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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espía de sí mismo

 

 Ojalá pudiera preguntarle ahora a Guillermo cuál fue el modelo narrativo elegido para su crónica autobiográfica. Miriam Gómez, su viuda, la encontró entre sus papeles póstumos, junto a La ninfa inconstante y Cuerpos divinos, y se la entregó a Toni Munné, que la ha editado con rigor para Galaxia Gutenberg.

Es tan diferente el Mapa dibujado por un espía a lo que escribía Guillermo en aquellas fechas que uno debe leer con asombro este ejercicio de prosa sobria y exacta, en donde ninguna concesión se hace al lenguaje barroco, coloquial y musical que el malabarista Cabrera consagró con tanta pericia y acrobacia.

Quizá quiso evitar -pienso- que la imaginación literaria perturbara el recuerdo de su infausto viaje a Cuba, y por eso se ciñó a lo que su viva memoria retuvo con precisión fotográfica y pausado ritmo cinematográfico.

Cabrera Infante vuelve a la isla después de tres años de ausencia creyendo que podrá despedirse de su madre enferma. Después de los funerales se dispone a incorporarse a su destino diplomático en la Embajada de Cuba en Bruselas -en dónde lo espera Miriam Gómez y, en Barcelona, Carlos Barral para presentar la primera edición de Tres tristes tigres, novela que acaba de recibir el Premio Biblioteca Breve- pero una extraña orden del ministerio le impide subir al avión.

Desde ese momento Cabrera Infante, mientras devanea por una ciudad cuyos encantos no se parecen a nada de lo que hubo tres años antes en el mismo lugar, se siente vigilado por un ojo insomne y por la mente inquisitiva de unos amigos que podrían dejar de serlo en cualquier momento. Ignora por qué no puede salir de la isla, ni quién ha ordenado su retención o qué podría hacer mientras tanto -salvo esperar lo peor.

Cabrera alude con pudor a sus temores, y al corrosivo pánico del que en ningún caso puede defenderse. No habrá acusaciones tangibles, ni reproches directos, ni amonestaciones que puedan ser refutadas. El silencio de los jefes y la huidiza ausencia de los gerifaltes se prolongan durante semanas y meses, y generan una expectación cada vez más perturbada. Los motivos factibles y las causas imposibles, las razones desconocidas y los propósitos indescifrables se trenzan en una simulación poblada por enemigos emboscados. ¿Quién es el delator? ¿Quién habrá sido el autor de la denuncia? ¿Qué hice yo -dónde y cuándo- para merecerla?

Mientras Cabrera intenta adivinar quién está detrás de su probable desgracia, los servicios de inteligencia y espionaje van perfeccionando su pérfida herramienta: han dejado en manos del resentimiento la persecución de los disidentes. En lugar de fatigar a la policía con inciertas pesquisas, los agentes dejan que los enemistados vayan recogiendo las pruebas del delito cometido: quizá una reservada sonrisa, un comentario irónico, una opinión literaria destemplada, un desinterés desmedido por el cine soviético... Y orquestan las razones que brotan por doquier: alguna vieja rivalidad, los celos de una amante despechada, la venganza larvada de un antiguo pleito... ¡Quién sabe!

La cooperación entusiasta de compañeros, vecinos, subalternos, conductores, conyugues, peatones y camareros contribuirá a identificar a los indeseables: escritores, poetas, burgueses indolentes, proletarios indómitos, creyentes o descreídos, homosexuales o falderos, hedonistas, o cualquier otro ciudadano dispuesto a impedir que Cuba sea feliz.

Cabrera Infante, que va dibujando la topografía moral de su isla aturdida con suma tristeza, y con el inconfundible y ahora amargo sentido del humor, recuerda la profecía que pronuncia Nicolás Guillén bajo las frondosas ramas de un mango: "Castro nos enterrará a todos. ¡A todos!"

Ha muerto Nicolás Guillén, ha muerto Alejo Carpentier, Lezama Lima, Carlos Franqui, Heberto Padilla, Virgilio Piñera, ha muerto Guillermo Cabrera Infante, Miriam Acevedo, Olga Andreu, Juan Arcocha, Humberto Arenal, Frank Emilio, y gran parte de los que dentro y fuera de esta novela, intentaron sobrevivir a la epidemia de delaciones maquinalmente incitada por el régimen e infernalmente celebrada por sus agentes.

No sabemos qué quedará de la gesta cubana, del oprobio de sus derrotados y exiliados, pero mientras tanto podemos leer con deleite estético y terrible melancolía esta obra maestra de la literatura.



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25 de noviembre de 2013
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Platón, a escobazos

Se cae la filosofía del bachillerato tras un pulso político en el que algunos partidos pedían rebajar el peso del latín en favor de las matemáticas. Al final, por algún lado había que ceder, y la fea del baile ha resultado ser la historia de la filosofía. Nada más y nada menos. Platón, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietzsche y sus amigos. El resumen sucinto, un par de clases a la semana, sobre siglos de dudas, indagaciones y hallazgos acerca de lo que nos rodea y lo que nos conforma; el legado de la sabiduría desde las largas barbas presocráticas hasta la lucidez de un Jürgen Habermas o una Martha Nussbaum, o de nuestros Savater y Gomà. Recordemos las palabras de Adorno: “Porque no sirve para nada, no está aún caduca la filosofía”. Es una ingenuidad que la política, y la Lomce -pero también la mentalidad mainstream-, pueda ser capaz de entender este enunciado. Y es un serio síntoma de retroceso intelectual que esto ocurra cuando medir la importancia de las cosas y las personas por su utilidad nos ha enfangado hasta el cuello. Aun así, entre la impaciencia y la precariedad no hay formato largo que perviva en estos tiempos numéricos. Las ideas tan sólo cotizan por su rentabilidad. Los verbos tumbados: discurrir, contemplar, poetizar, son patrimonio de ociosos, viejos o iluminados; mientras que los bien plantados: actuar, emprender, multiplicar… enarbolan la idea del triunfo. El pensamiento, pues, se deprecia en el currículum académico. Era un bello accesorio, casi una excentricidad. Justo cuando en muchos consejos de administración a los euros se les llama boniatos. De nada han servido las firmas de 10.000 filósofos, ni la oposición de algunos diputados en defensa de una de las asignaturas que, bien enseñada, es capaz de agitar la mente del joven bachiller justo cuando abre paso al mundo adulto con una maleta provista de interrogantes. El enfrentamiento entre matemáticas, latín y filosofía parece perverso. Porque para adaptarse a sobrevivir, para detectar las reacciones que surgen de una acción y poder modularlas, hay que conjugar el verbo pensar, que ha sido echado. Ortega y Gasset escribía en El Espectador que Velázquez arrojaba a los dioses “como a escobazos”. Y argumentaba que la negación de los dioses equivale a decir que las cosas, aparte de materia, carecen de aroma y sentido. Que no poseen un sentido superior. “Ha preparado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dioniso, hablamos del alcoholismo”. Boutades aparte, Ortega identificaba la deriva burocrática que tomaba Occidente, y que la hipermodernidad ha llevado al paroxismo. No sea que a nuestros jóvenes les acometa el vicio de razonar. Quizá falten todavía unos años para que acordemos que el desplumar al bachillerato de la filosofía es un acto tan vandálico como suprimir las matemáticas.

(La Vanguardia)

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25 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Felices pactos

Benjamin Netanyahu dice que es un ?mal acuerdo?, pero todo el mundo sabe, incluso los halcones israelíes, saudíes y estadounidenses, que es un acuerdo útil y beneficioso para todos, también para quienes lo denigran, y que por eso es el mejor acuerdo al alcance de la mano, y por tanto un muy buen acuerdo que abre el camino al acuerdo definitivo. La prueba de que no se sostiene la tesis de Netanyahu es que con este acuerdo se consigue pacíficamente lo que se hubiera podido conseguir, o al menos intentar, por las armas. Según los expertos, un bombardeo de las instalaciones nucleares, por preciso y bien planificado que estuviera, solo conseguiría retrasar durante unos pocos años el programa nuclear, quizás dos o tres, pero Irán volvería al poco tiempo a situarse en el actual nivel de fabricación de combustible considerado peligroso. Pues bien, con la eliminación de parte del uranio enriquecido a más del 20 por ciento, la disminución del nivel de enriquecimiento del 20 al 5 por ciento (inocuo este último a efectos militares), la congelación del número de centrifugadoras activas y la paralización de la actividad en el reactor de plutonio de Arak, que es todo lo acordado en Ginebra en la madrugada del domingo, ya se consigue el efecto de retrasar el entero camino hacia la obtención del arma nuclear sin disparar ni un solo tiro. Los seis meses del acuerdo provisional son buenos en sí mismos, pero lo son también porque eliminan el riesgo bélico que abriría el bombardeo contra Irán, además de constituir el camino para la neutralización definitiva con un acuerdo final, que se quiere obtener en el plazo del próximo año. Harán de escrupulosos vigilantes quienes se han opuesto hasta ahora: Israel y Arabia Saudí por razones existenciales, es decir, por pérdida de palancas geopolíticas en la región; Francia, por sus reflejos de antigua superpotencia; y los halcones del Congreso estadounidense por su permanente marcaje de los poderes presidenciales. Pero la desconfianza servirá también para convencer a los halcones iraníes que recelan del acuerdo. Con sonrisas de satisfacción en Jerusalén, Riad y Washington le hubiera sido más difícil al presidente Hasan Rohaní vender las concesiones a los duros del régimen. No hay perdedores, aunque algunos disimulen. Las pérdidas que puedan registrar Israel e Irán, que son geopolíticas, son anteriores y se darán en cualquier caso. Habrá perdedores, todos otra vez, si no se alcanza el acuerdo definitivo en las fechas previstas, dentro de un año como más. Este final feliz, aunque todavía provisional, tiene beneficios monetizables. Seguro que han contado los 7.000 millones de dólares en activos congelados que irán a bolsillos iraníes en las próximas semanas y el ahorro en presupuesto militar que harán EE UU e Israel al excluir un ataque. Pero ha contado, ante todo, la voluntad política: de Obama y de Rohaní. Hay datos ya sobre una vía de negociación secreta anterior a las elecciones presidenciales iraníes, que no puede gustar a quienes abominan de la moderación; es decir, a los enemigos de los felices pactos en los que todos ganan porque todos ceden.



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25 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mito y conspiración

Por falsas y delirantes que sean las teorías de conspiración, en todas late una verdad ingenua: no expresan la disconformidad con la versión que conocemos de los hechos, sino con los hechos mismos. Esto es lo que les sucede al 61% de los estadounidenses que todavía se niegan a creer que Lee H. Oswald fuera el asesino único y solitario que terminó con la vida de John F. Kennedy hace 50 años. Su desconfianza revela una incapacidad para aceptar que una mera trágica circunstancia accidental pudiera cambiar el curso de una presidencia percibida como un momento culminante del sueño americano. Para esta forma de razonar, hay que buscar una mano mucho más poderosa, una confabulación mafiosa, Fidel Castro y la Unión Soviética, la propia CIA, el vicepresidente Johnson, o incluso el complot de varios conspiradores para explicar la capacidad de torcer la historia de forma tan injusta.

Ha sucedido con casi todos los atentados, a los que solemos observar con ojos retroactivos, aplicando criterios e ideas del presente a la sociedad y a la atmósfera de la época. Para el ciudadano de hoy es directamente inexplicable la falta de protección y de seguridad de Kennedy en Dallas en su última jornada. También lo es la destrucción de pruebas y la impericia de la comisión de investigación. Aquellos acontecimientos trágicos quebraron el rumbo inercial de la historia hasta el punto de proyectar automáticamente la hipótesis de una historia distinta, contrafactual. ¿Cómo hubiera sido Estados Unidos y el mundo si Kennedy hubiera sobrevivido al atentado? La leña que echaremos a ese fuego alimentará todavía más la llama de la conspiración. Lyndon B. Johnson jamás hubiera sido presidente. La guerra de Vietnam habría terminado antes. También la guerra fría hubiera tomado otro curso. Todo contribuye desde la perspectiva posterior al asesinato a cargar aquellos hechos incomprensibles de sentido retrospectivo. Así es cómo la teoría de la conspiración enlaza incluso con su clasificación en el ranking presidencial, ejercicio compulsivo en el país de la competencia individual. El limitado balance que ofrecen los escasos mil días de Kennedy no es obstáculo para que el balance contrafactual sitúe al presidente asesinado en la cima, pero no exactamente de la historia sino en su frontera con la mitología. Aunque los historiadores se ocupen de descrestar el mito, lo que pesa al final son las expectativas y los sueños incumplidos sin que hubiera tiempo para el desengaño, al contrario de lo que le ha sucedido a Obama. Cuanto más tiempo pase más sabremos todavía sobre los acontecimientos de aquel 22 de noviembre de 1963 sobre los que tanto sabemos ya, pero es difícil que un joven héroe, caído absurdamente antes de la decepción, pierda pie en el Olimpo donde se le venera como uno de los grandes mitos del siglo XX.



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23 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vagabundo y canguro

Australia (o Austrialia) podría ser el nombre compuesto por austral y Austria. Austral por su posición geográfica y Austria por reinar entonces en España la casa de Austria, con Felipe III en el trono. La idea no es peregrina pero procede de una suerte de impetuoso explorador y peregrino, Pedro Fernández de Queirós, que a principios del siglo XVII pasó por aquí y viendo de reojo la riqueza y magnitud de la isla insistió para que el rey enviara una expedición y se hiciera amo de estas tierras.

Pero Felipe III no le atendió y Australia se quedó a expensas de que los colonizadores ingleses, siempre embarcados, se establecieran en ella. La prehistoria de la isla se había extendido unos 45.000 años con centenares de miles de aborígenes habitándola en 250 lenguas distintas.

Esta juventud de Australia, su breve Historia, hace entender importantes aspectos de su cultura y apreciar, en todo lo bueno que tiene, la existencia casi intacta del subcontinente. Una extensión de casi ocho millones de kilómetros cuadrados tan joven en la historia de la Humanidad que predominan disparatadamente más los animales que las gentes. Una animalada, en suma, porque si en Nueva Zelanda, que se encuentra aquí cerca, viven ocho millones de habitantes frente a 80 millones de ovejas, en Australia son 24 millones de personas frente a 70 millones de canguros.

De hecho hay tantos canguros que no dejan espacio suficiente para que los militares hagan sus maniobras y cada año mueren unos 40.000 canguros ametrallados desde helicópteros. La protesta de los ecologistas sigue creciendo pero ni los anticonceptivos administrados han resuelto el problema de su agobiante proliferación.

Se mire como se mire un animal es, metafóricamente, más joven, en la escala biológica, que los seres humanos, arracimados en el sur y sudeste, y vegetarianos en un 10%. Los canguros, por su parte, que no encuentran alimentos suficientes se acercan a las ciudades para aprovechar los residuos comestibles de casas y restaurantes.

En el viaje que hice a Canberra vi canguros en las proximidades de la estación de ferrocarril como vagabundos que esperan las sobras de los ricos. También vi miles de ovejas y ganado de todo tipo (vacas negras con la cara blanca, terneros ensortijados y blancos con el morro negro, decenas de caballos y conejos) que se espantaban, algunos de ellos, al paso del ferrocarril pero que, en su mayoría, nos contemplaban con evidente desdén y tedio.

En suma son estos animales, más que las personas, los amos de esta tierra. Todavía los que beben cerveza, sirven en los supermercados, atienden en los hospitales o conducen los coches, son los pobladores extranjeros. Los animales y los aborígenes de hace miles de años son los auténticos protagonistas de este formidable espacio.

La escultura, la ornamentación, la abstracción en la pintura se basa en los elementos aborígenes y no importa si se trata de artistas jóvenes o nacidos en los años veinte, la National Gallery de Canberra, su capital, muestra el arte australiano como una continuidad que seguramente solo México o el Perú reproducen. ¿Minimalismo? ¿Barroco? ¿Expresionismo abstracto? Un aficionado al arte puede pasar muchas horas en esta National Gallery verificando el hilo que conduce del presente al pasado y viceversa. La costura que une la idea de una tierra sin lindes con la mísera idea de nación que trajeron los europeos. Porque ¿dónde están aquí las fronteras? Horizontes sin fin, historias por empezar. Australia representa para todo el mundo la joya viva de su infancia, el alma pura del canguro saltando como un tipo que todavía no ha aprendido a caminar al compás de una zancada primero y otra después, la ley de lo uno y de lo otro, la oposición de la pierna derecha y de la izquierda, la alternativa prebélica del bien y el mal.

 

(Publicado en El País, 2 noviembre de 2013)



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22 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Operación Dulce

En Inglaterra  el espionaje goza de una rica tradición, fruto sin duda de la época en que las embajadas de Su Majestad eran una inestimable fuente de información que permitía al Almirantazgo distribuir juiciosamente las  fuerzas que tenía diseminadas por todos los rincones de la Tierra en busca de ese equilibrio internacional considerado indispensable para gobernar el mundo. La Edad de Oro del espionaje inglés tuvo lugar durante la II Guerra Mundial, cuando los servicios de inteligencia británicos tuvieron en nómina a gente como E.M. Forster,  Patrick Leigh Fermor, Lawrence Durrell y tantos autores contemporáneos más.

Para su desgracia Inglaterra era a su vez un  fecundo foco de espías enemigos y los nombres de Burgess, Philby y MacLean son prueba de ello, aunque quizás el caso más doloroso fue el desenmascaramiento de Anthony Blunt, primo, consejero artístico de la reina y, al igual que los tres anteriores, ex alumno de Cambridge y espía confeso a favor de la URSS.

El aspecto menos conocido del espionaje, y digo menos conocido porque si bien los gobiernos de todo el mundo lo practican todos hacen lo posible por ocultarlo hasta el extremo de que ni siquiera presumen de sus mejores logros, es el del adoctrinamiento de la población, es decir, la política de propaganda encubierta mediante la cual se pretende influir en la opinión pública para dirigirla en la dirección que los gobiernos consideran adecuada.

Esta clase de actividad secreta gubernamental es la que Ian McEwan ha elegido para basar su Operación Dulce: en plena Guerra Fría, a  Serena Frome (una chica guapa, ex alumna de Cambridge  pero no particularmente brillante ni poseedora de un coeficiente intelectual fuera de serie), uno de sus novios le ofrece la posibilidad de trabajar para el MI5 bajo la tapadera de un puesto de mínima categoría en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social.  Aunque sabe que de momento su cometido consistirá en realizar tareas burocráticas irrelevantes a la espera de que surja una ocasión, Serena acepta la oferta, más que nada por curiosidad.

Pero lo que empieza como un simple juego no tarda en adquirir los tintes de una encerrona: al recibir su primer encargo (captar a un joven y prometedor novelista y ofrecerle una generosa retribución en concepto de beca a la creación aparentemente gratuita pero que más adelante habrá de pagar siguiendo las directrices que se le marquen  en cada momento)  Serena hace lo último que debe hacer un espía respecto al espiado, pues se enamora como una tonta y permite que la situación se vaya complicando hasta el punto de que, tras hacer el amor en la playa, los amantes llegan a hablar abiertamente de matrimonio.

 El argumento del espía que se enamora del personaje al que debe espiar ha sido tan reiteradamente utilizado en novelas y películas que incluso el lector/espectador menos sagaz sabe de sobras que le están contando la historia  de un amor sin salida porque este tipo de relación siempre termina (mal) cuando el amado averigua la verdadera profesión del amante y las causas reales de su acercamiento y seducción.  Y en ese sentido Operación Dulce no es una excepción, hasta el extremo de que si el lector no lo capta por sí mismo, el propio McEwan se encarga de aclarar desde la primera página que la suya es la crónica de un amor condenado al fracaso de antemano.

Pero no importa demasiado. En ese juego entre sabios (como sé que tú sabes,  parece que el autor le diga al lector, y como sé además dónde me esperas para pillarme, te lo voy a contar de la forma que menos sospechas  y a ver si eres capaz de averiguarlo por ti mismo antes de que yo te lo diga)  reside justamente  uno de los mayores y más instructivos logros de esta novela.  

McEwan es un gran narrador y a lo largo de su ya nutrida producción ha demostrado que posee recursos de sobra para salirse de las peores situaciones que él mismo provoca. Y esta su última novela no es una excepción.  Junto con lo que ya se sabía por haberlo contado previamente  John le Carré, la descripción que hace McEwan de la estrechez de miras y de pensamiento, o de la mediocridad y mezquindad de los funcionarios que integran los llamados “servicios de inteligencia” hace que  se entiendan mejor los escándalos que está protagonizando últimamente el espionaje sistemático y masivo entre las primeras potencias de Occidente, todas ellas oficialmente aliadas y defensoras de intereses comunes.

 

Operación Dulce

Ian McEwan

Tradición de Jaime Zulaika

Anagrama 



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21 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El fantasma del Elíseo

Francia ha regresado con estruendo a la escena internacional. Y lo ha hecho en un momento paradójico, cuando su presidente François Hollande se halla más débil y desprestigiado ante su opinión pública y el país más dubitativo e inseguro ante su futuro. Es un episodio conocido: buscamos oxígeno en los grandes espacios cuando la atmósfera doméstica se halla enrarecida. Sucedió en Ginebra, hace poco más de diez días, en las negociaciones del llamado Grupo 5+1 (los cinco países con silla permanente en el Consejo de Seguridad, además de Alemania) con Irán para el control del programa nuclear de este último país. El ministro de Exteriores francés, Laurent Fabius, acudió precipitadamente a la reunión cuando se enteró de que John Kerry, el secretario de Estado estadounidense, iba a cambiar su agenda de la gira por Oriente Próximo para ir a Ginebra con el propósito de cerrar un primer acuerdo con Irán. Con un objetivo: evitar que culminara la negociación bilateral entre Washington y Teherán sin que los otros socios hubieran sido informados. Eran conocidos los recelos, cuando no la directa oposición de Israel y Arabia Saudí. Ambos países tienen motivos tácticos y estratégicos para oponerse a una negociación que no conduzca directamente al desmantelamiento total del programa nuclear e incluso a un cambio de régimen. En el corto plazo, ninguno de los dos puede permitir que Teherán consiga la bomba. Y en el largo, ambos temen un Irán normalizado y reconocido internacionalmente, en el umbral de fabricar el arma cuando se lo proponga, aunque haya renunciado formalmente a obtenerla, al mismo título que otros países como Japón o Brasil. No estaban tan localizados los recelos de Francia, vitoreada por los congresistas conservadores en Washington y por Benjamin Netanyahu en Jerusalén. Hay razones de oportunidad e incluso de oportunismo para su súbito protagonismo. Hollande estaba preparando su viaje a Israel y su discurso de esta semana ante la Knesset. Francia todavía respira por la herida infligida por Estados Unidos, cuando Obama abandonó la idea de atacar a Bachar el Asad en el momento en que los bombarderos franceses calentaban ya los motores. Pesan también los contratos de venta de armas a Arabia Saudí. Y, sobre todo, cuenta la ley natural que prohíbe el vacío: si Francia despierta es porque EE UU se duerme. Hay más razones, que tienen que ver con la identidad francesa y el papel que se asigna a quien encarna la soberanía nacional. El palacio presidencial francés, el Elíseo, está habitado por un fantasma que proporciona poderes excepcionales al titular de la máxima magistratura del país. Puede ser un presidente de derechas o de izquierdas, de personalidad destacada o de carácter débil ?o débil y de izquierdas como François Hollande?, pero los pasos del inquilino del Faubourg Saint Honoré, número 55, sobre el escenario internacional suelen seguir las huellas de los zapatos enormes que calzaba el general De Gaulle, el presidente que fundó la actual República y se dotó de los poderes máximos para tratar de tú a tú a las superpotencias, dos en aquel entonces, EE UU y la Unión Soviética. Uno de estos poderes era el botón del arma nuclear, instrumento desde entonces ?en 1960 fue la primera prueba?, no tan solo de la defensa sino sobre todo de la política exterior francesa y por tanto de la afirmación de Francia como jugador de pleno derecho en el tablero mundial. Hollande ha utilizado en esta ocasión los viejos instrumentos perfectamente engrasados que tenía a su disposición. Cuando el Estado nacional levanta cabeza, Francia es el primero en enseñar la patita, tal como sucede en la actual etapa de desorden mundial, repliegue estadounidense, renacionalización europea y consolidación de los países emergentes, mucho más cómodos con la idea de soberanía vigente en Europa desde los Tratados de Westfalia (1648) que con el concepto de orden internacional o de integración en bloques regionales al estilo de la UE que había presidido la época que hemos vivido hasta ahora. Este tipo de fenómenos suelen ser de larga duración y de múltiples efectos, pero cristalizan o toman forma plástica en momentos especiales, tal como está sucediendo ahora en las negociaciones nucleares de Ginebra. Más efímero puede ser, en cambio, el estruendo producido por el súbito liderazgo francés del partido de los halcones, con el que la Francia socialista y europeísta de Hollande expresa su indeclinable e imposible aspiración a seguir jugando en la escena internacional como si fuera una gran potencia.



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21 de noviembre de 2013
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Efecto Boris Vian

El cine nació, naturalmente, como un efecto, el que producía en los espectadores la movilidad de las imágenes y, en el famoso plano del tren llegando a la estación filmado en 1895 por Louis Lumière, la amenaza de ser arrollados por la locomotora. Los efectos fueron atemperándose con el refinamiento del lenguaje cinematográfico y el hábito de las ‘moving pictures', aunque el componente ilusionista, literalmente mágico, del nuevo arte, nunca ha dejado de producirse voluntariamente: Méliès, el Fellini de ‘Y la nave va', las anamorfosis de Aleksandr Sokurov.

    La pujanza comercial del actual cine en tres dimensiones, que ha dado a mi juicio sólo dos obras de substancia (‘Pina' de Wim Wenders y ‘La cueva de los sueños olvidados‘ de Werner Herzog), se está tragando a muchos directores de talento, como Scorsese (‘La invención de Hugo'), Ang Lee (‘La vida de Pi'), y ahora el mexicano Alfonso Cuarón, quien tras haber realizado con ‘Hijos de los hombres' una de las más indiscutibles obras maestras de la ciencia-ficción fílmica, presenta estos días esa ingrávida demostración de mero efectismo aeroespacial que es ‘Gravity'. Menos mal que Bertolucci, tentado por los efectos estereoscópicos, no filmó al fin en relieve su excelente película de cámara ‘Tú y yo'.

     ‘La espuma de los días' no hay que verla con gafas especiales, ni los objetos y las figuras que pululan en el interior de los fotogramas se nos echan encima, aunque la finalidad de sus imágenes es la misma: ofuscar. Michel Gondry, un director franco-americano cuyo cine anterior (efectista sin efectos especiales) nunca me ha deslumbrado, intenta en esta ocasión el equivalente visual de la imaginería verbal de Boris Vian, y en ese ejercicio de adaptación sale muy airoso, dando vida brillantemente a los mil inventos con los que el escritor francés contó en 1947 su historia de amor entre el joven millonario Colin y la dulce Chloé, invadida mortalmente por los nenúfares. Más que en los recovecos de la tercera dimensión, Gondry se inspira en el dibujo animado, y también en ello acierta, ya que el libro de culto de Vian es una novela adolescente y evanescente, con un fondo de patafísica surreal y una gran dosis de puerilidad exquisita. El ojo del espectador del film de Gondry no descansa nunca, como tampoco leyendo las páginas de Vian dejamos de celebrar casi en cada párrafo la ocurrencia de las palabras. La novela describe, por ejemplo, "un frasco de formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían mimar el ‘Espectro de la Rosa' en la coreografía de Nijinsky", o el repetido baile de unos ratoncitos movidos al compás del agua de los grifos de la cocina. Pues bien, todo eso y pasajes aún más alambicados obtienen su correlato en la pantalla, con gusto compositivo, con medios adecuados (nada menos que 19 millones de euros de presupuesto) y con ingenio.

     Claro que el texto no sólo se detiene en los efectos léxicos (que tanto influyeron, junto con alguno de los poemas de ‘En la masmédula' de Oliverio Girondo, en el capítulo 68 de la ‘Rayuela' de Cortázar) sino en una poética de los afectos, y en ese sentido Gondry lima demasiado las aristas del original, edulcorando los sentimientos hasta extremos empalagosos a los que Vian no llegaba. La adaptación, firmada por Gondry y su coguionista Luc Bossi, es fiel, aunque las pérdidas son más de una vez lamentables. La escena de la boda de la pareja, que en el libro ocupa cinco capítulos magistrales, del XVII al XXII, resulta demasiado sintética en la película, y también la presencia del filósofo obsesivo, Jean-Paul Sartre, memorablemente rebautizado por Vian para la eternidad como Jean-Sol Partre, sabe a poco, siendo tan determinante en la novela. Aunque el actor Philippe Torreton está muy bien caracterizado (en el estrabismo catódico de sus gafas), la escena de la conferencia no trasmite el descarrachante humor del retrato escrito del autor de ‘El ser y la nada', que fue por cierto el padrino, junto a su compañera Simone de Beauvoir, del lanzamiento literario del escritor (es recomendable, si se quiere saber más de la vida, corta y trepidante, de Vian, la lectura de ‘Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian', que acaba de publicar Impedimenta).

    La película acierta más en la caligrafía de los ambientes que en la de la intimidad. La oficina siniestra de rodantes máquinas tiene, por ejemplo, una potencia icónica que nunca alcanzan las escenas amorosas de la pareja, quizá porque a Audrey Tatou no se le quita del todo, haga el papel que haga, el síndrome de ‘Amelie', y Romain Duris, excelente actor, no parece aquí bien dirigido. Vian fue un artista múltiple en diferentes facetas ligadas al espectáculo: letrista de canciones y libretista de ópera, compositor, cantante, dramaturgo copioso, actor secundario (le recuerdo en ‘Las relaciones peligrosas' de Roger Vadim, entre Gérard Philippe y Jeanne Moreau), y el cine le ha devuelto con creces su interés; de ‘La espuma de los días' existen tres versiones anteriores a la de Gondry, que no conozco, incluyendo una hecha en Turquía y otra, más recientemente, en Japón. Novelas tiene muchas, algunas con su nombre y otras ‘negras' firmadas con su seudónimo de V. Sullivan. ¿Se llevarán al cine? A una de mis preferidas, ‘El lobo-hombre', y sobre todo a su fantástico ‘Cuento de hadas para uso de las personas medianas', que Boris le escribió en 1943 a su esposa Michelle convaleciente, no les faltan efectos, susceptibles quizá de despertar la avidez de los efectistas hoy tan prevalecientes sobre los artistas.

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20 de noviembre de 2013
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Morir por amor

Qué interesante entrevista a la autora del polémico Cásate y sé sumisa en el Huffington Post. Es una excelente muestra del sudor del periodista a la búsqueda, no del titular, sino del hecho consumado. De cómo se abre paso, con gran manejo de la mano izquierda y el tempo, ávido por encontrar alguna fisura en la coraza de Constanza Miriano, la periodista de la RAI que ha encendido el escándalo con su libro, un superventas en Italia, que al principio fue colocado en algunas librerías en la sección de humor. “No me podrían haber hecho mejor cumplido -dice -. ¡Reír hablando de san Pablo!”. En España ha sido editado por empeño del arzobispado de Granada, y aboga por “la obediencia leal y generosa, la sumisión” de las mujeres. PSOE e IU han pedido ya explicaciones en el Congreso, interrogándose acerca de la posición del Gobierno frente a tal “apología del machismo”. Pero la periodista transalpina -rubia, atractiva, joven-, que según confiesa al periódico digital recomienda a sus amigas el matrimonio como portal a la felicidad, está perpleja. Algunas frases clave de la citada entrevista: “No me explico todo este revuelo porque en Italia no ocurrió nada de eso” , “gritar los propios derechos no sirve de nada”, o cómo se tradujeron las teorías de género y la antropología cristiana a “un lenguaje pop”. Pero el mayor hallazgo reside en esta pregunta: “Entonces, ¿usted cree que el hombre debe dominar a la mujer?”, y en esta respuesta: “No, creo que debe morir por ella”. Digamos que según la lógica de Miriano, en plena era hipermoderna, casarse es el pasaporte a la dicha, la docilidad debe ser una constante unidireccional entre mujeres y hombres, y estos deben morir por sus esposas llegado el caso. Cristianismo, burguesía, pop y amor cortés en una mezcla genuina. Pero tal vez lo más inquietante sea su idea de la sumisión. Lejos de vincularla con la falta de respeto – “los buenos no son violentos”-, sostiene que querer cambiar a las personas “siempre es la tentación de las mujeres (…) lo que están haciendo las españolas conmigo”. Qué audaz contrapunto: la abnegación gozosa frente a la rebeldía infeliz de quienes se escandalizan por una apología del sometimiento. Hace un par de días escribía en este periódico acerca de las relaciones masoquistas. De ese silencio tan femenino, de la madurez estoica que tanto nos turbaba de las madres o abuelas resignadas. No creo que haya que retirar el libro de Miriano, en absoluto. Es más, deberíamos leerlo atentamente porque en él se perpetúa la idea del amor que tanto hemos combatido. Morir por amor no sólo es folletín. Es también veneno. (La Vanguardia)

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20 de noviembre de 2013
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El Boomeran(g)
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