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III. Vapores de los sueños de opio

Una gigantesca obra que, según se anuncia, se iniciará el año que entra; los voceros oficiales han informado que el PIB del país alcanzará dentro de dos años el 15% de crecimiento y la tasa de desempleo quedará reducida prácticamente a cero. De este sombrero de mago, por lo que se ve, saldrán infinidad der gordos y alegres conejos.
Pero oigamos al doctor Incer, asesor presidencial para asuntos ecológicos y protección del ambiente, aunque no ha sido consultado, ni la Asamblea Nacional lo ha llamado para que opine. Lo hace a través de este programa de televisión, uno de los últimos independientes que queda en Nicaragua, y lo primero que dice, con sobrada extrañeza, es que toda la batería de estudios necesarios, ecológicos, batimétricos, sísmicos, oceánicos, y de las distintas especialidades de la ingeniería, no habiendo siquiera empezado, tomarían no pocos años en llevarse adelante, y para ello se necesita del concurso de firmas especializadas de diversas partes del mundo.
Dice también que todas las rutas propuestas para el Gran Canal que conectará al mar Caribe con el océano Pacífico, y por el que circularían los grandes buques post-Panamax, pasan a través del Gran Lago de Nicaragua, cuya superficie se acerca a los 10 mil metros cuadrados. Pero contra lo que los profanos pensamos, el lago es sumamente superficial, y su escasa profundidad no es apta para esos megabarcos que cargan hasta 15.000 contenedores y tienen un calado mínimo de 20 metros. Esto significaría que dentro del lago mismo debe abrirse un canal de al menos 45 metros de hondo, en un trayecto de al menos 90 kilómetros. Un canal del canal.

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19 de junio de 2013
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Recto hilo

Cuando en 1948 Claude Levi-Strauss presenta la tesis doctoral en la que mostraba la verdadera esencia de las relaciones de parentesco, hasta entonces confundidas con formas contingentes que el parentesco puede adoptar, una de las cuales, sólo una, tiene base en la comunidad de ancestros, se abría una puerta que permitiría relativizar el peso de ciertas estructuras abusivamente consideradas casi como universales antropológicos. Por dar un ejemplo provocativo: es perfectamente concebible el relevo generacional y la plena transmisión de la palabra en ausencia de los modos de organización que designamos con los vocablos "familia" o "estado", pero no es concebible tal cosa en ausencia de las estructuras básicas de lo que designamos por "música". Así pues, si queremos garantizar universales antropológicos, es decir, condiciones de posibilidad del perdurar de nuestra especie, mejor haríamos en defender la música que en hacer nuestras las tesis del primado Rouco (1).
Mas si ciertas instituciones han podido usurpar lo que para el ser humano es más caro, lo que garantiza el perdurar de su singularidad entre las especies animales, es porque en algunos de sus rasgos responden plenamente a lo universal, perturbado ciertamente en tal embalaje, pero abriéndose camino a través del mismo. Si la Naturaleza de Horacio (evocada por Freud) retorna en la furca misma con la que se intenta expulsarla, se diría que el espíritu (el conjunto unificado de facultades compartido por los seres de razón y de lenguaje) consigue desplegarse a través de los expedientes que intentan sino abolirlo, al menos canalizarlo o cercenarlo.

 

***

 

Una mujer de treinta y siete años, italiana del mezzogiorno, que había realizado estudios humanísticos en una universidad del Norte vive hoy en una ciudad extranjera, también vapuleada por la crisis, que busca paliativo en el turismo. Trabaja esta mujer tres días por semana en un establecimiento que es a la vez tienda y bar, atendiendo con una consideración que raya la ternura al grupo de parroquianos, jubilados o próximos a serlo, que confieren calor a un local que, sin ellos, se vería condenado a ser un eslabón más en el cansino deambular de los grupos de turistas. Pronto regresará por unas semanas a su localidad natal para contraer matrimonio, y me lo comunicaba mientras me alargaba "para acompañar al vino" un cartucho con unos pastelillos salados con los que uno de los habituales acababa de obsequiarla. La tremenda y profunda serenidad, la afirmación vital que emanaba de esta mujer, que poco antes me exponía su pesar por haberse visto obligada a abandonar sus estudios, su comprensiva sonrisa al escuchar las fantasiosas discusiones de los huéspedes, los chistes que olvidan a veces haber ya contado o sus recuerdos sublimados del pasado de la ciudad... Esta cotidianidad tan trivial como verídica me hizo sentir que el poder económico e ideológico que envuelve nuestras vidas no consigue impregnar el fondo, no deja de ser un armazón superficial, una superestructura.
La situación me retrotrajo a la vivida hace muchos años, en la adolescencia y en pleno Franquismo, cuando llegado al atardecer en autostop a un pueblo almeriense fronterizo con Murcia y decidir pasar allí la noche, compartí largas horas en la taberna vecina a la fonda, con los habituales del lugar. Tuve entonces la certeza de que una dictadura política era impotente a doblegar lo esencial de lo que forja el trato entre los hombres. Sentimiento que se repitió después ( siendo ya estudiante en París) en un pueblecito de una Grecia aun con la sombra del régimen de los coroneles, pesadilla política que de ninguna manera había logrado hacer de los griegos seres apagados. Aprendí entonces a amar una Grecia concreta, como en aquella estancia en el pueblecito de Velez Rubio, tuve enorme cariño por España, un España en la antítesis de la parodia castiza de los que veces han usurpado su nombre y que tantas veces se presta (con toda la estupidez del mundo) a servir de coartada a quienes, polarizados frente a ella, confunden a veces la dignidad de su propia identidad con el repudio del otro.
Hay en las relaciones entre los hombres un "recto hilo", una urdimbre simbólica esencial que mantiene con firmeza la trama de las costumbres, lazos vinculantes, ritos y fiestas que los poderes intentan canalizar con múltiples expedientes, los cuales al final se revelan impotentes. Lo esencialmente festivo en el día que se apresta a vivir esta mujer italiana está sólo encubierto por los ropajes del vínculo convencional y por el proyecto de constitución de una célula familiar. Por ello la crítica frente a estos ropajes sólo tiene sentido con vistas a, con mayor vigor, reivindicar lo que subyace. Por dar sin ambages un ejemplo: el repudio de la canalización de los lazos por la estructura parental ha de apuntar precisamente a una radical reivindicación de la fertilidad y del ciclo de las generaciones, condición no sólo del perdurar de la humanidad, sino del bien vivir compartido.
Me hablaban unos amigos vascos de que el reciente fallecimiento de una anciana fue aun ocasión de una auténtica fiesta de despedida, con los allegados y familiares desplazándose hasta el lugar dónde por reiterada voluntad de la fallecida deberían ser esparcidas sus cenizas. Quizás no es siquiera cierto que la muerte es lo más duro. Lo duro es tanto vivir como morir allí donde, con los ritos y costumbres a los que arriba me refería falta el sentimiento de fraternidad, sin el cual no es posible la posibilidad de fiesta y de afirmación, falta simplemente el bien vivir como falta el buen morir, en estas nuestras sociedades marcadas por la separación horizontal en las generaciones, configurada emblemáticamente en el apagamiento de la vida en esos espacios sin referencia, literalmente desarraigados, que son los contemporáneos tanatorios.

 

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(1) Otra cosa es que las degradadas condiciones socio-económicas conviertan a las entidades sociales defendidas por éste (desde la familia tradicional a las instituciones de caridad) en consuelo de afligidos. Pero ha de quedar claro que se trata de una aflicción no inherente a la organización de los hombres, sino de una aflicción contingente, resultado de un mal evitable, mal insoportable que ha de mover a la rebelión, pues si el hombre se revela plenamente cuando mantiene su entereza ante el mal trágico, no es su destino asumir con pasividad el mal innecesario.

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18 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Se compra un niño futbolista

A los siete años un amigo del barrio me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí que futbolista, sin saber que mis sueños eran convencionales, que prácticamente 9 de cada 10 niños latinoamericanos desea lo mismo. A los once años, sin embargo, los sueños continuaban, y con un compañero de colegio nos empeñamos en hacer todo lo necesario para "llegar". Nos inscribimos en las divisiones inferiores de un equipo importante de Cochabamba y comenzamos a ir a los entrenamientos al mediodía. No duré mucho: a esa hora, después de clases, ya estaba cansado y sólo quería volver a casa. Entrenar no era muy divertido: a veces ni siquiera jugábamos. Pronto mis sueños se fueron apagando y dejé de ir.  

Juan Pablo Meneses tiene la culpa de que estos recuerdos se hayan disparado. Su nuevo libro, Niños futbolistas (Blackie Books), es una fascinante exploración del mundo entre esperanzador y sórdido del niño futbolista latinoamericano, quien, acuciado por sus propias ilusiones y las de sus padres, quiere salir de la pobreza y llegar a la cumbre del fútbol profesional (Barcelona, Real Madrid o cualquier otro equipo europeo). La estrategia de Meneses para internarse en ese territorio es parecida a la de uno de sus anteriores libros (La vida de una vaca, 2008), aunque ahora suena más controversial: quiere comprarse un niño futbolista, para poder luego venderlo a un club europeo. Se trata de un "experimento narrativo" que Meneses llama "periodismo cash": el periodista se involucra con dinero en efectivo para poder entender la industria y el negocio del fútbol desde adentro. Algunos objetarán esta práctica, pues, al ofrecer dinero al abuelo pobre de un niño chileno de once años, ¿no se convierte el periodista en alguien cuya observación afecta aquello mismo que se observa? Meneses juega en el límite ético del periodismo de investigación, pero sale airoso porque pone las cartas sobre la mesa desde el principio, anunciando a todos que una de sus intenciones centrales es la de escribir un libro sobre lo que está haciendo. Sorprende que aun así estén todos dispuestos a participar.    

Niños futbolistas es un libro lleno de vitalidad y anécdotas tan conmovedoras como divertidas. El periodista recorre los campos de fútbol del Callao, de Rosario, de Santiago, y habla con representantes (Guillermo Coppola, en un notable cameo), cazatalentos, entrenadores, agentes, padres y niños. Con la legitimidad que le da el hecho de ser parte del negocio, escucha historias de padres que no les hablan a sus hijos durante una semana porque han fallado un penal, de jóvenes que ganan un "reality show" para probarse en el Real Madrid, con tan mala fortuna que en el primer remate de la prueba sienten un tirón en la ingle (ese joven, Aimar Centeno, juega hoy en un equipo de su pueblo, Origone de Agustín Roca). Queda claro que comprar un niño futbolista puede ser un gran negocio (un buen jugador de doce años no cuesta más de 200 dólares) y también una lotería: por un Messi hay cientos, miles de Aimar Centenos o Leandros Depetris (un chico argentino fichado por el Milan en 1999, a sus once años, que hoy juega en Independiente de Sunchales, un club amateur cerca de su pueblo natal).

 Niños futbolistas tiene suspense: ¿podrá Meneses comprarse un niño futbolista? Que disfrutemos de ese suspense significa que Meneses ha logrado demostrar con creces "lo grotesco del mundo del fútbol, del negocio y las contrataciones; el modo en que se ha desvirtuado el deporte... No hay que ser especialmente moralista para sorprendernos ante lo permisivo que es el mercado en estos tiempos de capitalismo financiero". Todos participamos de esa doble moral que nos hace escandalizarnos al leer que un niño chileno de nueve años quiere ser fichado por un club español de primera, y alegrarnos si uno de esos fichajes es para nuestro equipo. Dice Meneses que su idea no era demonizar el negocio "ni desmontar una mafia", sino hacernos conscientes de esa trastienda sucia que se esconde detrás de cada partido que disfrutamos. Sí, somos conscientes, sobre todo si Neymar marca un golazo: ¿será que el Barça recupera su inversión?

 

(La Tercera, 16 de junio 2013)

 



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17 de junio de 2013
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(Des)intoxicados

En Nueva York, en Union Square, La Casa se enorgullece de ser el balneario más antiguo de la ciudad -1992 (¡conmovedor sentido de antigüedad!)-. Pero lo realmente excepcional es que su recinto alberga una de las cámaras de percepción sensorial que hacen las delicias de quienes buscan la nada a fin de modificar su estado de ánimo; es más, de revertirlo. Una piscina a oscuras en una sala blindada: el silencio y la oscuridad absolutas, y el cuerpo flotando en agua caliente con grandes cantidades de sales Epson, procuran la negación absoluta de cualquier estímulo exterior con el fin de recuperarse a uno mismo. Hoy, la desintoxicación forma parte del amplio catálogo de promesas del mercado. Desde las bebidas desintoxicantes y otros programas Detox hasta los planes de saneamiento de todo tipo, se exalta el dibujo de un mundo enfermo, esclavizado por sus adicciones, que entona al unísono su voluntad de eliminar sus residuos y regenerarse. La corrupción, el desvarío y los millones de euros sospechosos que vomitan los medios parecen consecuencia de la desaforada ambición por conseguir la luna a precio de ganga. Pero no todo se pliega bajo las costuras de la codicia: en ese ir a más se esconde un vértigo suicida que mueve a quienes deciden traspasar la línea aunque no sean capaces de medir el riesgo ni de advertir que pueden despeñarse. Probablemente, los adictos menos peligrosos sean aquellos que en vez de socavar el sistema se destruyen a sí mismos. He visto la entrevista que John Galliano concedió la semana pasada a Charlie Rose. Su exención pública, atildado, alelado incluso, sin maquillaje, recogiendo las sobras de una fama que le exigía talento y espectáculo, y que aplaudía su extravagancia al tiempo que le obligaba a acrecentar ventas y polémicas. El diseñador se confiesa rehabilitado, pide de nuevo excusas y asegura que agradece el mal trago porque por fin ha podido verse a solas consigo mismo, y tratar no sólo su adicción al alcohol sino a la perfección. Esa otra toxina que no suele incluirse entre los productos de desecho universales, pero que tan bien ilustra la caducidad de un aspiracional fallido. La enfermedad de Galliano, su locura antisemita, borracho como una cuba en una terraza de Le Marais y azuzado por el vacío de la creación, nació de una intoxicación del ideal. Ir a más a menudo significa enmascarar el ánimo y la ambición, ante el regocijo de un coro que aplaude la desmesura porque a su vez necesita estímulos. En la sala de los detritus, la palabra recuperación toma vuelo, y vale para todo. Desde la economía hasta la moda o el ecosistema. Dicen que es uno mismo quien advierte que no necesita más terapia, como sucede cuando se acaba el amor. Sólo que la terapia es más fácil de dejar porque siempre sabes que puedes volver a ella, y flotar de nuevo como en una de esas piscinas oscuras y silenciosas. (La Vanguardia)

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17 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El ojo de Dios

Corría el mes de febrero de 1943 cuando el coronel Carter Clarke, jefe de la Rama Especial del Ejército responsable del Servicio de Inteligencia de Señales, ordenó establecer un pequeño proyecto para examinar los cablegramas diplomáticos que la embajada soviética en Washington y el consulado soviético en Nueva York enviaban a Moscú desde estaciones de radio clandestinas. Hasta entonces, Clarke había concentrado sus esfuerzos en quebrar los métodos criptográficos de alemanes y japoneses sin preocuparse por vigilar a sus aliados rusos, pero los rumores según los cuales Stalin se disponía a firmar una paz por separado con Hitler lo llevaron a cambiar de estrategia. La tarea se reveló más ardua de lo previsto: la Unión Soviética empleaba un sistema de encriptación en dos fases y sus analistas no lograron desentrañar sus mensajes hasta 1946, cuando la guerra había terminado. Los cables en ningún momento se referían a una posible negociación con los nazis, pero en cambio demostraban que la URSS poseía una formidable red de espionaje incrustada en las principales agencias del gobierno estadounidense.

Si bien en 1939 la modesta Rama Especial del Ejército apenas contaba con una docena de especialistas, para 1945 empleaba ya a 150 trabajadores entre criptógrafos, analistas, lingüistas y expertos en señales de radio, y se había mudado al antiguo colegio para señoritas de Arlington Hill, en Virginia, de donde tomó el nombre con el que sería conocida hasta que en 1952 adopto su actual denominación: Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que en la actualidad es parte del gigantesco complejo de Fort Meade, en Maryland, y para la que laboran unos 30 mil empleados.  

            A diferencia de la CIA o el FBI, cuyas maniobras han sido retratadas en miles de novelas y películas, la NSA se ha preocupado por escapar al escrutinio público, convertida en la más opaca de las agencias de inteligencia de Estados Unidos. Esta invisibilidad desapareció hace unos días, cuando Edward J. Snowden, un joven experto en informática, reveló que la NSA no sólo se dedicaba a capturar y descifrar información de fuentes extranjeras, potencialmente peligrosas para Estados Unidos, sino que sus herramientas tecnológicas le permitían tener acceso a todas las comunicaciones realizadas a través de las grandes empresas de comunicación, incluyendo Google, Apple, Microsoft, Yahoo!, Verizon, YouTube, Facebook y Skype.

            De inmediato la discusión pública se ha centrado en discernir si Snowden es un héroe, capaz de sacrificar su libertad por sus ideas, o un traidor que renunció a los más elementales principios de lealtad en un arranque de orgullo. Más allá de sus intenciones, su declaración de que le era imposible vivir en un mundo constantemente vigilado debería bastar para conducir la discusión al lugar que en verdad le corresponde: la tensión entre seguridad y libertad que enfrentan todas las sociedades democráticas.

            Lo cierto es que las declaraciones de Snowden no constituyen una revelación particularmente asombrosa, y más bien confirman algo que no sólo los fanáticos de la conspiración intuían desde hace mucho: que, con las armas tecnológicas actualmente disponibles, los gobiernos son capaces de inmiscuirse en cualquier comunicación llevada a cabo en el orbe. Los detractores de Snowden, incluidos numerosos miembros de la administración Obama, se empeñan en señalar que los programas de espionaje de la NSA no son ilegales y que ésta sólo lleva un inventario de los intercambios electrónicos sin inmiscuirse en su contenido. Explicación fútil, pues es claro que si la posee esa base da datos con nuestros mensajes y llamadas no es para hacer estadísticas, sino para buscar indicios de actividades ilegales.

            Al filtrar algunos detalles del programa PRISM, Snowden ha exhibido la desfachatez con la cual las grandes empresas tecnológicas y el gobierno estadounidense se han aliado para controlar a sus usuarios -sin conocimiento de éstos. Nadie duda que irrumpir en la vida privada pueda prevenir diversos delitos -o descubrir actos de espionaje, como los del círculo de Washington hallado por Clarke y sus criptógrafos-, pero esta intrusión en la intimidad, sin una orden judicial explícita, constituye una temible violación a nuestros derechos. Más escandalosa que el odio de la administración Obama hacia los delatores -Manning, Assange, Snowden, etc.-, es la encuesta del Washington Post y el Pew Center según la cual el 56% de los estadounidenses aceptan que la NSA lleve un inventario de sus comunicaciones. Lo peor que puede ocurrirle a una democracia es que sus ciudadanos renuncien voluntariamente a su libertad o su privacidad porque el gobierno los ha convencido de que sólo así pueden sentirse a salvo. Hoy abundan las analogías simplonas con 1984, pero en este sentido la comparación no es absurda: la victoria del Gran Hermano no ocurre cuando un régimen decide vigilar sin tregua a sus ciudadanos, sino cuando éstos lo consideran normal.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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16 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Teoría de Cameron

Las teorías deben servir para todos los casos. Si es teoría de uno, ya no es teoría sino casuística. La tradición imperial británica tiene su casuística y su teoría, guiadas ambas por el pragmatismo y los intereses. Recordemos que lo único permanente en la política exterior del Reino Unido son sus intereses, según frase proverbial atribuida a lord Palmerston. Las teorías británicas se adaptan así al sentido práctico de las cosas, a su capacidad para resolver las situaciones difíciles y, por supuesto, a los intereses.

La teoría de Cameron, expuesta ante la prensa española el pasado miércoles, es muy sencilla, y se aplica a Escocia, naturalmente, pero sirve para Gibraltar o las Malvinas ?Falkland, para los británicos?. Primero, mirar de frente a los problemas: ?No creo que sea bueno ignorar las cuestiones de nacionalidad, de independencia o de identidad?. Segundo, saber cómo tratarlos: ?Pienso que es mejor explicar tus argumentos...?. Y tercero y lo más importante, resolver: ?Hay que dejar que el pueblo decida?.

El primer ministro británico se ha cuidado muy mucho de aclarar que no quiere dar consejos a Rajoy ante las demandas catalanas de independencia. Pero todos sabemos que se trata de una cláusula diplomática: ?Es lo que creo que se ha de hacer en Reino Unido, pero nunca me atrevería a decir a los españoles cómo deben enfrentarse a estos retos, pues es una cuestión que han de decidir el Gobierno español y su presidente?.

La teoría es buena, incluso muy buena, porque sirve para los tres casos en los que el Reino Unido se enfrenta a cuestiones de este tipo y en los tres casos todo gira en favor de sus intereses. En dos de ellos, Gibraltar y Malvinas, la consulta es la garantía de la permanencia del vínculo británico, y en el tercero también, porque todo se dirige a que el independentismo escocés la pierda, gracias precisamente a la claridad, rapidez y rotundidad con que Cameron ha aceptado el envite del premier escocés.

La teoría no se aplicó en Hong Kong, cuando la mentora política de Cameron, Margaret Thatcher, cedió el territorio colonial a China en 1984 por dos razones, ambas pragmáticas: el vínculo británico era insostenible a largo plazo y era obligatorio para mantenerlo que los habitantes de la ciudad recibieran la nacionalidad británica. El caso se resolvió sin dársela y sin consultarles.

Cuando Cameron dice que es el pueblo quien debe decidir, se refiere a la gente, no al pueblo étnico de raíz alemana ni al pueblo republicano enfrentado al poder de la corona de raíz francesa. La democracia es el gobierno con el consentimiento de los gobernados. La base de la teoría es la gente en un territorio bien dibujado: el gobierno y el futuro los deben decidir quienes viven en él, no los gobiernos ni la gente que viven en otros lugares. Vale para los casos británicos, pero también para Ceuta y Melilla, y debiera valer para cualquier otro caso.



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15 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Qué pretendía Cervantes

No podía decir la mejor es Galatea, reconózcanlo pelados, porque lo tomarían por loco, entonces idea un loco que dice la mejor es Dulcinea y al que no lo confiese lo ensarto. No podía hacer una novela sobre un escritor que anhela triunfar en el género pastoril, mientras vive en un mundo poblado de autores pastorileros despechados por la falta de éxito y con los que se encararía para hacerles reconocer la superioridad de su Galatea. Entonces idea el hidalgo desquiciado por los libros de caballería.
 
Pero Sancho se descubre en su lapsus final, cuando le dice a don Quijote: “vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado”. Ahí se revela la pulsión original de la peripecia. No sólo estaban concertados, y hacían de don Quijote y Sancho, es que hacían de pastores que fingían ser caballero loco y escudero rústico, en una novela pastoril.
 
Por una ironía de su propio artefacto, Cervantes, que siempre quiso continuar la Galatea, que no triunfó, tuvo de continuar el Quijote, un éxito inesperado.
 
Al final, en la dedicatoria del Persiles, novela hiperpastoril a la que dedicó todos sus años posquijotescos, Cervantes reclama la gloria para la Galatea, y olvida el Quijote, que público y crítica dicen admirar. Son sus últimas líneas, su testamento literario, pero nadie, ni los contemporáneos, ni la posteridad, le hace caso.


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15 de junio de 2013
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