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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los tiempos del color mate

En Europa ya se ven algunos automóviles con la pintura mate. El mate apareció sobre los armazones de las nuevas bicicletas deportivas y sobre las motos de alta cilindrada, pero, en los coches, el efecto mate supera a lo que sería una simple prueba estética, al lúdico aire de una moda o a cualquier otro recurso de novedad. El auto mate, y tanto más cuanto mayor es, conlleva un sombrío estado de ánimo. De hecho, comparado el impacto de este coche con el del automóvil brillante, y aún más con la pintura brillante y "perlada", implanta, como resultado equivalente, el duro contraste entre la frivolidad y el duelo.

Lo brillante es del orden del lujo, la lujuria y la fiesta mientras el mate remite a la capa de luto a secas, la muerte real. Exactamente, el negro acharolado es propio de los suntuosos automóviles de representación dentro de los cuales una autoridad política o financiera viaja e irradia poder simbólico a través de la carrocería fulgurante.

Los carros de combate, en cambio, las ambulancias de la guerra, los autobuses militares son mate de acuerdo con la funesta circunstancia por donde circulan. Si no fueran así, sus reflejos los delatarían y pronto serían exterminados por el enemigo. De parecida manera, los coches sin brillo, con una pátina de muda amargura, apagan la música jovial de lo que brilla.

No hay fenómeno social que, en cualquier época importante, no se refleje en el aspecto de las ropas y los objetos, en el arte o en la literatura. Y ¿cuál sería ahora la ecuación? Una secuencia en la que escribir imaginarios personajes para las novelas, cuadros bonitos para las paredes y arquitecturas fotogénicas para el marketing chocaría ominosamente contra la desventura social.

La crisis nos hace tristes, pobres y desolados, honestamente desesperanzados. De hecho, justo en un tiempo parecido al actual (considerando que nos hallamos en el centro de una inesperada III Guerra Mundial) Robert van Gelder, redactor de The New York Times, entrevistó a Stefan Zweig (1881-1942) para su periódico. Y el escritor dijo: "Estos meses [de 1940] han sido fatales para la producción literaria europea. La norma básica para todo trabajo creativo sigue siendo la concentración y jamás ha sido tan difícil de alcanzar para los artistas de Europa. Porque... ¿cómo concentrarse en medio de un terremoto moral?".

¿Cómo concentrarse en medio de esta hecatombe moral, corrupta y devastadora? Los libros que más entidad van teniendo en nuestros días son documentos, confesiones, diarios. Poca ficción o de poca calidad artística. Porque "¿qué significa la perfección artística en un momento así, cuando está en juego el destino de nuestro mundo real e individual?", exclamaba Zweig.

El propio destino del novelista vienés se saldó dos años después de estas declaraciones con su suicidio en Brasil. La gloria de Stefan Zweig, repleta de un extraordinario éxito literario por todo el mundo, fue insuficiente para sostener su ilusión para seguir viviendo en aquel tiempo de cenizas.

Ahora no se cuentan tantas bajas por armas de fuego como en la contienda bélica, pero los millones de parados, los miles de refugiados, los incontables pobres y desesperanzados desempeñan, no obstante, el papel de víctimas de esta nueva guerra cruel. La III Guerra Mundial donde nos hallamos no convierte en cascotes escombros, fábricas y comercios, simplemente los vacía de gentes al modo de la bomba de neutrones que afecta directamente al ser humano y no a la construcción.

Esta guerra mundial no se caracteriza ya por los hectólitros de sangre derramada sino por la pérdida a borbotones de la fe en los mandatarios y sus vacilantes propuestas hacia un mejor porvenir.

Los suicidios de padres de familia son relativamente pocos y numerables; lo incalculable es hoy el suicidio interior de familias enteras evisceradas de presente y de futuro laboral y cultural. El estrago afecta a la natalidad, a la fertilidad, al sentido de las cosas, a la salud, a la esperanza ahora muerta o mate.

Porque, en definitiva, ¿cómo revestirse de lentejuelas en el momento del desahucio o en pleno dominio de un creciente cementerio de excluidos, material y moralmente, que no niega la oportunidad de brillar o renacer?

 

(El País, 12 de octubre de 2013)



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8 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Asterix y los Pictos

Ha habido suerte. Acaba de salir un nuevo Asterix en estado puro. No cuesta imaginar la clase angustia que ha debido de atosigar a Jean─Ives Perry, el guionista, y Didier Conrad, el dibujante, desde que recibieron el encargo de crear una nueva aventura de Asterix.
Claro que tampoco cuesta imaginar los apuros de Uderzo y Goscinny, los padres de la indómita aldea gala y sus habitantes, según se iban sucediendo las aventuras (24) y su innumerable público (nada menos que 350 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo a fecha de hoy) continuaba esperando nuevas entregas. Al fin y al cabo, el problema que se le plantea hoy a quien se haga cargo de pasear por el mundo al diminuto guerrero galo y su gigantesco compinche no es muy diferente del que han tenido desde la Antigüedad los héroes que no morían una vez cumplida la heroica misión que fue su razón de ser. Resulta tan difícil imaginar a Heracles matando una y otra vez al león de Nemea, a la hidra de Lerna y al toro de Creta como verlo yendo a cobrar su pensión de jubilado para luego llegarse a ver cómo progresa la nueva calzada que los conquistadores romanos están trazando y contarles por enésima vez a sus compañeros jubilados las viejas hazañas de cuando los dioses lo castigaron por sus excesos juveniles.
El problema de Goscinny y Uderzo era que, después de cada aventura, el público fiel les exigía fidelidad y que incluyeran las mismas bromas y gags: que siguieran dando palizas a los romanos, arrollando a los pobres piratas o brutalizando como siempre al incorregible bardo. Pero también se les exigía que fuesen imaginativos y no se repitiesen hasta ponerse cansinos. Es decir, que se encontraban en la tesitura de dar respuesta a una exigencia metafísicamente irresoluble, pues se les pedía que contasen una y otra vez lo mismo pero diferente.
Curiosamente, a los diferentes guionistas encargados de crear la historia mítica de Heracles ya debió de planteárseles un problema en cierto modo parecido porque al culminar la sexta entrega (dar muerte a los pájaros de Estínfalo) se les terminaron las historietas en el Peloponeso y para cumplir los doce trabajos tuvieron que mandarle cada vez más lejos, debiendo incluso bajar al averno en busca de Cerbero. Terminadas sus pruebas y pagadas sus culpas, la trayectoria del héroe invicto ya no daba mucho más de sí y tras idearle un matrimonio absolutamente lamentable los guionistas le concedieron la única salida digna que le cabe a un héroe, la muerte, aunque la de Heracles no fue menos lamentable que su vida de casado.
Cuando murió Goscinny, o parafraseando a John Le Carré, cuando Goscinny cometió la indelicadeza de morirse, la tarea que recayó sobre Uderzo fue tan gigantesca que el nivel crítico decayó en favor de la gratitud por mantener viva la leyenda de los irreductibles galos. Nunca se recuperó el nivel de algunas de las mejores entregas (personalmente considero que el cizañero es un personaje insuperable) pero los aciertos aislados lograban atraer una y otra vez a un público que para entonces ya pertenecía a la generación posterior a la original.
Y cuando la edad ha vencido y Uderzo se ha declarado incapaz de seguir haciéndose cargo él solo del guión y los dibujos, la marca Asterix seguía teniendo un valor incalculable y tanto las dos editoriales matrices que se reparten los derechos (Albert René y Hachette) como el propio Uderzo y los herederos de Goscinny no parecen considerarse lo bastante ricos como para dejar de explotar el filón y han recurrido a un guionista, Jean─Ives Ferri, que llevaba algún tiempo colaborando con Uderzo, y a un dibujante, Didier Conrad, escogido después de un largo proceso de selección.
El resultado del trabajo conjunto de los nuevos fichajes es Asterix y los Pictos. En esta última entrega nadie  ha querido meterse en camisas de once varas y si los dibujos son una reproducción bastante convincente de los originales (Conrad se quejaba del gran trabajo que le costó reproducir a Idefix), las bromas, los gags, las amables críticas a la cultura y las costumbres de los anfitriones de turno (escoceses) se acercan bastante a lo que cualquier lector pediría. Se les nota una cierta falta de esa soltura que da un buen rodaje, pero también aportan elementos propios, como la nueva conciencia ecológica de Obelix o el protagonismo adquirido por las mujeres.
Obviamente, el problema de Conrad y Ferri es el futuro. Esta vez nos damos por satisfechos sólo con comprobar que parecen capaces de sacar el empeño adelante. Pero ejerciendo nuestro irrenunciable derecho a ser público, y por lo tanto caprichoso, injusto y todavía inmerso en la cultura del pan y circo, en adelante les vamos a exigir que además de iguales sean diferentes. Y ya veremos cómo se las arreglan.

 

Asterix y los Pictos
Jean─Ives Ferri y Didier Conrad
Salvat



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7 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los misterios de Pekín

La democracia no tiene misterios. Ni siquiera la tiene el invento post soviético de la democracia soberana, un pucherazo organizado por policías y espías del principio hasta el fin. Tampoco lo tiene la monarquía, por más que su antiguo perfume todavía pueda embriagar a unos pocos. Ni la autocracia, idéntica a sí misma en su arbitrariedad. Hace ya tiempo que el misterio de la epifanía del poder quedó destruido en casi todo el mundo, salvo en dos recintos peculiares, el Vaticano en Roma y Zhongnanhai en Pekín, donde las sucesiones se producen bajo ritos y procedimientos que se sustraen a la vista de los mortales.

"No es ninguna coincidencia que el Vaticano sea uno de los pocos estados con los que China no ha sido capaz de establecer relaciones diplomáticas desde su fundación en 1949. La Ciudad-Estado, centro administrativo de la Iglesia católica y residencia del Papa, es la única organización de dimensiones comparables al Partido Comunista chino, aunque a escala global, y con una afición similar al ritual y al secretismo". Esta es una comparación de Richard McGregor ?corresponsal del Financial Times en Pekín durante una década, en su libro El Partido. Los secretos de los líderes chinos (Turner)?, que tiene visos de convertirse en obsoleta, pero no por el lado chino sino el del Vaticano, donde ya sabemos de qué pie calza el papa Bergoglio e incluso atisbamos qué va a suceder con los misterios más terrestres del poder eclesial.

No es el caso del nuevo papa del Partido Comunista de China, Xi Jinping, elegido formalmente hace un año, el 15 de noviembre, en el primer pleno del Comité Central salido del 18 Congreso, pero cocido a fuego lento desde el anterior congreso que le catapultó, junto al actual primer ministro y número dos Li Keqiang, como uno de los nueve miembros del Comité Permanente. La lentitud del procedimiento permite conocer y familiarizarse con el nuevo mandatario mucho antes su elevación al solio, pero los arcanos de su elección, tan impenetrables como los vaticanos, siguen pesando hasta el momento crucial de la nueva y secreta reunión plenaria del Comité Central, que se celebra este próximo fin de semana.

Aclaremos que el Comité Central, pieza legendaria en los partidos comunistas, es el órgano que reúne entre congresos al menos una vez al año a los 205 titulares y 171 suplentes que sobre el papel dirigen el partido: una tarea que en realidad está en manos de los 25 miembros del Politburó, organismo elegido por los anteriores que alberga en su interior, como las matrioschkas rusas, al Comité Permanente, el órgano supremo, ahora de siete miembros, encabezados por Xi Jinping. Sus dos primeras sesiones plenarias sirven para la elección de cargos: los del partido en la que se celebra inmediatamente después su elección; y los de la administración y el Gobierno, la que se reúne antes de la Asamblea del Pueblo, símil de un parlamento que eligió a Xi presidente de la República, en marzo de 2013.

Del tercer plenario, el de ahora, se espera que marque la línea política de la nueva presidencia, sobre todo en cuestiones económicas y sociales. Así está pautado en el tedioso manual de funcionamiento de la mayor maquinaria política del mundo que es el PC de China (80 millones de militantes y un inextricable sistema de selección y ascenso para la maraña de organismos que lo componen). Cuentan los antecedentes: del tercer pleno de 1978, con Deng Xiaoping, salieron las reformas y la apertura económica, y del de 1993, con Jiang Zemin, la economía socialista de mercado.

Lo que se sabe del actual pleno de 2013 es menos de lo que se espera, que siempre suele ser mucho en un régimen tan alérgico al cambio. El aparato de propaganda ha hecho su tarea, que se resume en un par de eslóganes. El más ingenioso es el del sueño chino, implícitamente opuesto al sueño americano, que Xi ha convertido en su lema. Y el más burocrático la idea que va a servir como objetivo del tercer el pleno de "unas reformas y una apertura integrales y profundas", que abarcarán desde el sistema financiero hasta la propiedad agraria.

De Xi Jinping, su personalidad, su familia, e incluso algunas de sus ideas, se saben muchas cosas más. François Godement, del European Center on Foreign Relations, considera que nadie ha acumulado más poder desde Mao Zedong. La época de los hombrecillos grises, representados por Hu Jintao y su primer ministro Wen Jiabao, protagonistas de una década que casi todos, reformistas y conservadores, consideran perdida, ha quedado atrás si hacemos caso a los modos del nuevo emperador rojo. China tiene ahora un presidente con fuerte vocación de liderazgo justo en el momento en que más claramente se dibujan los límites del poder presidencial en Estados Unidos. Va a hacer reformas, sí. Pero según el más ortodoxo esquema, que Deng Xiaping instaló en el corazón del sistema: tanta libertad económica y sobre todo financiera como sea posible, pero sin perder ni un ápice del férreo control político que proporciona el Partido Comunista.



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7 de noviembre de 2013
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Asuntos metafísicos 23. Los principios rectores como orteguianas “ideas que somos”

En 1920, uno de los grandes físicos de la historia, A Eddington,  escribe:

"Nos hemos apercibido de que allí dónde la ciencia ha alcanzado mayores progresos, la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza aquello que la propia mente había depositado en ella. Habíamos encontrado una extraña huella en la rivera del mundo desconocido. Y habíamos avanzado, una tras otra, profundas teorías que dieran cuenta d su origen. Finalmente hemos logrado reconstruir la creatura que había dejado tal huella. Y ¡sorpresa!, se trataba de nosotros mismos."  

En un libro estrictamente técnico Chris J. Ishman del Imperial College de Londres  vincula este párrafo  con   aquel héroe de Borges que habiéndose propuesto  realizar una copia del mundo pasa  su vida construyendo imágenes de montañas, barcos, mares, provincias... para, llegada la hora de la muerte, apercebirse  de que sólo había logrado esbozar una copia de su propio rostro.

Este problema que no es otro que el de la realidad del mundo  y en el que convergen todos los interrogantes relativos a los principios rectores.  En esta reflexión sobre  tales principios  no he dejado de evocar aquello que Ortega y Gasset despliega en su libro Ideas y creencias y sobre todo La idea de principio en Leibniz... obra publicada póstumamente y para cuya culminación le faltaron quizás las fuerzas. [1]  ¿Y qué se propone Ortega en tal libro? Algo simplemente extraordinario.  De hecho no llega a hablar cabalmente de la cuestión planteada, no llega a tratar temáticamente  de Leibniz, aunque va prometiendo en  notas al pie de página que lo hará.  No llega  Ortega y Gasset a desentrañar nada y ni siquiera a sondear  el abismo que la interrogación a la que invita supone, pero tuvo  el gran valor de plantearla con total honradez  y la claridad de exposición que  le caracterizaba.

Ortega se enfrenta  a la cuestión de los principios preguntándose por la universalidad de algunos de entre ellos, pero  también y sobre todo preguntándose  qué supone el hecho mismo de formular principios. Y en la medida en que  Leibniz encarna paradigmáticamente esta inclinación,  Ortega da  en el título protagonismo a este autor al que- como decía - le falto tiempo para interrogar.

Ortega ve en Leibniz  el paradigma de una especie de pulsión del pensamiento a explicitar principios. Y al  intentar decir algo sobre tal pulsión,  Ortega se distancia de la misma, su pensamiento ha de apuntar más allá de esos principios por cuyo origen se pregunta, Pero, ¿cómo ir más allá del fundamento? ¿cómo andar no ya  fuera de todo camino sino incluso más allá de la matriz de los caminos.? En esta tesitura nos sitúa la reflexión metafísica que sigue a la física cuántica. Los principios ontológicos, el sustrato de nuestra relación con la naturaleza, parecen en nuestro tiempo perder su firmeza y ello empezando por el principio fundamental del realismo. A la discusión de este extremo ha de llevar este recorrido por asuntos metafísicos, pero antes habrá que tratar de otras cosas. 

 


[1] Retomo ahora una anécdota personal (ya expuesta aquí con otro motivo) útil quizás para percibirse a la vez de lo interesante que fue para muchos de sus contemporáneos el pensamiento de Ortega y de los prejuicios con los que sin embargo era a veces abordado.

En los años en los que yo era estudiante en París, en las postrimerías del régimen de Franco y en razón de uno de los desmanes del mismo, visité a un grupo de filósofos(Althuser, Foucault) para que junto a otros intelectuales firmaran una carta de protesta. Aun vivía por entonces Jean Wahl, pensador francés  arrestado durante la ocupación nazi por su condición de judío, fugado del campo de internamiento de Drancy, resistente y ulteriormente exiliado a los Estados Unidos.

La extremada delgadez del filósofo (poco más de 40 kilos según me dijo  su mujer) testimoniaba de su delicadísimo estado de salud ( de hecho falleció poco después) pero su lucidez era absoluta,  y no solo recordaba interesantatísimas situaciones vividas muchos años atrás , sino que reordenaba sus  impresiones   en función de informaciones y vivencias muy recientes.

Cuando le presenté la carta sobre España  y le dije que yo mismo era español, me preguntó, aun antes de firmarla,  si yo había leído a Ortega y Gassett. La verdad es que no lo había leído y así se lo dije, añadiendo ante su gesto de sorpresa que yo no había estudiado en España  y que mis profesores en París no me habían invito as su lectura. Jean Wahl me respondió que él mismo no lo había leído hasta muy poco antes, aunque lo había conocido mucho personalmente, sin que hubiera habido simpatía entre ellos. Jean Wahl había de hecho mantenido prejuicios respecto a su obra, los cuales sin embargo que se habían desvanecido por entero cuando, por circunstancia azarosas se había encontrado en sus manos con la traducción francesa de La idea de principio en Leibniz...última obra de Ortega.  Al empezar a ojearla su entusiasmo fue creciendo, y en estos últimos  de su vida el frágil y valiente Jean Wahl tenía a Ortega (el extraordinario Ideas y Creencias  entre otras obras) como uno de sus pensadores.

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7 de noviembre de 2013
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La trampa del recuerdo

La primera persona y sus menudencias no sólo se han extendido, sino que se han interiorizado en la actual hegemonía de la cultura confesional. Y sitúan en primer plano el mundo de los recuerdos, planteando el dilema sobre su fiabilidad. ¿Mentimos al rememorar? ¿Lo hacemos involuntariamente porque lo que nos viene siempre a la memoria es la última recreación de dicho recuerdo? ¿Nos apropiamos incluso de imágenes mentales relatadas por otros? Muchos son los interrogantes sobre el discurrir de la memoria, que como capas de cebolla va envolviendo la reconstrucción de una vivencia hasta el extremo de deformarla, embellecerla o dulcificarla. “Los recuerdos se revisan con el tiempo y sus significados cambian a medida que envejecemos, algo que hoy reconoce la neurociencia y denomina ‘reconsolidación de los recuerdos’”, asegura Siri Hustvedt en su apasionante recopilación de ensayos Vivir, pensar, mirar. Todo el mundo se siente propietario de una historia, y lo que hay de intransferible en ella representa un pequeño tesoro. El yo se descompone en mil partículas, y la experiencia (auto)biográfica atrapa hoy tanto como la ficción en todos los formatos -de los realities televisivos a los blogs y bitácoras digitales-, incluso cuestionando su papel cuando resulta tan fácil, tan consumible y carente del pudor de antaño. Lo que a menudo olvidamos es que el ser humano -desprovisto de una rigurosa metodología analítica como herramienta de trabajo, a la manera del historiador o del biógrafo- reinventa a menudo su propio pasado. En Slate leo una entrevista con la matemática y psicóloga de la Universidad de California Elisabeth Loftus, cuya intervención en reconstrucciones de accidentes de tráfico o en interrogatorios a testigos en juicios -como el de O. J. Simpson o el de Michael Jackson- ha sido clave para mostrar el grado de contaminación del recuerdo. Tanto en la identificación de criminales como en la reconstrucción de un asesinato, a menudo consigue poner en entredicho la credibilidad de los testigos presenciales, sin que ello significara que mintieran: tan sólo evidenciaba que la memoria es maleable. Eso sí, muchos expertos en la materia afirman que embellecer los recuerdos es garantía de superación, puro instinto de supervivencia. Estas conclusiones nos chocan, justo cuando la videomanía se ha convertido en un gesto cotidiano, casi en una obsesión. Y grabamos lo intrascendente y lo trascendente. Como esa brutal paliza de los mossos a Juan Andrés Benítez, que sin las cámaras de los ciudadanos se hubiera agazapado entre la amnesia del recuerdo y la tendencia a ficcionarlo. (La Vanguardia)(Foto: Caroline Makintosh)

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6 de noviembre de 2013
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