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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Verdad y mentira en Hopper

Unas veces nos atrae y otras nos repele. Contemplado desde un punto de vista es un genio o algo así y desde otra perspectiva puede parecer un farsante o hasta un pobre chico. Esta es la sensación, siempre ambivalente, que despierta Edward Hopper, ahora en una extensa exposición del Museo Thyssen que merece la pena visitar hasta el 16 de septiembre.

Pero ¿qué le pasa a esa pintura para resultar -o resultarnos a algunos- tan equívoca? La respuesta más inmediata y acaso certera es que se trata de una pintura tan predeterminada que roza pronto la falsedad, y tan relamida que nos atemoriza como un truco. De hecho, por momentos su artimaña de trilero llega a atraparnos y por otros su pulcra exactitud nos distancia como de un tipo vacuo. ¿Pintura de la soledad? ¿Cuadros de la desolación? ¿No serán simplemente sino emociones prefabricadas? ¿No serán ciertamente sino cuidadosos simulacros?

No se hablaría, en todo caso, de simulacros vulgares o de primer orden ni tampoco su meticulosidad profesional carecería de conocimientos bien asumidos. Pero tampoco se trataría, como él pretende en sus escritos sobre pintura, de reflejos íntimos del artista "impresionado" sino, ante todo, de efectos impulsados por el afán de causar impresión a la visita. De ahí, seguramente, que su manejo de la luz sea más numérico que pictórico o, en suma, más luminotécnico que espontáneo o humanista.

Los ardientes defensores de Hopper caen en esta fácil paradoja: los quema la frialdad de sus representaciones, se sienten "quemados" como el mismo hielo hace sentir a la piel al permanecer unos segundos sobre ella.

Consecuentemente, la visión más o menos sostenida de un cuadro de Hopper se hace prácticamente imposible. De repente, todo está ya completamente visto y hay que huir. Se halla en su superficie todo lo que hay que ver tal como si en vez de conducirnos a alguna profundidad más atractiva e interesante, los sentidos rebotaran en su superficie y lo representado no fuera otra cosa que una viñeta. Esta hipótesis explicaría el porqué el análisis de su obra, sean unos u otros los exégetas, sea tan repetidamente igual en todos.

Casi todos los cuadros de Hopper o, al menos, los que en los años veinte le dieron su máxima fama son como fotos de un tema humano minuciosamente preparado para ser retratado. O, de otro modo, son como retratos de una realidad previamente amanerada.

Amanerada la realidad al compás de una idea que busca el efectismo antes que la transmisión de un pulso creador. Y adolecen, desde este punto de vista, de tanta carencia de naturalidad como serían las interpretaciones de algunos actores dramáticos que anhelando conquistar aún más la emoción del espectador, concluyen en insoportables escenas grotescas.

Hopper es más elegante y nunca se aproxima a lo ridículo, pero no por ello sería más verdadero. De hecho, no habría una manera más directa de calificar globalmente su última producción que atribuyendo su éxito a las conmovidas reacciones del gran público.

De su pintura de caballete al supercartel de cine hay solo un par de pasos y la coincidencia de comentaristas respecto a que su pintura es como fotogramas de un filme urbano no hace sino corroborarlo.

Esto dicho, Hopper es un buen placer para los sentidos. Y cuanto más dolidos mejor. Hopper lleva la desesperanza o el duelo a la pantalla, arranca la nocturnidad de la herida humana y hace, en fin, por nosotros las veces de un sufrimiento en clave de simulacro.

Ver padecer a las figuras de Hopper, siempre solas y en silencio, nos conforta. Nos conforta tanto que de la exposición del Thyssen se sale librado como de un mal crónico y hasta evidentemente reforzado.

He aquí pues, la mejor oferta del artista norteamericano: simplifica él en sus estampas los escarpados vericuetos del amor o del dolor, para dejarnos finalmente entregas tan planas sentimentalmente como la condición de su plana arquitectura de bastidor.

Exactamente.



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9 de octubre de 2012
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Zonas sombrías

Si no lo hubiera leído en un reciente número de The New York Review of Books no lo habría creído. Y menos aún imaginado. Tres diferentes videojuegos confeccionados en Ucrania por la firma GSC Game World han tomado como inspiración la película de Andrei Tarkovski ‘Stalker' y se han vendido en grandes cantidades por todo el mundo, más de treinta años después de la realización de ese film y pasados casi veintiséis de la muerte del gran cineasta. Como no soy consumidor de tales artilugios infantiles (muchos de ellos hechos, según creo, para uso de adultos), me veo incapacitado para juzgar la fidelidad de los ucranianos a la metafísica de aquella extraordinaria fábula futurista, situada en una hermética ‘Zona' llena de charcos. Tarkovski murió joven, con 54 años, y su vitalidad ha crecido póstumamente, convirtiéndole, por encima de las chorradas del ‘play station', en un referente clave de la ‘cinematografía del silencio', rama tan antigua como el mismo cine pero hoy -por contraste con el griterío estridente de las últimas tecnologías fílmicas- muy en boga entre las minorías, entre las que me cuento.

     Como suele pasar con los muertos, sobre todo si son sublimes y prematuros, la herencia de Tarkovski está muy disputada; directores remotos, desde Tailandia a Islandia, reclaman su paternidad, aunque, lógicamente, los hijos putativos le salgan con más facilidad en su Rusia natal. Aleksandr Sokurov pasa por ser el primogénito indiscutible, pero una buena parte de la crítica internacional saludó en el año 2003 la aparición de un joven director siberiano, Andrey Zvyagintsev, como la llegada del heredero del dios muerto. La película que dio pie a esa filiación apresurada se llamó ‘Vozvraschenie' y se estrenó en España bajo el título de ‘El regreso', y a mí mismo, quizá contaminado entonces por el qué dirán, me pareció un poco ‘tarkovskiana': la gravedad sintomática de los niños, tan importantes en las primeras obras del maestro, la lírica desnuda del paisaje, la parsimonia. Se trataba en cualquier caso de una primera obra de notable calidad, que ganó premios importantes pero no por ello hizo de Zvyagintsev un nombre familiar entre los cinéfilos. Ahora, tras haber filmado en 2007 otro largometraje no estrenado aquí, ha llegado en medio del verano más tórrido su tercera película, ‘Elena', para convencernos de dos cosas: Zvyagintsev es como mucho un sobrino segundo de Tarkovski, y tiene un talento refinado y hondo, sutil y fosco, que le pone en riesgo de ser orillado entre las modas de temporada y los ‘indies' rutilantes. Baste con decir que ‘Elena', mostrada en el festival de Cannes del año 2011 (aunque no en la sección oficial a concurso), pasó allí bastante desapercibida, mientras que bodrios del tamaño de ‘El árbol de la vida' de Malick o aplicados ejercicios formalistas como ‘Drive', ‘Take Shelter' o ‘The Artist' eran, además de premiados, enaltecidos.

    En una entrevista con motivo del estreno de ‘El regreso', Zvyagintsev, después de contar sus inicios como actor, estudioso del jazz y accidental realizador de videoclips, manifestaba su gran admiración por ‘La aventura' de Michelangelo Antonioni, un film que, venía a decir, había él prefigurado antes de verlo en una clase del Instituto de Cinematografía de Moscú, o, tal vez, el propio Antonioni realizó pensando en espectadores como él. Lo cierto es que en la construcción del encuadre y en ciertas medidas del tempo narrativo, el cineasta siberiano parece más ‘antonioniano' que ‘tarkovskiano', si bien  hay en Zvyagintsev una resonancia litúrgica imposible de encontrar en la filmografía del italiano, el más materialista y descreído de los grandes del cine de su época.

    Claro que la liturgia y hasta los rasgos de devoción que hay en la trama pueden ser emanaciones documentales del marco histórico, la Rusia actual, que el director refleja en su historia. Y es que ‘Elena', a partir del momento en que deja de importarnos su drama familiar y el apunte de intriga criminal, se define como una rica y ambigua parábola contemporánea, ofreciendo, en ese espléndido final del bebé encima de la cama del muerto involuntario que ha traído la riqueza a sus padres, el corolario de una sociedad sin valores, sin héroes, sin más finalidad que la supervivencia tribal de los individuos, adormecidos en la banalidad del entretenimiento doméstico representada por el perpetuo bucle de los programas televisivos al modo de una Tele 5 eslava.

     Todo eso lo plasma Zvyagintsev con delicadeza y detenimiento, desde el arranque del film con los pájaros en las ramas de un árbol (un plano que se repite casi simétricamente al final) hasta los ritos y acciones cotidianas (los desayunos, la iglesia, el gimnasio, la compra de los alimentos). A veces nos preguntamos el porqué de una duración que, en un cineasta tan preciso y exigente, no puede deberse a un descuido de montaje. Una cierta morosidad es intrínseca al arte del silencio, pero ¿qué puede significar el extenso plano en que la enfermera cambia las ropas de cama de Vladimir, que ha superado su accidente vascular y acaba de dejar el hospital? En ese inexplicable gesto plástico y en los pájaros posados sobre las ramas del árbol que hay junto a la casa donde se desarrolla principalmente la acción de ‘Elena' quiero ver el misterio de una teogonía. ¿La que fundó, sin sacerdocio, Tarkovski?

      Un componente sorprende en esta fascinante alegoría de la corrosión moral. La música. El director ha elegido como continuo un movimiento de la Tercera Sinfonía de Philip Glass, que puede parecer antitético y antipático. El ‘crescendo' repetitivo y un tanto hipnótico del compositor norteamericano funciona, sin embargo, estupendamente como melodía inquietante, tensa, desde que acompaña el primer viaje en tren de la protagonista Elena. Nos pone sobre aviso de que, bajo la superficie, no hay costumbrismo quieto ni naturaleza muerta en el sombrío drama pintado sin tremendismo, sin chafarrinón.

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9 de octubre de 2012
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El hablar de Crusoe VII

El quehacer cuando el tiempo no apremia

Crusoe indica varias veces a lo largo de su relato su impericia inicial para los trabajos que se ve obligado a efectuar. No sólo carece de medios sino que carece de oficio. Cabe así decir que Crusoe es un inventor de los medios mismos que le permiten practicar las técnicas necesarias a su subsistencia y a su confort. Más que artesano, Crusoe es un forjador de las condiciones de posibilidad de llegar a serlo. La tarea es tanto más ardua cuanto que carece de maestro que le inicie, de tal manera que necesita semanas o meses para superar etapas que, con la ayuda de un instructor, hubiera alcanzado en horas o días.

En sus meticulosas descripciones de los pasos mediante los cuales llega a adqurir la técnica de la alfarería, Crusoe hace que el lector tenga una percepción casi desazonante del enorme trabajo inútil, tanteos que a nada llevan, sencillo objetivos que duran todo un día cuando, de disponer Crusoe de un maestro y de utensilios se hubieran resuelto en instantes.
Ese mismo lector sin embargo espera anhelante que Crusoe triunfe, y el sentimiento de que todo cuesta un esfuerzo gigantesco pierde peso. Pues lo importante es efectivamente la actividad, lo que Aristóteles denominaba energeia, del espíritu, no ya para vencer los obstáculos que se oponen a la erección de lo necesario y de lo lúdico, sino para seguir siendo activo en sí.
El mortero que Crusoe llega a construir a partir de un tronco de madera y no de piedra (que por su carácter terroso haría que la harina se entremezclara con residuos) es un objetivo para el que el tiempo no cuenta. Pues el tiempo no es quizás sino introducir en la prosecución de objetivos la premura. Y en la soledad de Crusoe, el tiempo solo puede apremiar (es decir sólo hay realmente tiempo) tratándose de objetivos prácticos y siempre en función de la urgencia. Apremia el tiempo ciertamente cuando de no llegar a cargar el arma la fiera te alcanzará o cuando de no forjar los instrumentos de prensado la uva encontrada por Crusoe se pasara y no servirá para hacer vino. Pero no apremiaría en absoluto el tiempo si Crusoe, tras admirarse en su reflexión de la fertilidad de las matemáticas, decidiese consagrar a las mismas segmentos enteros del día identificado al ciclo de la naturaleza.
Y desde luego Crusoe se halla liberado de ese apremiar del tiempo que supone el que los frutos del trabajo artesanal, cognoscitivo o artístico estén desde el origen marcados por el destino de tener un valor de intercambio. Pues en el segundo caso sí que el periodo y la frecuencia asociada al mismo deviene un esencial constituyente, y entonces, no sólo construir tres objetos en el día natural es mejor que construir tan sólo dos, sino que asimismo simbolizar las fórmulas de la relatividad restringida en una fracción de ese día es mejor que hacerlo en varios de tales días.
Crusoe tiene inscrita en su memoria ese apremiar del tiempo correlativo al valor de cambio de las cosas, pero no vive en tal mundo y por eso, aunque su cuerpo se halle con su entono sometido al segundo principio de la termodinámica, cabe decir que su quehacer está parcialmente fuera del tiempo.

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9 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Adjetivación federal

Es la hora del federalismo. Pero no de un federalismo rotundo y eficaz, capaz de convencer y aplicar sus fórmulas a nuestros numerosos problemas, sino de un federalismo de difícil comprensión, que requiera explicaciones y adjetivos. En Cataluña, por ejemplo, estamos en el federalismo cansado, que pronto se puede convertir en escéptico y fácilmente desemboca en un federalismo arrepentido. En Madrid, en cambio, vemos cómo crece otro federalismo de signo contrario al que podemos considerar sobrevenido, converso o directamente oportunista.

Hay otras adjetivaciones opuestas que se declinan con talante diverso entre las dos ciudades. En Madrid suele espantar tanto el federalismo asimétrico como agrada el simétrico, cuanto más simétrico mejor, mientras que en Barcelona sucede exactamente lo contrario. Los mismos adjetivos suelen tener orientaciones semánticas contradictorias. Hay quien asegura con todo el aplomo que el estado de las autonomías ya es un sistema federal e incluso que posee asimetrías muy profundas, donde muchos otros ven mecanismos centralizadores e incapacidad para una federalización efectiva. Otros más ven por el contrario que solo una rigurosa simetría podría franquear la vía federal, para no vulnerar el principio castellano de que nadie sea más que nadie en que se basan el café para todos, los agravios comparativos, las quejas victimistas y toda la fatigante federación de conceptos que ha acompañado al Estado de las autonomías. Aún hay un caso más sofisticado como es el vaciamiento de la idea federal gracias al desgaste de la palabra. Este es el caso del PSOE, que utiliza la denominación federal para buen número de sus organismos sin que signifique absolutamente nada, y solo mantiene una relación ambigua y polémica como se suele dar en las federaciones en su tensa relación con los socialistas catalanes. Se llama federal, pero su alma es jacobina, y por eso solo se pronuncia con la boca pequeña en favor de una salida federal a la actual crisis de caballo del Estado de las Autonomías. Tiene una explicación que poco explica de la racionalidad política y mucho del populismo ambiental: lo que vende fuera de Cataluña es la defensa de la unidad de la patria amenazada y no un federalismo que no se sabe qué esconde, ni que adjetivo requiere o incluso si exige prefijo, como es el caso de la confederación, denostada como grado de disgregación mayor, próxima a la secesión.

Hay casos más drásticos todavía, en los que no hacen falta adjetivos porque es el sustantivo federal entero el que se tira al vertedero de la historia. Para cierta derecha española es un concepto próximo al separatismo, que reconoce la existencia de soberanías separadas que luego, solo hipotéticamente, se unen en la federación. Exactamente lo mismo, aunque en dirección contraria, sostienen históricamente el nacionalismo conservador vasco y catalán: sus naciones no deben unirse a las otras sino mantener una relación lo más bilateral posible con el Estado.

Ahora en Cataluña se está ampliando a ojos vista la corriente soberanista que exige esta relación bilateral y el reconocimiento de la soberanía. El resultado reactivo es que el federalismo deviene la formulación imprecisa y angustiada de quienes no quieren ni la unidad indivisible de la nación española ni la independencia de Cataluña. Electoralmente se verá el 25 de noviembre qué vale esta tercera vía, esa opción tachada en un lado de separatista y en el otro de españolista.

Después de las elecciones, cuando llegue la hora de la negociación, que llegará, el federalismo actualmente nebuloso y evanescente volverá a ponerse de moda y deberá convertirse en todo lo rotundo y eficaz que no es ahora, probablemente con la concreción de adjetivos asimétricos y matices bilaterales, hasta constituirse en la denominación para la salida a la crisis institucional del Estado de las autonomías. Mucho más probable e incluso deseable que la brusca separación o la regresión centralizadora es la unión libre entre iguales, que exige el reconocimiento previo de la personalidad de los estados federados, es decir, la federación. De momento española, ojalá que también europea. (Escribí este artículo por encargo de la redacción de El País en Valencia para su publicación hoy en el suplemento especial con motivo del '9 d'octubre', Día de la Comunidad Valencia, dedicado al federalismo.)



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9 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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En una carta de amor en romance navarro

del siglo XV se lee el pasaje que sigue a este párrafo. Se encuentra en el folio 228v del códice 12 del archivo catedralicio de Pamplona. La carta consta de dieciséis líneas tachadas con grandes aspas. Se trata, con toda evidencia, de un borrador bosquejado en la trasera de un códice. A mitad de su carta, el autor cae en cuenta de una cuestión crucial, a saber, quién va a ser el lector de la misiva:
 
Tú, compaynno que esta letra leyrás, no sé quién te serás, ruego te por caridat que nos tengas en poridat, porque cuando ayas letras de amores, tan en verdat seynnora, Dios te depare e dé buenos leydores, por tanto, te ruego que me recomendes en la gracia de mjs amores.
 
En poridat quiere decir “en intimidad”, “sin decirlo a terceros”. Viene del latín in puritate, compárese, por ejemplo, con non in multiloquio, sed in puritate cordis (Benito de Nursia). Se apela al secreto profesional del “leydor”, cometido muy importante en la época y que se suele pasar por alto. "En el mes que gela et njeua" de 1451, que es la fecha probable de la redacción, la mayoría de la población, quitando al clero y cuatro profesionales, era analfabeta, también la “muy excelent seynnora”. El autor es consciente de escribir, en primer lugar, para un lector intermediario de quien depende no solo la discreción, sino también la muy deseable transmisión de la “gracia”. Dos líneas antes de dirigirse al “leydor”, dice: “enamoradas todas aquestas palauras a vos sean presentadas”, o sea, habrá un presentador que influirá decisivamente. Más todavía, si tenemos en cuenta que el enamorado pretende hacer ua carta con valor literario y poético, lo que se ve en sus tanteos de rima y otros detalles, como el hecho de estar redactada en el espacio disponible en un códice jurídico, lo que indica su consciencia de que la versión era una prueba  y no sería enviada.
 
Dirigirse en un aparte al “leydor”, que no destinatario, de la carta es una singularidad de la que ahora mismo no recuerdo antecedentes. Con todo, no solo en esa época, sino desde milenios atrás, quienquiera que escribía para el público en general era sabedor de la inevitable e imprescindible mediación y tercería por parte de un lector, porque el público era analfabeto.
 
En el último folio del manuscrito de Mío Cid se leen estas líneas, que son unos cien años posteriores a la composición y redacción del poema:
 
El romanz es leydo, datnos del vino;
Si non tenedes dineros, echad allá unos peños
Que bien nos lo darán sobr’elos.
 
Se trata de un apunte de autoayuda del “leydor”, que así no tiene que improvisar el final y la invitación al público para que pague. El autor de Mío Cid sabía, cómo no, que su poema sería leído y expuesto al público por un lector y que su mediación era tan inevitable como imprescindible. Hasta las cesuras medianeras en los versos están pensadas para el lector. Que el Mío Cid sea el resultado de la decantación de diversas improvisaciones orales es una simpleza pidaliana, a su vez obediente a un tópico romántico ciertamente risible, pero contumaz y aplaudido como la tontería misma.
 
Cuando Diógenes Laercio (57) informa que Solón “transcribió la poesía de Homero con indicaciones para cantarla rapsódicamente, de modo que donde terminaba el primero empezaba el siguiente”, nos indica que los rapsodas leían los poemas homéricos para un público que, sin duda, era tan mayoritariamente analfabeto en la Grecia del siglo VI a. C., como en la Castilla del XIV o la Navarra del XV.
 
Que los rapsodas improvisaban es una mamelucada romántica, cuya esencia de bobada no queda atenuada por sostenerse en cátedras y disponer de bibliografía oceánica. Rapsoda significa “cantor de fragmentos”, no improvisador, ni poeta. La gente que improvisa “poesía” oral no suelta más que vacuidades en general y estupideces en concreto, es imposible que componga la Ilíada ni el Mío Cid, ya lo dijimos hace tiempo al hablar de los bertsolaris y el asunto no merece prueba mayor, ni era diferente en la antigüedad.
 
En el caso de los poemas homéricos, existe el agravante de que la credulidad romántica en la capacidad sobrehumana de la improvisación oral de los hombres tirando a medievales y antiguos se originó, a su vez, en un dictamen de doctrino. El abate d’Aubignac, que es el padre venerable de la oral poetry, no entendía la Ilíada. En consecuencia, en lugar de decir es excesivo, me desborda, es demasiado bueno o complicado para mi ignorancia, o sea, en vez de deducir la gran altura del poema, lo rebaja hasta el nivel en que ya lo puede pisar con sus entendederas cuadrúpedas, y proclama que es una “colección de canciones zurcidas, un amasijo de varias piezas antes dispersas, varios pequeños poemas compuestos separadamente por diversos autores y reunidos por algún ingenio ocurrente”. 
 
La idea de hacer que los homéridas -una corporación de lectores formados ad hoc—leyeran los poemas homéricos al público pertenece, con toda su distancia, a la misma estirpe que la solicitud mostrada por el enamorado medieval que compone una misiva y apela al “leydor”.


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9 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La audacia de la razón

Bajo un cielo frío e inescrutable, Barack Hussein Obama -el nombre más inusual que se haya pronunciado en estas ceremonias- atraviesa la explanada y se planta en el estrado frente al ala oeste del Capitolio. Es el 20 de enero de 2009 y, tras la fanfarria introductoria de John Williams y la infaltable oración de un pastor protestante, el primer hombre de piel negra en convertirse en presidente de Estados Unidos inicia su discurso. Intercalando vehementes invocaciones a Lincoln y a la Biblia, Obama lanza una severa crítica a su predecesor y hace un urgente llamado a recuperar los auténticos valores de la democracia. En sus palabras el mundo cree advertir una nueva era marcada por el multilateralismo, la recuperación del crecimiento, la tolerancia y el diálogo.

 

            La emoción despertada por su triunfo es tan apabullante que, a sólo unos meses de su investidura, se le concede un polémico Premio Nobel de la Paz. Mientras tanto, en su patria sufre una brutal campaña de desprestigio por parte de los conservadores -y ese nuevo engendro populista, el Tea Party-, quienes no dudan en compararlo con Stalin (o con Hitler), lo acusan de ser el mayor destructor del capitalismo moderno e incluso cuestionan su ciudadanía estadounidense. Una de las mayores falsificaciones de la historia política reciente porque, más allá de su carácter de símbolo del cambio, Obama está a años luz de ser un radical o un revolucionario; por el contrario, nadie se ha empeñado tanto como él para gobernar bajo los auspicios de la razón y el equilibrio en una época que se decanta por la exaltación y el anatema.

            Desde el inicio de su administración, Obama optó por la mesura y no por los alaridos propios de la sociedad del espectáculo. Pese a la andanada de descalificaciones y desaires republicanos, nunca cejó en su empeño de llegar a acuerdos con sus rivales. Sólo así logró aprobar in extremis su proyecto de seguridad social -su mayor conquista hasta el momento, avalada con el sorpresivo voto de John Roberts, el presidente de la Corte Suprema-, pero a cambio de poner en marcha un plan de recuperación económica que no alteró las bases del sistema, nunca enjuició a los responsables de la crisis y permitió que el 1% más rico de la población -los millonarios que hoy tanto lo detestan- sigan aumentando sus ingresos en una proporción desmesurada. En contra de lo que gritan sus detractores, la presidencia de Obama ha sido un ejemplo de moderación -apenas un punto a la izquierda de las de Carter o Clinton- y de una normalidad que contrasta radicalmente tanto con el espíritu de cambio ciudadano que le concedió la victoria como con las caricaturas que difunden sobre él Fox News o los voceros mediáticos del Tea Party.

De este modo, en los casi cuatro años que han transcurrido desde su juramento, Obama ha decepcionado tanto a sus compatriotas como a sus fans globales, aunque por motivos encontrados. Los conservadores siguen acusándolo de ser un ogro socialista sólo por haber aprobado una especie de seguro social obligatorio; los liberales lo consideran tibio o pusilánime; y, pese a las simpatías que genera en el resto del planeta, sus logros suenan tan exiguos que, en el primer debate contra Mitt Romney, celebrado esta semana en Denver, el presidente ni siquiera pareció capaz de enumerarlos (si bien ha conseguido la meta, vista como imposible, de reducir el desempleo al 7.8%).

            Aunque se esfuerce por mostrarse sonriente y afable con su familia, lo cierto es que Obama continúa siendo una de las figuras más inaprehensibles de nuestros días justo porque su acción política no se desarrolla a partir de los criterios habituales de la ideología o la mercadotecnia. En una era dominada por las iluminaciones de Bush Jr., la soberbia de Sarkozy, el cinismo de Berlusconi, los exabruptos de Chávez o el cínico pragmatismo de Romney, Obama parece flotar por encima de las disputas cotidianas y de los incesantes ataques en su contra. Su vocación es más la de un líder moral que la de un simple político y por ello su tono nunca resulta estridente o inflamado, sino didáctico: es el tono de quien no confía en las vísceras, sino en la razón. 

            Imposible saber si esta filosofía del poder, de espíritu casi budista, volverá a funcionarle en las próximas elecciones. Como quedó demostrado en este primer debate, su templanza puede ser vista como debilidad y su autocontención como soberbia. Pero, acostumbrados a líderes cuyas iniciativas responden sólo al maquillaje electoral, habría que celebrar que el presidente de Estados Unidos se detenga a exponer cada una de sus medidas y a explicar cada uno de sus logros y fracasos con ese temple lánguido y profesoral que hoy tanto le critican. Obama podrá resultar distante o enigmático, pero sólo por su voluntad de gobernar bajo los auspicios de la razón merecería otra oportunidad frente al burdo pragmatismo de Romney, ejemplo perfecto de los políticos sin escrúpulos de nuestro tiempo.

 

twitter: @jvolpi



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9 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Chávez: "las noticias de mi muerte son muy exageradas"


“La hora de Capriles”, tituló Mario Vargas Llosa su última columna, pero fue Hugo Chávez el que, una vez que se dieron los resultados oficiales, salió al balcón de la plaza de la Luz en Caracas y se puso a cantar el himno venezolano en un gesto aparentemente espontáneo, celebrando su reelección. “Las noticias de mi muerte son muy exageradas”, escribió alguna vez Mark Twain, y el Comandante pudo haber dicho lo mismo en las semanas previas a la elección, con cada nuevo análisis en que se lo enterraba (y con él a su “revolución boliviariana”, incluyendo entre los enterrados, por supuesto, a Evo Morales).

Hace un buen tiempo que a Hugo Chávez se lo está dando por muerto: derrota en el referéndum constitucional del 2007, cáncer galopante, y ahora un candidato serio y telegénico de una oposición por fin unida. Esas son, por lo pronto, fantasías freudianas de cumplimiento de un deseo. Con su victoria este domingo, Chávez está más vivo que nunca, desafiante y mesiánico, enarbolando la espada de Bolívar en el balcón. Su triunfo repercutirá en todo el continente. En Bolivia, el evismo saldrá reforzado (con una diferencia radical: la oposición sigue desarticulada y todavía no cuenta con un candidato de fuste capaz de parársele al frente a Evo).

Chávez no solo ganó de forma aplastante porque puso a disposición de su campaña los enormes recursos –plataforma publicitaria, infraestructura operativa, ilimitado presupuesto-- del Estado venezolano. También lo hizo porque su hábil manejo de un discurso de identificación con los sectores populares ha hecho que, para muchos, haya sido más fácil votar por un líder lleno de defectos e incluso posiblemente enfermo de gravedad, que por un político sólido y joven que ofrecía un proyecto atractivo. La sociedad venezolana está muy dividida, y Chavez ha contribuido mucho a esa polarización, pero no todos los males comienzan con el caudillo. Habría que decir, más bien, que el caudillo comienza gracias a los graves males que arrastraba la sociedad venezolana (ineptitud de la clase política, despilfarro de sus ingentes riquezas, grandes desigualdades sociales y económicas). Después de catorce años en el poder, esos males se han agravado: el Estado es cada vez más burocrático e ineficiente, los índices de criminalidad son los más altos del continente, la economía no da señales alentadoras de vida. Con todo ello, gracias a su carisma y talento político, Chávez sigue siendo visto como alguien cercano a las clases populares; el uso y abuso de los recursos del poder hace el resto.  

Pese a la derrota, Henrique Capriles no debería estar descontento. Los peores años de la travesía en el desierto de la oposición están llegando a su fin, gracias a la audaz idea de copiar el modelo de la concertación chilena y presentar a un solo candidato. A Capriles el chavismo lo quiso tildar de derechista, pero como gobernador del estado de Miranda ha sido un socialista moderado; su campaña, que hizo hincapié en su efectividad como líder más que en su ideología, consiguió votos entre ciertos grupos afines al comandante, pero no caló en el sector duro. El escritor venezolano Israel Centeno le reprocha a Capriles que no haya sido más combativo, que no haya cuestionado ni una sola vez un proceso político que da tantas ventajas al candidato oficialista, y que su moderación haya terminado legitimando un sistema electoral totalmente controlado por Chávez. Sin embargo, hay que recordar que, en años pasados, los partidos de la oposición, al decidir no participar en el juego político, le entregaron todo el poder en bandeja a Chávez. Era mejor participar que no hacerlo. No fue la hora de Capriles, pero esta derrota al menos abre la posibilidad de que en los próximos años haya un candidato capaz de vencer al chavismo. Considerando la fuerza del oponente, no es poco.

(El Deber, 8 de octubre 2012)  



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8 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las fuentes del afecto

El libro es una recolección de narraciones cortas  ordenadas en una suerte de crescendo que culmina con Las fuentes del afecto,  un espléndido relato al que alguien tan poco sospechoso de adulación gratuita o de tener mal ojo para los cuentos   como es Alice Munro considera   "una de las mejores piezas de la narrativa en inglés".

Los cuentos, todos ellos escritos  aleatoriamente entre 1952 y 1973, se han ordenado de acuerdo con tres etapas vitales claramente diferenciadas pero tan íntimamente vinculadas entre sí que, estoy seguro de ello, quien decida saltarse los pasos preparatorios y vaya directamente al relato final, se perderá gran parte de los matices, las propuestas  metafóricas y los juegos con los significantes que tanto admiraron a sus contemporáneos.

Como si de una vida se tratara, la primera etapa son relatos de infancia y no hay que investigar  mucho en la vida de Maeve Brennan, la autora, para comprender que son autobiográficos. Pero en ellos, pese a la sencillez del lenguaje y la levedad de las tramas, ya se insinúan los grandes temas que conforman  el ciclo o etapa siguiente, que correspondería a la juventud y madurez vitales y que se encarnan en dos m atrimonios, los Bagot y los Derdon. Con idéntica sencillez de lenguaje y sin apenas apoyatura argumental, la autora se las arregla para transmitir la vulnerabilidad, los miedos, la desesperación y el sentimiento de soledad que  aquejan a todos los personajes, pero que alcanzan cotas de una asombrosa clarividencia y complicidad cuando se trata de mujeres. Cada cual a su manera, Rose Derdon y Delia Bagot encarnan dos tipos de mujer/esposa/madre/esclava/tirana que a todos nos gustaría poder decir que forman parte del pasado y que hoy en día ya no existen. Pero quiá.

Una vez puesta de lleno a sacar a la luz los lazos más profundos que con los años pueden unir inextricablemente a un  matrimonio, Maeve Brennan,  sigue ahondando en la relación de Hubert y Rose Derdon, dos seres  capaces de crear una situación diabólica, pues Hubert, el marido, es consciente de que inspira en su esposa un miedo insuperable, pero sabe también el poder que ello confiere a su esposa, porque ésta conoce a su vez el miedo que insuperable que provoca en su marido la sola posibilidad de herir los sentimientos de ella.  No es de extrañar que, con su prosa sencilla y su absoluta falta de tremendismo, la autora se refiera a ellos como dos "agresores pasivos".

Años más tarde (está en el cuento titulado "El ahogado") Huber entra en la habitación de su esposa recién muerta y, entre otras cosas, revisa el contenido de unas cajas de chocolate tan meticulosamente dispuestas como si su contenido fuese precioso. Pero, ¿qué contenían? "Viejos recibos pagados treinta años atrás. Recetas de platos...tan elaborados que debía de haber soñado con una visita de los reyes de Inglaterra...Instrucciones para hacer vestidos que nunca en la vida tendría ocasión de llevar...". ¿Conclusión?  "...revelaban una mente completamente dedicada a las trivialidades y lo transitorio...sin desperdiciar nunca nada excepto su tiempo y su vida, así como el tiempo y la vida de él". Todo un responso.

Las fuentes del placer, por seguir con la alegoría de las etapas de la vida  simbolizadas en los dos ciclos anteriores, sería la vejez, la sabiduría, la visión final del último, el encargado de dejar constancia de cómo fueron las vidas de todos, es decir, Min Bagot, la hermana gemela de Martin Bagot, a cuyo matrimonio con Delia le han sido dedicados varios relatos de juventud. Resumiendo mucho podría decirse que Min Bagot es un personaje que a William Faulkner le hubiese encantado desarrollar. A sus ochenta y tantos años de edad, instalada en un apartamento del que no ha salido nunca en su vida y amueblado con los enseres  de sus padres y  hermanos, todos muertos, Min Bagot se considera heredera y superviviente de todos ellos, y una suerte de redentora. Para Min, que nunca ha experimentado placer alguno por sí misma, la satisfacción reside en la venganza de haber sobrevivido a todos cuantos encontraron en la vida más felicidad que ella: lo cual también es una forma de felicidad. Gracias a la información que lleva acumulada, el lector puede alcanzar la visión de una docena de vidas en unas pocas páginas que son como el hilo de agua que surge del aliviadero de una presa, en apariencia mansa pero que corre a impulso de la tensión que le transmiten los millones de toneladas de agua acumulada al otro lado del muro.

El lector curioso que investigue un poco en la vida de esta autora actualmente casi olvidada, encontrará una curiosa (y muy de agradecer) disociación entre la prosa limpia y distendida de estos relatos y los barruntos de tragedia que ya se cernían en el horizonte de Maeve Brennan, a punto de instalarse a vivir en los lavabos de señoras del New Yorker como paso previo a terminar en un asilo  por completo ignorante de quién era ella, o qué había hecho para merecer semejante final.

 

Las fuentes del afecto

Maeve Brennan

Ediciones Alfabia   



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8 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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