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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La guerra de los drones

Capturado en la frontera de Irak con Siria, el sargento Nicholas Brody pasa ocho años como prisionero de Al-Qaeda, sometido a toda suerte de torturas físicas y psicológicas. Un día, Abu Nazir, el feroz comandante de los terroristas, decide rescatarlo y convertirlo en profesor de inglés de su hijo. Brody no tarda en ganarse la confianza de su alumno y entre los dos se establece una relación de cariño al margen de la guerra. Hasta que, durante un bombardeo con aviones teledirigidos, el pequeño Issa pierde la vida. Devastado, Brody se transforma en agente de Abu Nazir, decidido a que el gobierno de Estados Unidos pague por sus crímenes.

            La incursión de los drones en Homeland -paradójicamente, Barack Obama ha declarado que se trata de su serie de televisión favorita- anticipó una de muchas escenas semejantes en la vida real. A mediados de 2012, Salem Ahmed bin Alí Jabed se atrevió a lanzar un severo discurso contra Al Qaeda en una mezquita de Jashamir, en el este de Yemen. Un par de días después, accedió a reunirse con dos miembros de la banda terrorista, quienes habían insistido en hablar con él; para protegerse, el clérigo acudió acompañado por su primo, un oficial de policía. Según el New York Times, un misil teledirigido incineró a los cinco mientras discutían bajo una palmera, así como a un camello que permanecía atado cerca de ellos.

            Durante su primera campaña, Obama prometió acabar con los abusos aprobados por su predecesor tras la caída de las Torres Gemelas: los interrogatorios mejorados -incluido el waterbording-, el envío clandestinos de prisioneros a terceros países, el limbo legal de Guantánamo y la falta absoluta de derechos de los llamados "combatientes ilegales". Cinco años después, el presidente en efecto terminó con las torturas y las entregas ilegales, pero en cambio no logró cerrar Guantánamo, donde quedan más de cien internos que no han sido sometidos a juicio y, arrogándose un poder mayor que el de cualquier otro líder democrático, determinó que él mismo, sin intervención de las cortes o del Congreso, podía ordenar la ejecución extrajudicial de miles de supuestos terroristas con la opacidad propia de una dictadura.

            No es ésta la primera traición de Obama hacia sus electores -durante su mandato se han llevado a cabo más expulsiones de mexicanos ilegales que durante todos los años de Bush Jr.-, pero sí la más grave: quien fuera celebrado por haber devuelto al mundo a la vía de la legalidad y el respeto a los derechos humanos, y fuera recompensado incluso con el Premio Nobel de la Paz, se comporta ahora como un tirano. El apelativo no resulta desmedido: ninguna democracia puede tolerar que un solo hombre pueda dictaminar la vida o la muerte de una persona sin que ésta sea sometida a un proceso judicial. Los asesinatos a sangre fría de Jabar y su primo, así como de decenas de civiles y cientos de supuestos terroristas en Yemen, Pakistán y Afganistán resultan indefendibles por más que el gobierno estadounidense se escude en la supuesta "amenaza inminente" que éstos representan. Según el Bureau of Investigative Journalism, entre 2500 y 3500 personas han muerto en ataques de drones, incluyendo entre 500 y 1000 civiles y entre 170 y 200 niños.

            Al parecer los "martes de terrorismo" el presidente Obama se reúne con John O. Brennan, su principal asesor en la materia -ahora elevado al rango de director de la CIA-, y otros oficiales, quienes le presentan las pruebas sobre cada sospechoso. A continuación él decide, en solitario, quienes deben ser objeto de esos "asesinatos selectivos" copiados de la política antiterrorista israelí. Como señaló el representante Rand Paul durante las arduas sesiones de confirmación de Brennan, todo ello sin informar al Congreso o a la opinión pública, como si se tratase de un antiguo monarca. En muchos casos, los ataques de los drones -un término designa a un tipo de abejorro- ni siquiera han ido dirigidos contra los combatientes, sino contra los clérigos que llaman a la yihad, como Anwar Al-Aulaqi, el imán estadounidense ultimado en Yemen en septiembre de 2011 (días más tarde, su hijo adolescente también fue asesinado "por error").

            Tras los atropellos cometidos por George W. Bush, jamás imaginamos que el paladín de los demócratas -acusado por los sectores más reaccionarios de su país de ser un socialista- sería capaz de comportarse de manera aún más atroz: empleando esas naves que carecen de piloto finge que sus manos no se encuentran manchadas de sangre. ¿Quién hubiese podido imaginar que Obama terminaría convertido en un halcón peor que Cheney o Rumsfeld? Hoy más que nunca, la democracia estadounidense reniega de sí misma: si incluso el presidente más progresista que ha tenido el país en décadas es capaz de semejantes despliegues de fuerza y arrogancia, ¿qué esperanzas nos quedan de que la legalidad internacional al fin se recupere?

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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17 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Maquiavelo en el Vaticano

La mayor ambición debe revestirse con los ropajes del total desprendimiento. El programa, las alianzas, los argumentos, la propaganda, deben ir más allá de la discreción hasta alcanzar el silencio absoluto. Solo caben la piedad y la fe. El funcionamiento de los mecanismos del poder y de las complejas escaleras que conducen a la cima pertenece a una gramática universal, pero en ningún otro lugar se dan con tanta pureza, tanta resolución y también tanto silencio. Solo llega quien convence al mundo de que ha renunciado a todo y ha matado hasta la última bacteria de vanidad en su interior.

Hay campañas electorales, hay el equivalente a las primarias en los partidos, incluso hay algo similar al supermartes de las elecciones estadounidenses, según han señalado los periodistas encargados de informar sobre el acceso a ese poder espiritual, que es tan puro y perenne como terrestre y tangible. Pero siempre se dan en forma de señales débiles, guiños apenas interpretables, sobrentendidos que solo una larga experiencia permite descodificar rápidamente.

El tiempo tiene una función indispensable en la decantación de las ambiciones y en su realización. No pasa en vano y los príncipes aspirantes lo tienen tasado, primero por su edad avanzada, y luego por la jubilación obligatoria impuesta en tiempos recientes. Pero la envergadura del cetro universal al que se aspira también exige unas ansias de poder de largo y profundo vuelo y una disposición al sacrificio y a la renuncia como único camino para alcanzar la más alta recompensa. Hay que saber apostar desde muy joven y aguantar la espera en una ascesis para muchos insoportable: son los que van cayendo por el camino, incapaces de resguardar sus pasiones de la vista de los otros.

La fortuna juega sus cartas. El monarca muere o renuncia inesperadamente, abriendo el camino a los príncipes aspirantes que hayan sabido mantenerse preparados y sepan leer los signos del tiempo. Es el lenguaje funcional del maquiavelismo, que se da aquí como en todas partes, pero queda públicamente anulado y encapsulado en el fuero más interno, donde la ambición debe llegar al grado cero antes de investir los ropajes blancos del poder infalible y máximo. Ahí está el secreto litúrgico para echar una mano: esos hombres se comportarán como tales en sus peleas por alcanzar la magistratura máxima, no hay otra forma de hacerlo, pero deberán acomodar sus manejos y tratos a la exigencia ceremonial de una opacidad sin fisuras, encerrados a cal y canto.

Ningún imperio ha conseguido ni siquiera emular esa escenografía soberbia de la sucesión en el poder. Ni en su solemne pompa litúrgica, ni en su oscurantismo, ni en la emoción popular de romanos y peregrinos agolpados en la plaza de San Pedro. Será quizás porque responde a la paradoja de que en el espíritu eclesial el poder se despliega a la vez como cero y como absoluto.



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16 de marzo de 2013
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II. Ascenso a los altares

Sin duda el comandante Chávez, gracias a esa eternidad que sólo crea la magia de las mentes, entrará en el santoral no oficial al que pertenece el doctor José Gregorio Hernández, el médico entregado a los pacientes pobres, y muerto a una edad parecida, frente a cuyo retrato se enciende veladoras y se elevan plegarias porque, además, desde esa eternidad alimentada por la devoción se quedó haciendo milagros en beneficio de los suplicantes.
Para pasar a los altares populares habrá sido necesaria en vida el aura del carisma, que empieza por el magnetismo personal, por la memoria para recordar nombres, por el don de la oratoria que electriza porque polariza, mandando a la hoguera a los adversarios. No quedaría en el alma colectiva donde se engendra el mito alguien que pronunció en vida discursos aburridos y monocordes, que no cantó y bailó en las tarimas, que no sabía de memoria las tonadas llaneras, que no desafió gallardamente al gigante de siete leguas.
Pero sobre todo, al caudillo muerto se le recuerda como uno recordaría a su propio padre, bondadoso, dispuesto a extender la mano para colmar de dones a sus partidarios, y al mismo tiempo decidido a castigar a los díscolos enviándolos a las llamas del infierno. Síganme los buenos. La patria que el caudillo ofrece como panacea sólo da cobijo a los fieles seguidores.

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15 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Con lo esbelta que era yo

Este himno eclesial del año mil, cuando era universal convención que todo se iba a pique, anticipa el qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención, qué de las nieves de antaño, y con lo esbelta que era yo:

 

Audi tellus, audi magni maris limbus,

Audi omne, quod vivit sub sole,

Huius mundi decus et gloria

Quam sint falsa et transitoria,

Ut testantur haec temporalia,

Non in uno statu manentia.

Nulli valet regalis dignitas,

Nulli valet corporis quantitas.

Nulli artium valet profunditas,

Nulli magnae valent divitiae,

Nullum salvat genus aut species,

Nulli prodest auri congeries.

Transierunt rerum materies,

Ut a sole liquescit glacies.

Ubi Plato, ubi Porphyrius;  

Ubi Tullius aut Virgilius;

Ubi Thales, ubi Empedocles

Aut egregius Aristoteles;

Alexander ubi rex maximus;

Ubi Hector Troiae fortissimus; 

Ubi David rex doctissimus;

Ubi Salomon prudentissimus;

Ubi Helena Parisque roseus —

Ceciderunt in profundum ut lapides:

Quis scit, an detur eis requies.

Sed tu, Deus, rector fidelium,

Fac te nobis semper propitium,

Quum de malis fiet iudicium.

 

 

Oiga la tierra, cintura del amplio mar,

Oigan todos cuantos viven bajo el sol,

Cuán falsos y perecederos son

Ornato y gloria de este mundo,

Cómo trascienden sus eventos

Que en ninguno hay duración.

Nada aprovecha dignidad regia,

Nada, del cuerpo magnitud

Nada, en artes profundidad,

Nada, en riquezas cantidad.

A nadie salvan género ni especie,

A nadie sirve el oro amontonado.

Pasó la sustancia de las cosas,

Como hielo derretido al sol.

¿Dónde están Platón y Porfirio?

¿Qué fue de Tulio y Virgilio?

¿Dónde para Tales, dónde Empédocles,

O el famoso Aristóteles?

¿Dónde está el gran rey Alejandro?

¿Dónde Héctor, de Troya el más fuerte?

¿Dónde David, rey sapientísimo?

¿Qué fue de Salomón el prudentísimo?

¿Qué de Helena y Paris rosado?

Como piedras cayeron al hondón,

Quién sabe si descansarán en paz.

Pero tú, Dios, rector de fieles,

Sé siempre para nosotros propicio,

Cuando en cosa de males se falle el juicio.

 

 

 



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15 de marzo de 2013
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La condena al mal contingente

En alguna ocasión he evocado aquí el libro de Max Pohlenz La libertá greca en el que se recuerda el vínculo entre la condición del ciudadano y la asistencia al teatro, siendo los esclavos los únicos que estaban a priori excluidos de lo que en la representación trágica se dirime.
La cuestión es de total actualidad en un momento en que parece que nuestra atención está exclusivamente canalizada hacia el mal contingente, mal del que la sociedad constituye la matriz en lugar de servir de contrapunto.
Es abrumador que no quepa detenerse en lo que de inevitablemente trágico tiene la condición humana, y es duro corolario de ello el que tampoco quepa la exaltación y la fiesta. Ensombrece el alma el que sólo quepa enfrentarse a la miseria empírica, que una sociedad mínimamente sana hubiera conseguido relativizar. Ensombrece el alma que no haya forma de confrontarse a los retos auténticamente esenciales que tiene el hombre. Ensombrece el alma que las artificiosas querellas generadas por un sistema social mutilador de lo humano excluyan del horizonte ese "problema total de la existencia" al que se refiere Marx al final de los Manuscritos del 44.

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14 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El tamaño de un papa

Si Wojtyla fue el papa del final del siglo XX, Ratzinger no ha sido el papa del tercer milenio, es decir, la personalidad mundial que corresponde a la extensión, el peso demográfico y la fuerza del catolicismo en el mundo en transformación geopolítica del siglo XXI. Él mismo reconoció en su libro entrevista con el periodista alemán Peter Seewald, que "no estaba hecho para ser el primero y llevar la responsabilidad del conjunto", y de ahí que se identificara como "un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor". "Además de los grandes papas también son necesarios los papas pequeños, que aportan su parte", remachó en su razonamiento.

Su gesto mayor es el de su partida, que traza una línea de conducta para la gerontocracia cardenalicia y señala cómo debe ser su sucesor: con fuerzas para asumir la tarea compleja que corresponde a la máxima autoridad espiritual de los católicos, pero también al jefe de un Estado que cuenta internacionalmente y a la cabeza de una vasta administración romana y mundial de muy difícil gobierno. "Si un papa llega a la conclusión clara de que física, psíquica o mentalmente no puede continuar hasta el final el mandato, tiene el derecho e incluso la obligación de dimitir", le dijo a Seewald.

El cardenal Angelo Sodano, decano del colegio cardenalicio y ex secretario de Estado (equivalente de primer ministro) de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, que no participa en el cónclave, también dio alguna indicación sobre el nuevo papa el martes, en la homilía de la misa Pro Eligendo Summo Pontifice. Son señales débiles, surgidas de un mundo de silencios y sobrentendidos, sujetas por tanto a la discutible interpretación de la multitud de periodistas y comentaristas que se concentran en la Roma sin papa del cónclave. Según uno de ellos, Robert Moynihan, director de la revista Inside the Vatican, Sodano dio una visión que acentúa "el papel del papado y de la Iglesia en su relación con otros Gobiernos e instituciones en llevar la paz y la justicia en el mundo", con un mayor peso en la acción política que en la espiritual. Para John Allen, biógrafo de Benedicto XVI y corresponsal del periódico estadounidense National Catholic Reporter, la idea central de esta sucesión pontificia es la de gobernanza, tras ocho años de desgobierno eclesial, en contraste con la idea de continuidad, especialmente doctrinal, que presidió el papado de Ratzinger y este mismo señaló en su homilía programática de la apertura del cónclave.

Si atendemos a estas señales leves, estamos en la pista de un papa de tamaño superior, en la búsqueda de una personalidad fuerte, capaz de poner orden en el caos doméstico, hacerse visible en el mundo y elevar su voz sobre el ruido de la globalidad desordenada y desgobernada en la que los católicos tienen más peso demográfico que influencia organizada y efectiva, tres tareas en las que Ratzinger fracasó. No es fácil ni está claro que el colegio de esos 115 ancianos electores haya acertado en la tarea. Bergoglio puede dar la sorpresa que muchos esperan, y algunos datos hay en esta dirección, como son sus formas de vida sencillas y alejadas de la pompa tradicional entre los príncipes de la iglesia. Tiene además la edad adecuada para un papado corto y con una abdicación a tiempo que confirmaría la nueva costumbre. Pero a primera vista también aparece como la segunda opción derrotada en 2005 por Ratzinger que ha sabido retener a sus electores por sentido corporativo. El excelente conocedor de los pasillos vaticanos que es Juan Arias reconocía el pasado domingo en estas mismas páginas la ausencia de grandes figuras, en perfecta correlación con lo que también sucede en el mundo político. Pero, a la vez, este cónclave ha sido el de la emergencia del catolicismo extraeuropeo, de forma que los focos de los medios de comunicación han ido a buscar esta personalidad excepcional entre los cardenales americanos, africanos e incluso asiáticos, una pléyade de personajes poco conocidos mundialmente, sometidos estos días al escrutinio público, tanto de sus biografías como de su carácter y su capacidad para encabezar la Iglesia católica. La fumata blanca de ayer ha venido a corroborar esta tendencia con uno de los candidatos extraeuropeos más profundamente europeos, por origen, formación y también sus posiciones conservadoras.

La fascinación que ejerce el papado, y sobre todo una circunstancia tan nueva y extraordinaria como la sucesión en vida del anterior papa, han convertido el cónclave en una elección con mayor atractivo mediático que cualquier otra en el mundo secular. Es una paradoja más de las muchas que rodean a la Iglesia, con su brillante liturgia del secreto y del misterio en un mundo que exige transparencia y claridad. Todo ello contribuye a crear expectativas dentro y fuera de la Iglesia, que se suman así a los retos internos y externos que esperan al nuevo pontífice y le obligarán a adoptar una visión más global y actualizada del catolicismo si quiere ser ese papa todavía inédito que corresponde al tercer milenio.



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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La dignidad de la belleza

Antes de llegar al concierto por la radio del taxi escuché las últimas noticias que, en lo substancial, con algunas añadiduras y cambios nominales, eran tan idénticas a las antiguas como dos gotas de agua: un día más el lodazal desbordado cubría la vida pública con una mezcla, ya tediosa, de veneno, corrupción y resentimiento. De hecho esta circunstancia se ha convertido en algo tan cotidiano que una capa viscosa parece estar aprisionándonos de manera inexorable, de modo que por todas partes domina una atmósfera de pesadez vital. En el mejor de los casos tenemos la impresión de que, colectivamente, costará liberarnos de este aprisionamiento; en el peor, cuando se cruzan los augurios más negros, la prisión viscosa se nos aparece como irreparable.

Pero en el concierto todo cambió, o yo cambié de tal manera que las informaciones vomitadas por la radio del taxi se convirtieron en irreales, mientras lo único real era la escena que tenía ante mis ojos y la música que penetraba en mis oídos. El concierto que acababa de iniciarse no era solemne ni corría a cargo de una célebre orquesta, aunque en muchos sentidos, era más importante que un concierto suntuoso interpretado por una orquesta de postín: el acto al que asistía era la clausura del 175 aniversario del Conservatorio del Liceo y estaba anunciada la intervención de alumnos de este centro. La primera parte del programa consistía en canciones de Giuseppe Verdi y Richard Wagner, en tanto que la segunda estaba dedicada al Idilio de Sigfrido, del segundo de estos compositores.

Cada canción fue ofrecida por un cantante y un pianista distintos, hasta sumar un buen número de participantes. El nivel medio era verdaderamente sobresaliente y, por el mismo aspecto físico de los intérpretes, era fácil comprender que en aquel conjunto de jóvenes talentos reunidos por el Conservatorio estaban presentes estudiantes de diversas nacionalidades, unidos por el afán de vigor y de belleza. A mí me resultaba curioso que, en mi ánimo, a medida en que se sucedían las interpretaciones, se iba desvaneciendo aquella sensación de viscosidad moral, cuyo último reflejo habían sido las informaciones escuchadas en el taxi, por las calles de Barcelona, camino del Auditori. Cada uno de aquellos jóvenes, con sus voces espléndidas, actuaban como un antídoto frente al envenenamiento de la vida colectiva en el que todos, aun involuntariamente, estábamos implicados. No sé si aquellas interpretaciones eran mejorables, dada la juventud de los actuantes, pero de lo que no tengo ninguna duda era que poseían una capacidad suprema para romper el sortilegio de modo que, mientras se realzaba la dignidad de lo bello, se desnudaba la abyección de lo mezquino y lo corrupto.

 

Probablemente sin saberlo, y sin preguntárselo, lo que aquellos jóvenes ponían de relieve era que hay, en efecto, un sendero para romper el círculo vicioso en el que creemos encontrarnos: y ese sendero no es otro que la obra bien hecha por parte de quien se siente verdaderamente responsable de lo que hace. No importa, desde luego, tanto el tramo del camino en que nos encontramos cuanto la voluntad y el esfuerzo por llegar a la meta.

Para que una cantante interprete admirablemente las wagnerianasMignonne y Adieux de Marie Stuart, o bien Perduta ho la pace y Il misterio de Verdi, se necesita una concatenación de energías que acaban siendo una exaltación de la vida. En el fundamento, por supuesto, se halla el propio esfuerzo creativo de los compositores. Desde esta perspectiva la elección del programa no podía ser más adecuada, no sólo porque coincida este año el bicentenario del nacimiento de ambos compositores sino porque, rivales en todo, Verdi y Wagner también rivalizaron en el descomunal impulso creativo que sostuvo sus obras. Uno y otro sirven como perfectos ejemplos para desmentir el igualitarismo en la mediocridad que otorga igual valor a lo que es fruto del tesón y el riesgo y a lo que es la mera consecuencia de la comodidad y la apatía.

Sobre los cimientos de las composiciones se alzan luego, a menudo como edificios invisibles, prolongadas jornadas de aprendizaje y ensayo, en las que los dedos que golpean las teclas o las delicadas cuerdas vocales son sometidos a un severo proceso de ajuste y perfeccionamiento. Únicamente al final de este proceso, en ocasiones durísimo, aflorará la obra bien hecha. Para que lleguen a nosotros esas maravillosas voces, angélicas o demoníacas, cómicas o trágicas, que transcriben melódicamente la existencia humana, ha sido necesario acumular horas de trabajo y sacrificio, aunque asimismo de alegría y satisfacción, que culminan en el goce supremo de la obra bien hecha. Lo que apreciamos no es sino la resplandeciente punta del iceberg que se apoya sobre la montaña sumergida de los esfuerzos realizados.

Este es el camino de la creación, en la música y en cualquier otro campo en el que el hombre asuma dignamente su responsabilidad. Y me pareció que, en alguna medida, las jóvenes voces que se escuchaban en el Auditori eran la reivindicación de ese camino. El camino opuesto, sobre el que había oído hablar una vez más en la radio del taxi, al trasladarme al concierto, ya lo conocemos: es el camino de la depredación. No sólo lo conocemos sino, como si hubiésemos aceptado un sórdido encantamiento, parecemos, en cuanto comunidad, no ser capaces de seguir ningún otro. Cuando hablamos de la rapiña y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto. ¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación frente a la creación. Ésta, tal como demostraban los jóvenes cantantes del conservatorio, requiere la lentitud, el aprendizaje, la lucha y un sentimiento de respeto que desemboca en la belleza de la obra realizada; aquélla, por el contrario, ofrece el consumo instantáneo, la rentabilidad inmediata, la indiferencia ante la sordidez e, inevitablemente, como si el depredador acabara devorándose a sí mismo, la apatía moral.

Lo que ahora se dibuja en el horizonte, y en cierto modo se abate sobre nosotros, es un difuso sentimiento de vergüenza por no haber ofrecido casi resistencia a la depredación, acompañado por un sentimiento no menos vergonzoso de impotencia. El taxista que me conducía al Auditori iba comentando lacónicamente las noticias que transmitía la radio de su vehículo. Era un hombre de mediana edad, afable, que, en lugar de lamentarse, se limitaba a constatar su desánimo: "son los responsables de todo lo que pasa"; "nosotros somos los culpables"; "no sabemos cómo salir de esta"; "no saldremos de esta". Una espiral progresivamente fatalista. Sin embargo, era realmente amable y me despidió con el deseo de que disfrutara de la música.

Y así lo hice. En la segunda parte de la velada la Orquesta de Cámara del Conservatorio, compuesta por músicos tan jóvenes como los cantantes que habían intervenido en la primera parte, interpretó el Idilio de Sigfrido. Es, creo, una obra que consigue su extraordinaria sugestión a través de una enorme complejidad compositiva. Frente a ella la joven orquesta tuvo la capacidad de resolver notablemente el desafío. No era difícil intuir el trabajo oculto, las numerosas horas de ensayo que permitían apreciar aquella vigorosa filigrana sonora. Si las voces individuales de la primera parte reclamaban la atención sobre la labor personal, la interpretación de la orquesta ofrecía una buena metáfora sobre el valor de la energía compartida. La música de Wagner, con sus refinados despliegues, llenaba el aire del auditorio de esa singular sensación de dignidad que el hombre alcanza a través de la belleza y que, al cabo, en medio de las mayores penurias es una afirmación de la vida.

Quizá por eso, antes del aplauso que debía premiar la actuación de los jóvenes músicos, hubo una brevísima pausa, un instante de respeto, el reconocimiento de que lo mejor de la existencia humana siempre se ha nutrido de ese fervor que acompaña a la auténtica creación. Algo que, desde luego, los depredadores, que han alimentado lo peor de aquella existencia, nunca comprenderán.

El País, 10/3/2013 



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13 de marzo de 2013
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Los ricos también ríen

A los ricos de verdad siempre les ha gustado pasear un perfil discreto. Mostrar su querencia por los gustos sencillos, aunque debajo del abrigo escondan un forro de visón. Son esos personajes que la ficción se ha ocupado de reflejar cómo pueden permitirse disfrazarse un día con harapos para sentir la adrenalina que les produce un aparente extravío, y también para poner a prueba al prójimo. Nada tienen que ver con los millonarios ostentosos, los que antes que ser necesitan parecer, y que creen que el estatus hay que demostrarlo con distintivos que vistan su identidad borrosa y produzcan una admiración, obscena, pero admiración al fin y al cabo. De la misma forma que ser espléndido no es lo mismo que ser generoso, tener una gran fortuna no siempre equivale a tener buen gusto, ni a convertir la exquisitez en dogma de vida. Ahí está Carlos Slim, el hombre más rico del mundo, según la lista anual que Forbes acaba de publicar, que vive en un adosado con las paredes desconchadas y las marcas de las obras de arte que ha cedido a los museos, según cuentan quienes han estado en su casa. Y que sirve a sus invitados bizcochos de sus restaurantes Sanborns con plásticos en lugar de plata. Poco se puede añadir de la anónima normalidad ya casi legendaria de Amancio Ortega, el tercer millonario del top ten de fortunas actuales, con su eterna camisa Oxford y sus zapatos Castellanos, cuya mayor excentricidad conocida es la de reventar el motor de su Porsche. También figura el austero Li Ka-Shing, presidente del Holding Cheung Kong, conocido por los suyos como Superman por haber construido su emporio con sudor y sin bachillerato. Y por lucir un rudimentario reloj Seiko del cual nunca se separa. Algunos incluso se permiten ser románticos, como Warren Buffett, el oráculo de Obama, que pasó días sin comer por amor a su ex mujer. Cierto es que los filántropos concienciados como Bill Gates viven en casas que aprovechan la temperatura de la tierra, aunque haga frío. Gestos austeros que Gates combina con caprichos como exponer el Codex Leicester, un cuaderno de Leonardo Da Vinci, en su mansión. “Los negocios son mi forma de hacer arte”, manifestó Donald Trump. Puede que tuviera razón, porque de esta lista de especies protegidas lo reseñable no son las excentricidades de hastiados hombres de costumbres caras, sino el hecho de que, mientras los pobres son cada vez más pobres, las máximas fortunas del mundo han crecido 800 billones de dólares en el último año. En plena debacle de la clase media, los mercados de valores están de nuevo en auge, y el estatus de millonario alcanza techos tan inalcanzables que ni una mala camisa ni unos zapatos polvorientos pueden disimular. (La Vanguardia)

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13 de marzo de 2013
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I. El cielo se puso rojo

El mito arraiga mucho mejor en las sociedades en las que persiste un profundo sustrato rural, y es allí en ese sustrato donde también crece con renovado verdor la figura del caudillo. Rascacielos, carreteras de altas velocidad que se cruzan en complicados nudos, enjambres de antenas parabólicas, pero la sociedad rural sigue allí, trasladada a las colmenas bullentes que son las barriadas de los cerros de Caracas.
Mito y caudillo se encuentra en la muerte, donde florecen juntos. "El cielo se puso rojo. Estaba haciendo calor, bajó la neblina y llovió. Luego se puso rojo. Dicen que fue justo cuando murió Chávez", afirma una mujer de pobre condición económica que hace fila pacientemente bajo el sol para ver por última vez a su líder benefactor. Un temblor de magnitud 4 en la escala de Richter se ha sentido en Caracas el mismo día de los funerales de estado, comenta otro de los que esperan ver cumplida la gracia de contemplar el rostro del caudillo tras el vidrio del féretro. "Está bello, ha rejuvenecido", dirá otra mujer al salir de la capilla ardiente. "Parece que está a punto de hablar". Un cometa ha dejado su estela en los cielos lejanos.
No en balde María Lionza sigue reinando desde los cielos en Venezuela, montada a pelo en el lomo de una danta, la deidad campesina dispensadora de bienes cuyo culto nació en Yaracuy para extenderse a la nación entera, campos y ciudades.

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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La maldición del cuadro bonito

Hay una circunstancia que puede afectar mortalmente a un cuadro y es que resulte bonito. Lo bonito es una especie de la que -como de la peste- debe huir el buen pintor. Lo bonito provoca un efecto tan popular que puede contagiar a casi todo el mundo. Lo bonito, lo bonito del norte y lo bonito del sur, apesta. Lo bonito no tiene nada que ver con la belleza ni tampoco con la originalidad. Mejor dicho: constituye la negación de la originalidad puesto que si triunfa es precisamente gracias a su condición de cosa ya vista. Ya está visto y al volverlo a ver se obtiene un plácida sensación en cuyo seno baila lo bonito.

Otra cosa muy diferente es la belleza. Mi querido amigo Eugenio Trías opuso, en su libro inolvidable, lo bello y lo siniestro. La otra cara majestuosa de la belleza es su faz siniestra. Tanto en un caso como en el otro alcanzan la categoría de lo sublime y enriquecen con ello al espectador. Lo enaltecen o lo hacen sucumbir en un abismo excepcional. De una u otra manera el sujeto se halla frente a un suceso que le trasciende y la procura inmortalidad. Lo bonito, sin embargo, es además de mortal, altamente degenerativo.

Todo cuadro que se sintetice en la exclamación de bonito abdica de todo interés superior. O mejor, esta calificación lo ratificaría en su enanismo. Lo bonito vale para referirse a casi todo lo que no es arte. Cuando traspasa esa frontera, el arte acaba a sus pies.

Mientras lo bello se opone a lo siniestro, en el fondo cruzan sus divinas manos. Por el contrario, cuando lo bonito se opone a lo feo, en el fondo se cruza la mediocridad. Ahora ya puede decirse que es incomparablemente más cool lo que se basa en cualquier registro de la fealdad. No hace falta reunir ejemplos de la música, la moda o el cine. Lo bonito es un subordinado satélite de lo feo pero se comporta, además, con la náusea de lo feo escarchado.

El impresionismo, por ejemplo, es ya, a estas alturas, bonito. Fue al principio insoportable y salvaje pero ahora es doméstico, muy comestible y dulzón. Las colas que convocan su exposiciones son regueros de gentes ávidas por saborear su confitería cultural de ahora. No hambrientos por sus orígenes sino por sus presentes de azúcar.

O dicho inversamente, lo más dulzón y pastelero es reductible al orden de lo bonito. Justamente, la melaza de la que se compone lo bonito empastela al cuadro que la posee. No hay cuadro bonito que visto varias veces no lleve por tanto a la angustia. De este modo, ARCO es una ocasión para realizar esta experiencia digestiva.

Este año, dentro de la organización de la feria, funciona una asesoría para coleccionistas novatos (fresh collectors) que se propone orientar a todos aquellos que no tienen gusto alguno ni vergüenza en reconocerlo. Gracias a esta consultoría, ciertos artistas llegan a realizar sus ventas, puesto que lo primeros consejos efectivos a los coleccionistas, según los mismos asesores, son aquellos que abundan en lo que de antemano les ha parecido más o menos "bonito" a la clientela.

Hay que huir de ellos como de la peste. O quizás no. Porque lo que se trata es de vender cuadros y cuantos más mejor porque ¿cómo podrían vivir de otro modo los artistas? Hay que vender los cuadros mejores, los cuadros peores, pero sobre todo los bonitos. Porque los bellos de verdad es probable que tarden años en cotizarse. Es decir, demandarse tanto como portentos de la belleza o como gigantes de la monstruosidad. Como creaciones de excelencia o como malditos.

¿Malditos? Lo maldito es justamente la tenia que debilita el intestino de lo bonito. Gracias a ella, el lienzo va perdiendo entidad, se demedia y se hace definitivamente ridículo. O, lo que es más exacto, se manifiesta cursi de una vez.

Porque ¿cómo no admitir que lo cursi y lo bonito se acuestan y copulan incestuosamente, estrechamente juntos para alumbrar gusanos de colores fluorescentes que llaman la atención de los coleccionistas bobos, los despistados y determinados turistas?



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13 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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