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Lengua mojada

DISCURSO EN EL ACTO DE INAUGURACIÓN DEL VI CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Panamá, 20 de octubre de 2013

Siempre me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras. Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas hacia adentro.

No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que desde allí, desde esos compartimentos, se han  trasplantado a alguna de las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.

Son escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua extirpada, desde su arranque y raíz.

Quitarse la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y así  el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.

Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.

Si en cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente, viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de babel que obliga a despreciar la propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe, perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.

Al perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Angel Asturias la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su tribu.

Existimos, porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y en lo que escribimos en la literatura.

Soy un escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles,  y siempre me estarán oyendo en mi español centroamericano.

Español de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes, páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada, ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma gracia.

Augusto Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no existiría Los ríos profundos. Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no existiría Songoro Cosongo de Nicolás Guillén, ni Tuntún de pasa y grifería de Luis Palés Matos, y sin el quiché tampoco Hombres de Maíz de Miguel Ángel Asturias.

Aguas revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y sigue nutriéndose y transformándose.  Porque una lengua viva, que emigra, y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.

Cuando en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio, territorios reales o territorios verbales.

Estratos geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.

No puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Javier Villaurrutia, de Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García Lorca a José Emilio Pacheco.

Es nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos,  la que no se deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos en vigilantes armados de fusiles automáticos. Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a ella misma.

Emigra desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva. Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino, lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.

Renace todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza.  El español de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de los dominicanos,  y los puertorriqueños de Nueva York.

La lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida, variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis, que crea neologismos, que se aventura a inventar.

Quienes la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.

La lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.

El Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce con las palabras.

¿A qué otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan variada y tan vasta?

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31 de octubre de 2013
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Una deriva

Enel año 2001 las autoridades neoyorkinas cerraron al público la corona de la libertad. No es una metáfora de periodista pretencioso, es pura realidad. Como muchos sabrán, en la cabeza de la estatua de la Libertad, a la entrada del puerto de Nueva York, hay una corona que podía accederse si uno era capaz de subir 354 escalones para divisar un panorama majestuoso: la acristalada cordillera de rascacielos de Manhattan. Ese acceso se cerró en 2001. Es infrecuente encontrarlo abierto desde entonces.

Antes de convertirse en una atracción turística, la estatua había servido de faro para orientar a las embarcaciones en la maniobra de acceso a la bocana, pero la luz de la antorcha confundía a las aves y éstas acababan chocando contra la corona. En el registro administrativo de la estatua figura una excepcional mañana de 1888 en la que los funcionarios hubieron de sacar mil cuatrocientos pájaros muertos. Tras una semana tormentosa se habían acumulado innumerables cadáveres. Los empleados recogían los leves cuerpos muy a gusto porque luego los vendían a los sombrereros de la ciudad.

Esta es una de las historias que cuenta Teju Cole en su notable Ciudad abierta. La editó hace un año la editorial Acantilado, pero no pude hincarle el diente hasta ahora. Teju Cole es un escritor singular. Aunque creció en Nigeria, su familia se instaló en Nueva York cuando él había
cumplido los 17 años (nació en 1975) y es más neoyorkino que el Empire State. Como es negro, allí pasa inadvertido y puede meterse en barrios y lugares que un blanco no osaría husmear. Porque su libro es precisamente eso, un conjunto de paseos y excursiones por la enorme ciudad, siguiendo el consejo de Baudelaire en El artista de la vida moderna. Teju Cole es el ejemplo más inteligente y poético que he leído de eso que Baudelaire llamaba le flâneur, una de las nociones más mencionadas en todos los ensayos acerca de la modernidad, sobre todo desde que Walter Benjamin le sacó punta al concepto.

El paseante desocupado sólo aparece cuando crecen las gigantescas metrópolis burguesas en el siglo XIX. Baudelaire intuyó, genialmente, que ese paseante era hermano gemelo de otra figura que iba a desplegarse desmesuradamente, el detective privado. Y que ambos se relacionaban con el asesino en serie. El asesino, el detective y el paseante ocioso, unidos en esa institución omnipotente del mundo actual que es el periodista, nacieron en el cerebro de un sutil poeta neoclásico y reaccionario. Honor a él.

Teju Cole pone al día el flâneur y en su libro leemos veinte paseos que nos muestran zonas ricas, pobres, miserables, lugares arruinados o lujosos, grandes ejecutivos, vagabundos, prostitutas, madres odiosas, viejas amantes, viejas, viejos, hoteles, bares, restaurantes, negras
jóvenes, negras maduras, porteros, estudiantes, médicos, profesores, agonizantes, locos, resumiendo, el universo expandido del paseante del siglo XIX llevado hasta el abigarrado siglo XXI. Hay incluso un curiosísimo viaje a Bruselas de ida y vuelta.

¿Es realmente un diario? ¿Dice la verdad? ¿Es periodismo? Hace tiempo que vengo
defendiendo que todos los géneros literarios han desembocado en el mar del periodismo
y que ya sólo existe este género, aunque se mantengan destacadas singularidades literarias. Si se ha convertido en un monopolio es, entre otras cosas, porque el periodismo ya sólo tiene una ligera y vidriosa relación con "la verdad". Casi todo lo que leemos en los periódicos nacionales es, sencillamente, mentira, o una media verdad distorsionada por los intereses del partido o la oligarquía que paga ese diario. No menciono a la televisión ni las redes sociales o los diarios digitales (como el nuestro) porque no parece que la verdad se vaya a salvar a su través.

El libro de Teju Cole, como el que comenté hace pocos meses de Ignacio Vidal-Folch, como la monumental labor autobiográfica de Trapiello (aunque ésta tiene más querencia clásica), como tantos otros diarios falsoverdaderos que se publican constantemente, son la gran herencia del flâneur y uno de los subgéneros del periodismo más interesantes del momento. Eso sí, para que merezca la pena leerlos han de tener la sagacidad y el arte de Teju Cole.

Artículo publicado en la revista Jot Down.

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30 de octubre de 2013
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Cóctel con mono

Antes de imprimir la invitación a una fiesta deben dar el visto bueno unos diez o doce ojos. “¿No haría falta especificar el dress code?”, señalan unas gafas. “Le falta un poco de magenta”, advierten otras. Cuando por fin todos dan su OK -con el que, de un tiempo a esta parte, asentimos todos por escrito pero nos cuidamos de decirlo de viva voz-, los organizadores sienten que ya no hay marcha atrás. Dependiendo del aforo, la decena de ojos empieza a dividir el preciado mailing de invitados entre sí y no. Dicen: “Fulanito no… ay qué pereza”, o “menganito sí, of course”. La lista no parece referirse a personas, sino sólo a nombres, y según cotice en ese momento el nombre recibirá el cartón con un poco más de magenta. Es curioso como aún permanece esa vieja palabra, cóctel, que ha acabado por denominar el acto social en que la gente se besa, hace cháchara, aprovecha para exhibir su belleza o su influencia, y busca trabajo. Se dan de todo tipo, con almendras y con foie, grisines o vino dulce, y con champán francés, aunque desde hace unos años sólo corran burbujas si está patrocinado. “Aquí al menos tienen jamón”, comentaban en una embajada. Ya en 1986 Tom Wolfe consideraba el cóctel como una institución en vías de extinción. En su libro La banda de la casa de la bomba y otras crónicas de la era pop cita el caso de la llamada “cena con mono”, que marcó un antes y un después en la vida social neoyorquina. Una dama, Stuyvesant Fish, convocó en 1908 a lores y condesas a una cena de honor del príncipe Drago. “Nadie se molestó en preguntar quién era el príncipe Drago, pero todos asistieron. Y allí estaba el príncipe, sentado a la mesa: un babuino adulto del Zambeze vestido de etiqueta”. Entre las bestialidades del primate y la absurda situación, la señora Fish dejó en evidencia a todos sus frívolos invitados, muchos de ellos profundamente indignados. Hoy el mono es el famoso o el aspirante de turno, y el dios, el espónsor. No importa que, detrás de cualquier honor que se rinda, haya una marca de vodka o una aseguradora si, a cambio de taladrarte con su nombre, te dan de cenar. Y más cuando ofrecer algo gratis se valora con ecos de posguerra. Pero a fin de amortizar el dispendio, lo que en verdad importa cuando se invita a las cámaras es el photocall. Hay que hacer casar dos nombres: el noble y el comercial. Si se invitara a ese grupo elegido en nombre de una marca de cervezas, los asistentes dirían: qué horror. En cambio, si quien convoca es una institución, un gran personaje o la excusa de unos premios, que cuando entra el otoño proliferan en las ciudades, los invitados se dicen: “Hay que ir, hay que dejarse ver”, con el ferviente pero callado deseo de querer ser el mono.

(La Vanguardia)

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30 de octubre de 2013
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La lengua en que vivimos

Centroamérica fue el escenario del Congreso Internacional de la Lengua, que tuvo por tema central el español en el libro, en tiempos en que la tecnología digital afecta cada vez más no sólo las maneras de leer y de escribir, sino también de percibir el mundo, y por tanto, de vivir la cultura.

Y Centroamérica es una tierra fundada por los libros, no poca cosa para una región que aún se debate en busca del camino que la aleje de la pobreza y la marginación. El nicaragüense José Coronel Urtecho señala que hay una obra de valor universal por cada período de la historia de Centroamérica: el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo quiché, en la época precolombina; la Verdadera Relación de Bernal Díaz del Castillo en la época de la conquista;  La Rusticatio Mexicana de Rafael Landívar en la época colonial; y la poesía de Rubén Darío en la época independiente. Agreguemos a esa lista las novelas de Miguel Ángel Asturias en el siglo veinte.

Son libros que cuentan la historia como un gran mural en movimiento, y relatan la disputa trascendente entre la opresión y la libertad, la muerte, la guerra, el despojo, el exilio; y registran las maneras en que se ha formado nuestra cultura desde las civilizaciones prehispánicas, y cómo la lengua y sus transformaciones e invenciones  va tejiendo esa red que nos impide caer en el vacío, porque no pocas veces hemos sido salvados por la palabra de la mediocridad y del olvido.

Pero estos libros que definen a Centroamérica también nos llevan, desde la lengua quiché en que desde el anonimato nos fue heredado el Popol Vuh, el latín clásico en que fue escrita La Rusticatio Mexicana por un jesuita exiliado en Bolonia, y el español del siglo de oro de Bernal, soldado de la conquista, hasta la virtud transformadora de la lengua, encarnada en Rubén Darío, modernista y modernísimo que aún sigue abriendo puertas en el idioma como se las abrió a Neruda, a Vallejo, a García Lorca, a Borges. Con Rubén ganamos en la cultura el espacio de libertad que el caudillismo cerril nos negaba en aquel paisaje rural, desangrado por las guerras, poblado de analfabetos y donde medraban los "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según recuerda él mismo. Comenzamos a ser modernos en la literatura, cuando seguíamos siendo arcaicos en el sistema democrático.

            A la lista de libros fundadores que iluminan a Centroamérica bien pudo haberse agregado El Quijote, para que señoreara entre ellos, si es que Felipe II hubiese atendido la petición de Cervantes "de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que  es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz". El cargo que pedía en Soconusco, una tierra pobre de la Capitanía General de Guatemala, era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes. De haberse escrito El Quijote en América hubiera sido fruto de la añoranza por la tierra lejana de Castilla, como lo fue la Rusticatio Mexicana para Landívar por la tierra americana.

Cervantes fue quien nos heredó esa lengua que habita hoy las pantallas y tabletas electrónicas, lengua portátil que aguarda en las infinitas bibliotecas virtuales que ya estaban en la imaginación de Borges, y crea nuevos códigos, se nutre del lenguaje digital  y de los nuevos paradigmas de la comunicación, se apropia con brillo de los neologismos y se abre a hibridaciones cada vez más sorprendentes. Una lengua que es ya del futuro. La lengua siempre viva de la imaginación.

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30 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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73. Como quien espera el alba

Como quien espera el alba[1]

 

Por la noche, tendido en la cama, Törless no lograba conciliar el sueño. El tiempo se deslizaba como las enfermeras pasan ante el lecho de un enfermo.

R. Musil, Las tribulaciones del estudiantes Törless, 1906

 

"Entregado a un suavísimo sueño dormía el Nestórida, / mas Telémaco en claro pasaba las horas y estaba / desvelado en la noche inmortal sin saber de su padre", dice Homero, (Odisea, XV). Después será Ulises quien reconozca haber "pasado las noches en blanco". Tema borgiano por excelencia (y por ello fácil de encontrar en el primer Juan Bonilla: "escucho derretirse el porvenir. / El insomnio es una pesadilla", Partes de guerra, 1994), el insomnio es un tema recurrente en la obra del argentino, autor de la que quizá es la mejor aproximación narrativa al mismo: el relato "Funes el memorioso" (Ficciones, 1944). Hay muchas formas de leer ese cuento, de inagotable simbolismo, pero la conexión con el tema de la vigilia, si alguna duda había, se refuerza por la mención borgiana en otro poema: "Insomnio" (El otro, el mismo, 1964): "las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto, / las duras cosas que insoportablemente la pueblan", lo que configura la vigilia nocturna como una especie de sesión continua de cine donde la película es siempre la misma, y pertenece al género de terror. El motivo de la adscripción al género es que durante la "peste del insomnio" (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, 1969) aparece la "información". ¿Cuál? La expuesta por Vila-Matas en una lejana crítica a La información de Martin Amis: la de que vamos a morir, la de nuestra condición perecedera, que nos acucia a mitad de la noche: "Concilio el sueño como un inocente. Pero me desvelo a las tres o las cuatro de la mañana, en mi despertador biológico suena la hora de pensar en la muerte, y de los poros empieza a brotar ese líquido frío, que no puede ser sólo sudor" (Gonzalo Torné, Divorcio en el aire, 2013); o también: "la obsesión de la muerte (...) nos acomete a solas, en silencio, y a veces, en completa seguridad: antes de quedarse uno dormido, cuando la habitación pierde sus dimensiones" (José Saramago, Manual de caligrafía y pintura, 1983). Para Adorno, "en las impacientes noches de insomnio la duración origina un horror insoportable (...) la angustia de saber que los días están contados y la duración de la propia vida establecida en las estadísticas" (Mínima moralia, 1951). Otra vía de relación entre la muerte y el insomnio es más escabrosa: "El insomne es por necesidad, un teórico del suicidio", escribía Cioran en sus Cuadernos 1957-1972.

 

Sin embargo, no cedamos al dramatismo. No todos los insomnios son terribles. El insomnio también podría ser "una forma de resistencia", frente a la complacencia borreguil del sueño (Damián Tabarovsky, Autobiografía médica, 2007). Y dos clases de insomnio (los provocados por la pasión o por la escritura) pueden contarse entre las mejores horas de la existencia. El amor nos mantiene en un estado de tensión insoportable, al menos las primeras semanas, quiero decir meses. Sostiene Concha García que "el amor endereza los cabellos", y por culpa de ese estrés pretraumátrico que es el amor añade Isabel Escudero que "el enamorado no duerme, está como vigilante de su valioso y amenazado tesoro. Se hace constantes preguntas, deambula por la casa como alma en pena, aun teniendo la prueba de que el otro está allí a su lado. (...) En trance de celos el insomnio es el rasgo más acusado. Uno se ve como en la obligación de vigilar (...) Es frecuente querer también prolongar este estado de insomnio durante el día y el enamorado guarda cama en la vigilia como en una enfermedad" (Digo yo. Ensayos y cavilaciones, 1997). Afortunadamente, es episodio morboso que dura poco. El insomnio, quiero decir, supongo.

 

Y luego está la vigilia literaria, el insomnio que provoca quedarse levantado escribiendo, cuando la idea es tan buena que debe dejarse el lecho de lado y tomar otras sábanas blancas, las de escribir, para volcarse en ellas. Es el insomnio que tuvo Kafka y el que uno lleva ya tiempo sin coger ("Parece menos burocrático escribir cuando todos duermen"; Fogwill, Un guión para Artkino, 2009). El insomnio se impone sobre su esclavo y le marca su ritmo, su escritura. En el poema de Felipe Benítez Reyes, "Balada del insomne", los tres primeros versos reproducen en su sincopación el ritmo trunco del pensamiento nocturno, y presentan al final cierto consuelo: "cuando el día se abra en su blancura, / los ojos crearán ese otro sueño / que soñaré despierto y que, a lo sumo, / tendrá la realidad que tiene el humo" (Escaparate de venenos, 2000). La escritura mental del insomnio genera una vigilia diferente, paralela, que ha sido bien vista por Mario Bellatin: "Una de las razones del insomnio del paciente es que debe construir su propio sueño, su estar dormido, de la misma forma como ordena su escritura. Ya no le es posible descansar libre y abiertamente (...) No. Debe crearle una forma al sueño. Ir hilando un tejido textual que sea el que sustente esas horas en apariencia perdidas" (La jornada de la mona y el paciente, 2006). Es decir: el insomne escribe de forma deliberada sus visiones, construye un elaborado sueño no onírico dirigido a cubrir el vacío de su vigilia. El insomnio convierte en escritores a los no escritores, y a los escritores en meticulosos dibujantes de celdas.


[1] Reproduzco en este post, bastante corregido y ampliado, el artículo que hice para la revista El ciervo en 2003.

 



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29 de octubre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lampedusa, Tamaulipas

A veces es un río. Un caudal proceloso que debes nadar eludiendo las corrientes, aterido hasta los huesos, en una noche sin luna. O un lecho lodoso y fétido, en donde cada paso se convierte en una proeza. Otras veces -muchas otras- se trata de un desierto. Una planicie infinita y pedregosa, salpicada de cactus y matojos, poblada de alacranes y alimañas. Abandonado a tu suerte, no te resta sino avanzar, primero trastabillando en la tiniebla, y luego, durante horas que te desecan como siglos, bajo el sol homicida, resguardándote en cuanto adviertes un motor en lontananza. En otras ocasiones es un muro. Una cerca electrificada o una torva muralla que has de escalar quebrándote las uñas, torciéndote los dedos y dejándote el pellejo entre sus piedras.

            Y también puede ser el mar. Ese vasto océano que, sin embargo, tanto recuerda a la Estigia, esa mancha que divide el reino de los vivos y el reino de los muertos. De nuevo: la penumbra callada, el oleaje denso y engañoso, y los sobresaltos de las barcazas que se aventuran hasta allí desde Cirenaica o el Cuerno de África. Tu cuerpo entre los demás cuerpos -decenas, cientos de pieles cubiertas con harapos-, asfixiado por el humo y con el agua que te llega a la cintura. Mientras luchas por alcanzar la superficie distingues a esa chica con el bebé en brazos que oteaste al embarcar en Eritrea y el rostro de ese rapaz que se aferró a tu pierna durante la primera parte del trayecto.

            Igual que tus anónimos compañeros de viaje, le entregaste todos tus ahorros a esos desdeñosos carontes para que te abdujesen del cementerio que es tu patria a fin de conducirte, sano y salvo (eso prometieron), a la tierra del vino y la miel. ¿Qué podías perder? Entre la desdicha cierta y un atisbo de futuro, los héroes -los auténticos héroes- siempre eligen lo segundo. Como en los trenes de camino a Birkenau, en las camionetas que serpentean por las hondonadas de Coahuila o en las miserables pateras que zozobran en el Mediterráneo, el hacinamiento y el hambre de esos peregrinos ansiosos y asustados, dispuestos a todo -incluso a esto-, a cambio de un brote de esperanza, continúan siendo la medida de nuestra infamia colectiva. Como si el siglo xx y sus catástrofes no cesasen de pringarnos.

            De pronto, en lontananza, adviertes un hálito de luz. La luz que has perseguido desde que abandonaste a tu familia, ese diminuto faro que representa la vida, otra vida. No puede estar muy lejos. Unos pocos kilómetros, si acaso. Después de atravesar la selva o la montaña y por fin hacerte a la mar, después de haber sobrevivido a las amenazas, a las heridas y a la fiebre, tu sueño -tu ilusión- se encuentra al alcance de tu mano. Es entonces cuando el bamboleo se decanta en un vaivén enloquecido, y las cabezas chocan unas contra otras, como nueces, mientras el agua los azota con sus golpes de látigo. Los chillidos de los niños no tardan en ser devorados por las llamas que de pronto surgen de los maderos, no adviertes más que brazos, hombros, piernas al garete, como si la turba se hubiese desmembrado. Y luego, nada.

            Al amanecer te descubres en un centro de detención -de acogida, rezan los hipócritas-, de nuevo cautivo. Tienes suerte, te susurra alguno. Permanecerás aquí sólo el tiempo indispensable, luego serás devuelto a esa patria de la que huiste. Sin otra cosa que el vago recuerdo del naufragio y un par de costillas rotas. Afortunado, sí, pero no tanto como los cientos de peregrinos -hombres, mujeres y niños- que, en un gesto de gracia extrema, fueron premiados con la nacionalidad italiana. Al menos ellos podrán reposar en la sagrada tierra europea, por más que se les haya negado el funeral de Estado que se les prometió.

            Lampedusa, diminuta isla del mediterráneo, habitada por no más de cinco mil personas, es el nuevo nombre de la infamia. De nuestra infamia. De quienes inventamos las fronteras y de quienes las toleramos con los brazos cruzados. Un nombre que se suma al de Arizona y Texas, al de Gaza y Cisjordania, al de Tracia y el estrecho de Gibraltar, al de Chiapas y Tamaulipas, esas zonas intermedias entre la opulencia y la miseria, entre la vida y la muerte. Nacer de un lado u otro no es más que cuestión de suerte -o de mala suerte-, pero defendemos a las naciones como si fuesen inmemoriales.

            Una tragedia más. Un número horrendo -359 muertos, o 72- que se repite en la prensa y los telediarios. Por unos cuantos días el mundo entero se desgarra las vestiduras. Los políticos piden atropelladas excusas. Visitan la zona con retraso. El papa lanza mensajes flamígeros. Y luego todo queda sepultado bajo una ola de olvido. Nuestra indiferencia es idéntica a la de los miembros de la guardia costera que se contentaron con el lento rescate de unos pocos. Estamos aquí, leemos estas líneas, lagrimeamos con ellas -si acaso-, y luego volvemos a votar por esos políticos que, lavándose las manos, se acomodan ante los micrófonos para defender sus sacrosantas fronteras.  

 

Publicado en Reforma, 27.10.13

 

Twitter: @jvolpi

 

 

 



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28 de octubre de 2013
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El Boomeran(g)
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