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Porto se mueve

Un día de los primeros años 80 apareció por Madrid un madrileño que hablaba con acento alemán. Afable, apuesto y algo tímido, el muchacho llevaba consigo una cámara de fotos casi como otros llevaban un bolsón de tela india o una cartera de mano, bautizada por la guasa popular de la época como ‘mariconera'. Era un tiempo, ya se comprende, anterior a las mochilitas de diseño. El caso es que, de vez en cuando, el joven de poco más de veinte años empuñaba su máquina y te sacaba una foto, pero esas instantáneas nunca se veían; ¿dejadez, discreción, modestia? Se llamaba Javier González Porto y procedía de una familia obrera emigrada a Alemania, donde él había crecido y desde donde volvió con ánimo de independizarse; llegaba en buen momento. Nos vimos con frecuencia, y una tarde de 1984 le invité a venir conmigo a la inauguración de Robert Mapplethorpe en la galería de Fernando Vijande, que había alcanzado una enorme repercusión con la de Andy Warhol dos años antes. Vijande nos había reunido la noche previa al ‘vernissage' a un grupo de conocidos suyos con el gran fotógrafo norteamericano, y al día siguiente, cuando volví a saludar al artista entre la multitud que llenaba la galería, le presenté a mi acompañante. Ese apretón de manos y la breve conversación que siguió entre Javier y Robert cambió la vida de mi joven amigo.
Pero más que la vida de quien pasó a llamarse profesionalmente Javier Porto, interesa su obra, una de las labores fotográficas más fascinantes y menos conocidas de esa prodigiosa década de los 1980 que se extiende más allá de la Movida. Porto se instaló en Nueva York como ayudante de Mapplethorpe, aprendiendo de él, asistiendo a sus fiestas y a sus exigentes sesiones de trabajo, y posando a menudo como modelo del americano en fotos domésticas y de estudio. En los casi cuatro años que Javier Porto vivió en Nueva York junto a Robert, el muchacho discreto de la cámara no perdió el tiempo entre saraos y faenas. Fue educando su mirada, y cuando regresó a España en 1988 traía no sólo un tesoro de vivencias y documentos gráficos sino una personalidad propia en la fotografía.
La obra realizada entre 1980 y 1990 por Javier Porto reaparece ahora de modo deslumbrante, bajo el título ‘Los años vividos', en una exposición abierta hasta el 16 de junio en un nuevo centro de arte de la Diputación inaugurado a principios de año -y es algo milagroso en estos tiempos- en Málaga. Aparte de ocupar el encantador edificio de un antiguo hospicio que también desempeñó funciones industriales, me gusta su nombre, La Térmica, y en una de sus amplias salas las fotografías reunidas por el comisario de la muestra, el pintor Pablo Sycet, lucen espléndidamente. Es precioso asimismo el catálogo en dos tomos, otra ‘delicatessen' que está dejando de producirse en museos de mayor raigambre.
La escena neoyorkina y la escena madrileña anterior y posterior a su estancia en América forman el conjunto rescatado en La Térmica: allí están los grandes iconos, Grace Jones, Keith Haring, Warhol y la fauna vistosa de su ‘Factory', el joven Almodóvar con y sin su inseparable (entonces) McNamara, Carlos Berlanga, Alaska, la Maura, y también las figuras de los pintores rabiosamente figurativos, los roqueros del ‘Rockola' y algunos escritores simpatizantes de la causa moderna. El espíritu de un tiempo captado por el ojo penetrante de un testigo que también demuestra lo buen fotógrafo que es.

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13 de mayo de 2013
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Sé tú mismo

Hubo un punk puro que alentaba lo artesanal y autodidacta y que eternizó el lema Do it yourself -hazlo tú mismo-, el mismo del que años más tarde se aprovisionaba el mercado, desde la moda al floreciente negocio de la autoayuda. Y que, cosido con imperdibles, le plantaba cara al orden, al sistema y a los salones de té. Con la lengua fuera, esos nuevos dadaístas de cuero y metal no eran tan diferentes al Rimbaud del pelo pintado de verde o al desafiante Lautréamont que, sentado al otro lado de la página junto al lector, invocaba el odio como sentimiento creativo en sus Cantos de Maldoror. Pero a aquella contracultura, contrasistema, contra-uno-mismo que emergió del rechazo como actitud ante la vida, le sucedió el cash flow. Los imperdibles se convirtieron en tendencia de la mano de Versace y Elizabeth Hurley, y las camisetas y los tejanos desgarrados hicieron las delicias de los nuevos pijos bilingües asentados en la superficialidad multiplataforma. Ahora, con la recién inaugurada exposición del Metropolitan neoyorquino, el punk se muestra como última vanguardia histórica, eso sí, centrada en la moda y pasando de puntillas por su dolor existencial. Porque en aquella huella de movilización contestataria que gritaba bien alto contra el servilismo y la autoridad, había bronca nacida no sólo de las periferias industriales de cemento gris, ni del thatcherismo o del antimilitarismo, sino de un desengaño vital que convergió en una defensa a ultranza de la individualidad a golpe de anarquía: tu vida es tuya. A día de hoy, ya puede permitirse una lectura romántica del punk porque, a pesar de los intentos de ridiculizarlo, de convertirlo en una anécdota de crestas, clavos y piercings, e incluso en tendencia por parte de las multinacionales del lujo, abrazó la palabra libertad sin mencionarla. En su lamento existencial, todo aquello que empujaba en contra del trabajo, como base del sistema capitalista que despreciaban, se cargaba de actitud crítica, desafío y rebelión. Y con un desesperado deseo de hacer que la vida fuera interesante. Por ello es afinadamente oportunista este homenaje a aquellos que cuestionaban la falsa libertad en nuestras sociedades modernas y exaltaba el ser uno mismo, justo en tiempos de movimientos sociales y no culturales. Las protestas contra la ley Wert protagonizadas por padres, profesores y alumnos -las células más latentes de futuro- lograron al menos una pausa. “A la ley le faltan algunos retoques”, vinieron a decir desde el Gobierno. En triste sintonía con el No future, aquellas pancartas que otro día en Madrid rezaban “La educación es un arma de construcción masiva” buscaban ecos de botas militares y bombardeos en el desierto al atardecer como una imagen plástica frente al silencio y la mística de un aula. Allí donde se adquiere la única contraseña para poder ser uno mismo, y aun así no siempre funciona.

(La Vanguardia)

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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los ricos también ríen

En la escena que más risas desata en el público mayoritariamente clasemediero en la sala de la colonia Escandón a la que asisto, Peter (Carlos Gascón), el vividor que mediante amenazas y chantajes está a punto de casarse con la hija del empresario Germán Noble (Gonzalo Vega), se ve obligado a revelar sus datos personales al notario que está a punto de concederle una tajada sustancial del patrimonio de su prometida. A lo largo de toda la comedia lo hemos visto presumir un machacón acento español -y un estilo que remite al de Colate, hasta hace poco marido de Paulina Rubio-, y de pronto nos enteramos de que el simulador nació en Cholula, Puebla (si bien alega haber estudiado en Salamanca.)

            Que este gag se alce como el punto más hilarante de Nosotros los nobles (2013), la primera película de Gaz Alazraki, da cuenta de los alcances de su humor. Y que este remake de El gran Calavera, la segunda película mexicana de Luis Buñuel (1949), se haya convertido en pocas semanas en la cinta más taquillera del cine nacional, revela que la aplastante inequidad que sufre nuestro país desde los años cuarenta, y que no ha hecho sino acentuarse en los últimos decenios, continúa siendo terreno fértil para la sátira social, por pedestre que ésta sea.

            Obligado a trabajar a partir del guión de Luis y Janet Alcoriza, una especie de fábula moral que retrataba los excesos de la incipiente burguesía mexicana de aquellos años, Buñuel filmó una de sus películas menos relevantes, apenas punteada por sus buenas actuaciones (con Fernando Soler en el papel del Calavera) y una mirada que se regodea en desnudar algunos de los tics y las manías de esa incipiente clase social que, una vez cerrada la etapa revolucionaria, estaba a punto de adueñarse de México.

            Setenta años después, los excesos de los personajes de Buñuel se han convertido en benévolas caricaturas frente al imparable ascenso de los millonarios mexicanos, los cuales desde que se inició la liberalización de nuestra economía en los años ochenta no han encontrado límite alguno a sus ambiciones. Lo que en Buñuel era una lección de moral dada a esos rancios petimetres, se transforma en manos de Alazraki en una suerte de lavado de cara de nuestros pirrurris, yuppies, hipsters y mirreyes, quienes con una mínima presión parecen capaces de redimirse y de demostrar que son tan frágiles y humanos como cualquiera.

            La trama de Nosotros los nobles -las múltiples referencias a la época de oro del cine mexicano resultan tan superficiales como vanas- es de sobra conocida, así que no temo arruinarle la tarde a quien aún no la haya visto. Un rico empresario viudo de pronto se da cuenta de que sus tres hijos, la fresa Barbie (Karla Souza), el yuppy Javi (Luis Gerardo Méndez) y el hipster Charlie (Juan Pablo Gil), malgastan sus días y su fortuna en toda suerte de excesos, desde las borracheras del mayor hasta los deslices eróticos del menor, pasando por el amorío de Barbie con el insufrible Peter. A fin de darles una lección, Germán Noble finge que el sindicato de sus empresas ha descubierto un fraude millonario, confiscando sus propiedades y obligándolos a vivir como pobres, refugiados en la casona abandonada del abuelo.

            A partir de esta premisa -calcada de la de Buñuel-, cada uno de los hijos irá descubriendo sus errores al enfrentarse a la dura realidad del mundo, convirtiéndose (en teoría) en seres humanos más responsables y solidarios. Así, Barbie dejará a Peter -exhibido como un pícaro, más que como un malvado- y se enamorará de Lucho, el hijo de la sirvienta con quien coqueteaba desde niña, mientras que Javi montará un negocio con los amigos que conoció como chofer de microbús y Charlie al fin encontrará a una novia de su edad. Revelado el engaño del padre, se suceden los previsibles enojos de los hijos, la reconciliación y el ineludible final feliz.

            Desde las obras de Aristófanes, Plauto, Lope o Molière, las grandes comedias siempre fungieron como termómetros de la sociedad. Al ridiculizar a los avaros, los presumidos o los sabihondos -a los poderosos-, sus autores mostraban las llagas de su época y, en los mejores casos, se convertían en catalizadores del descontento o la frustración. No puede exigirse que todas las comedias busquen esta dimensión artística, pero que la película más vista en México en los últimos años sea una burda reivindicación de nuestros ricos, los cuales a pesar de sus defectos terminan por despertar todas nuestras simpatías, la convierte más bien en cómplice del statu quo.

            Cuando casi al final del filme Germán Noble le revela la verdad a sus hijos, Barbie no puede creerlo y le recuerda a su padre el momento en el que les anunció que el sindicato había clausurado sus empresas. A lo cual Noble responde, en la única línea verdaderamente ácida de la película (que no tardará en quedar sepultada bajo de la melosa reunificación familiar): "Si ni siquiera tenemos sindicato". Poco importa: aún así los queremos.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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12 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sueños de nuestros hijos

Un nuevo sueño viene a competir con los que ya conocíamos. Es el sueño chino, que asoma la cabeza por Oriente, cuando declina el sueño europeo y se mantiene, mal que bien, el americano. El nuevo sueño chino ha sido formulado por Xi Jinping, timonel de la quinta y última generación, encargado de emprender un largo bordo para colocar a su país en primera posición de la regata.

Los sueños son dobles: ordenan los deseos, pero proyectan nuestra imagen hacia fuera, con frecuencia en forma de lenguaje mitológico y propagandístico. Pueden ser mentira, pero cumplen con su propósito de hacernos soñar y de hacer soñar a los otros. Son la mejor síntesis del soft power, el poder blando y persuasivo que consigue las mejores y más estrechas adhesiones al convertir el modelo de sociedad que se propone en objeto de deseo para millones de terrícolas.

El sueño americano ha sido un potente motor de acción internacional durante toda la guerra fría, en la que venció al sueño del igualitarismo totalitario soviético, aunque mantiene todavía hoy su fuerte magnetismo. El sueño europeo tomó forma con la unificación del continente, cuando fue máquina de paz, estabilidad y prosperidad y modelo de integración supranacional admirado más allá de sus fronteras, hasta saltar hecho pedazos con la actual crisis. Y ahora aparece este nuevo sueño, todavía balbuceante en boca del nuevo líder chino, que anuncia el ?gran resurgimiento de la nación china?.

De puertas adentro, el sueño chino significa seguir creciendo y sacando a la gente de la pobreza, generando clases medias y construyendo ciudades punteras en urbanismo e infraestructuras, con un Estado de bienestar sostenible, menos desigualdades y sin corrupción, en el que sus ciudadanos puedan sentirse orgullosos de su país y de quienes los gobiernan. Si suscita mucho escepticismo, dentro y fuera, sobre todo por la estructura autoritaria del poder y el camino tan accidentado de su crecimiento, las cifras que colocan a China en cabeza, en comercio y en reservas extranjeras, y en el segundo lugar en PIB, no dejan margen a la duda.

De puertas afuera, el sueño es un salto geopolítico. Hasta ahora era una superpotencia agazapada y discreta, concentrada en el comercio y las inversiones al proyectarse internacionalmente, mientras contemplaba silenciosa el desgaste de su rival estratégico en guerras optativas que le cargaron de endeudamiento y enemistades, además de crear inestabilidad. Ya no será así con Xi Jinping. En el sueño chino hay un momento, en la época inminente de nuestros hijos y nietos, en que sustituye al americano. Esta semana hemos tenido un gesto de anticipo, cuando Pekín ha tenido pretensiones de Washington respecto a israelíes y palestinos, al recibir a los dirigentes de uno y otro bando y darse la oportunidad de exhibir una vocación de árbitros equidistantes. Habrá más gestos así, muchos más, y pronto.



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11 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: Nellie Campobello, una niña en la revolución mexicana

Leí a Nellie Campobello (1900-1986) en mi primer año de universidad en Berkeley y no supe más de ella. Quedaron los otros autores de ese curso sobre la revolución mexicana y sus consecuencias -Juan Rulfo y compañía--, pero ella, más allá de algún trabajo académico, fue prácticamente olvidada. Hace un par de semanas saqué de la biblioteca Cartucho, el libro que había leído de ella, y me sorprendí: la fuerza de esa prosa se mantenía intacta, al igual que sus imágenes elocuentes.  

Si la literatura es, entre otras cosas, encontrarle una perspectiva nueva a una historia conocida, estos relatos de la revolución mexicana son por demás originales. En  Cartucho, un libro de corte autobiográfico, Campobello adopta la mirada de una niña en las postrimerías de la revolución, y la niña nos hace ver una lucha que no está ni en Azuela ni en Martín Luis Guzmán ni en los otros grandes narradores de ese período. La narradora dibuja perfiles rápidos y precisos, como el de Elías Acosta, un soldado que regalaba balas a los niños y "se ponía a hacer blanco en los sombreros de los hombres que pasaban por la calle", y los de tantos muertos abandonados en las calles de Chihuahua, como Zequiel y su hermano: "tenían los ojos abiertos, muy azules, empañados, como si hubieran llorado. No les pude preguntar nada, les conté los balazos..." Muchos de esos relatos nacen de la madre de la niña, que admira a Pancho Villa y le transmite esa admiración; para la niña, Villa nació con la revolución, "antes nunca existió". Villa es el bandido que defiende a los pobres, un caudillo capaz de llorar después de un discurso sobre la dignidad de los campesinos; sus hombres, admirados por las "buenas e ingenuas" mujeres del Norte, son "los centauros de la sierra de Chihuahua" (la edición original, de 1931, es mucho más "villista" que la definitiva, de 1940; críticos como Jorge Aguilar Mora señalan que esa defensa a ultranza de Villa fue la que complicó la entrada de Cartucho al canon).

La Obra reunida de Nellie Campobello, publicada por el Fondo de Cultura Económica (2008), incluye sus dos libros más importantes, Cartucho y Las manos de mamá.  

    

(El País, 4 de mayo 2013)


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10 de mayo de 2013
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IV. La historia se muerde la cola

Pero la democracia es entre otras cosas eso, un subibaja cuyo balancín los electores empujan hacia arriba o hacia abajo. Y ahora Cartes tendrá que demostrar que siendo suficientemente rico, no meterá la mano en la alcancía tan tentadora del estado. Mientras tanto, entre sus antecedentes hay acusaciones en su contra por lavado de dinero y contrabando de cigarrillos, provenientes de la DEA de Estados Unidos y de una comisión investigadora del congreso de Brasil.
Y demostrar también si además del talento para hacer dinero a montones, según se ve más allá de las reglas del juego, tiene las capacidades suficientes para gobernar un país lleno de tantas calamidades como cuando empezó el reinado del partido Colorado. Hay quienes dicen que durante la campaña electoral habló muy poco para que no errara tanto, según el consejo de sus asesores publicitarios. "Si callado era un misterio, hablando es un horror", afirma uno de sus adversarios.
Preguntado en un programa de radio qué haría si descubría que un hijo suyo fuera gay, respondió: "Me voy a pegar un tiro en las bolas, sinceramente". Es por eso que, con justa razón, sus directores de campaña no lo dejaban dar entrevistas ni hablar con la prensa. "El que quiera ser feliz andando de rama en rama, que se vuelva mono", dijo de los homosexuales en el mismo programa.
Una historia que se muerde la cola. Dictadores mesiánicos, guerras devastadoras, pobreza y marginalidad, corrupción campante, golpes de estado, partidos que se eternizan en el poder, candidatos sacados del variado sombrero del mago. Nada extraño en el paisaje de América Latina que lucha por imponer la democracia como sistema que asegure la convivencia en este siglo veintiuno.

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10 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El viaje de la vida

Me piden de una revista mexicana que piense en el viaje de mi vida. Y aunque les escribo que okey, que lo escribiré, que les confirmo fechas la próxima semana y gracias por la propuesta y saludos y chao, finalmente, luego de responder el mail, me quedo pensando en cuál ha sido el viaje de mi vida. Peor aún, me quedo pensando en cuál ha sido mi vida. Y sus viajes.

Al rato hago encuestas. Una amiga me dice que el viaje de su vida fue en mochila por Europa, recién salida del colegio en Cali, Colombia. Me dice que fueron meses de meses de abrirse libremente al mundo, dejando atrás un círculo de amistades chismosas, además de guardaespaldas, sicarios, balas de plomo partiendo cráneos y secuestros de familiares y amigos. Otro me cuenta que su gran viaje fue a la carretera austral en auto, desde Santiago. Cuatro semanas solo con su papá, con quien por entonces se hablaba poco y nada: a la vuelta del viaje habían hablado de todo, además, claro, de haber ido juntos a putas en Puerto Montt, de haberse emborrachado hasta vomitar en una cantina de madera mientras afuera nevaba y de haber reído tanto, tanto, tanto, que cuando lo recuerda le dan ganas de llorar.

¿Cuál ha sido el viaje de tu vida? La pregunta es simple, aunque Chatwin hizo de su respuesta una profesión. La vida y los viajes a veces se complican y precisamente en esos momentos, por lo general, es cuando se nos hacen inolvidables. Es lo que le pasó a otra amiga, una que recorrió el mundo como instructora de esquí y que dice que el viaje de su vida fue a los 16 años, cuando le tocó su etapa de intercambio a Estados Unidos. Pero a ese Estados Unidos de los viajes de intercambio. Es decir, a un pueblo perdido, terriblemente fofo y con colesterol hasta en los semáforos, de autos grandes y viejos y banderas USA en las chaquetas y donde, finalmente, como casi todos, lo pasó pésimo en el intercambio famoso. En ese viaje tuvo que enfrentar tantas dificultades sola, que a partir de entonces su vida cambió. Otro me dice que el viaje de su vida todavía no lo hace, que lo hará pronto. Me jura que lo hará pronto. Que un día mandará todo al carajo y que pronto (repite la palabra pronto cada cinco frases) dejará el trabajo que detesta, el buen puesto que no lo enorgullece, los planes de previsión que no lo tranquilizan y saldrá de viaje a recorrer el mundo que sabe que se está perdiendo por tener que responderle a no sabe quién.

Quiero creer que a lo largo de nuestra vida tenemos varios viaje de la vida. Que en más de una ocasión todo cruje, todo cambia, la perspectiva se da vuelta y las cosas se sacuden y de ser así, como espero que sea, el problema estaría en elegir uno de esos viajes.

A veces pienso que el viaje de mi vida fue a Boston, cuando mi hermano estudiaba en Harvard. Llegaba la oveja negra a visitar a la estrella de la familia. Después de varias semanas desorientado en el entorno triunfalista de Cambridge, obviamente salí disparado. Escupido por la situación. Dando botes en autos y trenes hasta terminar en Miami, en la casa de una vieja colombiana que conocí en el Amtrak, tras recorrer toda la costa Este pensando que mi vida sí que era mínima. Otras veces, imagino que todo cambió un verano de hace mil años, cuando mi amigo Tuna contó que su papá tenía una casa desocupada en El Tabo y entonces, en grupo de amigos, nos pasamos todas las noches de medio verano recorriendo discotecas desde El Quisco a Cartagena, ida y vuelta, cuando esa zona ya era, y de lejos, la más bizarra de Chile. O puede ser que el viaje de mi vida haya sido el que hice a Aguaviva, un perdido y seco pueblo del interior de España a donde llegué haciéndole dedo a un camión. Iba obsesionado por contar la historia del lugar, un pueblo de viejos españoles repoblado con niños argentinos. Un lugar aburrido y caluroso, al que llegué por voluntad propia y, lo que es peor, gastándome más de la mitad del premio de un concurso de crónicas con el que supuestamente viviría todo un año. O cuando me fui de chico de campamento con mis hermanos y mi padre. O cuando fui al Mundial de Francia compartiendo hoteles con Leonel Sánchez y Chamaco Valdés. O cuando volé de Barcelona a Buenos Aires pensando en alargar para siempre lo vivido en la habitación 503 del hotel Cisneros.

¿Cuál ha sido el viaje de tu vida? En mi caso, la pregunta está abierta y me queda una semana para responderles a los mexicanos. Por lo menos ya tengo claro que, al igual que en las buenas crónicas de viajes, lo más importante del viaje de la vida es qué te sucedió aquella vez. Y que lo menos relevante, como siempre, es el lugar físico donde todo pasó.

 

 

@menesesportatil

 



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9 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una teoría simplista de las lenguas

Los dos prejuicios más comunes en relación con la historia de las lenguas son la suposición de que el hombre primitivo empleaba un habla elemental, basada en gruñidos y monosílabos, y su hermana gemela, la convicción de que existió una lengua primigenia de la que derivan las demás. Un estudio publicado en la PNAS, abunda en la última, y asegura haberse remontado a la lengua practicada en Eurasia cuando templó la última glaciación, hace unos 15.000 años.
 
Suponen los autores del trabajo que las siete familias que la convención censa en la actualidad —altaica, kamchatkiana, dravidiana, inuit, indoeuropea, kartveliana y urálica— descienden de una superfamilia euroasiática a la que se han asomado mediante el cálculo de probabilidades. Establecida la probabilidad de un 50 % para el hecho de que una palabra sea reemplazada por otra sin afinidad al cabo de entre 2.000 y 4.000 años, pasan sin dificultad a la hipótesis de que algunas palabras son mucho más refractarias a la erosión, el préstamo y las demás circunstancias que las hacen desaparecer, y tendrían una vida media de entre 10.000 y 20.000 años. Esas palabras duraderas serían, entre otras, hombre, mano, madre, oír, dar,  correr, los números, los pronombres, y algunos adverbios, en total 23, a las que se llega por sucesivas eliminatorias en los 21 pares establecidos para las siete familias. Previamente, se hace un casting con 3.804 proto-palabras reconstruidas para los 188 x 7, o sea 1.316 posibles emparejamientos. Esos pasos de baile conducirían a la predicción de la palabras propensas a tener una ascendencia remota y situable en el imaginado protoeuroasiático.
 
Me he acordado del profesor Morvan que, hace veinte años, en un coloquio de lingüistas sobre “la lengua vasca entre las demás”, proponía un umbral de cinco mil años para datar el momento en que las lenguas del mundo empezaron a diferenciarse de manera creciente, mientras hasta entonces se habrían conducido con formalidad y sin perderse de vista entre ellas, de modo que se podía atisbar, si uno se fijaba y comparaba un poco, la dichosa lengua primigenia euroasiática que hermanaba a semitas, indoeuropeos, uraloaltaicos, vascos y vascas. 
 
Lo cierto y evidente es que todas las lenguas son complicadas, y tienen un pasado  plagado de complicaciones abandonadas y sustituidas por otras. Porque cuando un matiz deja de interesar, se convierte en una complicación y sus días están contados. Y, así como varias escrituras se inventaron prácticamente al mismo tiempo en sociedades distantes entre sí, y sin relación constatable entre ellas, con las lenguas sucedió lo mismo, pero a mayor escala. Nunca hubo una lengua primigenia, sino muchas coetáneas.
 
Por otra parte, lo de las palabras que duran diez o veinte mil años no pasa de ser una hipótesis de comodidad. Hubo un tiempo reciente en que los tuteos entraron en regresión —se puede ver en el inglés y el vasco, donde la segunda persona del plural adquirió competencia singular— así como ahora el “usted” parece a punto de ser mandado recoger. Los pronombres son tan poco duraderos como el resto. El vasco tuvo un ni - hi - di / yo - tú - él, del que ha desaparecido el último miembro, ahora solo visible como partícula de la conjugación. Y no se trata de una lengua especialmente antigua ni aislada, como suponen los autores del estudio, porque tendrá unos dos mil años, si se cuenta desde el momento en que los aquitanos, que ya habían adquirido un habla celtoide, pasaron el Pirineo y empezaron a latinizarse. Por ejemplo, la palabra vasca aita, con significado de ‘padre’, es un préstamo del latín (atta, procedente del vocabulario infantil con significado de ‘yayo’ o 'abuelito'), y si una palabra como ésa puede desaparecer tan fácilmente de una lengua tan conservadora como la vasca, y ser sustituída por otra no afín, no se ve por qué habíamos de creer en la durabilidad de decenas de miles de años para esas palabras enchufadas que propone este estudio.
 
Cuando ni siquiera podemos tener constancia de si hace cinco mil años se había formado ya el indoeuropeo que, hasta donde sabemos, se extendió en toda Eurasia en oleadas sucesivas sobre un mosaico de lenguas incontables y no censadas, ¿cómo creer en esa simpleza de la lengua euroasiática primigenia —y datable en una horquilla entre 14,45 y 15,61 miles de años, para más animación—, de donde vendrían todas, incluyendo las desaparecidas de las que no tenemos noticia? Ese tronco filogenético único, a base de palabras ultraconservadas y recalentadas, parece más bien un refrito numérico de alguna historieta bíblica.


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9 de mayo de 2013
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La clase magistral como espectáculo

El dramaturgo Terrence McNally fue el primero en entenderlo. En 1995, vio la semilla de una obra de teatro en las clases magistrales que la soprano María Callas había dado para jóvenes cantantes de ópera en Nueva York en los setenta.

Callas era una cuarentona, todavía era joven, pero su increíble voz estaba en ruinas, y el amor de su vida, Aristóteles Onassis, la había dejado por Jackie Kennedy. Guardaba, eso sí, todo su arte, y lo descargaba a palazos en sus pobres alumnos, junto con su bilis, su enorme frustración, y unas impagables lecciones de vida.

De Broadway a París, la obra de McNally, Master class, fue un éxito planetario. Nuria Espert paseó una Callas memorable por media España.

Con la proliferación de Youtube y las redes sociales, la filmación con cámara fija de clases de música se convirtió en un hit. La periodista literaria argentina Leila Guerriero termina su antología de crónicas Frutos extraños usando una de las ‘master class’ más visitadas: el viejo león Daniel Barenboim le explica al joven tigre Lang Lang que debe ejecutar un determinado crescendo en una sonata de Beethoven “como si fueras a saltar y, en el último momento, ante el precipicio, no saltas”.

La música, ese arte efímero, inmediato, que se crea en cada momento y que deja de existir apenas las ondas se disipan por el aire, es ideal para que su enseñanza se transforme en un espectáculo.

Desde la película y la serie Fama hasta el reality show Operación triunfo y la escarizada El cisne negro, un maestro, un alumno y sus respectivos instrumentos – el cuerpo, la voz, un par de pianos – es todo lo que se necesita para que surja con fuerza la metáfora: aprender a tocar, aprender a bailar, aprender a cantar es siempre ahondar en el autoconocimiento y acercarnos por un momento a lo inefable.

 

(Una versión de este texto fue publicada en Cultura/s de La Vanguardia como acompañamiento a una crónica de la Master Class del pianista Alfred Brendel con el Cuarteto Casals el año pasado)

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9 de mayo de 2013
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