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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desgana militar

El territorio donde se han desarrollado más guerras y de donde han surgido más iniciativas bélicas en toda la historia está acercándose a la anulación absoluta de la pulsión militar. Tiene toda su lógica. El ardor guerrero desplegado durante siglos y utilizado para la expansión colonial está llegando al límite de su agotamiento.

Este repliegue tiene más de medio siglo, pero Siria lo sitúa de nuevo en primer plano. Si durante la guerra fría Europa tenía subarrendada su defensa, poco ha hecho después para defenderse por sí misma. La inhibición coincide ahora con los efectos de una crisis fiscal que golpea unos presupuestos militares ya ostensiblemente insuficientes.

Las primaveras árabes, esa esperanza al parecer efímera respecto al futuro de la democracia en los países islámicos, permitieron una finta engañosa respecto a la crisis y a la vocación pacifista de los europeos. Francia y Reino Unido tomaron con Estados Unidos la iniciativa de golpear a Gadafi, acción que realizaron bajo la dirección de la OTAN y tras obtener la autorización del Consejo de Seguridad.

Los motivos morales para un castigo a El Asad son infinitamente mayores que en el caso de Gadafi, pero no sucede lo mismo con las facilidades que proporciona el contexto político y económico europeo. El stress de la crisis presupuestaria es todavía más intenso. Recordemos que en Libia los europeos ya mostraron una cortedad de munición que solo Washington pudo reparar. En la actual ocasión, Reino Unido ha desertado por imperativo de su admirable democracia parlamentaria. La Alemania de Merkel, que debía ser más deferente que la de Schroeder con el aliado transatlántico, se halla ocupada en las elecciones generales. No hablemos de España, que todavía asomó la nariz con Libia y ahora solo atiende al pisotón gibraltareño. Solo la Francia del socialista Hollande quiere guerra.

La UE no tiene política exterior y menos de defensa, ya se sabe, y la OTAN se conforma con condenar a Siria, como si fuera el Vaticano. El nuevo Papa, por cierto, eleva su voz contra la guerra, sin problemas para hacerse oír: la inhibición europea se produce en todas direcciones; apenas un murmullo de intelectuales belicistas y unas pocas pancartas de las masas antibelicistas.

Algo más ha cambiado desde Libia hasta ahora. El presidente de Rusia, que autorizó el ataque a Gadafi en el Consejo de Seguridad, era Dimitri Medvedev; el que rechaza su permiso para castigar a El Asad es Vladimir Putin. A nuestra falta de apetito bélico le corresponde la nostalgia del vecino ruso por la hegemonía perdida. Es excelente que Europa sea el territorio de la paz, pero mejor sería si fuera un territorio pacífico que sigue extendiéndose en vez de observar cómo crece no muy lejos de sus fronteras el territorio de la guerra. O que, mientras tanto, pudiera defenderse a sí misma.



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7 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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79. Regreso del realismo

            Solemos escuchar que la crisis económica ha propiciado una especie de regreso al realismo literario. Abundan, esto es innegable, las novelas dedicadas a la recesión económica: tecleen en Google "novelas de la crisis" y asómbrense con el numeral de artículos y novelas dedicados en apariencia al tema. Entre las novedades anunciadas para otoño no es difícil encontrar tramas narrativas de las que es esperable que lo rocen o aborden, como las próximas de Isaac Rosa o de Doménico Chiappe. / El realismo literario español ha tenido siempre mala fama crítica (ha sido llamado desde "garbancero" en unos casos, hasta "facilidad panfletaria" en otros), pero siempre ha sido parte del extraño péndulo que rige la narrativa española desde finales del XIX. Si nuestra narrativa es una naranja, el realismo es una de sus dos -mal avenidas- mitades. Y quizá no sólo de la española, pero esto sería salirnos de madre. / Como expuse en mi ensayo Singularidades, a la hora de hablar de realismo, habría que distinguir entre los numerosos tipos de realismo literario que hay. Basta leer Teorías del realismo literario (2004), de Darío Villanueva, o cualquiera de los ensayos de Fredric Jameson (quien por cierto publica en octubre nuevo ensayo en la editorial Verso, significativamente titulado The Antinomies of Realism), para entender la complejidad filosófica, conceptual y estilística de este fenómeno sobre el que todos pensamos estar hablando, aunque en puridad hablamos de cosas muy distintas. / Como ya expuse en el lugar citado, lo que tiene (y debe tener) mala fama, es lo que da en llamarse realismo ingenuo, que sería aquel inconsciente de las limitaciones de la percepción humana de lo real, indiferente hacia los estudios de la ciencia moderna sobre el concepto de "realidad" (siempre entrecomillable, como apuntó Nabokov), e ignorante de los problemas estéticos de la representación. Este realismo, muy abundante en nuestras letras, tanto en poesía como en prosa, es pedestre y ralo, y sus manifestaciones literarias suelen ser deleznables, precisamente porque olvidan lo real. El motivo lo explica mejor que yo el novelista neuyoricano Junot Díaz: "En mi opinión, el realismo, como estrategia narrativa, falla miserablemente a la hora de explicar circunstancias como, pongamos por caso, una guerra civil, situación en la que se destruye el tejido cívico de la sociedad. Por la herida que deja abierta una guerra civil se escapan emanaciones fantasmagóricas muy difíciles de atrapar. El realismo no sabe qué hacer con eso. Es incapaz de captar las dimensiones más sutiles de todo un entramado de emociones fugitivas, sentimientos espectrales que se producen en situaciones históricas extremas. Lo mismo ocurre con las novelas de dictadores. Si se escriben en clave realista, no logran atrapar el fondo de terror, lo más problemático de las heridas que abren las dictaduras" (Junot Díaz, El País Semanal, 3/04/2013, accesible aquí). Frente a este realismo hay otro, complejo y autoconsciente, que suele dar buenos resultados literarios, al ser capaz de aprehender la realidad y sus fantasmas. Si vuelve el realismo, esperemos que sea este segundo.



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6 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bala de plata

El presidente se lleva el protagonismo y la responsabilidad. Su nombre es el que queda asociado a los éxitos o fracasos de la superpotencia. Aunque en muchos casos, como sucedió con George W. Bush, la decisión ni siquiera le pertenece. En otros, como está sucediendo con Barack Obama, aunque él mismo tome la decisión, al final ni su carácter ni su ideología consiguen doblegar los vectores de fuerzas que más determinan la política exterior y de seguridad de un país, como son los intereses, la correlación de fuerzas, y sobre todo la geopolítica.

No es la primera vez que sucede, pero la actual crisis siria nos ofrece de nuevo la oportunidad de observar cómo las continuidades de la política exterior de la superpotencia desbordan las diferencias entre demócratas y republicanos y terminan imponiéndose por encima de los programas e incluso de las personalidades políticas. Bush llegó a la Casa Blanca como alternativa a Clinton (no iba a practicar el nation building como en los Balcanes, por ejemplo) y Obama como alternativa a Bush (no iba a hacer guerras como la de Irak), y todos al final terminan haciendo cosas muy similares.

Todo lo que ha hecho Obama hasta ahora ante los dos años largos de guerra en Siria le ha debilitado. La idea de dirigir desde atrás, que le funcionó en Libia, no ha servido para nada en este caso, en que la revuelta democrática ha virado en guerra sectaria, suníes contra chiíes. Peor fue situar la línea roja sobre el uso de las armas químicas: aplazaba momentáneamente la necesidad de comprometerse, pero significaba citar a Bachar el Asad para que las traspasara cuando más le conviniera. Una vez utilizadas las armas químicas, la falta de una respuesta inmediata y fulminante, y esos días que siguen pasando sin que el crimen reciba su castigo, refuerzan la imagen de indecisión y debilidad.

El crimen es claro y admite poca discusión. Como máximo, algunas maniobras de distracción y cortinas de humo como las que ha lanzado Putin acerca de la autoría y responsabilidad por el uso de las ramas químicas. La gravedad de la actuación criminal del régimen de El Asad en la represión de las revueltas, convertidas muy pronto en guerra civil, tiene dimensiones y características de genocidio: 100.000 muertos, dos millones de refugiados en los países vecinos, cuatro millones de desplazados en el interior. El régimen ha cometido un acto de guerra repugnante contra la población civil, como es el uso de armas químicas en vulneración flagrante de la legislación internacional. De no mediar una reacción contundente y efectiva nada va a quedar de la responsabilidad de proteger, consagrada como principio por Naciones Unidas. A ello se suma el peligro de proliferación de armas de destrucción masiva, consecuente al almacenamiento y a la utilización impune de un arsenal de armas químicas, de la que tomarán debida nota otros regímenes del mismo cariz. Todo esto, que recoge el borrador de resolución presentado al Senado de Estados Unidos, se resume en el peligro que significa El Asad para la seguridad regional e internacional y en el daño inmenso para la comunidad internacional, Rusia incluida, que representa un precedente tan nefasto.

Ahora Obama no tiene más remedio que disparar y deberá hacerlo con la autorización del Congreso o sin ella, porque sabe que la peor de las salidas es seguir sin hacer nada. Sería como citar de nuevo al dictador sirio para que doblara de nuevo la apuesta y volviera a utilizar las armas químicas contra su propia población. Hasta que no lo haga, sigue abierto el interrogante sobre su autoridad y su fuerza. Y lo más grave es que, cuando lo haga, su autoridad y su fuerza dependerán de los efectos de la acción militar que emprenda.

Está la cuestión de la cobertura legal, insuficiente si solo la tiene del Congreso y falta la del Consejo de Seguridad, como se da ya por hecho. Pero todavía está la dificultad mayor de la eficacia de la acción que se emprenda. Este caso va más allá de la teoría del mal menor. Elegir el menor de dos males es relativamente sencillo en comparación con lo que debe hacer Obama. Su elección es entre una pasividad que le destruye ?a él como presidente y a EE UU como superpotencia con credibilidad internacional? y una acción de cuyos resultados nada sabe.

Obama se ha pedido a sí mismo una fórmula mágica: una acción limitada en el tiempo y adaptada a las circunstancias, sin poner pie a tierra, que dañe a El Asad con precisión diabólica, suficiente para castigarle y debilitarle pero no tanto como para darle el poder directamente a los grupos insurgentes incontrolados, Al Qaeda entre otros; es decir, con el resultado de debilitar al régimen y a sus alianzas sin liquidarlo, e incluso obligar a todas las partes, Rusia incluida, a sentarse en la mesa de negociación. Esa fórmula es una bala de plata para matar a un monstruo y no un acto de guerra del que solo se sabe cómo empieza y nada cómo sigue y sobre todo cómo termina.



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5 de septiembre de 2013
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Asuntos metafísicos 7 ( Revisión)

El soporte de la tesis que hace de la filosofía un universal antropológico

 Aunque con múltiples digresiones sobre muy diversos temas, la reflexión desde hace años realizada en este blog ha consistido fundamentalmente en explorar los caminos que abre cierta concepción antropológica que tiene sino arranque sí al menos cimiento firme en los trabajos de Aristóteles.
Ante la interrogación sobre la especificidad de la naturaleza humana, sobre las facultades que caracterizan al hombre como especie animal, y sobre las condiciones socio-económicas, políticas o educativas sin las cuales no hay posibilidad de que estas facultades se desplieguen, he glosado en múltiples ocasiones la tesis aristotélica de que el hombre es un animal marcado por un doble rasgo, de hecho indisociable: por un lado lo que Aristóteles denominaba "techne" (técnica a la vez que arte), una facultad que le permite completar lo proporcionado por la naturaleza con cosas que no hubieran podido resultar de una convergencia ciega de causas; cosas que, en ocasiones, ni siquiera responden a exigencias de conservación animal (frutos de la techne en el sentido de arte). Por otro lado, el hombre es asimismo un animal dotado de la facultad de efectuar razonamientos (logismois), facultad en la cual se halla intrínsecamente imbricado el lenguaje.
Esta doble capacidad marca la naturaleza del hombre, la cual entre otras cosas se reivindica como inclinación a lo que Aristóteles llama "eidenai", inclinación a activar la potencia de idear, la potencia de subsumir bajo conceptos. Dado el vínculo íntimo entre esta actividad y la condición lingüística, esta tendencia del hombre no está lejos de lo que el pensador Steven Pinker denomina "instinto de lenguaje". Si este instinto en pos de enriquecer aquello que le singulariza es de alguna manera debilitado, cabe entonces decir que el ser humano se haya mutilado en su esencia.
Por ello la defensa de la causa del hombre pasa en primer lugar por contribuir a socavar la arquitectura social que hace imposible la activación de su singular potencia, la activación de las facultades que determinan su especie. El individuo humano sólo ha de estar al servicio de aquello que en si mismo es proyección de la específica naturaleza humana, lo cual en última instancia supone tener como fin en sí el enriquecimiento (con espejo en el propio espíritu) del pensamiento y del lenguaje. Esto tiene incluso un corolario: la capacidad de pensamiento y de lenguaje puede y debe ayudar a la propia subsistencia individual, pero de ninguna manera debe reducirse a esta función auxiliar; de ninguna manera debe renunciar a sus propios objetivos.
En concordancia con lo anterior he reivindicado esa modalidad de despliegue de la naturaleza humana que es la reflexión filosófica, defendiendo la tesis de que la filosofía no es en su esencia otra cosa que asunción de ciertas interrogaciones universales, las cuales son espontánea e ingenuamente planteadas por los niños, de cuyo espíritu sólo llegan a ser erradicadas mediante una auténtica violencia a su naturaleza. Cabe decir que se da en todo humano una disposición filosófica, simplemente porque los asuntos de la filosofía conciernen a toda persona tensada por lo desconocido e inquieta sobre su ser y su entorno, y en modo alguno tienen como condición el ser una persona culta y menos aún una persona erudita (la erudición alcanza su legitimidad como instrumento de la filosofía y no como presupuesto de la misma). El postulado, sin ninguna duda político, que anima este escrito es, en suma, el de que pensar constituye cosa de todos, pues en el pensar realiza su especificidad como animal. Y la concreción de este postulado consiste en un replanteamiento de algunos de algunas cuestiones que, siendo elementales y precisamente por ser elementales cabe considerar como universales del espíritu, cuestiones que cabe designar como asuntos metafísicos.

 

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5 de septiembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Te amo, pero?- Extraordinario book trailer de Amor…

Te amo, pero?- Extraordinario book trailer de Amor condicional, el libro de relatos de Daniel Rodríguez Risco editado por Planeta y que mañana presento en ?Dédalo? a las 8:00 pm. Los espero y recomiendo mucho el libro, que cumple a cabalidad con la sentencia de David Foster Wallace: ?Toda historia de amor es una historia de fantasmas?.



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4 de septiembre de 2013
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Soñar a lo grande

Un padre creativo. Primerizo, británico y diplomático. Conoció a JK Rowling en una fiesta en París y se emocionó. Más allá del autógrafo de rigor, se atrevió a pedirle un consejo para Charlie, su bebé: “No fumes, dejarlo es una pesadilla”. Rowling, que también mostró su generosa motivación, dejó un segundo mandato: “Haz caso a tu padre, a no ser que esté equivocado”. Tom Flechter siguió adelante en su empeño de dedicarle a su hijo una especie de manual de la sabiduría de la fama. Aunque la política haya perdido su capacidad para cautivar y hoy se arrastre cabizbaja, latosa, anémica, Flechter, ahora embajador en Líbano, no se cortó con Clinton, Bush padre. O Bruni. “Sueña a lo grande y no temas esforzarte por ello”, escribió Obama en estado puro. Curiosamente, lo mismo que rasgó en el cuaderno Bill Clinton: “Hay que soñar a lo grande”, y añadía “no olvides disfrutar de cada día”. El proyecto de Flecther es mediático. Le saldrá un libro resultón, entregará los beneficios a una oenegé solidaria que combata la maltrecha situación de los niños en el mundo, y puede que incluso alguna de sus divisas se convierta en el lema de una campaña. Hasta ahí, todo previsible. Pero ¿hasta qué punto las máximas, las reglas, los principios e incluso los aforismos determinan nuestra vida? La afición por los aforismos, por las cápsulas de pensamiento comprimido en poco menos de 140 caracteres, como un tuit, proliferan en tiempos de formatos breves, despieces y enunciados vitamínicos como un Red Bull. Esta querencia por las frases redondas y afiladas es reveladora acerca de nuestra condición de habitantes de los años 10. Afincados en la cultura del eslogan, deglutimos perlas y entrecomillados, reclamamos directrices y lecciones perspicaces, aunque su poder de fijación sea absolutamente dudoso. O mejor dicho, es el contexto el que hace agua porque el uso y, sobre todo, el abuso de poder no ha evolucionado desde hace más de dos mil años. Veamos, si no: “La mejor forma de gobierno es la que se basa en el equilibrio de poderes”, “quienes nos dirigen deberían poseer un carácter y una integridad excepcionales”, “la corrupción destruye a la nación” o “para obtener resultados es fundamental hacer concesiones”. Marco Tulio Cicerón los rubricó mientras César conquistaba las Galias, plantando la semilla de lo que debería de entenderse por un gobierno justo. Los recoge la editorial Ares y Mares en Cómo gobernar un país. Y produce escalofríos pensar que todo está escrito en los libros, y a pesar de ello, el sentido común y la ejemplaridad son tan esquivos como ese aforismo que enamora al oído pero se desvanece como una pompa de jabón. ¿Soñar a lo grande y vivir en pequeño?

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4 de septiembre de 2013
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La décima musa

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, indignado por la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres, dejó a éste una nota de puño y letra en su club, todo muy al estilo británico, en la que escribió: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]". El poeta, de brillante ingenio pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra de la homosexualidad como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.
En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:
"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente...", vuelve a responder Wilde. "Yo no he insinuado que fuera algo malo", comenta el abogado. "No, cocinar es un arte", afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. "¿Otro arte?", pregunta el abogado. "Otro arte", afirma Wilde con toda seriedad.
Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar, a callar, y a obedecer. El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión. ¿Un hombre escribiendo un libro de cocina, detallando recetas?
Mejor que eso, cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París comisionado por La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, la cocina ya hace tiempo ha sido elevada a la categoría de las bellas artes y declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea, quien "preside los deleites del gusto". "En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse «como una de las bellas artes»...", dice Rubén en su crónica Literatura y cocina.
Podemos sospechar que en León de Nicaragua no lo dejaban entrar a la cocina ni doña Bernarda Sarmiento, la tía abuela tuerta que lo crio, ni las cocineras mulatas e indígenas, dueñas de la sabiduría de mezclar los perfumes y los sabores europeos, aborígenes y africanos, pues siendo un recinto de mujeres, de su puerta los niños no pasaban, menos que se les permitiera hacer uso del cuchillo para cortar los tubérculos y verduras que iban a dar a la sopa, o meter la cuchara en el perol para probar la sazón de los guisos.
Los oficios femeninos, podían desviar la masculinidad, como le había ocurrido a Míster Carson. Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero aun así Rubén alardeaba de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando aleccionaba a su mujer Francisca Sanchez de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.

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4 de septiembre de 2013
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