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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los amos del universo

Exasperados, los ejecutivos no pueden creer que esos burócratas los hayan abandonado a su suerte, permitiendo que el tercer banco de inversión más grande del mundo se desvanezca de la noche a la mañana. Es casi la una de la tarde del 16 de septiembre de 2008 y Henry Paulson, Ben Bernanke y Tim Geither, secretario del Tesoro, presidente de la Reserva Federal y presidente de la Reserva Federal de Nueva York, acaban de confirmarles que el Gobierno no acudirá en su rescate. Punto. Su última opción, luego del traicionero pacto entre Bank of America y sus odiados rivales de Merrill Lynch, era la oferta de Barclays pero, desoyendo las súplicas de la administración Bush, el Banco de Inglaterra se ha negado a avalar la operación. No hay, pues, alternativa. A la 1:25 de la tarde sus abogados inscriben la bancarrota en la Corte de del Distrito Sur de Nueva York. Con más de siglo y medio a sus espaldas, Lehman Brothers ya es historia.

            Hace casi cuatro años justos de este episodio, recreado en el intenso thriller Margin Call (2011) y en la más literal Demasiado grande para caer (2011), basada en el fascinante libro de Andrew Ross Sorkin (2009), y los análisis y las especulaciones en torno a su origen y consecuencias continúan proliferando en la medida en que el derrumbe de Lehman Brother es percibido como el punto de quiebre -real o simbólico- de la Gran Recesión que aún aqueja a la mayor parte del mundo desarrollado.

¿Hubiese sido todo distinto si Paulson, antiguo patrón de Goldman Sachs, hubiese impedido la caída de sus antiguos competidores? Probablemente no: para entonces Wall Street se hallaba tan contaminada por los llamados "activos tóxicos" (las metáforas biológicas no son gratuitas) que la suerte de los cinco grandes bancos de inversión estadounidenses, interconectados con todas las instituciones financieras internacionales, parecía echada. Tras más de una década de "exuberancia irracional" -el término es de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal por 20 años y responsable de no anticipar la crisis-, el capitalismo contemporáneo ya no parecía capaz de evadir la catástrofe incubada durante la burbuja.

Muchas fueron las causas que dieron lugar a esta "tormenta perfecta". En primer término, el triunfo de la ideología neoliberal -y la teoría de los mercados eficientes- tras la desaparición del campo comunista. Puestas en práctica por Margaret Tatcher y Ronald Reagan, y copiadas por políticos de todas las latitudes (Salinas en México), las ideas de los economistas de la Escuela de Chicago, como Milton Friedman o Eugene Fama, condujeron a una época de brutal desconfianza hacia el Estado, siniestra desregulación financiera y una glorificación del individualismo cuyo espíritu quedó resumido en la frase de Gordon Gekko en Wall Street (1987) de Oliver Stone: "La avaricia es buena".

Paradójicamente, no fueron los Bush, padre o hijo, quienes mejor sirvieron a los intereses de este brutal laissez-faire, sino el demócrata Bill Clinton: en pleno enredo con el vestido de Monica Lewinsky, firmó la legislación que dio muerte a la legendaria Ley Glass-Steagall que prohibía que los bancos de depósitos fuesen, al mismo tiempo, bancos de inversión. Gracias a este pequeño favor, así como a la eliminación de la normatividad sobre los nuevos derivados financieros, instituciones como Goldman Sachs, Merrill Lynch, Lehman Brothers, Morgan Stanley o Bear Sterns tuvieron las manos libres para arriesgar miles de millones de dólares sin rendirle cuentas a nadie.

La proliferación de estos arcanos derivados financieros, o más bien la falta de reglas sobre los mismos, acabó por desestabilizar al sistema. Desarrollados por matemáticos y físicos (llamados quants por sus colegas), estos instrumentos buscaban diluir o de plano eliminar el riesgo -por ejemplo, el de las hipotecas-, pero a la larga hicieron lo contrario: contagiarlo sin fin hasta que todo la economía estuvo enferma. Si a ello sumamos la voracidad de los altos ejecutivos, quienes se asignaron antes y después de la crisis compensaciones estratosféricas, y a la imprudente concesión de créditos a quienes jamás podrían pagarlos, las condiciones estaban dadas para la catástrofe. 

Cuatro años después de la caída de Lehman, todavía padecemos sus estertores. Pese al gigantesco rescate operado por Bush Jr. y Obama -muy mal gestionado, según narra su antiguo supervisor, Neil Barofsky, en Bailout (2012)- y las incipientes medidas de estímulo de los demócratas, la economía estadounidense no termina de recuperarse, mientras que las de otras naciones, como Grecia, Portugal, Irlanda o España, se hallan al borde del abismo. Pero lo peor es que la lección no parece aprendida: los mismos "amos del universo" que con su codicia produjeron la catástrofe son, en todas partes, los encargados de recomponerla. Como resumió un analista: "nunca tan pocos hicieron tanto contra tantos".

 

twitter: @jvolpi



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24 de septiembre de 2012
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Las tetas asombradas

De fuente de vida o llave de la inmortalidad a atributo sexual y tabú, la evolución del significado del pecho femenino en nuestra sociedad certifica, a tenor del topless robado de la duquesa de Cambridge, que aún no hemos resuelto nuestro conflicto con las tetas. Claro que viene de antiguo, según el mito griego, a causa de los pechos de Helena ardió Troya; y la República Francesa fue representada por una mujer cuyo seno alimentaba al pueblo. La paradoja es magnífica: desde el pecho sagrado de la antigüedad, al psicologizado pecho freudiano o al político en los años sesenta, no hemos dejado de exaltar esa parte del cuerpo como foco caliente de la feminidad occidental. Las prótesis son el sueño de millones de jovencitas rasas y los anuncios de sujetadores que levantan y separan resultan ya tan domésticos como los de Avecrem, pero cuando un paparazzi fotografía el topless de la futura reina de Inglaterra, el mundo arquea las cejas con impávido asombro y reactiva el debate entre el derecho a la intimidad y el derecho a la información; eso sí, sin dejar de observar las proporcionadas glándulas mamarias de Catalina. Ahí está, implícitamente silenciado, el pecho erótico y los aperreados afanes sociales para ejercer control y poder sobre él. El mohín cohibido de la hipocresía cuando a una actriz se le asoma el pezón. O el malestar estético que para algunos aún supone la visión de una mujer amamantando a su hijo en un lugar público, mientras en playas, fiestas y beach clubs son bienvenidos con y sin camisetas mojadas. “¿A quién pertenecen realmente esos pechos? ¿Son para los hombres o para los bebés? ¿Son de Kate o pertenecen a internet?”, se preguntaba The Guardian, comparando el grado de vergüenza social ante el pálido trasero del príncipe Enrique -ventilado con cuatro risotadas- con el producido por la exhibición de la duquesa. El revuelo, según la prensa británica, desempolva el trágico fantasma de lady Di. La casa real británica ha declarado que se ha cruzado una “línea roja”. Pero en esa turbación pública también está presente el halo sacro que pervive en el imaginario colectivo y que aún resuelve mal su disociación: que el pecho represente a la vez la ternura maternal y el erotismo. “Hoy, lo que ha llevado a la mujer a una plena posesión de sus pechos ha sido el cáncer de mama. Ha aprendido, con la conmoción que supone una enfermedad que amenaza a la vida, que sus pechos son realmente suyos”, sostiene la profesora Marilyn Yalom en su exhaustiva Historia del pecho (Tusquets). Sin duda, una conclusión implacable: ante el sentimiento de pérdida aumenta el de propiedad. Mientras la mayoría de mujeres anónimas oscilan entre la disconformidad y el orgullo de sus atributos, “mis pechos son míos”, los de Kate Middleton, en la sociedad más voyeur de la historia, ya son de Google.

(La Vanguardia)

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24 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cuestión del gusto

Uno de los síntomas de la crisis es la pérdida del riesgo. Lamentablemente, los escritores, los agentes culturales, y a veces los periodistas, retornan a sus hábitos más conservadores. Pocos son los que asumen que no hay modo de remontar la crisis (la pérdida de públicos, la irrelevancia de las opiniones personales, la redundancia semanal de los mismos nombres ) sino explorando fuera de su cubículo y más allá de las resignaciones.  Si la duda es el método para procesar la crisis, no deberíamos hacernos indudables; y, más bien, tendríamos que empezar poniendo a prueba el mecanismo defensivo de las convicciones hechas hábito.

 

No extraña que algunos comentaristas puntuales, igual a las golondrinas que de todos modos volverán, teman ponerse a prueba en los desafios y se refugien en una modesta subjetividad. Uno de esos nidos tibios es el del gusto personal. Dudoso gusto entre  nichos y anidados.

No es para menos. Según la lección clásica, en una situación excepcional, cuando no sabemos cómo reaccionar, es que somos nosotros mismos. La crisis  es hoy un verdadero retablo de las maravillas.

El gusto es el último refugio de la buena conciencia. De todo lo demás uno es responsable: de su mala información, desigual educación, capacidad de descreimiento...Del propio gusto, en cambio, uno es ibéricamente irresponsable. Porque me sale de las entrañas, porque lo digo yo, porque lo siento en la piel.  

De las doce acepciones de “gusto” que documenta la RAE, ésta lo dice todo: “Propia voluntad, determinación o arbitrio.”  Claro que es una definición hecha con muy buen gusto. Porque el alarde del ego en el gusto obsceno que declara su disgusto feroz, es un abuso de confianza. Al final, más demótico que civil.

Bien vista, la tribu del gusto encarnizado revela el desbalance afectivo, esa deuda impagable de las uvas agrias en las sociedades arcaicas, de autoridad patriarcal. Es la obediencia inculcada la que conduce a la resignación del gusto restitutivo, esa oscura venganza personal. Más teatral es el gusto misantrópico, que es el disgusto de quienes al dudar de la calidad de la especie humana, prefieren descartarla.

La crisis, en efecto, demanda un ejercicio crítico que empieza por nuestros hábitos. Nos pone en duda, desnudados por la violencia de lo más evidente: nuestra propia irrelevancia.

La prensa amarilla es hoy aquella que reproduce la moneda falsa de las opiniones contrariadas, irreflexivas, sentimentales o patéticas. Allí donde huelen un supuesto escándalo se precipitan con hambre.  Nos someten a sus opiniones pero esperamos en vano por sus argumentos.  

Nos habiamos habituado a ser los personajes de nuestro discurso, y cómodamente discurríamos en la prosa diaria de una tribuna bien pagada de si.  Hasta ir al cine podía merecer nuestra opinión y la ejercíamos con el pataleo del gusto más personal. ¡Teníamos tánto que putear! 

En cambio, hoy la crisis nos impide la autocomplacencia y pone en duda nuestra paga de opinador casual. Larra al menos ponía en duda los hábitos sociales y no le parecía inocente el deporte de dispararle a los pichones. Y Juan Valera se quejaba de que la paga por escribir no le permitía comprar un traje a su señora. Es que somos unos miserabes, concluía. En cambio, entre los nuestros no faltó quien, al comienzo del retablo de las maravillas proclamara: “He cobrado un millón de pesetas por mi pregón en  Monte del Olvido.” En esa lógica de quien cobra más derechos, más sueldos o más premios, la economía ilusoria devoró todos los presupuestos. Se llegó a decir que si la cultura dejase de ser financiada, desaparecería.  Bien visto, son ese derroche y esa insensibilidad ética lo que hoy impide que los jóvenes profesionales no tengan lugar en un sistema de distribución sin competencia, mérito y evaluación, sin relevo ni justicia.   

Hoy sabemos que el gusto personal es otra prueba de nuestra fugacidad.  La historia literaria es, por ello, una economía del olvido: sólo recordamos gracias a lo mucho que olvidamos.  De allí el melancólico espectáculo del desengañado escribir: trabajan para el olvido, no sin tezón, legiones de opinadores encarnizados en la precariedad.  Sin ironía, enfatizan, además, su tránsito al reafirmar su gusto como  medida de  autoridad, esa nadería.  

 Por eso, las antologías son el periódico de ayer de la literatura: como los premios, los best-sellers y la moda, las anima su ardor de olvido. Nada más patético que una antología que cree ser un ladrillo del porvenir. Documentan, más bien, el cambio acelerado del presente cultural; y, por eso, las mejores son aquellas que  pronto son remplazadas.

Al final, el gusto artístico es una de las formas de la temporalidad, y es bueno reconocerlo para mejorar la conversación. También, para apreciar mejor la obra que nos dejan los autores cuya frecuentación nos ha acompañado, sin reclamo ni admonición. Esa intimidad del gusto de leer es de lo poco gratuito que nos va quedando. 

  

 

 



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24 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elogio de la transición

La española fue muy elogiada en su día. No ahora, cuando ni siquiera quienes la hicieron se atreven a reivindicarla. Véase a Jordi Pujol, que da por hecho que se equivocó. Ya que no podemos elogiar la nuestra, hagamos lo propio con la de Birmania, aunque todavía no haya desembocado en la democracia. Cae muy lejos, interesa poco y hay que esforzarse para encontrar paralelismos. Nadie va a reprochárnoslo.

Los paralelismos, que los hay, son de orden más moral que político y se personifican en la frágil y a la vez gigantesca figura de Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991, ahora líder de la oposición, pero durante muchos años bajo arresto domiciliario dictado por la feroz Junta Militar que manda en el país desde 1962.

Suu Kyi es la hija del general Aung San, héroe de la independencia asesinado en 1948 cuando ella solo tenía dos años. Desde 1988 encabezó la oposición a la Junta Militar y al año siguiente ya estaba bajo arresto, prolongado hasta 2010 salvo cortos periodos de interrupción. Al frente de la Liga Nacional para la Democracia, ganó en 1990 unas elecciones que la Junta Militar anuló. Y venció de nuevo y muy ampliamente en abril de 2011 en unas elecciones parciales, las primeras de la apertura democrática, en las que se jugaban 45 escaños sobre 600.

Suu Kyi tira de la cuerda cuando conviene, pero a la vez también echa una mano al gobierno tutelado por los militares al que se opone. En Estados Unidos ha sido recibida esta semana por Obama, Hillary Clinton y el Congreso como lo que es, una heroína de la libertad. Aunque encabeza la oposición, ha pedido en Washington que se levanten las sanciones contra su país. Como hacen los líderes responsables, actúa ya como si gobernara. Desde la epopeya de Mandela no se había visto nada igual.

De la ley a la ley. Sin rupturas. Con el consenso como método, ?hasta conseguir que forme parte de la cultura política de Birmania?, según sus propias palabras. Así se hace camino, no con la remontada de los extremos que conocemos en Europa y en Estados Unidos, la denigración del adversario o la abominación del consenso y de las posiciones moderadas.

Suu Kyi es una mujer paciente y reformista, preparada siempre para el compromiso y el diálogo. Sin estas virtudes, nada hubiera conseguido. Y ha sabido aprovechar la aparición de una figura clave, el exgeneral y ahora presidente U Thein Sein, un moderado dispuesto a dirigir el país hacia una apertura democrática. Siempre es cosa de dos, al menos. Nadie puede abrir el baile de una transición desde el poder sin la pareja al otro lado con la que emprenderá unas complejas relaciones de pacto y de pugna, como sucedió entre nosotros con Suárez y Carrillo.



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23 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estadísticas

Las estadísticas son abstracciones curiosas. El comisario para Libertad Religiosa de la Organización para Seguridad y Cooperación en Europa, Massimo Introvigne, ha declarado que, cada cinco minutos, matan a un cristiano en el mundo a causa de su religión, y la mayor parte, quitando un puñado en Corea del Norte y en China, en países musulmanes. Quizá sea una constante determinada por la superioridad, como aquella de los cien justos que preservan a la humanidad de la cólera divina. Entretanto, podemos distraernos pensando que ya hubo otras velocidades de crucero matador más elevadas. Pero está sucediendo en el mundo ahora, por más problemático y equívoco que sea el significado de conceptos como mundo y ahora.
 
Tito Livio, que según recuerdo era el más difícil de traducir, escribía, tuvo que escribir según las cuentas, tres libros al año. Como se han perdido las tres cuartas partes de los libros que formaban Ab Urbe Condita, no llega a un libro lo conservado de cada año  de trabajo titoliviano. Conozco escritores que hacen, y publican, otro tanto, y aún  más, los pobres. Yo creo que más de tres libros por década es demasiado. Y décadas como es debido, no tendrá uno más que un par en su vida, incluso creo que  eso es mucho decir, y dichoso aquel escritor que llegue a tener una, aunque sea una década de tres o cuatro años.


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22 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Estados confesionales

Esta señora hace cien mil años que vive en el desierto de Namibia. Se separó del tronco común del resto de la candidatura a la humanidad, justo en la fase decisiva de la evolución anatómica del humano moderno. Fue la primera en conseguir una bóveda craneal, unas clavículas y un torso humanos, conforme a la preceptiva en uso. Lo han dicho unos sabios de la universidad de Upsala. Nosotros, vascos, catalanes y musulmanes, parece mentira, pero aún éramos homínidos indefinidos y estábamos en el limbo, a milenios de nuestras esencias amantísimas.

Esta señora no tiene Estado propio, sangrante privación que debiera quitarnos el sueño, si nuestra solidaridad de pueblos que aspiran al pueblerinato estuviera a la altura.

Es preciso dotar de un bello Estado confesional a cada señora y cada pueblo tratados sin el debido respeto a sus quintaesencias. Estados confesionales vascos, catalanes y musulmanes, porque ¿de qué sirven las leyes, las carreteras, la educación, la sanidad y el resto de palabrería, si los Estados no son confesionales y no muestran el sagrado celo necesario para hacer respetar las consonantes geminadas o la sharia?

 

Los Estados confesionales, contra lo sostenido por nuestros enemigos fachas, no es que defiendan nuestra genética, lengua y religión venerandas, sino que defienden nuestro deseo de que así haya sido desde hace tropecientos años, porque nuestro amado clero así lo ha fantaseado, y sobre todo nuestro deseo de pureza, nuestro anhelo de que así sea en lo sucesivo, porque somos muchos, somos los más, quienes nos sentimos maltratados sin respeto a lo nuestro. Y nada, los demás a convertirse. Y al que no le guste que se vaya, nótese que ni siquiera lo echaremos.


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22 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Frivolidad

Las mejores soluciones son siempre producto de las reglas de juego aceptadas por todos. En relaciones internacionales corresponden al método multilateral, que da voz y voto a todos los países y permite decidir por mayorías más o menos equitativas, aunque no siempre justas: no lo son en el Consejo de Seguridad, donde cinco jugadores tienen derecho de veto.

La regla de juego protege siempre a los más débiles. Incluso en el peor de los casos en que hay un grupo de privilegiados con derechos especiales, la sola existencia de reglas permite salvaguardar los derechos de los más pequeños.

A este método se le pide que sea efectivo. Estamos en el mundo del pragmatismo automático: si lo multilateral no funciona, se abre camino sin dilación el método bilateral, en el que no es la regla de juego sino la correlación de fuerzas la que cuenta. Es lo que China quiere aplicar ahora al rosario de contenciosos que tiene con casi todos los vecinos con los que comparte aguas y disputa peñascos e islotes, en vez de acogerse a los arbitrajes y resoluciones de las organizaciones y tribunales internacionales. Es también el tipo de negociación que le interesa a Israel y a la que no quiere someterse Palestina.

Cuando no funciona la vía bilateral, queda expedito el camino de la vía unilateral, en la que cada uno hace de su capa un sayo y procede a ejecutar su santa voluntad: Israel se retira de Gaza sin negociar o recupera el control militar de Cisjordania. EE UU es un consumado atleta en este tipo de ejercicios entre el bilateralismo y el unilateralismo, una vez ha renunciado al multilateralismo por inefectivo. La unilateralidad en un contexto de poderes militares en competencia es el camino de la fuerza bruta y de la guerra preventiva.

Todo esto también vale para la política interior española, donde hay una gradación de soluciones a las disputas entre las nacionalidades históricas, Cataluña y País Vasco fundamentalmente, y el Estado central. La multilateralidad es el mundo de las reglas de juego, que establece la Constitución y que, a pesar de todos los defectos, es la mejor y única protección para los débiles.

Según se desprende de la amplia mayoría del Parlamento Catalán que apoyó el Pacto Fiscal de Artur Mas y de los manifestantes del 11S en Barcelona, el camino multilateral quedó agotado con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de 2005. Recordemos que dicho Estatuto había sido refrendado nada menos que por cuatro instancias democráticas: tres representativas, como el Parlamento Catalán, el Congreso y el Senado español y una directa, como es el corpus electoral de los ciudadanos de Cataluña en referéndum.

El alto tribunal español no se dignó ni siquiera tener en cuenta estas circunstancias legitimadoras en su sentencia, leída como un severo varapalo desde Cataluña y por los juristas catalanes, incluidos los más críticos con el Estatuto. Es una actitud que contrasta con la deferencia hacia el legislativo de los tribunales equivalentes alemán y estadounidense ante decisiones de similar gravedad, como son el caso de los acuerdos y tratados monetarios europeos en el primer caso, y la reforma del sistema de salud de EE UU en el segundo.

Traducido a términos prácticos significa que la regla de juego y su máximo intérprete quedaron desde aquella ocasión deslegitimados, al menos ante un amplio sector de la opinión catalana. Es lo que sucede con el multilateralismo cuando su efectividad se ve obstaculizada por la posición irreductible o fundamentalista de una parte.

A falta de una regeneración del multilateralismo, que significa consensuar de nuevo la regla de juego, se abrió así la vía alternativa, la bilateralidad, en la que cada agente intenta extraer la máxima fuerza de su posición para aplicarla luego en una negociación bilateral. Quien prefiere bajar el escalón de la multilateralidad a la bilateralidad debe contar con fuerzas para hacerlo con éxito. No es el caso de Artur Mas con su propuesta de Pacto Fiscal, rechazada por Rajoy sin más contemplaciones.

Mas imaginó su Pacto Fiscal para unas condiciones más suaves que las actuales: no contaba ni con la mayoría absoluta del PP ni con la profundidad de una crisis que ha dejado a Cataluña al pie de los caballos (es la oportunidad, le soplan los aprendices de brujo). Ni siquiera contó con el empuje del independentismo, alimentado en parte desde sus filas. Lo quería utilizar para completar una mayoría insuficiente en Madrid, le ha servido para gestionar los recortes y ha rematado la jugada sirviéndose de él para cabalgar el tigre del independentismo pujante.

Así es como ahora no ve más remedio que amenazar con el paso siguiente: la unilateralidad, que no es otra cosa que una declaración de independencia más o menos matizada. Tiene el inconveniente de que en este caso solo hay que contar con las propias fuerzas y solo se hace efectiva si hay suficientes energías interiores para sostenerla, como hizo Israel en 1948. En caso contrario, hay que retroceder de nuevo a la casilla anterior: negociarla a la baja y a la defensiva con quien acabas de romper.

La vía más fácil y racional es la multilateral: rehacer el consenso constitucional para intentar mejorar las posiciones propias. La bilateral, en mitad de una crisis de caballo, es inviable sin palancas como son los votos parlamentarios que completen una mayoría. Pero la más complicada es la unilateral, sobre todo para la parte más débil de un conflicto, porque la negociación ulterior puede dar resultados más amargos para ambas partes que cualquiera de las dos anteriores. Su corolario suelen ser más de derrotas que de victorias. Permite incluso que todo el mundo salga derrotado.

Respecto a la vía unilateral, no es ocioso recordar quién tiene la paella por el mango. España tiene derecho de veto en la UE. La división de los votos de los dos países socios resultantes en las instituciones europeas constituiría por sí sola un pulso del que nadie saldría indemne. Luego habría que negociar la partición de bienes: activo y pasivo, sobre todo este último. Si no hubo acuerdo para fijar criterios objetivos para permanecer juntos, menos lo habrá para hacerlo por separado.

La única declaración unilateral que se puede hacer es la que no tenga valor jurídico ni político alguno. Declararse Estado propio, por ejemplo. Aunque sea unilateral, la ausencia de efectos le quita toda peligrosidad. A excepción de la sensación que se deduce de una grandilocuencia sin resultados: es lo único que Tarradellas se había prohibido a sí mismo. Sobre todo, no hacer el ridículo.

Sorprende la frivolidad del momento, unos en su ceguera ante el conflicto que han ido alimentando con su empecinamiento y los otros en la ingenuidad adolescente con que trivializan el paso decisivo que quieren tomar. El abuelo Pujol lo tiene claro y lo ha recordado a sus hijos y nietos: ?Es casi imposible?.

Cataluña es un país europeísta, y por ende multilateralista. Puede que la ley no vaya en favor suyo, pero peor le irán las cosas si se atiene meramente a la cruda correlación de fuerzas y de intereses. El camino es el del diálogo y del pacto, para cambiar la ley si hace falta. Y ahora hace falta. Pero jamás para ir contra ella. Con la multilateralidad puede llegar a tener a todos a su lado: sucedió en la transición. También pueden funcionar las cosas si tiene fuerzas para establecer una regla de bilateralidad con el Estado. Pero que nadie se engañe, donde tiene todas las de perder es en la actuación unilateral.



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21 de septiembre de 2012
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IV. La historia mordiéndose la cola

Frente a los ataques contra la creación de la nueva ciudad, el presidente Porfirio Lobo, alega que la soberanía está a salvo, y que lo único que habrá son reglas especiales. Aquellos que escojan vivir allí podrán hacerlo con dignidad, sin las amenazas de la delincuencia, o sea, sin maras ni carteles de narcotraficantes, llenos de confianza, amparados por la seguridad jurídica, con trabajos garantizados, y excelentes niveles de educación y salud. Es decir, lo que no puede ser posible en todo el territorio nacional, se podrá conseguir como por encanto en el enclave modelo.
Supongo que de ser así, los 33 kilómetros cuadrados que el presidente Lobo afirma tendrá esta primera ciudad, para cuya construcción Corea del Sur ya ha hecho su primer aporte de socio potencial, no serían suficientes para albergar a los miles que querrán irse a vivir allí, un rápido viaje del infierno al cielo.
En sus explicaciones acerca de la filosofía de sus charter cities, Romer se hace él mismo la pregunta: "¿Es esto colonialismo?". Y se responde que no, porque en este caso no será la voluntad omnímoda de un estado extranjero la que determinará todo, sino que los ciudadanos del enclave tomarán las decisiones de manera democrática. Nada menos que el ágora entre rascacielos y trenes de alta velocidad, en medio de la selva.
El relator para la Libertad de Expresión de las Naciones Unidas, Frank la Rue, tras visitar Honduras en agosto de este mismo año, consignó en su informe que el proyecto de Romer es "una violación a la soberanía nacional y la garantía de respeto y promoción de los Derechos Humanos que tiene el Estado con la población en su territorio".
La historia mordiéndose la cola.

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21 de septiembre de 2012
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