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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La voluntad

La voluntad es una de las facultades del alma que más  atención requieren. Las otras son memoria e inteligencia que se tienen o no se tienen y apenas merecen mucha más conversación.

Sin embargo, respecto a la voluntad todo el mundo tiene algo que decir y predicar.  En primer lugar, los pecados vuelven a aparecer no ya con con la memoria o la inteligencia sino mediante el necesario relajo de la voluntad. Sin voluntad no se llega muy lejos mientras que con la memoria pueden traspasarse decenios y con la inteligencia estratos de interminable composición interior. Curiosamente, no se magnifica tanto la inteligencia en una oersdona cuando a su lado se encuentra alguien con un  denuedo muy superior. La inteligencia es brillante y asombrosa pero siempre es más significativamente humana que la voluntad.

La voluntad se recibe como un don que el Creador ha repartido al tun tun y depende de cada uno ponerla además en movimiento para que dé frutos. Cuando se trata de vencer una fuerza adversa, una tentación, una adicción, un desengaño se acude a la voluntad como la fuerza más decisiva  para doblegar al mal. Sin embargo, la inteligencia y la memoria, deberían también participar en una medida semejante.  Casi todos los amigos que en el pasado murieron por una sobredosis o siguieron enganchados a la heroína, eran en diferentes acepciones tontos. Los más listos escaparon de esa sevicia y enderezaron sus vidas.

Igualmente la lúcida memoria  de uno mismo en mala situación pasada coopera en resolver esa circunstancia. Todo ello, sin embargo, con la voluntad como poste o bate central de la decisión. Las otras facultades del alma colaboran pero lo hacen con una sutileza que no posee el ejercicio de la voluntad. La voluntad se relaciona así  con la rudeza, la potencia  de los bueyes de tiro, la repetición del martillo sobre la resistencia del muro, Y, en efecto, nos damos contra un muro sin traspasarlo cuando la voluntad, como suele suceder, se halla menos musculada que el obstáculo y apenas recibe  la cooperación de calidad más cerebral. Una vez y otra vez, el mundo se presenta poblado de bultos nefandos que la memoria o la inteligencia sortean mientras la voluntad se encarga de hacerles frente  y se empeña en la tarea de su reiterada e interminable destrucción.  Sísifo agotado sabia a la perfección de lo que hablaba.



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18 de abril de 2013
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El barman de Nabokov

La habitación 706 está por hacer. El huésped que acaba de liquidar su cuenta apenas ha dejado huellas. Como si de un hotel-museo se tratara. Como si allí siguiera durmiendo Nabokov. Las sábanas abiertas tan sólo por el lado derecho; la almohada ligeramente aplastada, el balcón entreabierto y las cortinas bamboleando con la brisa a orillas del lago Léman. Piso de puntillas, con un pellizco mitómano que por un instante invita a creer en los fantasmas. Me asomo al balcón. ¿Qué veía Vladimir Nabokov ?V.N. como a menudo se refería a él su mujer? durante los dieciséis años que vivió en aquella estancia, comunicada con otros dos cuartos de la misma planta donde su sirvienta española, Pepita, freía unos huevos y Vera tecleaba manuscritos? Los reflejos de la luz entre el lago y la montaña emblanquecen los cristales de la habitación, que adquiere un aire de reliquia. Sabes que allí se despertaba uno de los grandes escritores de la historia, entre las seis y la siete de la mañana, invariablemente. Que empezaba a escribir de pie frente a un atril, aún sin afeitar, mucho antes de leer los periódicos, bendecido por ocho horas de sueño con gorro y camisón. Que a las nueve desayunaba, revisaba el correo y paseaba con su esposa, Vera, por la orilla del lago, donde a menudo se sentaban y con un lápiz bien afilado corregían alguna cuartilla. En los muelles floridos de Montreux, bordeando la piscina de plata, los viandantes transitan revestidos del aplomo que garantiza el paisaje. Como Robert Robinson, el periodista de la BBC que realizó la última entrevista al escritor que describió así la ciudad suiza: ?Da la sensación de pasear por una foto antigua?. A primera vista, la vida en la región de Montreux-Vevey parece indolora. Pero más allá de la calma, allí reina un interlineado. La vida neutra, jubilada. Las clínicas para ancianos ricos y los tratamientos de belleza dispuestos a romper el maleficio del paso del tiempo con plasma y caviar. Los colegios para señoritas. Las escuelas de maîtres. Los chalets de tejado de pizarra con fantasías de quesos y chimeneas. El lugar del mundo donde se muere mejor. La tumba del célebre autor ruso, cuyas cenizas reposan junto a las de su mujer y las de su hijo Dmitri, es la más frecuentada en el cementerio de Clarens. Pero uno de esos visitantes acude cada domingo, sin excepción, con un ramo de flores. Se llama Antonio Triguero, madrileño, jubilado, que en 1968 entró en el Hotel Montreux Palace como asistente de barman en el bar Le Mandarin y pronto llegó a convertirse en el jefe de las barras. Camisa rosa, chaqueta de cuadros príncipe de gales, cadena de oro, orgulloso de llevar la insignia de la Asociación Internacional de Barmans. Hay más. Las eses sibilantes, las erres crepitantes, la voz dulce, hijo de linotipista republicano: ?ABC buscaba tipógrafos y me llamaron. Me preguntaron si era de misa diaria y si pertenecía a Acción Católica. Este tiene la cabeza dura, dijeron. No me dieron el puesto. Y decidí emigrar?. Triguero es ya más suizo que español. Un hombre al que le sonríe la mirada, habitado por los recuerdos y las anécdotas de aquéllos personajes notorios que pasaron por el hotel, desde Peter Ustinov (las carreras de sus hijos por la suite molestaban a V.N. hasta el punto de tener que trasladarse de planta) hasta James Mason, Horst Tappe ?que fotografió al escritor en su vida cotidiana y sus salidas para cazar mariposas?, Sophia Loren con sus hijos, o más recientemente Pelé. Pero por encima de todos, estaban los Nabokov. ?Eran los más señores y los más sencillos. Todo lo hacían con tranquilidad, con parsimonia?. Un español en la perfecta Suiza La vez que conocí a Antonio fue hace casi cinco años, en el vestíbulo del hotel, bajo las molduras doradas y las arañas de cristal. La directora de comunicación, al interesarme en hablar con el personal de servicio que conoció al escritor, me facilitó su teléfono. Triguero, nada más saludarme me dijo: ?Lo he pensado todo y luego le daré datos concretos?. Y así fue. En aquella época, aún era costumbre que los hoteles tuvieran algunos residentes fijos; en general, excepto algún matrimonio, se trataba de mujeres solas, princesas rusas, ancianas aristócratas que rodeadas de aquella grandeur que les evocaba los techos de palacio combatían mejor la soledad, e incluso podían pedir que se les llenara la bañera. Posos de decadencia habitaban aún los aposentos del Cygne como últimos testigos de un viejo mundo en el que la aristocracia recreaba un esplendor irreal. En aquel tiempo, los días transcurrían suaves en la perfecta Suiza para un joven español criado entre los terrores y la miseria de la posguerra. Antonio fue adquiriendo cada vez más protagonismo entre el personal fijo del hotel, destacando por su don de gentes, hasta convertirse en un hábil relaciones públicas detrás de la barra de madera noble de La Rose, donde se coronó gracias a su Antonio Special?s: brandy, menta y Cinzano, con un toque de lemonsoda, dos cerezas rojas y un trocito de melón. Desde su llegada al hotel, pasaron seis meses hasta que empezó a entablar conversación con Nabokov. ?A partir del éxito y la polémica de Lolita en el cine, cada vez era más famoso, era una locura, y con el revuelo de periodistas empezamos a saber quién era, que se trataba de un gran escritor?. A mediodía le solía servir un Tío Pepe, o un Campari con unas almendras. ?Sinceramente, le servía bebidas sencillas, no demasiado alcohólicas. Todo el mundo me ha dicho siempre que, siendo rusos, debían beber como cosacos. Y no era así. Antes de comer, un jerez, y después, un ristretto. Nunca pedían vodka o cognac. Siempre fueron muy discretos?. Y el barman español continúa su relato: ?Acostumbraba a recibir a los periodistas en el salón de baile. Yo le llamaba a la habitación: señor Nabokov, le esperan ya. Y ve, siempre se sentaba aquí ?una mesa redonda, baja, unos sillones orejeros capitonés?, este era su rincón, al lado del piano que ahora han movido de lugar?. Versiones distantes ?Era modesto, sencillo, campechano, y siempre nos daba cumplimentos (sic), por eso el personal del hotel lo teníamos por alguien muy cortés?. Una versión que resulta difícil de encajar con su imagen de hombre frío, distante y difícil que tan sólo concedía entrevistas por escrito. En sus años suizos, V.N. había construido una rutina que habitaba con serenidad. Disfrutaba de los placeres de forma moderada y su mayor pasión era cazar mariposas. Cuando, después de mucho insistir, Bernard Pivot consiguió llevarlo a su programa de televisión, Apostrophes, este le confesaría: ?A esta hora suelo estar bajo el edredón con tres almohadas bajo mi cabeza (…) y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? ¡Qué deliciosa es la decisión positiva!?. Se consideraba un mal orador y temía que las palabras resbalaran por caminos diferentes al de su pensamiento y su estilo. Tan sólo se permitió improvisar cuando Pivot le ofreció un té, que en realidad era whisky. El escritor, bromeando, comentó que el color le parecía un poco fuerte. Años más tarde, cuando Martin Amis ?cuyo padre, Kingsey, tras el gran éxito de Lolita se había preguntado irónicamente en una crítica: ?¿pero dónde está el sexo??? fue a visitar a Vera Nabokov, recuerda que se sorprendió de que a las 11,30 de la mañana esta pidiera un J&B. ?El sonriente camarero respondió con humor y se mostró complacido?, escribe Amis, razonando que acaso esa simpatía provenía de la conocida tendencia del matrimonio a dejar generosas propinas. El camarero sonriente era Antonio. Le cuento que en la biografía de V.N. se afirma que esa era la razón por la cual tenían el servicio a sus pies. ?Pero si el ochenta por ciento de las veces pagaba la visita?, replica el barman, quien añade que las propinas por parte del autor eran escasas, barriendo de un plumazo la idea que figura en muchas semblanzas biográficas de un V.N. espléndido con el servicio con el fin de ser agasajado. ?No nos hubiéramos hecho ricos con él, más bien todo lo contrario. Ni de lejos era la razón por la que tenían a todo el personal del hotel encantado. Eran tan amables y respetuosos?. Amis añade que Vera sólo dio unos prudentes sorbitos al whisky, ?creo que simplemente lo pidió para mostrase sociable?. Y no le dejó pagar la cuenta: ?No, esta es mi ronda?. Su inseparable compañero había fallecido hacía apenas un par de años. Resulta entrañable que el temor que leo entre las palabras de Antonio Triguero sea el de que pueda sospechar, con la autoridad que garantiza su experiencia en el oficio, que los Nabokov fueran alcohólicos. ?La señora Vera siempre trabajaba. Lo veía cuando les iba a subir hielo?. ?¿Hielo? ?le pregunto? ¿Para el agua??. ?Beber en privado es otra cosa, ¿verdad??, responde divertido. En la última entrevista para la BBC, Nabokov exigió como era habitual leer sus respuestas, fiel a su máxima: ?Pienso como un genio, escribo como un autor de prestigio y hablo como un idiota?. Robinson cuenta que el escritor, enfermo, pálido y con bastón, le propuso: ?Podríamos ir al bar, si quieren ofrecerme un trago?, y añade que pensó ?que había querido decir: ?si quieren que les ofrezca un trago?, ya que el hotel era su casa?. Bebieron vodka (?Crepkaya, si es para el señor Nabokov?, murmuró el camarero), y Nabokov dijo que quería vodka cuando filmaran la entrevista al día siguiente: ?Pero como no quiero que el público se lleve la falsa impresión de que soy un alcohólico, hay que ponerlo en una jarra?. Le preguntó a Antonio cuál era la marca de vodka preferida del autor de Ada, o el ardor: ?La Crepkaya tiene 50 grados a diferencia del resto de vodka que tienen menos, sólo se sirve en botellas de medio litro. No era habitual que lo pidiera?, insiste. En el año 1959 Nabokov zarpó del puerto de Nueva York y escribió en su cuaderno: ?La Estatua de la Libertad viaja en autostop a Europa?. Después de una apacible travesía en el Liberté, según reconstruye su biógrafo Brian Boyd, viajaron a París y después a Ginebra, coincidiendo con la publicación de Lolita en varios idiomas. El año de su publicación, 1955, Lolita vendió trescientos mil ejemplares, pero en los siguientes años, millones (se calcula que catorce millones de personas, a lo largo las tres décadas siguientes, lo compraron). Pensaban pasar un largo invierno en el sur de Italia, la primavera en algún otro punto del país y el verano en Suiza, pero el hecho de que sobre el libro pesara una prohibición gubernamental en Francia contribuyó a que se dispararan las ventas y la persecución de la prensa comenzara. Gallimard le organizó una recepción espectacular donde no faltaron desaires ni puñales. El escritor ruso, exiliado desde que mataran a su padre en 1922, en Berlín, ya se había convertido en mito literario reclamado en toda Europa. Viajaron a Londres, Roma, Sicilia, Génova, Milán ?donde consiguieron que su hijo Dmitri fuera aceptado por el maestro de canto Campogalliani? seguidos por los paparazzi ?que entonces tenían objetivos bien diferentes a los de hoy? por toda Europa, V.N. quería terminar la que es probablemente una de sus mejores obras, Pálido fuego. Urgía la necesidad de instalarse para poder organizar su obra, sus traducciones y su legado. En una visita por la región con su hermana, Elena Sikorski y su marido ?residentes en Ginebra? descubrieron el charco de luz cambiante del lago Léman y decidieron registrarse en aquel hotel estilo belle époque, con arañas de cristal, murales fin de siècle y grandes espejos. Los Nabokov acabaron instalándose en la planta 6 del Montreux Palace, donde ocuparon seis habitaciones del ala antigua, llamada Hôtel du Cygne. Entre especies raras de mariposas, pista de tenis, partidas de ajedrez, paseos por el muelle, y, por encima de todo, la influencia del lago, Nabokov pensó que aquel sí era un lugar para quedarse. Alérgico al frenesí urbano, estaba muy interesado en tener un excelente servicio y un buen correo postal en lugar de muebles y alfombras. Ya lo había anticipado en una velada literaria, en los años veinte, cuando aseguró que le gustaría vivir en un hotel grande y cómodo. ?Nada de lo que no sea una réplica de los paisajes de mi infancia me habría satisfecho?. No sabía entonces que en la pequeña villa suiza, entre mantequillas y relojes, transcurrirían sus últimos dieciséis años de vida. En la ya citada última entrevista a la BBC, en febrero de 1977, respondió a la eterna pregunta de por qué vivir en un hotel: ?He jugado de vez en cuando con la idea de construirme una villa. Me imagino muebles cómodos, eficaces, alarmas contra robo, pero sospecho que no encontraría un servicio adecuado. Los criados de toda la vida necesitan tiempo para hacerse viejos, y me pregunto cuánto me queda a mí ya?. Le quedaban cinco meses de vida. Antonio aún conserva el recuerdo difícil de los últimos años que Vera, ya sin Vladimir, permaneció en el hotel. Hasta que fue invitada a desalojarlo. Iban a remodelarlo, y le ofrecían habitación de nueva planta. Pero la compañera eterna del escritor, a la que Triguero recuerda más distante que el marido, mujer de pocas palabras, no accedió. Dice que siempre la veía sentada frente a la máquina de escribir. ?Es que siempre hablamos del señor Nabokov, pero es para reírse porque la señora Vera trabajaba casi tanto como él. Él salía siempre que podía a cazar mariposas, con su pantalón cortito ?luego le enseñaré algunas fotos (Antonio conserva una carpeta con centenares de recortes, fotocopias, autógrafos, y recita de memoria todas las fechas clave en la vida los Nabokov)?, siempre con sus shorts. Cogía el tren hasta la montaña y cuando encontraba alguna buena especie, bajaba radiante. ?Toni, Toni, mira?, me decía. Y entonces le dábamos un cumplimento (sic), porque se lo merecía. Salía lloviendo, y a veces sonriente llegaba empapado y decía ?hoy no hay nada?. También jugaba mucho a tenis. El conserje le buscaba partners entre los clientes, le decía, ?está semana tengo para tres veces?, y él era feliz?. Triguero recuerda de qué forma tan desdichada Vera abandonó el Montreux Palace. Asegura que fue un trance doloroso. ?En el hotel teníamos un problema enorme, a medida que fue creciendo la demanda se empezó a llenar de grupos grandes, y el agua y la electricidad no llegaban a todas las habitaciones. La instalación era de cobre. Tres años después de que Vladimir muriera, Vera recibió una carta de la dirección en la que le notificaban que en doce meses empezaban las obras de reforma y tenía que desalojar sus habitaciones-vivienda. Pero le aseguraban que la trasladarían a ella y a todos sus libros (que ocupaban una habitación entera) a la nueva planta. Vera, de quien V.N decía que era la mujer con mayor sentido del humor de mundo, recibió la noticia con gran pesadumbre: aquello era su casa. Antonio no la vio nunca más. Apenas podía caminar, tenía problemas de oído, pero continuaba siendo la mujer políglota de espeso cabello blanco y perfil elegante que recibía a los estudiosos de la obra de su marido, revisaba traducciones ?como la de Pálido fuego al ruso?, escribía introducciones y organizaba homenajes. Moriría en Clarens, en 1991, asistida por su su hijo Dmitri, soltero empedernido, mujeriego y amante de los Ferrari y la ópera, y reputado traductor, que hacia el final de su vida tomó la polémica decisión de publicar El original de Laura, un manuscrito a medias ?138 fichas escritas por las dos caras? que en su lecho de muerte V.N. pidió a Vera que quemara, sin que ella fuera capaz. ?A menudo Dmitri, con el que tuve mucha relación, me amonestaba por haber hablado de su padre. Sólo podía hacerlo él. Y no lo hacía gratis. Era alguien egoísta, difícil?, señala Antonio, quien también me cuenta la razón por la cual la sirvienta que los Nabokov tuvieron durante años, Josefa Romero ?Pepita?, me colgara el teléfono con su acento andaluz y una voz atemorizada en las tres ocasiones que intenté hablar con ella. ?Sí, le comenté que usted la llamaría pero ella me dijo que Dmitri le había prohibido hablar.? (Dmitri Nabokov murió en el 2012). ?Soy un hombre viejo, muy reservado en mis hábitos de vida? declaró en una ocasión V.N. Pero curiosamente trascendieron, y de qué manera. El relato de Triguero está tejido por pequeñas anécdotas de ida y vuelta. ?No era cotilla, pero sí muy observador. Se daba cuenta de todo, si cambiábamos algo, o cuando las camareras abrillantaban la plata, y las felicitaba?. Del saco de recuerdos emerge una imagen que, de pronto, se llena de fuerza: Vladimir paseando por el salón de los espejos. Y en aquella ocasión el observador fue Antonio: ?Verse doble, verse a sí mismo, para él era una satisfacción. Al mirar su reflejo se emocionaba como un niño, ponía caras. Era un espectáculo observar cómo él se miraba a sí mismo, me ponía la piel de gallina?. La información sobre los hábitos cotidianos de los grandes escritores es casi un género en sí mismo. A qué hora se acuestan, cuánto beben, si el pepino se les indigesta. Tan importante es saber que Nabokov detestaba a Freud como que no supiera conducir ni escribir a máquina. También que su hijo Dmitri, en su última visita al hospital, le preguntara por qué lloraba y él le respondiese que cierta mariposa estaba volando, admitiendo que nunca más la vería. Las vidas de los otros son un entretenimiento y una escuela. Vidas construidas entre el ser y el parecer, en permanente lucha con el caparazón más íntimo. Al saltar las convenciones, se pasa mucho frío. Cualquier obstáculo puede originar una catástrofe moral, pero el modo en que se sortean los conflictos conmueve e identifica. El relato de la vida de los Nabokov en el Montreux Palace es luminoso y reconfortante en el recuerdo de Antonio. ?Exiliado y huérfano, para mí ellos fueron como unos padres?. Nabokov alborozado al contemplar su reflejo en el salón de los espejos, presumido; los The Times del domingo con la hermana y su marido de visita y una bandeja con biscuits, mermeladas y tartalettes. ?Hasta las siete o las ocho de la tarde, tranquilamente. Estaban en su casa. Era su casa?. O la imagen de Vera ya anciana, abandonando el lugar donde vivió los últimos diecisiete años de la vida de su compañero devoto. Todos los libros de Nabokov llevan la misma dedicatoria: ?A Vera?. ?Ellos habían tenido que dejar Rusia, recorrieron el mundo juntos, y esto se notaba, estaban tan unidos? Era todo lo contrario a un donjuán, afectuoso con las mujeres pero nunca seductor. Ella era su vida?. Tanto usted, lector, como quien escribe esto, y por supuesto el barman de Nabokov, a menudo nos contamos la vida como una novela. Y en el relato escrito con el lápiz de la imaginación muchas ensoñaciones se pierden, aunque otras se conviertan en un párrafo. Como este texto. Cuatro meses después de visitar las habitaciones de Nabokov en el Montreux Palace nació nuestra hija, Vera. (Cultura | s, La Vanguardia)

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18 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Abogados de trinchera

Apenas tres días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush obtuvo del Congreso de los Estados Unidos la autorización del uso de la fuerza militar contra sus autores y en prevención de futuros ataques. Esta resolución se vio apoyada el 20 de septiembre por una declaración presidencial ante una sesión conjunta del Congreso y del Senado, en la que se anunciaba el inicio de una guerra contra el terrorismo, que no terminará ?hasta que cada uno de los grupos terroristas de alcance global sea localizado, neutralizado y derrotado?.

La guerra contra el terror, a diferencia de las anteriores libradas por EE UU, no fue dirigida solo por sus generales, sino que fue en buena parte cosa de los juristas que asesoran legalmente al departamento de Justicia. Aquella contienda, que todavía no ha terminado, fue ?la guerra de los abogados?, según la denomina el Informe sobre trato a detenidos, que acaba de ser difundido por The Constitution Project, una organización estadounidense independiente y bipartidista de defensa de las libertades y el Estado de derecho.

Los juristas del Gobierno, que actuaban como si fueran una especie de tribunal supremo interno de la Administración, redactaban informes legales en los que apuraban y retorcían los márgenes de la ley para atender a las peticiones de la Casa Blanca. Un primer paquete de sus textos consideraba que el presidente gozaba de poderes constitucionales para suspender las convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra, detener a ciudadanos estadounidenses como si fueran combatientes enemigos, autorizar escuchas e intercepciones de comunicaciones o declarar la guerra de forma preventiva contra los grupos terroristas o contra los Estados que les protejan y alberguen, aunque no tengan relación directa con los atentados del 11-S. Un segundo paquete de informes, conocidos como los Memos de la Tortura, analizaban distintas técnicas de coacción a los detenidos, entre las que se encuentra el famoso waterboarding o ahogamiento por agua. El Informe del Constitution Project rechaza y desmiente las pretensiones de los abogados y declara que esas técnicas son una evidente forma de tortura que comprometió al Gobierno: ?EE UU no puede declarar a un país culpable de tortura y quedar exento él mismo de dicha calificación por una conducta similar si no idéntica?, asegura el documento.

Sin el trabajo legal de aquellos abogados oficiales no hubiera sido posible la creación del campo de detención de Guantánamo, limbo del derecho donde se puede detener e interrogar indefinidamente a los detenidos. Y tampoco hubiera sido posible la figura del combatiente enemigo sin Estado (stateless) al que se puede extraditar de un país a otro sin orden judicial alguna (las famosas entregas extraordinarias o secuestros de la CIA) o la creación de centros secretos de detención e interrogatorio en bases estadounidenses en Irak y Afganistán o en instalaciones de Tailandia, Polonia, Rumanía, Lituania y de países árabes cuyos servicios policiales colaboraron con los de Washington.

El Informe sobre el trato a detenidos concluye también que sobre los más altos dirigentes de Washington pesa la responsabilidad de haber permitido y contribuido a la extensión de la tortura. Corrige así, al menos moralmente, uno de los aspectos criticados de la presidencia de Obama, como fue su negativa a analizar y buscar responsabilidades retrospectivas por los abusos. No es la única crítica a Obama que contiene el Informe, pues también señala que ?el régimen de captura y detención ha sido superado por la tecnología y suplantado en buena medida por el uso de los drones o aviones no tripulados?.

Los abogados del departamento de Justicia, ahora demócratas y antes republicanos, también han sido decisivos en el uso creciente de esos drones para liquidar a sospechosos de terrorismo. El actual presidente prohibió la tortura, terminó con las entregas extraordinarias y se propuso aunque no consiguió cerrar Guantánamo, pero ha intensificado el uso de los drones hasta convertirlo en una política establecida, incluso para quitar la vida a conciudadanos. ?Nuestra nación está en guerra?, admitió en su primer discurso de toma de posesión, en enero de 2009. Y desde entonces ha actuado en consecuencia.

¿Pueden unas bombas caseras desafiar el poder de la mayor superpotencia de la historia? Obama ha reconocido el atentado de Boston como ?un acto de terrorismo?, lo que equivale en este contexto a identificarlo como un acto de guerra, aun antes de saber quién lo ha perpetrado. Las matanzas por francotiradores en escuelas y centros comerciales son un mal que viene de dentro, mientras que en los atentados terroristas los estadounidenses vislumbran un mal exterior que justifica una guerra sin fin, equivalente a un sistema permanente de suspensión de derechos y libertades como el que propugnó Bush y Obama no ha sabido ni querido rectificar.



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18 de abril de 2013
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Singular crisis de desarrollo espiritual

Hay momentos en la historia del espíritu que supone un radical salto, con traducción en las más diversas facetas. Es bien sabido que el arranque del siglo XX constituyó uno de esos momentos de fertilidad , en una asombrosa secuencia que va desde la ópera Pélléas et Mélisande de Debussy al Ulysses de Joyce, pasando por la relatividad restringida, Las Señoritas de Aviñon, el dodecafonismo o la Mecánica Cuántica.
Esta última disciplina ha jugado en este foro filosófico un papel determinante, con cíclicos retornos a la misma, justificados en base al hecho de que la Mecánica Cuántica supone una radical puesta en tela de juicio los postulados implícitos relativos a la naturaleza que sustentan tanto el trabajo de los físicos como nuestro lazo cotidiano con el entorno. Pero la trascendencia filosófica de la mecánica cuántica se refleja asimismo en el hecho de que la revolución que supone tienes características que la singularizan respecto a otras revoluciones de la ciencia, teoría de la relatividad incluida:
Una nueva teoría científica en ocasiones anula la concepción hasta entonces vigente. Tal es el caso de la cosmología sustentada en la hipótesis heliocéntrica que viene a abolir la sustentada en la hipótesis geocéntrica. La hipótesis heliocéntrica tenía la ventaja de "salvar" o explicar racionalmente todos los fenómenos que se explicaban a partir de la geocéntrica, y además aquellos antes los cuales ésta se mostraba impotente.
La cosa es un poco diferente tratándose de la relatividad restringida pues las descripciones y previsiones de la física newtoniana y de los referenciales galileanos son recuperadas como un caso particular de la relatividad restringida, la cual a su vez constituye un caso particular de la relatividad general. Sin embargo el tiempo y el espacio newtonianos dejen de tener objetividad física, con lo cual también cabe decir que una concepción de cómo es la realidad natural es sustituida por otra.
En cualquier caso hablar de revolución en ciencia supone la aparición de una nueva teoría, la cual: o bien extiende el espectro de lo considerado por la anterior, incluyéndolo en un dominio más amplio (así el conjunto de los números enteros conserva su estructura en el conjunto más amplio de los números racionales, y este último en el de los reales), o bien socava y denuncia como errónea la teoría anterior, salvaguardando eventualmente aspectos descriptivos compatibles con la nueva visión ( así la teoría evolucionista acaba con la teoría según la cual el devenir y la temporalidad afectaban a los individuos más no a las especies, pese a reconocer el mérito de la metodología comparativa de Aristóteles y hasta lo preciso de su clasificación de especies).
Otra es como indicaba la atmósfera cuando de la teoría cuántica se trata. La hipótesis avanzada por Einstein en 1914 de carácter discreto o cuántico de la luz, gracias a la cual se solucionaba el rompecabezas que constituía el efecto foto-eléctrico, no era ciertamente compatible con la hipótesis de que la luz es un continuo ondulatorio, pero no venía a decir que ésta segunda constituía simplemente un error, ahora corregido. Pues resulta que para explicar ciertos fenómenos, tan importantes como el efecto fotoeléctrico, se hacía inevitable aceptar que la luz sigue siendo un continuo ondulatorio. Es como si se afirmara que las especies se hayan sometidas al devenir con vistas a explicar ciertos fenómenos... y que no se hayan sometidas al devenir con vistas a explicar otros.
Gran parte de lo chocante de la Mecánica Cuántica para nuestra representación del mundo reside en esta dualidad, que convierte en ilegitima la tan sencilla y espontánea pregunta: ¿pero qué es la luz? Pues si algo es dos cosas incompatibles, aunque para evitar la contradicción no lo sea al mismo tiempo, deja de ser algo definido; deja de ser una cosa dotada de propiedades.
Es en razón de lo que precede que el abismo interrogativo que se abre para los físicos cuánticos puede llevarles, siguiendo la traza de Schrödinger, a replantearse la cuestión de la naturaleza, esa physis griega que está en la base del término mismo física. "Antes de seguir haciendo física hay que saber lo que es la physis" venía a decir el gran científico para justificar la invitación que hacía a sus alumnos de Dublín a sumergirse en una lectura de los presocráticos. Aquí mismo he sostenido que en situación análoga a la de Schrödinger se encuentran físicos estrictamente contemporáneos nuestros, entre ellos el austríaco Anton Zeilinger, cuyo protocolos matemáticos y experimentos relativos al tele- transporte cuántico he evocado en varias ocasiones.
Al respecto presento hoy aquí un largo escrito resumiendo todos los pasos y aun sin ir más allá del aspecto cualitativo intentaré ser lo más metódico posible, integrando desarrollos ya expuestos y sin temor a las repeticiones. Mi primera referencia es a un artículo que data ya de 1993 debido a un equipo en el que participaba el referido Zeilinger.

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18 de abril de 2013
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Apostillas a ‘Cántico’

 Tengo ante los ojos mis ‘grafitti' del grupo Cántico. La cosa sucedió entre 1966 y 1969, tiempo, como se sabe, muy dado a las pintadas. Llevaba un curso en Madrid estudiando en la Complutense, y había descubierto la existencia de esos oscuros pero radiantes poetas cordobeses gracias a Pedro Gimferrer, amigo recién hecho y muy adelantado a su época, que era más o menos la mía; Vicente Aleixandre, a quien había empezado a visitar un año antes, aseveraba la importancia de la revista y sus hacedores, muy devotos por cierto, como yo lo era y lo he sido siempre, de la poesía ‘aleixandrina'. Así que me lancé a la calle, y no siendo difícil encontrar en las librerías del centro los pequeños pero elegantes volúmenes de las colecciones Adonais y Ágora, fui comprando ‘Antiguo muchacho' y ‘Óleo' de García Baena (‘Junio', y es para mí un tesoro, me lo regaló también por entonces Carlos Bousoño, pues lo había recibido por duplicado, y en los dos casos con la dedicatoria admirativa de Pablo), ‘Una voz cualquiera' de Juan Bernier, ‘El aire que no vuelve' y ‘Los silencios' de Julio Aumente, ‘Los días terrestres' de Vicente Núñez, todos pagados a doce o catorce pesetas; tuve asimismo ‘Corimbo' de Ricardo Molina, que se llevó de mi casa un poeta cleptómano y hube de reponerlo, primero con la excelente antología que preparó Mariano Roldán para Plaza & Janés y más tarde con los dos volúmenes de la obra completa ‘moliniana'. El indicio del gran impacto que esos libros de los años 50 produjeron en mí son las huellas dactilares y los subrayados a lápiz y a bolígrafo que dejé en tantas de sus páginas y de sus versos, en los que el catolicismo y la sensualidad homoerótica lograban maridarse, en un matrimonio que no parece que fuese blanco.

     Pongo ejemplos. Leí antes que a Eliot el portentoso poema ‘Carta de una dama', en el que Núñez glosa y se reencarna en un verso del autor de ‘La tierra baldía'; las páginas 50 y 51 de mi ejemplar de Rialp son hoy un palimpsesto de interjecciones y superlativos. El ‘Poema de la gente importante' de Bernier, de su citado libro (1959), me pareció el modelo moderno y disoluto de hacer poesía social: "Cuando el periódico en grandes letras anunció que el Jefe del Estado venía, / eran gente importante. / Nos afeitábamos, nos lavábamos y usábamos de los trajes oscuros. / Lo mismo que en la misa que el obispo ofició. / Sí. Nos vestíamos con el más oscuro de nuestros trajes, / usábamos de la colonia y de los "Chester" y éramos gente importante. / Pero cuando queríamos vivir, nos desnudábamos e íbamos al río, / nos poníamos los pantalones rotos y la camisa vieja [...] Y cuando queríamos gozar, nos desnudábamos enteramente / y fundíamos nuestros besos, nuestra carne y nuestro sexo, / sin ser hombres importantes".

    ‘Bajo la dulce lámpara', como ‘Casida' ("Ay, no se puede ser desgraciado bajo las palmeras"), ‘Amantes' o ‘Junio' son sólo algunos de los títulos memorables de García Baena, uno de los grandes poetas del siglo XX; no quiero ni contar la cantidad de signos de entusiasmo inscritos a mano en mi ejemplar de ‘Óleo' bordeando el poema ‘Palacio del cinematógrafo', que después de cuarenta años de relectura aún no sé si es un hondo tratado sobre la espera amorosa, una historia abreviada del cine romántico o una incitación a llevar a cabo ante la gran pantalla actos más convulsivos que los preconizados por Breton y Vaché. Respecto a Molina, y por encima de la empatía onomástica, me deslumbró en ‘Corimbo' y en su anterior ‘Elegías de Sandua' (1948), que leí después, la máquina perfecta del verso y el don de no perder la gravedad en el desnudo, en la clandestinidad, en la risa (¿qué pensaría Juan Ramón de la broma criptogay sobre él en la Elegía XII?). Y este estupendo epitafio que se escribe a sí mismo en la XIII: "Y otros dirán tal vez: "Amaba sólo el cuerpo. / Era un materialista. / Sus Elegías son poco recomendables. / Muchas podrían tacharse incluso de inmorales."

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17 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Escaleras

Uno de los artefactos más interesantes de las viviendas es son las escaleras. Van  vienen, suben y bajan. Representan la suma ambigüedad del ascenso y del descenso, del la prosperidad hasta la Gloria y de la aniquilación  hasta la sepultura. Son vertiginosas cuando nos incorporamos a ellas para descender y son sacrificiales, especies del monte Carmelo, cuando se las solicita emplea para subir. No son propiamente humanas. Al bajar nos azóranos, al subir nos vemos jadeando. Son las mismas escaleras pero desempeñan una función doble y opuesta como criaturas ambivalentes del más allá.

Los ascensores las descalificaron hace más de un siglo, ridiculizando su personalidad diabólica.  Porque los ascensores actúan  al manera de un elemento neutral y mudo que nos sirve sin decir nada más. Se comportan como servicios sin habla ni opinión.  Se someten al pulso de un piso u otro sin manifestar grados de esfuerzo, ni protesta, ni exultación ni calamidad. Loa ascensores son entre las aportaciones del mecanicismo a la casa los elementos con menos discursos que pronunciar  Hacen y deshacen como autómatas de una época que los concibió y les dio existencia racionalista sin procurarles ninguna oportunidad de manifestarse entre el sí el y el no humanista.

 Sólo cuando aparece el cartel que los rubrica como "fuera de servico" "out of order" reaparecen como criaturas s que poseen  vida independiente de nuestra pulsación en sus alienados botones del obediente corazón. De otras manera su centro impulsor quedaría borrado por la secuencia de los pisos a los que se les puede enviar sin diferencias de trabajo. Se mostrarían, en efecto, como seres nacidos para ser manipulados sin ninguna resistencia, sometidos a la voluntad de un ser humano extralo y exterior.  Serían  exactamente el servicio que prestan y ni un paso más. Sin servicio son un "ou of order" queriendo decir que  faltos del poder del amo, desvalidos,  han perdido toda identidad. Son pues tan sólo autómatas  y se vivifican, se manifiestan y nos acompañan imaginariamente en tanto se subordinan a nuestra voluntad.

Las escaleras en cambio, son tan duras como las más duras maneras de la feminineidad.  Es imposible ascender hasta ellas si no es con un esfuerzo constante  y, en ocasiones, descomunal. Y no se puede dejar esta esalera  sin sentir el vértigo de su descenso que puede acabar con nuestros sesos aplastados o sumidos en su diseñada voluntad.

Cualquier arquitecto se sentiría de acuerdo -dese Moneo que diseñó con estrechez las escaleras del Kuursal hasta los orondos diseños del medievo- en que  no podrían solayar el detalle de la escalera sin jugarse la reputación.

 La condición humana puede subrayar una y otra función de la escalera. Ella se asocia velozmente, alocadamente,  cuando traza la bajada de sus escalones  o se somete a su dominio semejante al el mito de Sísifo con la cúspide inalcanzable una y otra vez.  El freno que requiere la bajada y el esfuerzo que exige el ascenso componen un sí y un no de la supervivencia, entre el logro de lo más alto a la entrega del maltratado corazón.  Ellas son masters del conocimiento. Maestras de la vida en el edificio puro puesto que estamos al antojo de su capricho, al ojo de  su  personalidad.



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17 de abril de 2013
Blogs de autor

¿Qué primavera?

Irrumpe un nuevo proselitismo del velo. El hiyab se sube a la pasarela; así es, el pañuelo puede ser fashion, reivindica una nueva generación de mujeres musulmanas tan marquistas como las occidentales, que se han propuesto, ni más ni menos, una revisión de los códigos islámicos de vestimenta. Alejadas del negro doliente o del blanco purificado, jóvenes blogueras se fotografían con el velo en un contexto glamuroso sobre una premisa: no quieren ser invisibles. En las ciudades emergentes, en la nueva babel donde se mezclan costumbres asiáticas, eslavas y árabes, las grandes firmas de lujo, que hasta ahora diseñaban de forma extremadamente discreta pañuelos con la medida suficiente para cubrir las cabezas más pudientes del islam, multiplican su oferta. Pieles y vaqueros combinados con velos de seda italiana o turbantes plisados configuran una nueva iconografía, eso sí, sin vulnerar la tradición. Aún y así, desde varias comunidades islámicas ya han condenado el osado fenómeno que protagonizan Hana Tajima o Imane Asry, criaturas digitales que han decidido customizar su atuendo y lucirlo en Facebook. Los bienintencionados podrían razonar que se trata de una reacción surgida de las proclamas de libertad lanzadas en las plazas árabes hace ahora dos primaveras. O bien de una ramificación del creciente poder de los emiratos en la economía y el establishment mundial. Pero probablemente se trate sólo de una frívola reacción, justo cuando el integrismo azota con más rigor la vida de las musulmanas. Y lo que es peor, cuando una oleada de violencia sacude las calles de El Cairo, Trípoli o Damasco, recrudeciendo las agresiones, violaciones y acosos sexuales, que se practican cada vez con más frecuencia e impunidad. Unos pocos realistas y escépticos pronosticaron el dudoso triunfo de la primavera árabe que tanto aplaudimos: derrocarán a los sátrapas, pero llevarán al poder a los integristas enfebrecidos, que aplicarán la interpretación más conservadora del Corán. Ya han surgido las voces de aquellas que dicen que con Mubarak o Zin al Abidin Ben Ali vivían mejor. Mientras, las ciberheroínas que prendieron la mecha hace dos años en Twitter o las que ahora se atreven a protestar con los pechos al aire en Facebook siguen exponiéndose por la libertad de las mujeres con el apoyo de movimientos feministas de Norte a Sur más activos que nunca. Occidente, cabizbajo, demasiado ensimismado en su crisis, mira este paisaje desde lejos, desentendiéndose del fracaso, a pesar de que hace bien poco celebraran como propia la victoria de las turbas y los tuiteros que iban a marcar un fin de época. (La Vanguardia)

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17 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La mala noche

Una mala noche la tiene cualquiera. ¿Merece la pena detenerse en esta circunstancia vulgar? La noche siguiente reparará el mal trago de la mala noche cercana y el día que transcurre entre una y otra no adquiere caracteres tan graves como para prestarle demasiada atención. Llega lo malo y se disipa en 24 horas. ¿Puede imaginarse una pena menor? ¿Un castigo más leve? ¿Una contrariedad de tanta celeridad en el proceso del quita y pon? (El pon y el quita).

No obstante, el tiempo carece de suficiente transparencia y aun menos de elasticidad hacia atrás. Siendo característico del tiempo la temporalidad sólo se vive con exactitud la actualidad.

Siendo inherente al tiempo su incesante circulación proyectiva, su elasticidad es casi igual a cero en su intento de hacerlos relativo un paso atrás. Hoy salimos de una mala noche pero su contrariedad es del todo reticente a ser mitigada por la visión actualizada de que su malestar desaparecerá más tarde, volviéndose a acostar. El buen futuro no consigue introducirse en el presente sea mediante la reflexión o recurriendo al olor del sentido común.

Efectivamente hay un surtido de noches diferentes y, como en todos los conjuntos, hay elementos buenos y malos en la colección. Lo malo de esta mala noche sería pues parte del conjunto y el dolor, este u otro, poseería la misma célula de habitabilidad que el placer aquí y allá. De este modo dialéctico, se produce la vida ajedrezada en su totalidad. Buenas rachas preceden a las malas y los años oscuros preceden a anualidades con sol. Dentro, además, de cada porción se repiten en pequeña escala sus más y sus menos, los días más o menos redondos y los otros más o menos escachados.

Al estilo de los fractales, el más y el menos determina a cualquier escala un balanceo similar al movimiento que recibe el recién nacido para tratar de conciliar el sueño en la vigilia o dejar de berrear en plena desesperación. El meneo de un lado a otro, del bien al mal, de la izquierda a la derecha o de la fortuna a la mala suerte define la existencia con tal radicalidad que no sería concebible un ser vivo sin este baile Tan teatral como biológico e entre el sí y el no.

Somos, sin embargo, tan impacientes, tan ignorantes que nos imaginamos dueños de combatir el dolor como un intruso y recibir el gozo como un obsequio natural. Pero somos lo que somos gracias a la conjunción ciudadana de las buenas y las malas noches. Hay pastillas e infusiones,



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16 de abril de 2013
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Soporte teórico de la tesis sobre el hombre total

Premisas:
1) La esencia del hombre es el conjunto de lazos que lo vinculan a los demás hombres, la esencia del hombre es una realidad holística.
2)La propiedad privada es la manera como se concretiza el hecho de que el hombre deja de sentir su realidad en esa dimensión holística: identificándose al objeto de su posesión, el hombre parcela su ser respecto a los demás hombres, sólo considera propio lo exclusivo y no se ve ya a sí mismo en la urdimbre de relaciones que, de hecho, forjan su condición.
3)La propiedad privada, que en ausencia de reflexión parece algo co-sustancial a la organización de las sociedades, la propiedad privada que se nos presenta casi como un universal antropológico (1), es en verdad causa (no exclusiva pero sí esencial) de la enajenación del hombre, de la separación del hombre respecto de su esencia.
4) Cuando la propiedad privada es criterio determinante de la identidad, uno ha de ser también propietario de sí mismo. Tenemos aquí la base del individualismo, cuya extrema radicalidad es sólo encubierta por esas formas de socialización que constituyen la patria , la familia, la colectividad deportiva etcétera (2). Recíprocamente, la exacerbación del individualismo, la concepción de lo general como mero equilibrio de intereses parciales vinculados a la célula que cada uno constituye, refuerza la identificación del propio ser a la propiedad privada. En lugar de una coordinación a priori regida por los intereses colectivos, se coopera con los demás exclusivamente a fin de proteger lo propio. La motivación primera de la acción es entonces literalmente egocéntrica y el no alcanzar los objetivos de posesión se vive como un fracaso en el propio ser.
En base a tales premisas se infiere:
a) Sin abolición de la propiedad privada toda promesa de recuperación por el ser humano de su esencia constituiría un espejismo, es decir: la abolición positiva de la propiedad privada es condición necesaria de la humanización.
b) Sin el proceso social que conduce a que cada individuo reconozca su propio interés en el interés de la humanidad, sin el proceso social de recuperación por el hombre de su esencia, no habrá efectiva abolición de la propiedad privada. Recíprocamente, la abolición de la propiedad privada es condición suficiente de la desalienación, de la recuperación por cada individuo humano de su naturaleza social, es decir de su naturaleza específica. La abolición de la propiedad privada, tras el apogeo de la misma, es así a la vez etapa final de una peripecia humana y pórtico de una segunda.
Pero esta vivencia como lo propio de la peripecia de la humanidad es incompatible con el reconocimiento de uno mismo en la objetividad acotada que es la propiedad vedada a los demás, la propiedad exclusiva. Mientras este reconocimiento de sí en lo parcializado sea ley, el hombre no puede amar el lazo genuino con los demás, no puede en suma amar su propia esencia (de la misma manera que no puede realmente amar la naturaleza).

_____________________________

(1) Este aspecto contingente de lo tan a menudo tomado por universal queda bien reflejado en el paréntesis de esta frase del tercer manuscrito de Marx relativa al dinero. "El dinero en cuanto medio y poder del universales (exteriores, no derivados del hombre en cuanto hombre ni de la sociedad humana en cuanto sociedad) para hacer de la representación realidad y de la realidad una pura representación"

(2) Considerar estas instituciones como formas contingentes de la organización humana no es óbice para que se reconozca su papel en caso de no concebir formas de lazo social en las que el interés de la especie sea realmente el motor subjetivo de la acción. Para el que siente la familia como imprescindible célula de organización social, como universal antropológico, la carencia de la misma conduce inevitablemente a un sentimiento de desarraigo, de fracaso y hasta de culpa. Sin ambages: si alguien siente que no hay vida humana sin familia... más vale que se apresure en tenerla.

 

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16 de abril de 2013
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Tigre joven, viejo león

El recuerdo de dos memorables conciertos de piano. ¿Cómo dos pianistas pueden tocar tan admirablemente y de forma tan distinta?

Lang Lang es un joven pianista que ha irrumpido en las altas esferas de la música clásica como una tromba. Explosivo, mediático, dominador de al menos cinco idiomas, las discográficas y las salas de concierto lo han entronizado como el nuevo valor del piano que acerque la gran tradición europea del siglo XIX al público del siglo XXI.

Y además – como parte central de su leyenda, su encanto y su misterio – es chino. Nació en 1982 en la ciudad de Shenyang. Su formación se realizó en su país, que está emergiendo como semillero de violinistas, cellistas, pianistas y directores. Ninguno tomó por asalto la imaginación de occidente como Lang Lang, desde que reemplazó a último momento al prestigioso André Watts tocando el primer concierto de Tchaikovsky, lleno de brío y dificultades. Los críticos pronto destacaron su estilo explosivo, su vitalidad y brillantez, su técnica tan depurada que parecía tocar como si fuera fácil.

Parte de su embrujo tiene que ver con la forma en que a tan temprana edad ha conseguido hacerse un sólido lugar entre los pianistas occidentales. Pero otro ingrediente importante es su mirada a su país asombroso y al pasado. En sus conciertos cultiva, innova y rescata parte del milenario legado musical de China. Ha colaborado con el más importante compositor chino de la actualidad, Tan Dun, y en sus conciertos mezcla con desparpajo y éxito las obras canónicas de Beethoven, Mendelssohn o Schumann con temas tradicionales chinos.

Conocí el asombroso arte de Lang Lang en un disco de versiones de temas chinos llamado Dragon Songs (canciones del dragón), donde lo acompaña la Orquesta Sinfónica de China, dirigida por Long Yu. Era el encuentro de dos poderosas tradiciones musicales de la mano de un jovencito sin miedo ni complejos, que representaba para sus admiradores todo lo que su país tenía de pujante y sorprendente.

Busqué videos suyos en Youtube, y me encontré con dos escenas aparentemente contradictorias: en una, un Lang Lang bullicioso, pleno de una energía juvenil que lo desbordaba, jugaba con una pieza endiabladamente compleja de Rachmaninov. Si no fuera tan joven parecería pedante. Sus dedos se mueven sobre el teclado como posesos, canta, ríe, bromea con la cámara, todo al mismo tiempo.

El segundo fragmento lo muestra como alumno aplicado, sosegado, reverencial. Está recibiendo una clase del legendario pianista, director, pedagogo y humanista argentino-israelí Daniel Barenboim. Ante un público entregado, Lang Lang aprende a armar, desarmar y volver a armar una sonata de Beethoven. El joven prodigio toca las notas con una facilidad pasmosa; Barenboim le explica el drama, el peso, la lógica profunda que se esconde detrás de cada línea melódica. El famoso discípulo se muestra receptivo, humilde, y al mismo tiempo tan seguro de su arte que no teme mostrarse al público dubitativo, tanteante, novato en manos de un maestro mayor.

*          *          *

Hacía tiempo que quería ver a Lang Lang. Me surgió un viaje a Madrid para ver una ópera en el Teatro Real. La función era un sábado a la noche, y el domingo a la mañana, Lang Lang tocaba el Concierto para piano No. 2 de Chopin con la Orquesta Nacional de España.

El Auditorio Nacional de Madrid es una caja de madera, sobria y cuadrada, con buena acústica y rodeada, en esos hermosos conciertos matutinos, por ventanales que reflejan la luz de primavera y el verde de los árboles de un tranquilo barrio residencial, mientras los viejos abonados, con sus mejores y modestas galas, toman un café con cruasán y conversan en voz baja. Hay muchos jubilados, muchas parejas mayores aferradas a la música clásica como a un mundo cerrado de calma y orden para enfrentar el bullicio y el caos incomprensible de la vida moderna.

El concierto está estructurado, con originalidad y coherencia, como un díalogo entre oriente y occidente. Tras unas piezas del compositor inglés Benjamín Britten, provenientes del ballet El príncipe de las pagodas, con sonidos de gamelán indonesio y osadas armonías orientales, se retira la orquesta, unos orondos señores de traje abren un espacio en el centro del escenario, desciende un gran rectángulo – donde en la primera pieza se erguía el director Leonard Slatkin, y pocos minutos más tarde vuelve a emerger con un reluciente piano de cola Steinway.

Los señores abren ceremoniosamente la tapa del piano y la pestaña de las teclas, e instalan las sillas – casi la mitad de asientos que para Britten – alrededor del instrumento rey.

Los músicos se sientan, se abre la puerta lateral y sale una figura juvenil, con paso seguro pero cara de no estar todavía instalado del todo en la fama y la expectativa que despierta su arte. Lang Lang tiene la cabeza redonda como un muñeco feliz, los pelos negros como incrustados en el craneo, las manos huesudas y nerviosas, la espalda recta, la apostura teatral.

Se posa elegante en el taburete, dándome la espalda. Tiene, como había previsto, el primer plano de su cabeza bamboleante, su mano derecha y su espalda inquieta. Con su factura clásica, el segundo concierto de Chopin empieza con una introducción orquestal donde se presentan y comienzan a desarrollar los dos temas que protagonizarán el primer movimiento, Maestoso. La espalda del joven maestro se mueve al viento de la música, y cuando aparece, cristalino, preciso, juguetón su piano, es como pidiendo permiso para jugar también.

Me doy cuenta de lo teatral que es su forma de tocar, la manera en que se mueve nerviosa, inquieta su mano derecha sobre el pantalón mientras toca la orquesta, la forma en que su cabeza marca el ritmo y se tira para atrás en las efusiones románticas.

En el segundo movimiento, un Larghetto más dulcemente melancólico que triste o dramático, las teclas cantan con libertad, y queda claro quién sigue a quién. El veterano Slatkin, apostado en su podio detrás de la tapa abierta del piano, pega la oreja a las decisiones rítmicas de su estrella y ordena con la batuta a la orquesta que le sigan. De cualquier manera, es poco lo que tiene que decir la orquesta en este movimiento lento.

Para el final, Allegro vivace, el joven intérprete se calza el casco, se sube a la moto y arremete con un despliegue tal de velocidad y precisión que el asombro se palpa en el ambiente. Una de las claves de la diferencia que trae Lang Lang es la pulsión rítmica, que nunca pierde, ni siquiera en las más complejas elucubraciones armónicas de Chopin, que en este concierto (segundo en numeración pero el primero que compuso, en 1829, a los 19 años) todavía andaba tratando de demostrar que dominaba las técnicas compositivas del momento. Y también quería lucirse, porque, al igual que Liszt y Brahms, escribía su música para piano para tocarlo en los conciertos en los que esperaba cimentar su doble fama de ejecutante y compositor.

Llega el momento excitante de la cadenza. Se detiene la orquesta y el solista tras unos segundos de tomar aire para lanzarse a dar volteretas sin red, retoma, recrea, reinventa los temas del tercer movimiento, y juega con algunos anteriores, baja el ritmo y se pone lírico, echando la cabeza para atrás, lo acelera y se pone heroico, encorvado como si todo su cuerpo fuera el pico de un águila agresiva, para finalizar con una mirada y una sonrisa de labor cumplida al director, quien marca la última entrada de la orquesta.

No hay tiempo para saborear ese segundo en que la última nota se pierde en el silencio. El público enardecido aplaude, bate palmas con ritmo, grita bravo.

Como estoy en la primera fila, en el rincón de la izquierda, soy el único en la sala que percibe una escena pequeña, privada y reveladora. En la última fila de los violines, una joven instrumentista, rubia y frágil de tan delgada, toma el violín y el arco entre los dedos de su mano derecha y acercó la izquierda para aplaudir la interpretación del solista. Al pasar a su lado tras su última tanda de aplausos, lo mira a los ojos y le lanza un ‘bravo’ enfocado y pequeño, casi susurrado, casi como un piropo pero sin más connotación – al menos eso creo percibir – que el emocionado, sincero homenaje de un músico a otro.

*          *          *

Todavía con el asombro por el arte atlético del joven maestro, dos días más tarde trepo las empinadas escaleras de un auditorio único y absurdo. El Palau de la Música Catalana, en el corazón del área medieval barcelonesa, entre callejuelas sin luz ni veredas, es al mismo tiempo el más hermoso y el más kitsch de los auditorios.

La lámpara central como una cruza entre un vitral psicodélico en amarillos y rojos y una teta de luz. Las paredes con azulejos mareantes, recargados pero siempre originales, y al fondo del escenario, unas musas de yeso enrevesadas con banderas y escudos catalanes celebran el triunfo de la patria (Catalunya), el arte, la prosperidad económica y una época de oro (fines del siglo XIX) disfrazada de recuperación de otra época soñada (la medieval). Viniendo de las austeras paredes de madera blanca, las líneas rectas y el formalismo nórdico del Auditorio Nacional de Madrid, este palacio de celebración de la identidad imaginada de su público es el absoluto opuesto.

¿Estará el pianista de hoy también en el extremo opuesto del joven chino del domingo?

Maurizio Pollini es la personificación del gran intérprete del Viejo Mundo. Nació en 1942, a los 18 años ganó el Concurso Chopin de Varsovia. Desde entonces, ha actuado con todos los grandes directores – o tal vez mejor dicho, los grandes directores actuaron con él – y muchos de sus discos son legendarios, versiones insuperables de las grandes obras del repertorio troncal del piano clásico, de Mozart a Prokofiev.

Pero el maestro también se ha implicado mucho en tocar, promocionar y grabar obras contemporáneas, y ha ganado un público nuevo para compositores como Luigi Nono, Pierre Boulez o Karlheinz Stockhausen, que estaban arrinconados a salas alternativas e intérpretes especializados.

Mi disco preferido de Maurizio Pollini fue uno de los primeros long plays que compré. Ahora que lo pienso, Lang Lang nunca grabó un disco de 33 revoluciones por minuto, porque cuando empezó a tocar ya no existían. Con lo lindos que eran, con esas grandes tapas cuadradas, con reproducciones de pinturas o fotos de los intérpretes, esos discos de Deutsche Gramophon, la casa en la que grababa – y todavía graba – Pollini, la que ahora se ha actualizado con una nueva camada de estrellas. Entre los primeros, Lang Lang.

Son casi 30 años de escuchar discos de Pollini, de viajar con ellos, de pasar alegrías y tristezas acompañado de sus grabaciones, y por fin, al final de su ilustrísima carrera, lo voy a escuchar en vivo.

*          *          *

Desde la segunda fila del último piso del Palau de la Música, tengo que sentarme en el borde de la silla y asomarme entre las cabezas de los de adelante para ver al gran pianista, que entra lento, tranquilo y saluda con breves movimientos de cabeza el aplauso del público que atiborra la sala. Se sienta al piano y comienza sin pausa con la primera parte, todo Robert Schumann, puro espíritu romántico.

A Chopin dedicó Pollini la segunda parte del concierto. Una balada de tristeza contenida, un scherzo juguetón, un preludio de complejidad arquitectónica, cuatro mazurcas de fuerte pulsión rítmica, y, para coronarlo todo, la Gran Polonesa Brillante.

Es siempre una sensación de pureza religiosa el compartir una gran sala llena de amantes de la música donde se siente el silencio, la concentración, las respiraciones acompasadas mientras se esparce por el aire el sonido de un piano solo. A lo lejos, en el escenario despojado, el viejo artista se vuelca sobre el instrumento y contempla sus manos, como si fueran de otro, mientas los dedos pulsan las teclas con sobrenatural delicadeza.

No hay espectáculo, efecto ni búsqueda del asombro en la forma de tocar de Pollini. Suena el destilado de muchos años de frecuentar estas piezas. Los silencios me impactan, parece como si estuviera eligiendo, pensando hacia dónde ir, decidiendo un camino y descartando otros.

Al final, los segundos de tomar aire antes de lanzarse al aplauso que identifican a los públicos entregados a fondo a lo que están escuchando. Y el enrojecerse las manos aplaudiendo, y Pollini surgiendo dieciocho veces, a saludar y, en cinco ocasiones, a regalarnos una mano de bises de Chopin.

*          *          *

Salgo a la noche de luces y tráfico del centro de Barcelona y camino por Vía Laietana en dirección al metro. Es recién en la calle cuando logro juntar las percepciones de mi mañana con Lang Lang y mi noche con Pollini.

Cuando toca el joven artista chino el cuerpo me tira hacia delante y se me abre la boca de admiración y vértigo. Con el viejo maestro italiano, en cambio, el impulso es el opuesto: cerrar los ojos y tirarme para atrás, para flotar en algún espacio ingrávido del alma.

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15 de abril de 2013
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