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Cautivos

De nuevo, la cultura del eufemismo secuestra el lenguaje político, y las ironías no se hacen esperar, sobre todo en la prensa internacional, que tan a menudo acusa la dificultad de nuestro país en reconocer sus propios problemas, aireando su espíritu pusilánime. «Tú dices tomate, yo digo rescate», ironizaba Time, en un juego de palabras que emulaba el standard de los Gershwin Lets’call the whole thing off, inspirada por las diferentes pronunciaciones anglosajonas de tomato o pyjamas. La psicología popular sostiene que para solucionar un problema el primer paso es reconocerlo, huir de la inmadura obstinación que tan sólo lo prolonga hasta la agonía. Y ante el estrepitoso drama financiero de nada sirven los juegos de palabras. Porque no hay que pasar por alto cómo el verbo rescatar, a menudo conjugado para expresar un acto de supervivencia o la superación de una tragedia romántica, se ha desplazado hacia la economía hasta el extremo de que, después de la «acción y efecto de rescatar», la segunda acepción del diccionario de la RAE nada tenga que ver con un naufragio o una princesa encerrada en una mazmorra, sino con dinero contante y sonante. No así en el DIEC, que no recoge esta semántica economicista. La propia evolución del término ilustra de qué manera ha girado el mundo, alterando el significado de las palabras; el lenguaje al servicio de las mudanzas. Según el Coromines, la fecha tardía de la voz castellana ?en la edad media se decía redemir? sugiere la posibilidad de que se tomara del catalán rescatar (tratar de coger) en el siglo XIII. En el 2008, la palabra del año según el diccionario on line Merriam-Webster, que mide la cantidad de consultas, fue bailout, lo que demostraba que una gran cantidad de estadounidenses no entendía bien el término. Hay quien asegura que dicho significado de rescate proviene de ese bailout que también expresa la acción de saltar de un avión en llamas. El caso es que ahí está, cada vez más alejada del espíritu romántico y de la prolífica relación entre el alma creadora y la naturaleza, tan glosada gracias al virtuosismo musical. Las llamadas óperas de rescate ?denominadas así porque su argumento gira en torno a la salvación de un cautivo? demostraban como el ser humano vive a merced de las fuerzas irracionales del universo. Hoy le tememos más a la economía en mayúsculas que a los azarosos rugidos del universo. Su indiscutible hegemonía y sus fuerzas, no irracionales pero sí oscuras, sustituyen el conflicto de la imposibilidad del amor por la carencia de dinero líquido. Pero, mientras tanto, seguiremos alimentando en nuestro tierno imaginario la figura de un salvador ?sea príncipe, princesa o incluso gobierno? capaz de rescatarnos del foso de los dragones.

(La Vanguardia)

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13 de junio de 2012
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III. Los hijos de Disney

De alguna manera, todo venimos a ser hijos de Walt Disney. Según un reporte de The New York Times, el Instituto Disney, una división de Walt Disney Company, ha creado con gran éxito un nuevo sistema de gestión de negocios, cuya estrategia es hacer que las empresas se acerquen a sus clientes como si todo el mundo viviera bajo el canon cultural de Disney World, dentro del castillo de las Bella Durmiente. La fantasía eficaz al servicio de las ventas. Una cadena de hospitales pediátricos de la Florida contrató a los expertos de Disney y ahora los niños son recibidos en las salas de espera por un actor disfrazado en traje de safari que toca el ukelele. Pronto veremos a los siete enanos atendiendo las gasolineras.
El traje de safari es el de los cazadores de elefantes en África, que veíamos en las viejas películas de Tarzán, y el ukelele es un instrumento musical de los mares del sur. ¿Pero qué importa? Nadie está reclamando congruencias, sino ilusiones comerciales. Disney es una compañía global, con parques de atracciones en lugares de culturas tan distantes y diferentes como París o Tokio, y el estilo Disney es ya parte de nuestras vidas. El ratón Mickey y el Pato Donald, íconos de niños y adultos, son tan atractivos como para haber provocado la salida clandestina de Corea del Norte, el país más aséptico del mundo, de Kim Jong-nam, hijo mayor del entonces líder supremo, Kim Jong-Il. La ambición de su vida, desde niño, era conocer Disney World, y tenía uno a la mano en Tokio, desliz que contribuyó a que fuera desheredado del trono después de ser capturado al intentar ingresar a Japón con un pasaporte falso.

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13 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El porvenir nos ama

Es muy gozoso empezar un libro. Y es tan gozoso como luctuoso acabar. Acabar a alguien, dice los mexicanos, es dejarlo muerto. También en las películas de serie negra acabar con fulano o con mengano es dejarlo en un estado en la que ha terminado su porvenir. Su vida, desde luego, pero aún siendo esto funerario no resulta tan trágico como dejar al sujeto sin porvenir. A fin de cuentas, el porvenir más que la vida, es patrimonio de los seres humanos. Los animales, por extraño que parezca, carecen de porvenir y de ahí que vivan sin darle demasiada importancia a la vida. Nuestra vida vale incomparablemente más porque posee la potencia del futuro. Y el futuro es un dominio en el que nadie sabe qué puede hallarse. Más aún, mientras se encuentra en pie nos garantiza que nadie puede ser capaz de llegar a conocer nuestra medida. Esta porción que pertenece al porvenir es por ello la porción más rica y trascendente. No sólo los animales carecen de ella sino el mismo Dios que siempre "es el que es" se halla limitado. Mutilado a ser Él y no ser ninguna otra cosa. Parece esto un sofisma pero ¿de cuántos otros sofismas perniciosos no fue víctima la Humanidad?


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12 de junio de 2012
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La praxis de narradores y poetas

El trabajo de todos los grandes del verbo sólo se explica en base a la convicción de que el lenguaje no puede reducirse a instrumento al servicio de la subsistencia, y ni siquiera a vehículo de exploración cognoscitiva de la naturaleza. Siendo esta segunda capacidad el primer don con el que la naturaleza nos singularizó, narradores y poetas apuestan a riqueza aun mayor. Apuestan a que el lenguaje, fruto azaroso de la evolución, alcance sin embargo la potencia de ese verbo al que hacen referencia los evangelistas. Potencia que no nos arranca al mundo, pero sí nos hace sentir que lo irreversible del devenir del mundo no es lo único que nos determina.
Narradores y poetas apuestan a que el lenguaje pueda librarnos parcialmente del gravamen que, en la inmediatez natural, coarta nuestra libertad; apuestan a que pueda rescatarnos del vejamen que para el ser hablante supone la finitud y, en suma, apuestan a que el lenguaje encierre una potencialidad literalmente redentora. Y saben que los demás esperamos de ellos que se sacrifiquen para desplegar esta potencia, a lo que contribuimos también todos y cada uno de nosotros cada vez que asumimos nuestra singular naturaleza, cada vez que, comportándonos como seres de palabra, en lugar de usarla, hacemos de su enriquecimiento un fin en sí.
En tal sentido me he permitido afirmar algo que llamó la atención del profesor Enrique Baca, a saber que "vivir literariamente, en el sentido más riguroso del término ha de ser la máxima de acción que anime nuestras acciones" Añado ahora que tal praxis es la causa final de las modalidades de praxis que apuntan a superar las condiciones sociales que reducen al ser humano a la lucha por la subsistencia y como mucho a la lucha por el ornato de la vida. La sociedad en la que se realizaría esa asunción por el hombre del problema total de la existencia a la que se refiere Marx los Manuscritos del 44 habría de conducir a que, de alguna manera, la fertilización del lenguaje efectuada por narradores y poetas fuera tarea de cada uno de nosotros. Doy así respuesta a la pregunta que yo mismo me hacía en una reflexión publicada hace un par de meses en el diario El País:
"Precisamente cuando las medidas económicas apagan el alma de los ciudadanos, cuando la sumisión a agotadoras jornadas laborales tiene doloroso contrapunto en la ausencia de trabajo (o en el pánico a perderlo), se impone como exigencia política el restaurar la pregunta sobre la esencia de la condición humana y la tarea que respondería a tal condición. ¿Está el ser humano condenado a pensar que subsistir es ya mucho y así condenado a esa tortura a la que para algunos remitiría (por razones más o menos etimológicas) el término mismo trabajo, o es pensable una sociedad en la que la tarea esencial de todos y cada uno sea aquella en la que se fertilizan las facultades que nos caracterizan como especie singular entre otras especies de seres vivos y animados?"
Así pues, interrogándome sobre la razón del trabajo literario y barruntando que sólo por el enorme peso de tal razón en la vida de los hombres se explica la admirable ascesis de algunos escritores (la entereza con la que subordinan todo aquello que -por formar parte de nuestros intereses y deseos más anclados- los demás solemos erigir en fin en si), tomo apoyo en la Recherche de Marcel Proust a fin de extraer argumentos para una tesis general (que quisiera poder depurar de connotaciones tanto idealistas como románticas) no ya respecto a la obra literaria sino a la actitud de los que se consagran a la misma a saber: que haciendo del enriquecimiento del lenguaje la causa final de sus acciones son de alguna manera redentores de nuestra condición; en ellos recaería la misión de reconciliarnos con nuestra naturaleza, mediante el recurso de mostrar la fertilidad y grandeza de la misma.
Pues a diferencia de los discursos teoréticos sobre la singularidad del lenguaje humano, sobre la imposibilidad de reducirlo a un emisor y receptor de información, y sobre su capacidad de infinita renovación, narradores y poetas tienen la ventaja de la praxis. No se limitan a predicar las virtudes del lenguaje, sino que las muestran, convirtiendo así en evidencia la conveniencia de ponerse a su servicio: conveniencia de intentar reconciliarnos con lo que constituye el rasgo fundamental de nuestra especie, lo que nos singulariza en relación a las demás especies animales.
Y ¿por qué para la defensa de esta tesis y de la ética que de la misma se infiere he escogido la Recherche? ¿Por qué entre "todos los grandes del verbo" haber elegido a Marcel Proust? Intento en el propio cuerpo de la reflexión dar la respuesta.
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12 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sol es más grande que el Peloponeso

El mito literario del perdedor ha encontrado patrocinadores entre los teóricos de la historia y autores como Heródoto, Tucídides o Polibio han sido galardonados con el título de innovadores a causa de su situación personal de perdedores que, se pretende, les confería una perspectiva metodológica distinta. Pero la característica de esos historiadores antiguos no era haber perdido nada, sino el tener acceso a élites diferentes de aquella donde nacieron. Heródoto, por ejemplo, fue exiliado, pero como miembro de la élite de Halicarnaso tuvo puertas abiertas en Samos, Atenas y entre los griegos occidentales. Polibio pertenecía a la élite griega y él mismo fue rehén en Roma, pero como invitado especial de los Escipiones, de modo que poseyó una visión verdaderamente estereoscópica de la sociedad romana. De modo que la independencia material y el acceso a las élites intelectuales y políticas de la época fueron las condiciones cruciales de su labor como historiadores.
 
Anaxágoras poseyó la preciosa y siempre rara inteligencia de ver vínculos mejor que los especialistas. Estamos acostumbrados a descomponer el saber en ciencias y éstas, a su vez, en asignaturas que, con sus límites y fuentes, lastran funestamente toda especialización. Pero la idea de que el saber es de índole total era básica en las inteligencias enciclopédicas que dieron lugar a la modernidad. Según Vitruvio (VII, 1, 11) Anaxágoras fue, con Demócrito, el inventor de la perspectiva. La ordenación racional de la visión humana utilizando líneas rectas que convergen en el centro de un círculo y que, al cortarse en distintas partes, dan lugar a imágenes en perspectiva es un asunto filosófico y antropológico de primera magnitud. Pero Anaxágoras y Demócrito comprendieron algo superior: la ordenación visual del mundo exterior tiene la misma base que la construcción de las concepciones vitales individuales y colectivas. Anaxágoras era apodado “Intelecto” por su famosa aseveración: “todas las cosas estaban confundidas, pero vino el intelecto y las ordenó cósmicamente”. 
 
Los historiadores que por primera vez mostraron ser conscientes de la existencia de la perspectiva aplicaban la misma sabiduría anaxagórica: Polibio asegura en su memorable preámbulo (I, 3, 3-4): “Antes, los acontecimientos del mundo no tenian casi conexión alguna entre sí. En cada uno de ellos se nota gran diferencia, precedida de sus causas y fines y de los sitios donde sucedieron. Pero de ahora en adelante parece que la Historia se ha reunido en un solo cuerpo”.
 
No se ve por ninguna parte la calidad de “perdedores” de Heródoto, Tucídides o Polibio; al contrario, son los pioneros de una ganancia imponderable, comprendieron y aplicaron la perspectiva, y llevaron al pie de la letra la escandalosa tesis de Anaxágoras: el sol es más grande que el Peloponeso.


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12 de junio de 2012
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El negro de las cumbres

Lo mejor de la nueva versión cinematográfica de ‘Cumbres borrascosas' (la quinta, si no cuento mal) es su gama de colores. La fotografía pictórica de Robbie Ryan, premiada en los festivales de Venecia y Valladolid, es de una suave calidad acaramelada en los interiores de la mansión elegante de los Linton, la llamada Granja de los Tordos, y tenebrosa y áspera en los paisajes del páramo de Yorkshire donde trascurrió la vida de las Brontë y trascurre la única novela que escribió en su breve vida Emily. Ryan abusa de la planificación entrecortada y la cámara a mano, pero eso no es culpa suya sino de la directora británica Andrea Arnold, que ya hacía gala del mismo nerviosismo cinemático en la anterior y sobrevalorada ‘Fish Tank'. Su ‘Cumbres borrascosas' tiene más méritos que los fotográficos, aunque curiosamente el mayor de todos también tenga que ver con el colorido: la elección de un actor de raza negra para encarnar a Heathcliff, uno de los grandes ángeles diabólicos de la literatura, que en el original es descrito, de un modo ambiguo, como "gitano andrajoso [...] con el pelo negrísimo [...] en perpetuo contacto con el polvo y el fango" (cito por la sólida y jugosa traducción de Carmen Martín Gaite publicada por Alba).

    La negritud de este Heathcliff, que desempeñan en la película de Arnold dos actores, Solomon Glave de niño, James Howson de hombre joven, le añade al relato una resonancia de clase y raza que enriquece el contexto; la tersa piel oscura del golfillo encontrado en los arrabales de Liverpool contrasta con la lechosa epidermis de los rubicundos moradores burgueses de las dos mansiones, dejando en el medio, con matices cambiantes y deslizante carácter, a Catherine, ese extraordinario personaje de mujer hipersensible y sensual, descarada y apasionada que, en uno de los momentos clave de la novela, le dice exaltadamente a la sirvienta Nelly: "Yo soy Heathcliff", una proclama de identificación y semejanza con el Otro, con el Negro, con el Amante indecoroso y que menos felicidad y sosiego le puede deparar.

      La exclamación, y sus significados, fueron fielmente reflejados en la mejor adaptación fílmica del clásico de la Brontë, la que dirigió en 1939 William Wyler, en una producción de alto rango de la Metro Goldwyn Mayer, escrita por Ben Hecht y Charles MacArthur, fotografiada por Gregg Toland e interpretada por un impresionante reparto encabezado por Merle Oberon (una Catherine decidida y delicada), Geraldine Fitzgerald como excelente Isabella y Laurence Olivier, que trata de poner una mirada aviesa y parecer sombrío sin conseguirlo siempre, pese a la abundante sombra de ojos y el pelo zíngaro. También la necrofilia y el lirismo desolado de los cerros llegaban con potencia en el film de Wyler, pese a los límites morales de la época y los decorados de estudio; Andrea Arnold, que es más verídica y ha rodado su película en los Dales de Yorkshire, no por ello consigue verdad novelesca.

      El fracaso de la que ahora se estrena está en su concepto. Si, en mi opinión, las ‘Cumbres borrascosas' de 2011 fracasan y a veces pueden enervar al espectador, no es por el convencionalismo rutinario que marcó las que dirigieron en 1970 el mediocre artesano Robert Fuest y en 1992 un para mí desconocido Peter Kosminsky (arropado éste inútilmente por Juliette Binoche y Ralph Fiennes), ni tampoco por los irrisorios diálogos ni el delirante ‘cast' de mexicanos, polaca y levantino que le sirvieron a Buñuel para filmar en 1954, también en blanco y negro, ‘Abismos de pasión', su peor película mexicana y sin duda la más involuntariamente cómica. En el caso de Arnold se trata de que la realizadora, que necesita 130 minutos de metraje para contar mucho menos de lo que contaba en apenas 100 Wyler, partiendo de una voluntad de autentificar y hacer más descarnada la novela de Emily Brontë, se deja llevar por un a menudo insufrible amaneramiento formal que poco a poco va la despoja de ‘pathos'.

     Además del color, Arnold ha cuidado mucho el sonido, y -sobre todo si se ve la película en una sala con un buen sistema Dolby- las ráfagas de viento, las puertas chirriantes y los acentos norteños, casi incomprensibles en su ruda prosodia, se convierten en datos narrativos. También ha simplificado un poco, (pero eso lo hacía también Wyler) el intrincado nudo de las dos familias, los Linton y los Earnshaw, tan presente en lo que Harold Bloom, más entusiasta del libro de lo que yo lo soy, describió como "la historia de unos matrimonios tempranos y unas muertes tempranas". La generación de los herederos del infortunio, que alarga la novela excesivamente, aquí no está, pero sí está, y se agradece, la extrema juventud de los actores, todos adolescentes, como los pinta Brontë (ni Oberon ni Olivier, y mucho menos la Irasema Dilian y el Jorge Mistral de Buñuel estaban entonces en sus "salad days").

     Es justo señalar, sin embargo, que de la agobiante caligrafía con la que Arnold se esmera en reflejar el universo de los insectos, las aves, tanto rapaces como enjauladas, los rostros mojados por la lluvia, las manos restregadas y los cabellos alborotados, los páramos verdes o nevados, sobresalen dos momentos de poderosa intensidad: el lamido de la lengua de Catherine de la espalda azotada de Heathcliff, siendo ambos niños todavía, y el beso en primerísimo plano de Isabella y el Heathcliff adulto, que acaba en la mordedura y la sangre. En esas dos breves secuencias se trasmite el arrebato sin ley del deseo, la ampulosa necesidad del gesto romántico y los ardores de un infierno matrimonial que parece sacado de un drama de Strindberg.

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11 de junio de 2012
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Ese placer tan ruin

¿Por qué la gente, después de criticar a alguien, de poner de manifiesto su reprobación y su desagrado, siente una especie de bienestar? Sí, me refiero a una sensación placentera de aquellas que incluso hacen aflorar un movimiento de mandíbula, como si la boca se hiciera agua, acompañado de un aire de falsa dignidad. Repasemos la escena: entre dos o más personas se produce la chispa de complicidad propia de quienes empatizan gracias a un hilo brioso, aunque endeble, que les permite poner verde a quien no les escucha. Ni asomo de mala conciencia, acaso una leve sombra: «Igual estamos siendo injustos…», dicen. Siempre hay una voz más alta, la de quien limpia culpas y ratifica argumentos para estimular el regocijo, pero sobre todo para sentir una gozosa autoafirmación. Porque en definitiva ese es el principal beneficio de la crítica ajena. Quedarse tan satisfecho como después de comer un risotto. Nada que ver con la autocrítica que te aherroja y te encoge para luego engrandecerte. El chismorreo venenoso que se vierte sobre el vecino va creando un espacio común en el que resulta fácil desproveerlo de atributos. Al inicio se tantea, con ciertos miramientos, hasta que el interlocutor asiente y entonces ya no hay piedad que valga. La estructura siempre suele ser la misma: una minúscula circunstancia da pie a poner un nombre en el centro de la mesa, como a un pavo. Pero antes de trocearlo y deglutirlo, se exponen los hechos tal y como se explica una receta. Y al igual que cuando uno lleva una escayola descubre la cantidad de gente escayolada que hay en la vida, quienes empiezan a criticar perciben que algo les une, aunque sea la insidia. Los alemanes poseen una palabra para representar la derivación de la crítica más ruin: schadenfreude. El término se ha adoptado como cultismo en muchas lenguas, acaso por la imparable inclinación humana hacia eso que la cultura popular española resumía como «alegrarse del mal ajeno». Y es que hoy, la schadenfreude está presente en el orden del día. «Le está bien merecido», dicen los criticones con postiza beatería sobre aquellos que tenían mucho y se quedaron sin nada. La tendencia malsana a criticar y regodearse en los fracasos ajenos demuestra, según varios estudios, una autoestima por los suelos. Pero también implica un «ya lo decía yo», esa imperiosa necesidad de llevar razón, de caminar por el sendero correcto y de ser respetado. Veamos si no cómo Alemania secretamente se regocija de nuestra asfixia financiera o de cómo a España le produce alivio que Grecia esté en la cola. Cierto es que una sociedad madura necesita de una red capaz de neutralizar la envidia latente y de compadecerse ante la desgracia ajena. Porque hay formas de criticar que casi son liberadoras, peccata minuta, pero quienes se frotan las manos ante la estrepitosa caída al abismo de su propio país, eso hay que hacérselo mirar.

(La Vanguardia)

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11 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo impensable

Las negociaciones se han celebrado con el mayor sigilo: cualquier filtración podría quebrarlas por completo. A la casona en el sur de la ciudad han acudido sólo los más leales consejeros de los candidatos -ninguno de los cuales, por cierto, pertenece a la alta jerarquía de sus partidos. Los contactos informales se iniciaron poco después de la desastrosa presentación de Peña Nieto en la Universidad Iberoamericana y la consolidación del movimiento estudiantil. Tal vez si los jóvenes no se hubiesen atrevido a salir las calles y a unirse en un frente común contra el candidato del PRI la mera posibilidad de estas conversaciones hubiese sido imposible.

            El riesgo, para los involucrados, ha sido muy alto. Los propios candidatos reconocen que sus partidos -y buena parte de sus seguidores- se sentirían traicionados pero, aun así, se han arriesgado a negociar. Aunque López Obrador fue quien al principio puso más obstáculos, al final, contradiciendo la tozudez que tantos le atribuyen, acabó por dar el . Vázquez Mota también albergaba resquemores, pero también acabó por dar luz verde a sus representantes. Los dos saben que, más allá de sus desavenencias, el resultado de estas pláticas podría darle un vuelco no sólo a la elección, sino a la historia reciente del país.

            Tras dos semanas de frenéticos dimes y diretes, insultos y manotazos sobre la mesa, amenazas de ruptura y reconciliaciones in extremis, los negociadores redactan un borrador final. Nadie alberga demasiadas esperanzas: ¿quién podría imaginar que dos figuras tan distintas, tan opuestas, puedan llegar a ponerse de acuerdo sobre el futuro de la nación? Frente al borrador aprobado, López Obrador y Vázquez Mota expresan sus dudas. Resulta tan difícil imaginar políticos dispuestos a sacrificarse -a sacrificarse en verdad- por el bien común... Y sin embargo, en un abrumador golpe de timón, ambos estampan sus firmas en el documento.

            El Pacto de la UNAM, como se le conoce por la vecindad de la casona con nuestra "máxima casa de estudios", no sólo implica un acuerdo electoral, sino un vasto programa de gobierno. Una arquitectura que, pese a los conflictos que de seguro acarreará en el futuro, los dos candidatos consideran equivalentes a los pactos de la Moncloa españoles: la reinvención democrática de México doce años después de haber expulsado al PRI de Los Pinos.

            En el curso de una improvisada conferencia de prensa conjunta, previa al segundo debate, que toma por sorpresa al PRI, al Gobierno y a la sociedad en su conjunto, López Obrador y Vázquez Mota comparecen lado a lado ante las cámaras. La solemnidad y relevancia de la cita no se le escapan a nadie, y pronto la prensa internacional celebra el acuerdo como el día en que México cambió. Frente al pasmo y el estupor generalizados, los dos anuncian la alianza que habrá de unirlos y detallan el mecanismo empleado para llegar al acuerdo.

             Conforme a los datos de cuatro casas encuestadoras propuestas por ambos candidatos -anuncian-, López Obrador se halla en un claro segundo lugar en las encuestas, por lo que se convertirá en candidato único de esta especie de auténtica concertación mexicana, tan distinta de la farsa propuesta por Peña Nieto. Vázquez Mota, por su parte, ocupará el cargo de secretaria de Gobernación y Jefa de Gabinete en caso de ganar las elecciones. El gobierno pactado entre ambos contará con los mejores hombres y mujeres de cada partido, y ya anuncian los nombres de Juan Ramón de la Fuente, Alonso Lujambio, Marcelo Ebrard, Santiago Creel y buen número de independientes. El objetivo principal del acuerdo, aclaran, no es impedir que el PRI regrese al poder, sino articular una refundación integral del Estado mexicano, establecida en los 50 puntos que dan a conocer a continuación.

            Las reacciones no se hacen de esperar: el PRI y sus aliados mediáticos, tan expuestos en estas semanas, no tardan en denunciar el matrimonio contra natura de los antiguos rivales, el propio Gobierno federal muestra su rechazo, prominentes panistas e izquierdistas abandonan la alianza y anuncian su apoyo a Peña Nieto, pero el resto del país recibe la noticia con entusiasmo. La mayoría piensa que este Gobierno de Unidad Nacional es lo único que en verdad podría salvar a México. La seriedad y eficacia de Vázquez Mota constituirán un freno a las tendencias radicales y mesiánicas de López Obrador, mientras que la fuerza social de éste limará las aristas más conservadores de su nueva compañera.

            El 1 de julio, a la medianoche, los resultados son contundentes: PRI-PVEM, 38.2% de los votos; la nueva Alianza por la Unidad Nacional, 56.3 %. Rodeados por sus colaboradores y miles de ciudadanos entusiastas, Vázquez Mota levanta la mano de López Obrador. Éste, a su vez, le agradece su apoyo y alaba su valentía. Ambos se comprometen a cumplir con los principios de su acuerdo y a trabajar mano a mano por el bien del país. ¿Un relato impensable? Tal vez. Pero, en este mundo imaginario, nadie duda de que es lo mejor que podría ocurrirle a México.

 

twitter: @jvolpi



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10 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La palabra devaluada

Ya que no podemos devaluar la moneda, hagámoslo con la palabra. La palabra política se deprecia cada día que pasa en España. Empezando por la del presidente del Gobierno que la sacrificó en el altar de la patria: está dispuesto a desmentirse y a romper sus promesas tantas veces como lo exija la salida de la crisis. Una palabra depreciada no sirve para la persuasión. Tampoco para la explicación. La desconfianza en la palabra conduce al mutismo. Es la política sin comunicación, de larga tradición despótica: ve esclavitud en la palabra y dominio en el silencio. Nada de transparencia ni de control democrático, nada de explicaciones ni de discusión de las decisiones. No hay democracia sin palabra, inscrita en su raíz en el nombre del propio parlamento.

La palabra es también respeto y consideración hacia los ciudadanos. En plena devaluación de la palabra no extrañan los eufemismos, silencios y tergiversaciones como los practicados por el presidente del Gobierno. Este sábado ha incurrido en una flagrante desconsideración con su mutismo y ausencia ante la decisión probablemente más importante de nuestra reciente historia. Tuvo que ser el ministro de Economía, Luis de Guindos, en su calidad de miembro del Eurogrupo, no de gobernante y representante de los españoles, quien diera la correspondiente conferencia de prensa para presentar el rescate financiero de la banca española como si fuera una mera y simpática apertura de una línea de crédito incondicionada a unas empresas en crisis. Ni siquiera se permitió explicar inicialmente la cantidad exacta a disposición del sistema financiero español, el bazooka de 100.000 millones de euros. Según dijo, fue por cortesía con sus compañeros del consejo de ministros de Economía de los países del euro o Eurogrupo, cortesía que no hizo extensible a los más afectados, los ciudadanos españoles, y que su patrono, Mariano Rajoy, prefirió diferir hasta la desangelada conferencia de prensa que convocó en La Moncloa en la mañana de hoy domingo. Era evidente que una comparecencia inmediata de Rajoy con el bazooka en la mano, tal como exigían las circunstancias, habría escenificado con mayor claridad la gravedad de la decisión europea, cuando lo que interesaba era exactamente lo contrario. También habría suscitado preguntas que a estas horas no tienen respuesta, sobre la resistencia española a solicitar la ayuda europea, los esfuerzos para aplazarla o la pérdida efectiva de soberanía implícita en la decisión. El presidente del Gobierno prefirió la cortesía diferida de comparecer el domingo por la mañana, a pelota pasada, enfriadas ya las primeras reacciones y con los piadosos titulares en primera página de la prensa amiga, desmintiendo el rescate que todos los medios de comunicación internacionales anuncian sin eufemismo alguno. Rajoy se ha presentado como el salvador del euro y ha exhibido su capacidad de presión para obtener el maravilloso regalo de un rescate a medida y una intervención circunscrita al sector financiero, a sumar a la intervención en toda regla que él mismo ya desveló antes de alcanzar La Moncloa, cuando todavía no practicaba los eufemismos, las medias verdades y las directas tergiversaciones. Hay que hacer la media entre lo que decía cuando era el jefe de la oposición y lo que dice ahora, pues la suma de las exageraciones de antaño y los disimulos de hogaño da como resultado exacto un país sin márgenes presupuestarios ni espacio para la política y las decisiones del Gobierno, donde tanto da que la mayoría sea absoluta como relativa y que las comunidades autónomas estén intervenidas porque el país entero lo está, gracias a que lo está su sistema financiero. No es una mala noticia, es verdad. Tiene Rajoy harta razón en una cosa: es bueno para el euro y bueno para Europa. La mala noticia es la devaluación de la palabra que sufrimos y que permite mantener el silencio y la opacidad, soslayar las investigaciones y los parlamentos y exhibir con cinismo las mayorías absolutas y la inutilidad de las comisiones parlamentarias del pasado. La confianza perdida se debe a la devaluación de la palabra. Por mucha liquidez que inyectemos, si no recuperamos la confianza, el valor de la palabra, no saldremos de la crisis.



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10 de junio de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El rescate que no dice su nombre

Es un salvavidas. Un enorme neumático que cabe hinchar hasta 100.000 millones de euros, destinado a evitar que se ahogue el sistema financiero español. Sirve para rescatar a la banca española, es decir, el sistema financiero y en definitiva a España, a su economía. Pero no se presenta como un rescate, palabra maldita y asociada a países insolventes, y de corrosivos efectos sobre la imagen política de los gobernantes. Y sobre todo del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. El rescate no dice su nombre en homenaje y al servicio del presidente del Gobierno, que rechazó la idea de un rescate bancario, ásperamente incluso, cuando desmintió al recién elegido François Hollande.

Si no es un rescate, tampoco es una intervención. Nada peor que una España intervenida por esos hombres de negro fabricados por la negra imaginación de Cristóbal Montoro. La España rescatada e intervenida era la de Zapatero, la de Rajoy es la España soberana que decide sobre sus límites de déficit público, aprueba los presupuestos a su ritmo y nacionaliza los bancos cuando hace falta con la pólvora del rey de una deuda pública sin apoyo ni permiso europeo. De Guindos ha sido claro: el salvavidas no tiene por tanto contrapartidas macroeconómicas ni especial seguimiento presupuestario por parte de esos interventores que no intervienen. Si hay que hacer algo, se hará pero por iniciativa propia del gobierno soberano. Y se hará, por cierto. Por nuestra real gana. No hay rescate, no hay intervención, no hay hombres de negro, de acuerdo. Rescate suave, por tanto. No hay más intervención que la que había ya ahora. Y los hombres de negro no llegarán a La Moncloa, pero se colarán en todas las entidades bancarias que se agarren al salvavidas. Serán exigentes. Las consecuencias de la intervención no serán menores. Veremos cuántos puestos de trabajo quedan en el sector. Y cuántos bancos. Veremos qué queda del mayor y más averiado de los transatlánticos averiados que es Bankia. A pesar de la política eufemística, el rescate bancario, la intervención europea e internacional en el sistema bancario español y la entrada de los hombres de negro en los bancos arruinados difícilmente quedarán sin consecuencias políticas. Salvavidas de este tamaño colosal suelen pasar factura política. No siempre los eufemismos funcionan y casi nunca la ausencia y el silencio de un gobernante, Rajoy en este caso, sirve como metáfora de su ausencia de responsabilidades.



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9 de junio de 2012
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El Boomeran(g)
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