueron más manifiestas la cantidad, ineficiencia y oquedad de las publicaciones, ni mayor la credulidad con que se acepta su declaración de pertinencia. Nunca fueron los anuncios más engañosos y sugestivos.  Así comenzó la más temible de las confusiones, la de la sombra que arrojan las cosas con las cosas en sí. Lo real comenzó a tenerse por verdadero; lo documental, por genuino; lo auténtico, por válido. Es asombroso que, en una época donde las declaraciones de los testigos ante la justicia se describen con razón en la moderna ciencia médica como no fiables, sea más válida la declaración testifical literaria que la representación artística. Se duda de la fiabilidad de los testigos que declaran bajo juramento. Pero se presta al testimonio escrito el mayor de los reconocimientos que existe en la literatura, el de la veracidad. Y si al menos la crítica fuera lo bastante fuerte como para verificar la legitimidad del “documento”. ¡Pero qué va! ¡Sólo se considera fiable la aseveración! No se compara, por ejemplo, la fotografía con su objeto, sino que se confía en el rótulo bajo la fotografía.

Jamás fue mayor, más ingenuo y de menos alcances el respeto por la “materia”. Es la causa de la segunda confusión, la de lo simple con lo inmediato; la notificación, con el informe; la del momento fotografiado, con la vida que sigue; la de lo “grabado”, con la realidad. Así es como incluso lo documental pierde la capacidad de ser auténtico. Se presta al fotógrafo una confianza mayor que a su objeto, y a la placa, una fiabilidad más fuerte que a la realidad. La declaración del fotógrafo es suficiente. Basta la explicación del retratista de que él no ha hecho sino fotografiar. Si se inventa una historia y se dice que se ha estado presente, la historia inventada se cree. El respeto por la autenticidad es tal que se cree incluso la autenticidad inventada. […] No se escribe bien; se escribe sencillo, de modo que pasa por “inmediato”. Jamás se mintió tanto como ahora en lengua alemana. Pero sobre una mentira de cada dos figura la denominación “fotografía”, ante la cual enmudece toda objeción. Se dice “documento”, y todo el mundo queda sobrecogido de respeto temeroso, como en otro tiempo ante la palabra poesía. El autor sostiene que ha estado presente; y se le cree, primero, como si en efecto hubiera estado, y, segundo, como si fuera importante si estuvo o no.

 Ya no se sabe que, entre la realidad del “mero hecho” y la expresión de lenguaje con que se comunica, hay una diferencia tan grande como entre un objeto y su sombra.”

 

Hay cuadros y dibujos bien bonitos, pero yo no sé si colgaría uno de esos en casa. La doctrina fatiga mucho. Si acaso, esas traseras de Dresde, óleo sobre madera, donde a primera vista no se ve a nadie.


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13 de diciembre de 2011
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Gran cine invisible

La mejor película del año no ha sido estrenada en los cines, pero está visible. Hace más de tres lustros, para conmemorar el centenario del séptimo arte, una editorial francesa publicó en un bellísimo libro de gran formato una ‘Anthologie du cinéma invisible', que se componía de guiones escritos, entre vivos y muertos, por figuras de la talla de Artaud, Pavese, Brecht, Magritte, Gómez de la Serna, García Lorca, Duchamp, Zweig, Maiakovski, Sartre, entre otros muchos hasta completar la cifra de cien. Eran guiones nunca realizados, o más bien sueños fílmicos de poetas, pintores, dramaturgos y novelistas que usaban la literatura para imaginar el cine.

    La película a la que me he referido al comienzo, ‘La Morte Rouge', pasó por suerte del papel a la imagen, del sueño a la realidad, y constituye el último trabajo extenso de Víctor Erice, el mayor cineasta español contemporáneo y desde 1992 el más involuntariamente secreto. En ese año se estrenó su excelente largometraje sobre la labor pictórica de Antonio López, ‘El sol del membrillo', aunque Erice no ha descansado desde entonces; hizo y sigue haciendo pequeños films independientes, trabajó largamente en una frustrada adaptación de la novela de Marsé ‘El embrujo de Shangai', de la que queda sin embargo publicado su extraordinario guión, intercambió con el director iraní Kiarostami una correspondencia en vídeo, y realizó dos encargos que resultaron ser dos obras maestras, ‘Alumbramiento', que data del 2002, y ‘La Morte Rouge', filmada en el 2006. Ahora se han distribuido por la firma Rosebud (en colaboración con el FNAC), en un dvd de contenido y calidad excepcional, con un par de ‘extras' muy interesantes y una extensa y elocuente conversación de Erice con el crítico Manuel Asín.

     ‘Alumbramiento' dura 11 minutos, ‘La Morte Rouge' 34, pero en esos tres cuartos de hora encontramos innumerables momentos de gran cine, y, en el caso del mediometraje, tal vez la obra más personal y reveladora del director donostiarra. ‘Alumbramiento' formó parte en su día de un largometraje difundido en las salas comerciales de algunos países con poca resonancia, pese a ser sus autores Werner Herzog, Jim Jarmusch, Chen Kaige, Spike Lee, Aki Kaurismäki y Wim Wenders, además de Erice. Con una bellísima fotografía en blanco y negro de gran riqueza cromática, firmada por otro magnífico artista semi-olvidado, Ángel Luis Fernández, ‘Alumbramiento' es un poema lírico sobre el nacimiento de un niño, sobre una guerra, una canción popular, una mancha de sangre y el compás de un tiempo que adquiere los perfiles de una epopeya privada.

    Cuatro años después de aquel film colectivo (de muy desigual calidad, todo hay que decirlo), Erice realizó con producción del CCC de Barcelona y La Casa encendida de Madrid ‘La Morte Rouge', exhibida sólo en el marco de las correspondientes exposiciones allí celebradas. Escrita y narrada por el mismo director, con una cadencia vocal que a ratos llega a ser una hipnótica salmodia, ‘La Morte Rouge', nombre de la ciudad misteriosa de un film de terror, ‘La garra escarlata', que obsesionó al niño Erice espectador del suntuoso y hoy desaparecido Kursaal de San Sebastián, nos alumbra sobre el poder especular del cine, sobre la intrahistoria de nuestro país, sobre los mecanismos de la ficción, todo ello con la textura de un relato de iniciación que intriga tanto como conmueve.

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12 de diciembre de 2011
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Vocación eremita

Noche histórica, una vez más. No la del sábado en Madrid, sino la del jueves al viernes en Bruselas. E histórica por defecto. O por defección. Es decir, no por lo que se decidió, sino por lo que no se pudo decidir y, sobre todo, por quién faltó a la cita decisiva. La Unión Europea venía sumando desde 1957, cuando la firma del Tratado de Roma. Era un tren que iba añadiendo vagones sin descarrilar y acomodándose siempre al paso del más cansino. Hasta la pasada semana, esa madrugada del 9 de diciembre que ha pasado ya a los anales. Esta vez resta. El tren se ha roto. Europa avanzará a más velocidad, pero alguien quedará fuera. Alguien de tanto peso y prestigio como Reino Unido, con su capital financiera y su vocación de cabeza de puente con Estados Unidos y con la globalidad.

Lo que se quiso decidir fue una reforma de los tratados para hacer una Unión Fiscal de 27 socios, todos, una contorsión prácticamente imposible para el primer ministro conservador británico, David Cameron, euroescéptico él mismo, acosado además por el radicalismo antieuropeo del partido conservador y del conjunto de la opinión británica. Por primera vez, Alemania y Francia se presentaron con un plan B y dispuestos a no ceder en nada de lo fundamental: si no había reforma con los 27, habría tratado intergubernamental entre los que quisieran, que de momento fueron ya 23 y quizás serán 26. ¿Veto británico? No lo hubo. Veta quien impide un acuerdo. Hubo acuerdo. Y portazo: me voy, os dejo solos. Como nadie sigue a quien se va, no es veto sino voto ermitaño, soledad y abandono. Eso es lo histórico de aquella madrugada, más tangible de momento que esa Unión Fiscal de la que no sabemos si funcionará ni qué efectos tendrá de inmediato sobre la confianza en las deudas soberanas. Los europeos necesitábamos una noche histórica. Lo hubiera sido con el acuerdo de una Unión Fiscal entre 27, incluso si Cameron hubiera obtenido un arreglo aceptable para todos. Será también histórica, pero por el portazo que desune y resta; pero todavía no por la Unión Fiscal. El regocijo al otro lado del canal es indescriptible. Los que quieren cortar amarras están que no caben en sí de gozo. Piden más. Ahora un referéndum para irse. Luego negociar un estatuto especial. No han identificado todavía las sonrisas enigmáticas de Merkel y Sarkozy. La canciller alemana quería la reforma del Tratado para seguir con los 27 bajo la vigilancia del Tribunal de Luxemburgo y la moneda al mando exclusivo del Banco Central, dos entes independientes de cualquier gobierno: nada para la Comisión y apenas para el Parlamento; era su 'método de la Unión', alternativa al 'método comunitario' que considera obsoleto. Sarkozy quería una Europa intergubernamental, con la Comisión alejada de las decisiones, y un Consejo de presidentes y jefes de gobierno, soberanos en cada país y soberanos juntos, que señalaran el camino a todos, Banco Central incluido. Cameron abre la puerta a la solución de sus diferencias: impide el acuerdo entre 27 y facilita la coartada a la canciller para retirarse hacia la fórmula intergubernamental francesa, aunque ella misma se encargará luego de llenarla de contenido alemán. El error ahora de los conservadores británicos sería seguir yéndose, después de su primer retroceso en 38 años. Es lo que espera el federalismo europeo: tras la Europa fiscal, la Europa social, luego la Europa directamente política, quitarles protagonismo en política exterior, trasladar el peso de la City a París y Francfort... Cameron se va porque no se aceptaron sus exigencias para la City como condición para quedarse. Pero fuera hace mucho frío: será todavía peor. No valdrá ni siquiera la esperanza euroescéptica de que las cosas vayan muy mal en el continente, el euro se pierda y Europa se hunda. Su destino seguirá ligado al de los europeos aunque den un portazo cada día: también ellos se hundirán. No son ya un imperio. No pueden vivir solos en la globalidad. Estados Unidos mira hacia el Pacífico y no hacia las costas europeas, donde en todo caso buscan directamente a Alemania como cabeza de puente.

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12 de diciembre de 2011
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A sangre y fuego

Si fuera costumbre poner a la puerta de las librerías un Cuaderno de Recomendaciones casi seguro que una de sus primeras entradas diría: “Compre a ciegas cualquier libro de Manuel Chaves Nogales que caiga en sus manos porque todos ellos son excelentes”.

Después de muchos años de olvido, y tras un notorio esfuerzo por recuperar la figura y la obra del  excelente periodista sevillano, ahora coinciden en las librerías dos obras suyas de primera línea, aunque no sean de las más conocidas. Una de ellas es La defensa de Madrid, centrada en la figura del general Miaja, el hombre que tuvo a su cargo la defensa de la capital y que al final fue abandonado a su suerte por el gobierno de la República. Junto  con el viejo, melancólico y desengañado general, el protagonista del relato es el pueblo de Madrid, tanto en su faceta de combatiente sin apenas medios como en su calidad de población civil que vive en sus carnes el progresivo ensañamiento de la aviación y la artillería rebeldes contra objetivos no militares en un intento despiadado por  minar la moral de los combatientes. El libro es estremecedor porque, más allá de la retórica militar, el acento recae en el sufrimiento de unos hombres y mujeres sometidos al doble terror de los extremismos, ya fueran fascistas (desde el exterior) o revolucionarios (en el interior). Era la llamada Tercera España, desgarrada por sus extremos y a merced del odio y el afán de revancha de unos y otros. Y en medio un hombre, una sola voz clamando cordura, defensor de la libertad, aferrado desesperadamente al faro de la razón .

La objetividad en el punto de vista narrativo es la aportación más notoria  de Chaves a la cada vez más copiosa bibliografía sobre la Guerra Civil española. En la segunda de sus obras que actualmente se encuentra en las librerías, A sangre y fuego, el lector nunca sabe qué va a encontrar en cualquiera de los nueve relatos que componen en volumen: ejemplos de la eufemísticamente  llamada “justicia revolucionaria”; la guerra de exterminio llevada a cabo por una tropa de señoritos caballistas sevillanos; la violenta irrupción de fanáticos, desertores y saqueadores que se dicen a si mismos luchadores por el pueblo o estremecedores ejemplos de ferocidad y heroísmo en uno y otro bando. Al fin y al cabo quienes luchaban a uno y otro lado de las trincheras eran un solo y mismo pueblo al que Chaves Nogales se esfuerza por defender. .

Pero junto a la objetividad o ecuanimidad en el punto de vista narrativo, lo verdaderamente significativo en el quehacer de Chaves Nogales es su condición de escritor de una calidad extraordinaria. Y pongo varios ejemplos: en una estación de ferrocarril castellana ocupada por los  militares rebeldes se espera la llegada de un tren de dinamiteros asturianos. Pero en su lugar llega un simple tren de pasajeros cuyo maquinista es detenido y obligado a saludar “como Dios manda”. Y al pobre hombre no se le ocurre mejor cosa que dar un “Viva la República” que, obviamente, le cuesta la vida allí mismo. O esa pobre muchacha que baila desnuda en un escenario  cuando interrumpe el espectáculo la llegada de un grupo de forajidos armados hasta los diente: “los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita  desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba”. Un  último ejemplo podría ser la descripción de Bigornia, un hombre gigantesco  “herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese  sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y el aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, un hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero”. O las dos  frases que cierran el libro:

“Daniel  [un obrero sin más ideología que la del trabajo con el comprar pan para sus hijos], convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.

Y murió heroicamente luchando por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”.

                Chaves Nogales sabía bien de qué hablaba porque cuando en 1937 se vio obligado a exilarse, era buscado por fascistas y revolucionarios aunados en su deseo de fusilarlo porque la libertad, como bien decía él mismo, no había quien la defendiera.

 

 

A  sangre y fuego

Héroes, bestias y mártires de España

Manuel Chaves Nogales

Libros del Asteroide

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12 de diciembre de 2011
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Un descalabro

Para ampliar la columna de la otra semana, incluyo aquí el artículo de El País del sábado 10 de diciembre, por si no había quedado del todo claro. 

 

 ***

Creo que la alarma debería haberse disparado hace ya bastantes años, pero en todo caso un partido socialista capaz de considerar como valor indudable para la sucesión de Zapatero a una profesional del humo como Carme Chacón, de la que nadie conoce una sola idea, es un partido que da señales de parálisis.

El abandono de los votantes puede tener muchos motivos. También deben de haber optado por varias alternativas, muchas de ellas respetables. En todo caso yo sé cuál ha sido la mía y la razón principal para abandonar el partido al que he dado mi voto desde la muerte de Franco. Ha de ser un caso frecuente, así que (excúseme la inmodestia) escribo en nombre de varios centenares de miles de ciudadanos que han rechazado la imposible candidatura del PSOE. Y la causa es fácil de resumir: creo que han caído en el más absoluto desconcierto.

Por ejemplo, es de todo punto incomprensible que el presidente de los socialistas vascos sea Eguiguren, un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política. Aún confunde más el que Montilla, promotor del hundimiento del socialismo catalán, siga en su sillón, mudo, como es lógico. Los socialistas periféricos descubrieron el nacionalismo y fueron aplaudidos por la ejecutiva, pero pasarán a ser irrelevantes porque esa opción, a mi entender inequívocamente derechista, está muy bien representada por los grupos oligárquicos urbanos y los ruralistas, una unidad que ha funcionado perfectamente desde el siglo XIX.

No es menos confuso el sur, en donde el nacionalismo aún no ha cuajado (todo llegará), pero cuyos dirigentes se dedican a la compra de voluntades de un modo tan evidente que algunos acabarán en el banquillo. Así que mientras los socialistas catalanes apoyan las muy reaccionarias tesis de que Andalucía les roba el dinero, los socialistas andaluces se dedican a repartir subvenciones para ganar votantes. La contradicción parece que no preocupa a nadie en el partido, pero los votantes se preguntan qué están votando.

Descontadas las tres regiones hasta aquí mencionadas, el partido socialista simplemente ha desaparecido del restante mapa español. Algo se habrá hecho mal, deduce cualquier persona con un gramo de seso, pero luego observa las secuelas de la debacle y advierte que todo sigue igual, incluido el indescriptible presidente Zapatero y su corte de aduladores, o el curtido candidato que ha conseguido hundir las encuestas más pesimistas.

Con la mejor voluntad uno se dice que ese partido no sabe lo que quiere, excepto mantener el sueldo de sus jerarcas. Y con mala voluntad lo plantea al revés: siendo así que lo único que les importa a los jerarcas socialistas es mantener la nómina, no es raro que el caos se haya apoderado de unas siglas que habían suscitado la esperanza de millones de españoles hace décadas. ¿Cómo se ha producido un fenómeno tan extraordinario? ¿Cómo puede ser que le esté sucediendo al PSOE lo que ya le sucedió a la UCD?

Casi todos mis amigos y conocidos, o bien han ocupado cargos en el partido socialista o bien han sido votantes inquebrantables, exceptuada la última elección. Durante muchos años hemos hablado, discutido, nos hemos reído de las meteduras de pata y hemos celebrado los aciertos. Sin embargo, en los últimos años algo ha cambiado. Ya no era posible hablar libremente. Uno tenía que ir con cuidado porque los socialistas se ofendían fácilmente, signo inequívoco de inseguridad. Argumentar no estaba bien visto. En cuanto te apartabas un poco de la ortodoxia comenzabas a ser mirado de soslayo como un posible submarino del PP. Y si la diferencia era de gran tamaño, como era inevitable en Cataluña, no había conversación posible y uno era tachado de facha sin más transición. Y sin embargo los disidentes sabíamos que los fachas eran ellos porque querían aplastar a la disidencia.

La confusión se adueñó de los socialistas a partir del gobierno tripartito de Cataluña que significó un giro radical en el ideario histórico: del internacionalismo se pasó a un nacionalismo derechista. De rebote y por mantener una imposible coherencia, los socialistas vascos del ramo Eguiguren comenzaron a coquetear con los de Batasuna y los socialistas gallegos se compraron una gaita. Por milagro aún no han reivindicado los socialistas andaluces su a todas luces poderosa identidad nacional. A nadie del partido se le ocurrió que en Italia, país similar a España, pero con contrastes de identidad mucho mayores, sólo la ultraderecha plantea diferencias "nacionales".

Si a la deriva derechista se añade la política de imagen (y sólo de imagen) que consistió en montar una especie de ONG universal para sumarse a cualquier manifestación de agravio (o de agravia), en lugar de analizar con seriedad los problemas de las minorías (por ejemplo, los castellano hablantes de Cataluña) y considerar su componente de clase (baja) como elemento de conflicto, el resultado es la convicción de que ese partido derechizado tiene tan mala conciencia que sólo es capaz de políticas pánfilas, pero hipócritas.

Salir de ese pantano no va a ser tarea sencilla, sobre todo cuando han propiciado el poder omnímodo de un PP que si ahora congela sus extremos eclesiásticos y se centra, bien puede durar tres legislaturas. La renovación del PSOE se va a realizar con un horizonte sin estímulos y una travesía tan larga y triste que difícilmente alguien con talento y voluntad se va a poner al frente de la empresa. Sucederá lo peor: se impondrá la pereza, la resignación, la parálisis de quienes controlan el poder burocrático, lo que dará una oposición gritona y sin convicción.

Medidas serias, como la de obligar a los socialistas catalanes a que aparten sus manos del pastel nacionalista, o bien, si no, que el PSOE se presente en Cataluña con sus propias siglas, me parecen imposibles de alcanzar. Dejar atrás la estúpida dialéctica de "el pueblo contra los banqueros", que es una aceptable caricatura para Izquierda Unida, pero no para un partido con ánimo de gobernar, tampoco parece fácil. Justamente una de las últimas decisiones del gobierno socialista ha sido la de indultar a un banquero tramposo sin dar explicaciones. Y esa es otra causa de defección: exigir a los socialistas con tareas ejecutivas que justifiquen sus actos, que respondan de sus errores, chapuzas, fracasos y corrupciones, parece una petición de ingenuo idealismo.

Me parece a mí que estos dirigentes no entienden que las corruptelas y los desórdenes éticos se dan por descontado en la derecha y no afectan a su votación, como ha dejado bien claro el caso de Berlusconi, pero la izquierda debería tener como principios inalterables la honestidad, la cultura, la educación y la justicia. Algo de eso van a tener que proponer en su refundición aunque tengan muy pocos candidatos ejemplares.

Pero no van a tener más remedio. Algo que parecen no tomar en consideración los actuales dirigentes del socialismo español es que los votantes han cambiado considerablemente desde la época de Felipe, cuya presencia en estas elecciones, por cierto, nos ha afligido a muchos de sus antiguos votantes. A los ciudadanos ya no se les puede llevar de la nariz con un periódico y dos cadenas de TV. Hay ahora otros instrumentos para conocer con exactitud lo que están cocinando quienes se presentan como sacrificados amigos del pueblo.

En su inevitable refundación no estaría mal que los socialistas comenzaran, por ejemplo, diciendo la verdad sobre su confusa ideología y aceptando que la guerra fría ya ha terminado. La izquierda necesita otro lenguaje y nuevos conceptos. Si así lo hicieran, todos se lo agradeceríamos porque quizás sería posible volver a sentir simpatía por ellos e incluso a lo mejor recuperaban nuestro respeto, que es la condición imprescindible para volver a ganar unas elecciones.

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12 de diciembre de 2011
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El amor no tiene atajos

El simbolismo navideño es ante todo luminoso. Los tendidos de luces que cuelgan en las avenidas, cada vez más parcos, nos devuelven el aire festivo del encantamiento. Como si unas manos invisibles engalanaran el mundo que se dispone a abrazarse fraternalmente alrededor de un pavo. La parafernalia de la Navidad siempre lleva lazo, ramita de acebo y huele a canela y naranja, que el marketing olfativo etiqueta como aroma navideño. Se calcula que en estas fiestas la gente se gastará una media de 352 euros en regalos. También aseguran que el acto de regalar a menudo complace más a uno mismo que al destinatario. Ocurre igual que cuando se organiza un viaje: la máxima felicidad se alcanza al prepararlo, organizando rutas en una prolongación del deseo que busca un espejo en la realidad. Las expectativas nos fortalecen a la vez que nos desamparan. Por ello en vísperas de fiesta nos envolvemos con un lazo imaginario. El tan coreado amor universal acaba por rozar la mejilla de los cínicos y los outsiders, que se extraditan de los festejos. Y se acerca a ese ser interior que custodiamos, una especie de yo íntimo que nada tiene que ver con el yo social. El mensaje navideño vende bien y trae calor en plena escarcha: chispas de reconfortante fuego que adormecen las carencias. La idea de la familia emerge ante la necesidad de hacer piña en plena precariedad. En cuanto al amor, incluso los antirrománticos, en su fuero interno, albergan esa fantasía. ¿Por qué si no se siguen vendiendo libros de Jane Austen, ahora también en Kindle? Su ingrediente principal es la heroína que se debate entre un mundo insidioso y sus propias convicciones, esto es, la voz de su corazón, o mejor dicho, de su inteligencia. Amor y matrimonio. El hombre perfecto aunque sin brillo y el hombre atractivo aunque inconveniente. Claro que los finales felices de Austen son determinantes para mantener su hechizo, pero su admirable perspicacia y su capacidad de mantener en vilo al lector, mostrándole que difícilmente en el amor se hallan trajes a medida, son las claves de su éxito inagotable. El ensayista William Deresiewicz recuerda que, cuando se sumergió en la obra de Jane Austen, un viejo profesor le llamó la atención sobre la escena de una de las primeras obras de la autora, La abadía de Northanger, en la que Catherine le dice a Henry: «He aprendido a amar a un jacinto». Y ante la perplejidad de Deresiewicz, su profesor continuó: «Austen está diciendo que tenemos que aprender a amar las cosas, y que eso es algo que no sucede por sí mismo». La adicción al deseo conduce al autoengaño y a la euforia de la conquista le sigue la nostalgia del enamorar. Después sobreviene el tedio. Sobre todo porque aún se considera que el amor debe llegar de fuera, no de dentro. Y que a amar no se aprende, cuando se trata de la asignatura más ardua de todos los tiempos.

(La Vanguardia)

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12 de diciembre de 2011
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Una modesta propuesta educativa

Durante varios días los usuarios de redes sociales no han cesado de burlarse del traspié: tras presentar su libro México, la gran esperanza en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Enrique Peña Nieto fue incapaz de responder cuáles eran los tres libros que habían marcado su vida. No sólo trastabilló como un alumno que no ha hecho la tarea, sino que confundió a Carlos Fuentes con —of all people— Enrique Krauze. De inmediato una avalancha de críticas se precipitó sobre él y LibreríaPeñaNieto se convirtió en tema central de Twitter. A continuación, en un episodio de vodevil, Ernesto Cordero quiso prolongar la mofa y él mismo convirtió a Laura Restrepo en Isabel Restrepo al mencionar los tres libros que —dijo con orgullo— ha leído este año.

No es la primera vez que un político incurre en un desliz semejante: Vicente Fox se vanagloriaba de su incultura e incluso Josefina Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación Pública, también confundió a Carlos Fuentes… con Octavio Paz. No se trata, tampoco, de un fenómeno mexicano: en España se regocijan con la anécdota según la cual Esperanza Aguirre, cuando era ministra de Cultura, se congratuló por el Premio Nobel concedido a la gran escritora portuguesa Sara Mago.  

Sin duda, cualquiera puede tener un olvido, pero una cosa es no recordar un autor o un título y otra ser incapaz de mencionar los tres libros que le han cambiado la vida a uno. Quizás porque a ninguno de estos políticos los libros les han cambiado la vida. Lo he dicho en otro momento: leer no nos hace por fuerza mejores. Stalin era un lector empedernido, lo cual no le impidió asesinar a millones de personas (y a numerosos escritores). Pero un gobernante necesita conocer de cerca el universo de sus gobernados y para ello la lectura —incluida la lectura de ficción— resulta una herramienta indispensable.

Este penoso espectáculo demuestra más bien otra cosa: el espacio mínimo que la lectura ocupa en nuestro tiempo. Si nuestros políticos no leen, o leen mal, es porque no sienten que ensayos, poemas o novelas sean relevantes para su desempeño. Porque consideran que los libros —y en general la cultura— son formas de entretenimiento tan inútiles como elitistas. Porque no se dan cuenta de que la lectura, y en especial la literatura, podrían ayudarlos a convertirse en mejores políticos.

En otro sentido, Peña, Cordero o Fox son productos típicos de nuestro sistema educativo, tanto público como privado (y no sólo el mexicano, aunque éste sea el peor de la OCDE). De un sistema que, en vez de incitar la lectura, nos enseña a odiarla. Todos hemos visto cómo los niños aman los cuentos infantiles y cómo, una vez en la primaria, pierden todo interés en los libros. La razón es simple: mientras los relatos de magos y dragones son un placer, en la escuela la lectura se torna una obligación.

Como escribió el novelista Daniel Pennac: el verbo leer, como el verbo amar, jamás debería conjugarse en imperativo. En otras palabras: la lectura, en la primaria, nunca debería ser obligatoria. A lo más, padres y profesores deberían compartir con los niños su gusto por la lectura y demostrarles que, detrás de esas letras hostiles, se encuentran miles de historias y personajes con los que pueden identificarse. Otro error: considerar que la lectura es superior a otras formas narrativas, como la TV, el cine o los videojuegos, y condenarla a un estatuto tan alto como indeseable.

Mi modesta propuesta es muy simple: cambiar, de una vez por todas, un modelo educativo propio del siglo xix, que no ha tomado en cuenta la aparición del mundo audiovisual. Dejemos de enseñar literatura y pasemos a impartir una materia que propongo denominar Clase de Ficción.

Estoy convencido de que la ficción es la mejor puerta a la lectura. La ficción que está en los cuentos infantiles y en las pantallas que hoy rodean a los niños. Lo que éstos necesitan es un guía que los ayude a circular de las miniseries y las películas de animación a los videojuegos y de allí, con naturalidad, a las novelas y relatos. Entonces los maestros podrían enseñarles algunos parámetros que les permitan distinguir la buena de la mala ficción: unas caricaturas profunda de una superficial, una telenovela ambiciosa de una inverosímil, un videojuego estimulante de uno predecible, una gran obra literaria de un best-seller inane.

Todo ello representa trastocar radicalmente nuestra anacrónica idea de cultura. Formar maestros que posean conocimientos de todas las formas de la ficción. Proveer a las escuelas con los instrumentos tecnológicos necesarios para cada disciplina. ¿Es mucho pedir? Quizás. Pero no hacerlo representa permanecer en el pasado. Hoy, miles de ficciones rodean a nuestros niños y nosotros no les enseñamos cómo enfrentarse a ellas. Los tenemos abandonados. Y, al hacerlo, los impulsamos a renegar de la lectura. Sí: es mucho pedir, pero sólo así conseguiremos que en el futuro nuestros políticos —y nuestros niños— no se sientan intimidados por los libros.

 

twitter: @jvolpi

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11 de diciembre de 2011
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¿Qué dosis de Europa necesitamos?

La frase orteguiana vale para todos en este mundo globalizado. Las viejas naciones son el problema, y Europa es la solución. No hay vías singulares para que los países europeos, desde el más pequeño hasta el más grande, puedan conectarse con el mundo global sin pasar por Europa. Los caminos particulares nacionales conducen al desastre o a la irrelevancia. Alemania y Francia son los que más saben de esta vieja lección de historia europea que el anciano canciller Helmut Schmidt quiso recordar en el congreso socialdemócrata de Berlín hace una semana.

El problema es conocer la dosis exacta de Europa, es decir, la cantidad de soberanía que hay que transferir hacia arriba, cuestión de la que se han ocupado estos pasados días los jefes de Estado y de Gobierno de los 27. Pero no basta con saber cuánta Europa hay que echar en la retorta para dar con la fórmula que corte por lo sano esta crisis de la deuda, sino que además debemos tener en cuenta cuánta nación propia somos capaces de ceder. Ahí ya no juegan los mercados ni las agencias de rating, la opinión de los juristas ni las normalmente sabias estrategias de los banqueros centrales. Pertenece al territorio de dificilísima conducción de los sentimientos, siempre proclive a la demagogia y al populismo. Puede que los países europeos sepan cuánta Europa necesitan, pero puede también que no sean luego capaces de aceptar una dosis tan alta. Este es un problema político insalvable sin romper la unidad de los 27. Los procedimientos de ratificación de las reformas de los tratados, incluyendo en varios casos las consultas vinculantes, son tan largos y difíciles que aseguran por sí solos la avería irreversible. Los diez últimos años de fracaso de la Constitución Europea y de interminables demoras del Tratado de Lisboa están ahí para recordarlo. Luego hay que contar con las posiciones ya fijadas de los países que no están en el euro, no quieren estar en el euro y prefieren que la dosis de Europa sea siempre cuanto más pequeña mejor. Nadie encarna mejor esta posición que Reino Unido, país que necesita un euro estable, pero no quiere una Europa políticamente unida, de la que tendrá que descolgarse. El problema de la dosis desborda el marco europeo. Afecta a Estados Unidos, donde siempre ha interesado una Europa con límites, pero cuando los límites han sido excesivos se ha echado las manos a la cabeza. Ahora el temor, también brasileño o chino, es que la crisis de la deuda europea termine conduciendo a la recesión mundial. El mundo, no tan solo las viejas naciones europeas y Europa misma, necesita al euro. Pero veremos ahora si la dosis de Europa que los europeos vamos a dar al mundo es del gusto de todos: de los británicos no lo es, obviamente. Y si sirve para sacarnos de esta crisis: algo dirán de todo esto en los próximos días los famosos mercados.

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11 de diciembre de 2011
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Nuestro poder vivificador

 Anatomía de la influencia es de nuevo un tratado sobre los autores y personajes eminentes que pueblan la literatura universal. Pero en esta ocasión el tono de Harold Bloom es elegíaco y celebra sus ochenta años con un testamento: "Ya no lucharé contra los Resentidos. Nos uniremos todos en nuestro polvo común".

Bloom reitera en esta larga meditación su teoría sobre la ansiedad que corroe a los grandes escritores pero renuncia a cualquier pretensión doctrinal. Se eleva recreando la retórica de un discurso interminable.

Elogia la pasión de la lectura y nos remite al origen de su veneración: renueva el entusiasmo de la primera vez y el asombro que inspiran las grandes obras. Pero una charla con Bloom requiere gran familiaridad con los libros supremos y saberlos de memoria después de una lectura tan extensa como profunda.

Lo excepcional notorio en Bloom es su método de seducción y cómo rehúye los tediosos razonamientos del argumento académico. Si no se respira el aliento de la inspiración poética que ilumina al autor, da a entender, el lector no tiene nada que hacer.  

Su visión de la ansiedad y la influencia, el mapa de los senderos que unen a cada escritor eminente con todos los demás, es absoluta. Sus razones son sentencias y se sancionan a sí mismas como profecías. Omite la secuencia temporal que rige el orden del mundo y desvela la influencia que algunos escritores tuvieron en sus antepasados.

La retórica de Bloom es reiterativa, insistente, poética, pues cree que nada ha sido cabalmente entendido. Las obras maestras están por encima de nuestra comprensión y si salimos derrotados de este desafío caeremos en la Edad del Resentimiento. Salvo que nos propongamos leerlas una y otra vez, durante toda la vida, dice Bloom.

El crítico trata con desdén a los melifluos, torturados y hostiles guardianes de la ortodoxia y los repudia con la insolente alegría adolescente que vivifica el entusiasmo de la primera lectura: Bloom expande este espíritu devoto, lo incrementa, lo santifica.

A los grandes escritores les inspira una envidia sagrada, dice, pero nadie elige al maestro de su veneración; el autor será elegido por su antepasado literario. O aceptamos esta violenta premisa o la rechazamos. Pero no es objeto de discusión. La influencia produce ansiedad y ésta consiste en imitar, evocar, saquear la obra y suplantar al autor, pero sin la complicidad del muerto ilustre, todo será una patética patraña plagiaria.

Bloom se considera un laico de inclinaciones gnósticas, un esteta literario que idolatra a Shakespeare, un supuesto hereje gnóstico judío, un lector esotérico, un crítico longiano que celebra lo sublime como la suprema virtud estética, afirma que la gran literatura existe y que es posible apreciar el brío de una energía sobrenatural en su vigor lingüístico. Al final Bloom será un miembro destacado de esa Religión Americana que enunció Emerson y cuyo único dogma en la Seguridad en Uno Mismo. Una especie de entereza o unión de cada hombre con el sí mismo desconocido.

Si alguien, urgido por alguna torpe premura, tuviera necesidad de reducir todos los libros de Bloom a un único párrafo, quizá podría conformarse con lo siguiente:
 

Shakespeare, que no profesa ninguna creencia y que, según R.W. Emerson, es sabio sin énfasis ni agresividad, poseía su propio método de conocimiento -que nunca podremos descifrar del todo como no sea mediante infinitas y profundas lecturas- y es el precursor de todo el mundo: Walt Whitman, James Joyce, Melville, William Blake, Emily Dickinson, Freud, Proust, Becket, Kafka, Leopardi, Pessoa, Borges...

¿Por quién se siente elegido Bloom? A ratos por Ralph Waldo Emerson. Y en otras ocasiones por Samuel Johnson. Aunque esto debería decirlo él, y no yo. Cuando Bloom recuerda al elocuente retórico da la sensación de estar hablando de sí mismo: "leer a Emerson resulta a veces desconcertante, en parte porque es un aforista que piensa en frases aisladas. Sus párrafos resultan a menudo espasmódicos, y su mente incansable está siempre en alguna encrucijada".

Bloom es una figura señera de nuestro tiempo y se ha encargado a sí mismo la misión de decir lo qué debemos hacer con las obras maestras de la literatura, cómo leerlas, recordarlas y comentarlas. Sus libros acuden en socorro del lector que sin pereza ni ignorancia se enfrenta a los monumentales legados del pasado. Dice que leer, releer, describir, evaluar y apreciar es el verdadero arte de la crítica literaria en un mundo en el que el cinismo abunda, la realidad se vuelve virtual, los libros malos desplazan a los buenos, y leer es un arte que agoniza.

 

Esta breve recensión del reciente libro de Bloom debería concluir preguntándose cuál es la influencia de Bloom en España. Anagrama y Taurus lo mantienen en sus catálogos y parece que ha conseguido una considerable atención entre los lectores que aceptan lo esencial: que sólo pueden comprender una obra literaria a través de sí mismos -y la sentencia inversa sigue siendo cierta.

Pero ¿cómo modifica Bloom la conciencia que la literatura española tiene de sí misma? Leyéndole uno aprecia mejor un rasgo irreconciliable: el autor español quiere ser el Yo de sus lectores; el autor americano aspira a ser el Yo de sí mismo. Hay algo indolente y cansino en el hábito de la lectura nacional cuyo origen desconocemos y que nos obliga a indagarnos con una urgencia que no podemos descuidar.

Por este motivo la recensión que hacemos de Anatomía de la influencia concluye por el momento con la cita de Hamlet que Bloom hace en algún lugar de su libro:

 "hemos sido engendrados y creados/por nuestra
propia esencia y en virtud/de nuestro poder vivificador".

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11 de diciembre de 2011
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II. Cansado de ser el adalid del sistema

 

Supermán llega a la tierra en una nave espacial, procedente del lejano planeta Krypton, que estalla tras su partida, en el año de 1932, que es cuando la historieta creada por Jerry Siegel apareció por primera vez. Se trata, por tanto, de un personaje longevo, que ronda ya los ochenta años, pero que gracias a la magia que ilumina a los héroes de ficción, se mantiene siempre en plena juventud, sin riesgo alguna de envejecer o de morir.

En muchos sentidos ha encarnado los proclamados valores de los Estados Unidos, y la lucha por la justicia, la democracia y la libertad. Otros dirán que ha representado al sistema y defendido sus valores conservadores. Ha sido un inmigrante leal, el ciudadano ejemplar que jamás transgrede el credo establecido por los padres fundadores. Y es un ejemplo ideal para la juventud; no fuma, no bebe, no consume drogas, es monógamo; la inefable Sara Palin, antigua reina de belleza de Alaska, y cualquiera de los halcones del Tea Party encontraban en él al cabal representante de los Estados Unidos tradicionales. Ya no más.

Este año, en el número 900 de la revista donde aparecen sus aventuras, Supermán declara, decepcionado, que está harto de ser utilizado como instrumento político, y se prepara para anunciar delante de la Asamblea General de las Naciones Unidas que renuncia a la ciudadanía de los Estados Unidos. Según sus palabras, escritas en el globito del respectivo cuadro de la historieta, "la verdad, la justicia y el estilo de la vida americano ya no son suficientes". Así se lo expone  al Consejero Nacional de Seguridad de la Casa Blanca.

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9 de diciembre de 2011
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