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De pequeña quería ser médico, cuando las matemáticas aún no se me resistían y la muerte apenas era un lejano sombreado. A los doce años cayó en mis manos la historia del Dr. Barnard, el cirujano que realizó el primer trasplante de corazón y que luego empezó a acostarse con la fama y a casarse con modelos. Su caudal de emotividad explicando cómo un corazón humano empezó a latir en otro cuerpo rodeado de gorros expectantes y látex erizados halló en mí una sierva dispuesta a encender su vocación y a rozar la idealizada heroicidad de quien salva vidas en lugar de almas. Claro está que no todos los médicos eran como el bronceado y dentón Dr. Barnard. Los que entonces nos sanaban, atendían a tres o cuatro pueblos a la vez e igual asistían un parto que le pinchaban la insulina a la abuela o cosían la rodilla de un niño. El maletín del médico de cabecera contenía un mundo misterioso regado por un olor terapéutico similar al de las farmacias, esa extraña mezcla de amoxicilina, desinfectante y menta. Pero además de remedios, “el senyor metge” poseía un don especial que combinaba autoridad con benevolencia, e incluso parecía que no cobraba por hacer su trabajo. Los vuelcos existenciales suelen rozar los extremos. Alejadas las fantasías clínicas me convertí en una hipocondriaca aventajada de las que compadecen al galeno por tener que anunciar el peor de los diagnósticos, pero capaz de revertir un instante la angustia en un sentimiento de eufórica resurrección al conocer la benignidad del asunto. Como era previsible acabé enamorándome de una bata blanca, y también aprendí a admirar el valor de esos ángeles en la tierra que son las sufridas enfermeras y enfermeros que cuando te conviertes en casi nada, un cuerpo tumbado sobre una camilla con papel cebolla y peúcos azules, tienen la palabra exacta para acompañarte en la soledad preanestesia. Si cada uno de nosotros contáramos nuestra vida siguiendo el hilo de nuestras patologías, descubriríamos hasta qué punto el cuerpo reacciona gracias a alguien que casi siempre hace horas extras. Las mismas que ahora están dispuestos a hacer los casi 1.800 profesionales insumisos para cumplir su juramento hipocrático y evitar la expulsión de los parias del sistema sanitario. Hay una construcción semántica interesante que estos días ha repetido el gobierno: “Atenderemos a los ‘sin papeles’, pero cobrándoles”. ¿A las prostitutas nigerianas, los menores apátridas, los sintecho, los sin nada? Por qué no afirman también que todos los parados tendrán trabajo si se pagan su propio sueldo. El “no” de estos médicos a aceptar uno de los mayores retrocesos no sólo sociales, sino éticos, con el que se pretende minimizar la insostenibilidad del sistema, muestra cómo entre la expropiación de la salud pública a los indocumentados y la firme reacción de los colectivos sanitarios para detener un estado de excepción hay tan sólo una humilde conjunción, eso sí, sangrante. (La Vanguardia)

Josefina Ludmer y Ariel Idez Josefina Ludmer, una notable crítica, entrevista a un autor joven,...

El país se encoge a ojos vista. Su producto interior bruto, el consumo, los puestos de trabajo, las empresas, sus servicios sociales, la calidad de su sanidad y de su educación. No hablemos de su prestigio y de su imagen, dentro y fuera, en Europa y en el mundo: rebajado, rescatado, intervenido, ocupado por los hombres de negro. Solo el ruido y la confusión crecen, magníficos ríos revueltos para la pesca de los fabricantes de realidades, los artistas del lenguaje político.
Encoge y se simplifica. La hegemonía del discurso monocorde es prodigiosa. Metidos en un círculo de tiza que pronto será muro maniqueo: nosotros y ellos, la razón y la fuerza, la justicia y la arbitrariedad, el derecho y el expolio, el bien y el mal. Las disonancias son meros matices internos. Nunca el pensamiento grupal había sido tan fuerte y extenso.
El éxito de propaganda es magnífico. Sus efectos morales demoledores. Nos sumergimos en la neolengua orwelliana donde la paz es guerra y la guerra es paz. Una nube recubre los mayores recortes de derechos sociales, presupuestos públicos, salarios y puestos de trabajo. El país está intervenido, rescatado, pero saca pecho como si estuviera a punto de alcanzar la plenitud histórica. Pedimos liquidez para no suspender los pagos de nuestra administración pero lo hacemos con exigencias y reconvenciones.
No cabe atribuir el mérito solo a los responsables del gobierno, a pesar de que hayan echado el resto. La oposición también tiene su responsabilidad. La del gobierno lo es por acción, pero la de la oposición por omisión. No ha hecho nada. Ni defender algo de su balance de gobierno, ni presentar alternativas, ni criticar con argumentos sólidos y coherentes las políticas del gobierno, ni sobre todo combatir su agenda de ocupación del espacio público.
Quienes debieran oponerse prefieren algún beneficio marginal al que acogerse. Alérgicos al riesgo, apuestan por seguir perdiendo lentamente a imaginar un envite que les pueda dar una victoria por pequeña que sea. Son los reyes del 'status quo'. Con poco se sienten gratificados. No es que no haga nada la oposición, es que no existe: unos se identifican directamente con el poder al que debieran oponerse, otros se conforman con su vieja parcela local en retroceso, mientras otros más solo piensan en el poder que se juega en otra parte.
Así llegamos al desierto actual. Nada peor y más denostado que oponerse radicalmente desde dentro, impugnar el dogma, negar la evidencia indemostrada. Los argumentos están ahí, sólidos, sin usar. ¿No es este el mayor fracaso de la reciente historia? ¿Hay que achacarlo entero y después de tanto tiempo todavía a la herencia recibida? ¿Todo se debe a la malvada acción de ese enemigo exterior secular que jamás ceja en su acción depredadora?
Nadie osa desde dentro. Si alguien intenta deberá hacerlo desde fuera, como una voz alógena. No está tan mal visto sumarse a ese Mordor que suministra cada día munición para nuestras quejas y moral para nuestros combates. Es mejor, o al menos más útil, que mantenerse en la tierra de nadie. Para no hablar de los ilusos que todavía pretenden tender puentes, reconstruir consensos, entenderse de nuevo. Son los más detestados. El negocio está en el conflicto, aunque no terminen de enterarse los tibios y los cobardes. Recibirán subvenciones quienes lo alimenten.
Todo termina en un dilema: callar o irse. Irse es una forma de callar y viceversa, cosas ambas que facilitan la tecnología y la globalización. Así se contribuye al proceso mayor, al empequeñecimiento. Sin esas voces, las que quedan se sentirán más cómodas, podrán campar a sus anchas.
Antoni Puigverd en 'La Vanguardia' ha dado en el clavo de esta pérdida: "Una nación de verdad es inclusiva. Tiene un proyecto común y sabe que existen cosas sagradas que no se ponen en peligro. Una nación de verdad no se construye sobre la negación de una parte de su gente".
El camino es claro. La hoja de ruta, aun con puntos de incertidumbre, sabemos a dónde lleva: cada vez más diminutos en un mundo cuyo centro de gravedad se desplaza y aleja de nosotros. Irrelevantes e insignificantes, pero eso sí libres y felices como pajaritos en el bosque contaminado.

Uno lo que escribe en los libros son mentiras, pero deben ser mentiras bien contadas, en las que se pueda creer a ciegas. "Esto me pasó a mí también", dice el lector, y uno recibe entonces su corona de triunfo porque se ha hecho acreedor a la credibilidad ajena. Han confiado en ti, y no los has defraudado. Esperaban una mentira bien contada, sin fisuras, sin dobleces, y se las ha dado. No tienen de qué quejarse.
Y cuando al llegar al final del libro el lector quisiera seguir adelante, porque se encuentra metido sin remedio en los laberintos de ese mundo que creaste para él, y quiere vivir al lado de los personajes, no abandonarlos, entonces tu corona es doble.
Ese lector que prefiere siempre la acción a la demora, a menos que se trate de un cuerpo desnudo. Ese lector al que nunca debes aburrir. Dice Billy Wilder, que hizo cine y no literatura, pero para nuestros fines viene a ser lo mismo, que su primer mandamiento es precisamente ése, "no aburrirás".
Ese mismo lector al que es necesario atrapar, antes de atrapar al asesino. No sé si esto último lo oí, lo leí, o lo inventé, pero de todos modos recomiendo no olvidarlo, tanto a los escritores maduros como a los aprendices.
Es peor que huya el lector, a que huya el asesino, eso hay que tenerlo por regla.

La tesis que estoy meramente barruntando es que el pensar que surgiría de la consideración de la physis por la teoría cuántica, carece realmente de precedente y no puede en consecuencia encontrar arraigo alguno. El pensamiento presocrático podría más bien presentarse como un rencuentro y dar aliento al proyecto siempre diferido de Heidegger que al pensamiento, indiscutiblemente filosófico, que intenta extraer las enormes implicaciones de los teoremas cuánticos de Kochen- Specker o John Bell.
Faltaría casi un cuarto de siglo para que estos se formularan cuando Heidegger esboza en notas su proyecto reflexivo en ese seminario de invierno de 1941. Pero, en las deslabazadas indicaciones del último párrafo, se perfila en filigrana esa dialéctica interna a la que antes me refería, entre la inclinación a desvalorizar el peso de la teoría cuántica en relación a su propio proyecto y la sospecha de que algo tremendo se fraguaba en la primera.

Autorretrato de André Bretón Los dibujos de Charles Baudelaire, que ha editado Sexto Piso, son solo...

La izquierda se esfuma y la derecha se endurece. Aquel centro idealizado e inaprensible que tantos éxitos obtuvo, ha dejado simplemente de existir. A juzgar por la marcha de la campaña presidencial en Estados Unidos, las ideas políticas pertenecen todas al mismo campo y el único proyecto que entusiasma a sus partidarios es el de una derecha cada vez más extrema, que cabalga guiada por los más radicales, el Tea Party. La convención del Partido Republicano, espejo en el que cada cuatro años se miran los conservadores de todo el mundo, se inclina cada vez más a la derecha. Mientras que los demócratas y progresistas no se sabe muy bien hacia dónde se inclinan, qué quieren, salvo aguantar la embestida y mantener el poder donde lo tienen. Veremos la semana próxima si Obama sabe electrizarles y funciona también en su convención como un espejo global.
La mayor paradoja es que tiene enfrente a un candidato republicano como Mitt Romney, que no era en absoluto un radical, pero nominado por los radicales como el último recurso para evitar que Obama repita. Como gobernador de Massachusetts hizo todo lo que su partido ahora combate: en asistencia médica, en derecho al aborto o a los matrimonios homosexuales. Todos tenemos derecho a cambiar, dice. Y el suyo es un cambio drástico, a juzgar por la plataforma de su partido, la gente que le rodea, los gobernadores que le arropan en la convención y el vicepresidente que se ha buscado, Paul Ryan. Nada a su derecha. No ha empezado tan solo una cabalgada hacia la derecha sino también hacia el pasado. La última perla es el eventual regreso al patrón oro, que la plataforma del partido pretende estudiar y debatir.
Mitt Romney ahora mismo se sitúa en todo a la derecha de todos los presidentes republicanos desde la Segunda Guerra Mundial: Eisenhower por supuesto, pero también Nixon, Reagan, Bush padre e incluso Bush hijo. Fácilmente se moderará si gana. Bastará con que remolonee un poco en la aplicación de sus promesas. Sabe hacerlo: si antes se derechizó también se puede centrar. Pero está visto que cree que no ganará si se modera, hasta tal punto está radicalizado el electorado republicano. Lo que más teme es que los votantes más conservadores no acudan a las urnas, como le sucedió a McCain con 17 millones de evangelistas sureños que le fallaron.
De su inmediato antecesor republicano, Bush hijo, recupera lo peor de todo: a los neocons que le llevaron al desastre de Irak, a la guerra contra el terrorismo y la debilidad de Estados Unidos en la zona. Y no le imita, en cambio, en políticas inmigratorias más flexibles, sobre todo de cara a los hispanos. Otro Bush, el ex gobernador de Florida, Jeb, se lo reprochó hace unas semanas y le situó también a la derecha de la tradición presidencial republicana. No es una discrepancia secundaria, sino que afecta directamente a las posibilidades que tiene Romney de ganar la elección presidencial. Según las encuestas, Obama puede obtener un 60 por ciento del voto hispano, mientras el candidato republicano puede quedarse solo con un 23 por ciento. Para que gane el candidato republicano necesita duplicar las expectativas de voto de esta encuesta de julio pasado hasta el 38 por ciento, acercándose así al 40 por ciento obtenido por George W. Bush en las elecciones de 2004.
Los hispanos son un dolor de cabeza incomprensible para los republicanos. Aunque son conservadores se muestran históricamente poco receptivos a sus propuestas. Con el detalle de que crece su peso electoral en cada elección. Es probable que no tenga que ver tanto con los programas como con la evolución del partido republicano, cada vez más identificado como un partido de blancos anglosajones y de religión evangélica, frente a la capacidad de mestizaje del partido demócrata, donde los hispanos encuentran mejor acogida. El primero es el partido de los Estados Unidos tal como han sido hasta ahora y el otro de cómo serán a partir de ahora. Esta batalla, sin embargo, no se jugará en el futuro en el terreno de las ideas sino estrictamente donde se juegan las grandes batallas geopolíticas, que es el de la demografía.

Desde esa necesidad que no tiene sustitutos, es que se escribe. Se la tiene o no se la tiene. Es un don, un regalo. La camisa de mil puntas cruentas que decía Rubén; se sufre con ella puesta, pero uno no se la quitará nunca de encima. Un regalo del cielo, y también un regalo del infierno, que te da la facultad extraordinaria de ver lo que otros no ven, registrar los detalles más nimios que en la composición de la página resultarán de extremada importancia; y regalo del cielo y del infierno será también la curiosidad insaciable que te llevará a las infidelidades, leer las cartas mal puestas, escuchar lo que no debes para utilizarlo después en tu beneficio, es decir, en beneficio de la escritura de invención, junto con las historias de familia fielmente guardadas que de ninguna manera respetarás. Por eso es peligroso contarle secretos a un escritor, porque las confidencias irán a terminar en un cuento, o en una novela. La ética de la escritura es aprovecharlo todo, un oficio ajeno al desperdicio.
Los temas de la literatura se cuentan con los dedos de una mano: amor, locura, muerte, poder. El poder, que es ya una locura en sí mismo. Si lady Macbeth hubiera sido una esposa sosegada, capaz de hacer feliz a su marido y envejecer en paz con él, no existiría en la literatura. Existe porque convirtió la ambición de poder en crimen. Por eso mismo no hay novelas ni sobre la política, ni sobre la historia, ni sobre el paisaje. Hay novelas sobre los seres humanos y sus conflictos, sobre los amores infelices, sobre las pasiones desbordadas, sobre las ambiciones que no tienen cura. La codicia, el deseo.

Bob Dylan aparece en las apuestas al Nobel Hace varios días comenté en Moleskine Literario la...
