Conmovedor el testimonio que recoge en “Revista Ñ” Marina Artusa del centenario Boris...
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Conmovedor el testimonio que recoge en “Revista Ñ” Marina Artusa del centenario Boris...
¿Sabes dónde está la librería más grande del Perú?.- Un misterio que pronto será develado por Ibero Librerías.
Ayer traía el Frankfurter Zeitung una entrevista al poeta sirio Adonis, que tiene un nombre la mar de mesopotámico y vive en París, como es natural. Se expresa este hombre de 83 años con claridad poco frecuente en su oficio sobre el follón arábigo, y era muy crítico con todo el mundo. Ya cuando empezó el bombardeo bondadoso de la primavera árabe dijo que él no podía participar en una revolución que se inicia en una mezquita porque, ya de entrada, eso no tiene nada que ver con libertad y democracia. Toda sociedad que se basa en legislación religiosa es una dictadura, asevera. Y es incluso peor que una dictadura militar, que aspira acontrolar las cabezas e ideas políticas, mientras las bondades islámicas quieren gobernar además el corazón, el alma y el cuerpo de todos.
Adonis está persuadido de que hoy por hoy la sociedad árabe no es compatible con el laicismo y sostiene que los árabes llevan mil quinientos años sin salir del círculo vicioso de aspirar al poder sin dar un paso que impulse cambios sociales en dirección al progreso.
Respecto a los revolucionarios sirios, los considera apoyados por Estados que no tienen ningún interés en terminar con la violencia en Siria, y que pretenden debilitar el país. En concreto, cree que Arabia Saudita, Qatar y Turquía aspiran, con la excusa de un islam moderado, al sometimiento de todos los países, desde Marruecos hasta Paquistán, a un suprapoder sunita. Y está persuadido de que una intervención militar en Siria hará caer al país en manos de los yihadistas.
Aparte de la clarividencia política de este poeta, la verdad es que la proclama de hipocrituelos mediocres como Obama y Cameron de castigar al régimen sirio por matar con artes prohibidas, como si se tratara de una multa del guarderío de caza y pesca, no sugiere nada parecido a la existencia de un Occidente democrático con ideas ni decisiones claras.
Alucinógeno. Los admiradores más extraños de Proust, que yo sepa, fueron los beatniks. Los protagonistas de On the road, de Jack Kerouac, lo leen durante sus frenéticos viajes, de costa a costa en los Estados Unidos. Posiblemente esa lectura les sirve como un alucinógeno más. O quizás Kerouac, que escribió su novela sobre un rollo de papel, admiraba ese “desenrollarse” de la frase proustiana, larga como una carretera en las planicies norteamericanas.
Arquitectura. Proust estudió a fondo las catedrales góticas. Se ve en la arquitectura de su libro. Las biografías de los personajes principales son pilares que se ramifican y entrelazan, formando nervaduras que sostienen las cúpulas de nuevos relatos, nuevas naves. Esos entrelazamientos ocurren mediante casualidades. El símbolo mayor es el cruce sorpresivo de los caminos de Swann y de Guermantes. Toleramos mejor esas coincidencias “novelescas” porque intuimos la belleza de su arquitectura. La catedral que se va construyendo.
Borges. Uno no podría imaginarse ningún autor más alérgico a las longitudes transiberianas de Proust y a su psicologismo, que Borges, el breve. Y sin embargo: “En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir”. Se lo dice Borges a Bioy Casares, la noche del martes 14 de junio de 1955.
Clase media. Proust es implacable con la clase media, a la cual pertenece. Sus aristócratas y tipos populares pueden ser vanos o crueles pero siempre los salvael mérito. En cambio, la arribista Mme. Verdurin, "borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, encaramada en su percha como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad".
Diablo. La maniática minuciosidad –también las minucias- de Proust. Si el diablo está en los detalles, él fue el diablo más grande de la literatura universal.
Divagaciones. Las digresiones de Proust nos inducen a divagar. A derivar, tal como lo hacen nuestras vidas en el río del tiempo, siempre intentando agarrarse al cable de la memoria.
Encamado. Imposible no sospechar que la temprana fascinación del narrador con su tía Léonie, encamada, venía de que él mismo aspiraba a ser un encamado. Y lo logrará.
Enfermedad. Truco narrativo que, al identificarnos con el enfermo, nos vuelve pacientes. Y así nos induce a apreciar con calma lo que en nuestras prisas cotidianas pasa desapercibido.
Funes. Proust como un Funes, el memorioso, dotado de una monstruosa memoria. Pero, a diferencia del personaje borgiano, Proust sólo recuerda con intensidad lo que ha olvidado del todo.
Homosexualidad. La noche del 13 de mayo de 1921, Gide visita a Proust. El visitante lo acusa de hipocresía por esconder la homosexualidad de su narrador. Y sobre todo por las páginas de Sodoma y Gomorra donde el narrador hace una decidida condena de la misma. Proust contesta saliéndose por la tangente. Sin embargo, podría haber respondido que esa máscara hace a su libro aún más interesante. Todo el relato vibra con la sospecha de identidades sexuales ocultas. También podría haberle dicho a Gide que esa autolimitación lo obligó a separarse de la realidad e inventar más, por suerte. Un artista es la limitación que se impone.
Humor. El libro abunda en situaciones cómicas, transmitidas con delicadeza proustiana. La buenísima tía Léonie, encamada desde hace años por pura neurosis, se imagina un incendio que la obligue a salir a la calle. Luego ella iría al cementerio, al funeral de su familia, a llorarlos a todos. Después de especular con esta idea atroz, la tía se siente mejor por seguir en cama.
Inacción. Paradójicamente, la inacción mueve a En busca del tiempo perdido. Al detenerse la acción se pone en marcha la observación, la inagotable elucubración proustiana, sus asociaciones libres, su fantasía.
Lenguaje. Aunque no fue vanguardista, Proust compartió el rasgo –y riesgo- más notorio de la vanguardia narrativa. El lenguaje de su novela es más importante que el argumento. Incluso más que la estructura. Incluso más importante que sus ideas sobre la memoria y el tiempo, perdido o no.
Longitud. La vida es demasiado corta y Proust es demasiado largo, apostrofa Anatole France (resentido contra quien fuera su discípulo). Lo contrario podría ser más cierto: leer a Proust podría alargar la vida. Su libro muestra la eternidad que puede caber en un minuto.
Naturaleza. Las descripciones de la naturaleza son tan acuciosas como las sicológica. En un enfermo de asma, que desde niño no podía acercarse a una flor sin ponerse morado, resulta curioso. O no. Una vez más la limitación opera como fuente de la creatividad. Porque no puede tocarla ni olerla, Proust palpa y olfatea la naturaleza con sus palabras.
Objetividad. Tanta subjetividad en las perspectivas del relato y, a pesar de ello, tanta objetividad en la descripción sicológica. Proust triunfa en lo más difícil: es objetivo incluso con sus personajes favoritos. Swann es un frívolo y ha desperdiciado su vida por ello. El narrador tiene una clara conciencia de esta lacra que, desde luego, sabe que lo afecta a él también.
Palabras (superiores a mil imágenes). La lectura de Proust como purgante contra el empacho de imágenes visuales con las cuales los medios nos indigestan. Sus tres mil páginas nacen de unas pocas instantáneas: un tropezón o un pancito hundido en una taza de té. Sus largas reflexiones sobre esas visiones microscópicas desmienten que “una imagen vale por mil palabras”. No, las imágenes valen por lo que nos dicen. Y nos lo dicen mediante el lenguaje. Sólo vemos, a fondo, cuando intentamos describir lo que vemos.
Perversión. El petit Marcel espía por la ventana a la hija de Vinteuil que se besa con una amiga. Luego desafía a ésta a escupir sobre el retrato de su padre que acaba de morir. La extraordinaria belleza del jardín que rodea a la casa enmarca ese retorcimiento "sádico", potenciando la perversión. Pero lo que más le gusta al narrador es que la jovencita huérfana se las arregle para creerse inocente. Que el mal necesite parecerse al bien, lo deleita.
Raúl Ruiz. Su película, El tiempo recobrado, es bastante buena. Sin embargo, qué difícil se hace ver a hombres o mujeres, definidos, representando los ambiguos roles que el autor concibió para ellos. Prueba de que el cine es esencialmente literal y no literario.
Simplicidad. Conforme al principio de la navaja de Ockham, la explicación más simple es la más correcta. En busca del tiempo perdido podría ser, a pesar de su enorme complejidad y todos sus recovecos, sencillamente una larguísima exhortación en favor del refrán “todo tiempo pasado fue mejor” (porque nuestra memoria lo embellece).
Talca. Según Alone, Laura Hayman, la cortesana que inspiró el personaje de Odette, estuvo en Chile. En Talca, nada menos. ¿Qué diablos andaría haciendo por allí.
Tendencioso. A partir de Sodoma y Gomorra la frecuente revelación de la homosexualidad encubierta de numerosos personajes –excepto el narrador- se hace inverosímil y tendenciosa. Charlus, que tenía esposa y amante resulta ser amante de Jupien. La amada Albertine es lesbiana. El Príncipe de Guermantes persigue a Morel. Saint-Loup, antes amante incluso de una prostituta, Rachel, resulta ser un invertido. Así y todo se casa con Gilberte. Tanta salida del closet amenaza con convertir la novela en un vodevil.
Twitter. Con su millón de palabras, En busca de tiempo perdido puede ser el antídoto perfecto contra el pensamiento twitter contemporáneo. Ese pío-pío intelectual que, con sus mezquinos 140 caracteres, amenaza con miniaturizar nuestras ideas y jibarizarnos la conciencia.
El gran historiador y crítico literario, Estuardo Núñez, falleció hoy a los 105 años. Fue testigo...
Procedente o no de la física, el metafísico contemporáneo parece abocado a revivir la aventura cartesiana, a preguntarse de nuevo si el mundo físico, que fue su punto de arranque, no tiene en realidad el mismo estatuto que las representaciones de los sueños, muchas de las cuales además de diferenciarse de lo que sentimos como propia identidad, muestran esa irreductibilidad a la misma que nos parecía ser una de las marcas de lo físico (pareciendo moverse y ocupar posiciones, distinguiéndose así de líneas, superficies, intervalos tridimensionales carentes de densidad, y otras entidades puramente abstractas).
Y lo que nos llevará a este replanteamiento del problema de la realidad del mundo no será ya exactamente la lectura de Descartes (que seguirá sin embargo siendo un gran punto de referencia), sino la reflexión sobre los principios que regulan nuestra concepción de la naturaleza y nuestro ordinario trato con ella. Interés por los principios reguladores que obliga al metafísico a acercarse al trabajo del fisico, a menos que la aproximación sea en sentido contrario:
El físico, por definición, trata de una dimensión del ser que no coincide fenomenológicamente con la dimensión del pensamiento, y no se ocupa del problema metafísico relativo a cuál es la auténtica relación entre ambos dominios; o si lo hace es en paralelo, como el Einstein interesado por las tesis de Kant a las que había sido introducido desde la adolescencia por Max Talmey, un joven universitario que frecuentaba su domicilio paterno en Munich.
Y sin embargo...el físico puede verse por su propia tarea científica, y precisamente para mantener la fidelidad a la misma, conducido a plantearse el problema metafísico. Esto le ocurrió a Einstein en relación al problema de la significación física del tiempo y el espacio, y le ocurrió a los físicos Antón Zeilinger y John Bell en relación al principio de localidad, y le ocurre a todos ellos y a muchos otros cuando se trata del realismo, problema en el que la cual confluyen de hecho casi todos las demás. Objetivo de estas notas es abordar con cierto carácter sistemático estos problemas. Terminaré hoy recordando esta interrogación de Husserl
"Todo esto nos dice Descartes. Pero, ¿vale la pena realmente intentar descubrir un sentido presente tras tales ideas? ¿Pueden aun conferir a nuestro tiempo nueva y potente energía?"
En las bibliotecas de todos nosotros habita un libro, ese libro, que nos ha derrotado una y otra...
Es un ejercicio escolástico. Pero no es inútil. El belicismo lo resuelve todo con la violencia de la guerra, de la misma forma que el antibelicismo se opone radicalmente a cualquier guerra. Ambas posiciones suelen ser peligrosas en política, por lo que no es ocioso contar con criterios para saber cuándo se puede hacer la guerra legítimamente, con la razón moral y legal a la vez.
Desde que terminó la guerra fría, cada una de las declaraciones de guerra que hemos conocido, especialmente aquellas en las que han participado los países europeos junto a Estados Unidos, han merecido el control de los criterios de legitimidad, que suelen resumirse en seis puntos: 1.- debe estar al servicio de una causa justa; 2.- la intención debe ser recta; 3.- siempre como último recurso; 4.- con notables posibilidades de éxito en la obtención de los objetivos; 5.- con proporcionalidad de medios y de violencia para evitar el mal mayor que la ha suscitado; 6.- con autorización y cobertura legal internacional.
Los reunían la primera guerra de Irak, que declaró y organizó Bush padre; la campaña de bombardeos aéreos contra los talibanes en Afganistán, lanzada por Bush hijo en respuesta a los atentados del 11-S; y los bombardeos de la OTAN sobre Libia, dirigidos ?desde atrás? por Obama y desde delante por Sarkozy y Cameron, para detener la ofensiva de Gadafi contra la resistencia a su régimen. No los reunía la campaña de bombardeos contra la Serbia de Milosevic en la llamada guerra de Kosovo, lanzada por Clinton y crucial para la liberación e independencia del pequeño país; y tampoco la segunda guerra de Irak de Bush hijo, ambas por falta, al menos, de resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Lo que interesa ahora es determinar si sería un caso de guerra justa un ataque contra Bachar el Asad por el uso de las armas químicas, tal como ha amenazado Obama. Sabemos de antemano que faltará la resolución del Consejo de Seguridad, gracias al derecho de veto de Rusia y China, pero a la vista de los antecedentes sería perfectamente posible que se siguiera el modelo de Kosovo y se buscara una legitimación supletoria como en aquel caso, que ahora deberían ser la OTAN y la Liga Árabe.
Pero no sería suficiente. Una intervención en represalia por el uso de armas químicas exige, en primer lugar, garantizar que la responsabilidad efectiva es de Bachar el Asad, y en segundo y todavía más importante, que servirá efectivamente para destruir el arsenal o impedir la repetición de los ataques. Un ataque que tuviera un objetivo meramente de castigo, sin garantía alguna sobre los efectos que ocasionaría en el país y en la zona, ni siquiera se contempla en el análisis de la guerra justa, aunque falla ostensiblemente en la exigencia de proporcionalidad y correspondencia de medios y fines. Tampoco entraría en el caso de la guerra justa si el objetivo fuera mantener la autoridad del presidente Obama y preservar la capacidad disuasiva de la superpotencia, cuestiones que solo suscitan los analistas pero no suele estar en boca de los políticos.
Que todavía no se reúnen las condiciones en el caso de Siria lo ha puesto en evidencia el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon, cuando ha pedido más tiempo para las inspecciones y para la diplomacia. La guerra todavía no es el último recurso, y no lo es, sobre todo, porque hemos dejado pasar dos años y medio antes de desenfundar, sin que entre tanto se haya hecho apenas nada para frenar a El Asad. Hará bien Obama en aplazar una decisión que puede meterle en un berenjenal todavía peor que el de Irak.
(En tres ocasiones anteriores he tratado el tema de guerra justa, dos de ellas con Gadafi, aquí y aquí, y una tercera a propósito de Siria e Irán, aquí).
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