Hace unas horas comenté un post donde decía que cuando, en el mejor de los casos, los autores más...
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Hace unas horas comenté un post donde decía que cuando, en el mejor de los casos, los autores más...
Ilustración: Itziar San Vicente ¡Crisis! Pérez Reverte no supera los 40,000 ejemplares, Isabel...
Tony Judt El libro Pensar el siglo XX, las conversaciones de Tony Judt -quien falleció en el 2010-...
En 2008 se le detectó la enfermedad. En octubre de 2009 su cuerpo entero, excepto la cabeza, quedó paralizado. Todavía pudo dar una conferencia en la universidad de Nueva York que tituló Qué está vivo y qué está muerto en la socialdemocracia. Compareció ante el auditorio en silla de ruedas, con un respirador que sustituía a sus pulmones paralizados, pero con un vozarrón y un sentido del humor intactos, que impresionaron a los asistentes. Al empezar la conferencia contó que se hallaba en tal estado debido a la enfermedad llamada de Lou Gehrig o también esclerosis amiotrófica lateral, pero evitó cualquier atisbo de autocompasión, respecto al estado de la izquierda como al suyo propio: ?Soy inglés, no nos dedicamos a levantarnos el ánimo?. Murió en agosto de 2010.
En estos breves meses su cerebro no cesó de funcionar, y a todo trapo. Tres libros salieron de su cabeza prodigiosa. El primero fue publicado todavía en vida, desarrollando el tema de su conferencia neoyorquina. Algo va mal (Taurus, 2010) fue el título en castellano de su alegato en favor de los valores de la socialdemocracia y en contra de la cultura del enriquecimiento, el individualismo y la desigualdad. Pero dictó dos libros más, expresiones deslumbrantes de un pensamiento en efervescencia creativa justo antes de extinguirse. El primero se llamó en español El refugio de la memoria (Taurus, 2011) y estaba formado por unos textos breves de evocación autobiográfica, elaborados en su mente durante las largas noches de insomnio que acompañaban a su enfermedad. El segundo es un libro conversacional, fabricado a cuatro manos con Tony Snider, también historiador, y que lleva por título Pensar el siglo XX (Taurus 2012). Tony Judt ha quedado inscrito como uno de los grandes historiadores contemporáneos por su Postguerra (Taurus, 2006), pero cada uno de estos tres libros producidos en los últimos días de su vida han ido incrementando el interés y la admiración de sus lectores. Pensar el siglo XX condensa a su vez tres libros en uno, tal como cuenta Snyder en el prólogo: una historia de las ideas políticas en Europa y Estados Unidos, alrededor de los conceptos de poder y de justicia; la autobiografía intelectual de Judt y una reflexión o ensayo sobre los límites y los fracasos de los intelectuales en su compromiso político. Tony Judt estaba convencido de que ?el modo por defecto del historiador es la invisibilidad retórica?, pero no hay libros más emotivos y apasionantes, también de mayor densidad de ideas y reflexiones, como estos escritos en la visibilidad trágica de su cuerpo moribundo.
(El libro de Judt y Snyder fue elegido el mejor ensayo del año por los lectores de la edición digital de El País. Este pequeño comentario fue publicado en dicha edición el pasado 19 de diciembre).
En cierta ocasión, de haraganeo por Ribadesella, entré en las fascinantes cuevas de Tito Bustillo, uno de los lugares más misteriosos de Europa. A lo largo del recorrido permitido, que viene a ser como de un kilómetro, las gigantescas estalactitas forman un bosque pétreo cuyas sombras producen efectos siniestros y fantasmales. En una de ellas nuestro guía señaló unas muescas del fuste.
Aunque nadie sabe absolutamente nada sobre la vida y costumbres de nuestros abuelos hace decenas de miles de años, algunos elementos nos permiten deducir ciertas prácticas arcaicas. En este caso, es probable que los trogloditas usaran unos instrumentos de percusión, seguramente de madera, para producir algunos sonidos golpeando la columna calcárea rítmicamente. Uno los imagina graves y prolongados, como de una gigantesca campana, recorriendo la totalidad de la enorme cueva y provocando el pasmo de la horda establecida en la entrada, único lugar donde se han encontrado restos de habitación. Esa debía de ser una de las formas, entre miles, de la perpetua indagación de los mortales sobre su situación en el cosmos.
Desde el inicio de nuestro recorrido como simios erectos, los humanos hemos buscado algún modo de dar sentido a lo que percibíamos y nos rodeaba. Lo he dicho a la manera moderna para que se advierta la diferencia. Lo que hacían los antiguos no era "dar sentido" (¡como si pudiéramos dar sentido a algo!), era más bien preguntar directamente a las fuerzas externas con el fin de obtener una respuesta familiar o por lo menos no destructiva. No buscaban nada, no investigaban, no experimentaban. Todo eso es moderno. Dirigían sus preguntas al exterior, al mundo, al firmamento, a los animales y plantas, a los meteoros, a los dioses y ensayaban diversas formas de preguntar: halagar, regalar, complacer, augurar abriendo animales en canal o leyendo los reflejos del agua y el vuelo de las grullas, ordenando los circuitos astrales... y escuchando atentamente los sonidos y tratando de dominarlos. De entre todas las formas de apelar a los poderes desconocidos, la de los sonidos era la principal.
Por esta razón una obra monumental como el "Diccionario de música, mitología, magia y religión", mil ochocientas páginas que ha escrito Ramón Andrés él solito y publicado la editorial más prestigiosa del momento, Acantilado, tiene una extraordinaria coherencia. Es cierto, la música, la magia, los mitos y la religión fueron juntos prácticamente hasta el siglo XVIII. ¡Todo varió de dirección a finales de ese siglo, como si la humanidad decidiera (o fuera decidida a) elegir un nuevo camino a ciegas! Es un fenómeno del que aún no tenemos ni una sola idea consistente.
Ramón Andrés es un sabio que ha publicado trabajos imprescindibles para cualquier aficionado a la música seria, pero en este descomunal diccionario ha reunido y concentrado todo su inagotable saber. Una sabiduría, por otra parte, determinada por el oído. En una ocasión, viajaba yo con él, camino de Pamplona, y al pasar por unos campos trigueros que empezaban a verdear detuvo la marcha y se acercó al sembrado. Vi que se acuclillaba y prestaba atención. Estaba escuchando cómo crecía la yerba. Ya imagino la sonrisa escéptica del lector, pero qué le vamos a hacer, él oye más que nosotros. "Este año mocea bastante más aguda que el año pasado", me dijo con una vocecilla apagada, cenicienta, que apenas utiliza porque es todo oídos, antes de volver a poner el coche en marcha.
Naturalmente el diccionario es para ser leído a trozos y por entradas. Yo me abalancé sobre "Melancolía" (estaba entonces trabajando sobre pintura melancólica) y devoré veinte páginas magistrales. La estrecha relación entre la música y la melancolía, hija del padre Saturno, es del dominio común, pero Andrés sabe cosas que muy poca gente conoce. Por eso, dejarse llevar por la voluptuosidad de las entradas, "Abedul" (magnífica), "Treno" (sí, viene Stravinsky), "Herrero" (los del flamenco saben perfectamente cómo suena un yunque), pero también, ¿por qué no?, "Jentyenirti" o "Lemminkaïnen", procura el mismo placer que una de esas schubertiadas en las que no sabes si la próxima canción será de risa o de llanto.
Meterse en esta aventura una vez al día es una buena gimnasia para el intelecto, pero también un manantial de sugerencias para la fiesta: "¡Cielos, voy a escuchar de inmediato el "Kulervo" de Sibelius!", se dice uno tras leer la última entrada mencionada. He aquí una ocasión de oro para regresar al más celebrado incesto de los hiperbóreos.
No me ha parecido que los diarios de nuestro bendito país le hayan dedicado el lugar que merece a esta magna obra de toda una vida, así que me adelanto a decirles que es un perfecto regalo de navidad, siempre que el regalado sea persona de morro fino. Y que no grite al hablar.
Artículo publicado en Jot Down.
Las vitrinas destrozadas de las tiendas ofrecían sus mercancías a todo el que quisiera tomarlas, trajes de gala, pianos eléctricos, perfumes, relojes, canastas navideñas, champaña, vinos, televisores, refrigeradores. Para los que nunca habían tenido nada era una fiesta, y el saqueo no tardó en empezar. Cuando Somoza ordenó cercar la ciudad con alambre de púas, los beneficiarios del saqueo fueron los de su guardia pretoriana. Nunca olvido la imagen de un sargento vestido con su uniforme caqui, en el hombro un televisor, llevando de la mano a un niño que arrastraba una bolsa colmada de mercancías, alejándose ambos apaciblemente calle abajo.
La vieja Managua idílica fue borrada del mapa, pero nunca de la memoria, ni de la imaginación. Hay tantas Managuas de antes del terremoto como cabezas que recuerdan con nostalgia. Hoy lo que existe es una ciudad que ha multiplicado su número de habitantes, más de millón y medio, pero que nunca recuperó su centro, islotes de un archipiélago que resultó también del cataclismo.
Una ciudad que no es ciudad, hecha para los vehículos, pero no para la gente, sin sentido urbano, sin aceras, sin espacios de recreación, sin parques, fruto de la improvisación y de la desidia, marcada por los signos más ofensivos de la pobreza masiva, que conviven con los de una modernidad impostada, en un abismo de contrastes. La pobre y desarrapada novia del Xolotlán.
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