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Viaje al pais del siempre jamás / I. Empezar a vivir

1959. La Bildungsroman de la vida, el Werther que se vuelve insurrecto. Tenía dieciséis años cuando salí de mi pueblo natal, Masatepe, para matricularme en la Escuela de Derecho en León. Mi padre nunca dudó que yo sería abogado. Yo sí tenía esa duda. O una certeza, quería ser escritor. Pero de todas maneras fui el primero en obtener un título universitario entre mis 56 primos hermanos.

Acababa de triunfar la revolución cubana y había manifestaciones diarias de estudiantes. Yo también estuve pronto en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque mi familia era leal al partido liberal de los Somoza. Me veo subido a una balaustrada arengando a los estudiantes en imitación del discurso radical de mis compañeros. Levantábamos a la gente y se sumaban cientos de personas. Hasta que llegó aquel 23 de julio.

El cuartel de la Guardia Nacional estaba a dos cuadras de la universidad, en una de las esquinas de la plaza central. Un pelotón de soldados nos cerraba el paso y pocos segundos después escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr por el pavimento las latas rojas humeantes que estallaban y quedé cegado por el gas. Oí los primeros disparos de los fusiles Garand, luego el tableteo de una ametralladora y comencé a correr. A escasos metros me topé con la puerta de servicio de un restaurante. Empujé la puerta y cedió. Subí a un dormitorio de la segunda planta que daba a la calle, donde había dos niñas en una cama, acompañadas de una empleada. "Estamos solas aquí", me dijo la mujer con voz temblorosa.

Me asomé por el balcón y los soldados estaban colocados en tres posiciones: de pie, de rodillas y acostados, todos con los fusiles humeantes. Uno con una ametralladora de trípode se hallaba echado en la esquina, en la banda izquierda. En la banda derecha yacía un montón de cuerpos. Alguien gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!".

La mujer me dijo que no había un teléfono. El aire se había vaciado de ruidos y todo me parecía en cámara lenta. Vi llegar a un cura que daba los sacramentos a los heridos, un cura norteamericano que de casualidad se hallaba en León, y luego supe se apellidaba Kaplan. En ese momento estalló la banda de sonido en la película muda y escuché la sirena de las ambulancias y desde el balcón vi que la guardia no las dejaba pasar. Fernando Gordillo, con quien dirigí la revista Ventana donde él publicaba poemas y yo cuentos, envuelto en una bandera marchaba resuelto ofreciendo el pecho al pelotón de soldados.

Parecía, me parece un sueño. Bajé corriendo, le grité que se detuviera. No me hizo caso, no me oía. El pelotón abrió sus filas en ese momento para darle paso a las ambulancias, y luego retrocedió hacia el cuartel. Olía pólvora. Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo.

Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez. Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre.

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18 de diciembre de 2013
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Camus, Renoir, Visconti

La conmemoración del centenario de Camus ha sacado a la luz, entre homenajes, recelos, mezquindades y espléndidas publicaciones (como la correspondencia con el poeta Francis Ponge), detalles desconocidos de un proyecto cuyo fracaso entristeció al escritor. El 25 de septiembre de 1950, el actor Gérard Philipe le escribió una carta a Camus rebosante de optimismo; el encabezamiento, "Mon cher Albert", y el tuteo utilizado en toda ella denotan la familiaridad que existía entre ambos, establecida desde que en 1945 se conocieron personalmente el día del estreno de ‘Calígula' en el teatro Hébertot de París. Tres años antes, Camus había descubierto a Philipe en una pieza de Giraudoux, quedando tan impresionado que fue él mismo quien le eligió para interpretar el rol titular de su tragedia. Poco tiempo después, en 1947, Gérard protagonizaría junto a María Casares, la pareja de Camus, la adaptación de ‘La cartuja de Parma' filmada por Christian-Jaque.

Los documentos encontrados en los archivos de la editorial Gallimard y recientemente dados a conocer indican sin embargo que fue del actor -en 1950 convertido en una estrella gracias a sus papeles cinematográficos a las órdenes de Autant-Lara, Allégret, René Clair, Max Ophüls y Marcel Carné, entre otros- de quien partió la idea de llevar a la pantalla ‘El extranjero' de Camus, que ya había despertado el interés de la industria cinematográfica francesa. En la correspondencia cruzada con los primeros productores que pidieron una opción de compra de derechos a la editorial parisina encontramos a Dionys Mascolo, sugestiva figura del campo entrecruzado de la literatura y la política, en el que desempeñó largos años, y no sólo por su larga vinculación amorosa con Marguerite Duras, un relevante papel de característico. En el asunto al que nos referimos, Mascolo comparece en función del cargo que desempeñaba en Gallimard desde el fin de la guerra mundial, el de director del servicio de ventas audiovisuales y teatrales de los libros de autores de la casa. Y es él el que, al contestar a esos productores interesados, señala que el novelista franco-argelino sin duda pondrá como una de las condiciones de su consentimiento el nombre del director elegido, añadiendo Mascolo que a Camus le gustaría mucho "ver a Jean Renoir hacer el film. ¿Creen que eso será posible?".

Frustrado casi de raíz aquel intento, Gérard Philipe, a través de su agente Lulu Watier, logró levantar una nueva producción gracias al apoyo económico del príncipe ruso emigrado Sacha Gordine, otro personaje real muy novelesco, tanto que aparece con siluetas cambiantes en más de una novela de Patrick Modiano. En ese segundo proyecto patrocinado por el actor con el dinero del príncipe, Renoir ya figura como realizador, a plena satisfacción de Camus; para el rodaje, una vez listo el guión que se encomendaría al celebrado tándem Aurenche y Bost, se ha previsto la fecha de la primavera de 1951. Todo parecía estar bien engranado, como le escribe Philipe a Camus en la citada carta de septiembre de 1950: "Tengo la impresión de que esta vez no habrá pegas". Las hubo.

Mascolo, actuando en aguerrida defensa de los derechos del autor, rechaza las cantidades ofrecidas, y en el forcejeo escrito que sigue invoca la autoridad suprema de Gaston Gallimard, a quien no le parecía justo, dice Mascolo "que el autor de un libro deba recibir cantidades tan netamente inferiores a las que recibe el actor encargado de interpretar en el cine el libro". Las conversaciones se alargaron sin que las diferencias se superaran, hasta que en febrero de 1951, Jean Renoir, incómodo por tanta demora y receloso de contar con un presupuesto exclusivamente francés, abandona y regresa, con la perspectiva de un film que también se frustró, a los Estados Unidos, donde había vivido y trabajado durante la década anterior, un período que él mismo llamó en sus memorias "mi estancia entre los pielesrojas".

Camus, que estaba entonces escribiendo ‘El hombre rebelde‘, sintió una amarga decepción. La cronología posterior, reiteradamente trágica, es sabida. Gérard Philipe siguió su fulgurante trayectoria en el cine y el teatro hasta que el 25 de noviembre de 1959, acabado su último trabajo fílmico con Buñuel, muere de un cáncer de hígado días antes de cumplir los 37 años, pidiendo ser enterrado con el atuendo de uno de sus grandes triunfos escénicos, ‘El Cid' de Corneille. Cinco semanas después, el escritor pierde la vida en el accidente del coche que conducía su amigo y editor Michel Gallimard, también fallecido.

Pero ‘El extranjero' acabó siendo una película, que ninguno de los dos ilusionados instigadores pudo ver. ‘Lo straniero', así llamada a menudo sin haberse rodado en italiano, tiene, pese a ser de Luchino Visconti, mala fama en la historia del cine. Es una fama inmerecida. Realizada en 1967, antes que ‘La caída de los dioses', una de sus estampas históricas más abarquilladas por el paso del tiempo, ‘El extranjero' de Visconti ha ganado, por el contrario, en calidad y justeza, al menos para mí, que he vuelto a verla hace una semana sin someterme al suplicio insoluble de pensar cómo habría sido este gran libro en la mirada de Jean Renoir. La del autor de ‘Senso' es escueta y extraordinariamente fiel a la novela, que adaptaron junto con él, además de su habitual colaboradora Suso Cecchi d´Amico, los novelistas franceses Georges Conchon y Emmanuel Roblès. La coproducción fue franco-italiana, los escenarios, de notable autenticidad, la capital argelina y sus alrededores, y el reparto de altura, actores franceses en su mayoría (algunos de la Comédie Française) dando réplica al protagonista que no era, en este caso, el deseado, Alain Delon, que renunció por motivos pecuniarios. Marcello Mastroianni hace un trabajo impecable, si bien es Anna Karina quien deslumbra en su composición de Marie. Los nativos árabes, en pequeños papeles, aportan mucho más que su físico, y sólo es de lamentar, lo digo a título personal, que la partitura que empezó a componer el gran Luigi Nono desagradara a Visconti en las primeras muestras, una maqueta de las secuencias carcelarias, en las que Nono quería incorporar una rica gama de sonidos naturales. La música definitiva, encargada a Piero Piccioni, cumple de acompañamiento convencional.

Visconti no abusa de la voz en off, trasmite el estupor y la dejadez de Mersault, y filma con la maestría esperada: las escenas del hospicio donde ha muerto la madre, el velatorio, el entierro, y el largo día de playa que lleva al asesinato, son memorables El director enriquece, además, muy visualmente a los ancianos, Thomas Pérez, amante de la madre, y el vecino del perrito sarnoso, agrandando su perfil doliente y tragicómico. ¿Qué hace entonces que la película no constituya en sí misma una obra maestra parangonable a la de Camus? La voz, y no me refiero a la de Mastroianni en tanto que narrador. La novela nos seduce, más que por la técnica ‘conductista' a la americana, por la construcción de un cauce verbal propio, inigualable, insondable, por el que el novelista desliza fatalmente a su anti-héroe; la identificación sutil entre el autor y el narrador en primera persona es la esencia del libro, y por ello, pienso, aun siendo los hechos y las figuraciones las mismas en el papel y en la pantalla, la obra de Visconti pierde en parte la resonancia de Mersault, ese "hombre sin cualidades" (así se le llama expresamente en la película) que el propio Camus definió como un "extranjero a la sociedad en que vive", errando marginalmente por "los suburbios de la vida privada, solitaria, sensual".

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17 de diciembre de 2013
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El placer del ridículo

De la misma forma que en internet arrasan las fotogalerías porque basta con mover el cursor para ir recorriendo una narración visual ya sea de los Grammy, del huracán de Filipinas o de la boda del hijo de José Manuel Lara, los rankings de fin de año resultan un tentador almanaque con cromos que nos convierte en espectadores y jueces de la realidad más mediática. Desde un púlpito imaginario, vemos desfilar las listas de los más algo, pero los repasos resultan tediosos en un mundo lleno de ventiladores virales que propulsan la misma información una y mil veces. Hoy todo es cuestión de enfoque y de punto de vista, de USP -unique selling position-. Y en esa recolección de personajes destacados, momentos solemnes, hitos, tragedias y anécdotas, lo que continúa vendiendo más es la estrepitosa caída. O sea, los que más la han pifiado. De la misma forma que los individuos, cuando alguien se rompe la crisma, ríen en una especie de acto reflejo, el error y muy especialmente el ridículo de los otros, suele proporcionar un placer vivificante. En verdad es trágica esta característica de la condición humana. Cómo nuestras emociones se deleitan con el patinazo ajeno, aunque nuestra moral nos dicte compasión y respeto. Dice Alberto Oliverio en Cerebro que “los juicios morales son naturales cuando son inmediatos y surgen de la emoción, de una empatía inmediata antes que de una racionalidad fría”. Y me pregunto por qué seguimos considerando las emociones propias del cuerpo caliente, y la razón como un sistema frío. Ese ha sido el error de la revista Time escogiendo las mejores pifias de alcaldes del año. ¿Cuál es la confusión, si no, que lleva a comparar la justificación del japonés Toru Hashimoto de que las violaciones durante la Segunda Guerra Mundial eran necesarias para relajar a los soldados, con el relaxing cup of café con leche de Ana Botella? Si bien la alcaldesa de Madrid produjo vergüenza ajena con su histriónica presentación, su desliz fue formal y además linda con una de las fantasías más fangosas que a menudo nos persiguen: el pánico al ridículo. Ese pellizco de ansiedad que siempre produce la exposición pública, desde hacer una pregunta en clase a tener que hablar frente a un auditorio. Para redondearlo, la moda de las selfies -esas fotos que se hace uno a sí mismo, con poses y gestos grotescos, muecas y absurdos ademanes de victoria- pone en evidencia la sonrojante idiotez humana. Como la de Obama ante la primera ministra danesa, igual que un colegial, Cameron de sujetavelas y Michelle con celoso rictus de ofensa. Acaso se deba a la serendipia de la cámara del fotógrafo, un soplo de instante que puede ser leído con maldad. La red contribuye a que el ridículo hoy alcance cotas nunca vistas. Pero siempre ha habido un ojo dispuesto a congelar ese instante en que la dignidad se arruga.

(La Vanguardia)

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16 de diciembre de 2013
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Avive el seso y despierte…

Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C'est la faute a l'Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.

 Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de setenta millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.

 Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizás la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es sólo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.

 No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizás hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.

 La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La Segunda Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan sólo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.

 Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstoi. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.

 Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.
Sólo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.

 ¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero sólo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. "Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad". Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.

 En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un Príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó "A pity" y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que "se parecía a Moscú", el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R.Thompson Pell, Fráncfort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.

 Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!

 En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos cincuenta años.
A los pies del Ángel, setenta millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.

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16 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Buenas personas

Thomas Heiselberg es una buena persona. Alemán empleado en la oficina berlinesa de una señera firma estadounidense -una de las pocas que, desoyendo las recomendaciones del departamento de Estado, mantienen negocios abiertos en Alemania-, ha preparado estudios que han permitido su consolidación en el mercado. Como muchos de sus contemporáneos, detesta el antisemitismo -de hecho, se analiza con una judía-, considera que los líderes nazis son unos mentecatos que no tardarán en ser defenestrados e intenta mantenerse al margen de la política. Pero, cuando en septiembre de 1939 Hitler ordena la invasión de Polonia, Thomas no duda en ofrecer sus servicios a las autoridades del nuevo Gobierno General. Allí, constatará que sus eficientes modelos de gestión serán responsables de buen número de muertes, pero ni así abandonará su encargo.

            No muy lejos de allí, en la Unión Soviética -entonces todavía aliada de Hitler-, Alexandra Weiesberg también es una buena persona. Hija de un par de intelectuales judíos, se ha prestado a colaborar con la policía secreta de Stalin con el único fin de salvar las vidas de sus hermanos. A tal efecto, se ha prestado a delatar al círculo de sus padres -y a ellos mismos-, en una disyuntiva que recuerda la vivida por la protagonista de La decisión de Sophie de William Styron (brillantemente encarnada por Meryl Streep en la película homónima).

            Estas dos figuras, cuyos destinos confluyen trágicamente en Brest  poco antes del inicio de la operación Barbarroja, son los protagonistas de Las buenas personas (2010) de Nir Baram, la primera novela israelí que se atreve a abordar el Holocausto. Sólo que, a diferencia de lo que ocurre en buena parte de la ingente cantidad de libros y películas sobre el tema, Baram no ha querido regodearse en las atrocidades de los verdugos o en los actos de heroísmo o supervivencia de las víctimas, sino en esa zona gris -para usar el término de Primo Levi- habitada por quienes, con su pasividad o su silencio contribuyeron a que ocurrieran algunos de los mayores crímenes de la historia.

            Como toda gran novela histórica, el mayor mérito de Las buenas personas radica en su capacidad para hablarnos del presente, más que del pasado. Porque esas buenas personas que toleraron la carnicería nazi son las mismas que luego prefirieron no escuchar las noticias que alertaban sobre los genocidios de Camboya o la antigua Yugoslavia, de Ruanda o Darfur. Porque esas buenas personas siguen aquí, indiferentes a los horrores que se cometen a unos pasos. Porque esas buenas personas somos nosotros. Para constatarlo, basta leer otra deslumbrante novela política, en este caso mexicana: La fila india (2013) de Antonio Ortuño.   

            Hace unos días, mientras el taxista me llevaba del aeropuerto de Guadalajara rumbo a mi hotel, me tocó observar, al lado de las vías del tren, las filas de inmigrantes centroamericanos que, obligados por una razón u otra a descender de La Bestia -el infame tren que los conduce desde la frontera sur hasta la frontera norte-, mendigan un trabajo a poca distancia de las instalaciones en donde se celebra la Feria del Libro. Días después, me topé esa misma escena en La fila india, el perturbador relato sobre las atrocidades que se suman a diario contra guatemaltecos, hondureños, salvadoreños o nicaragüenses mientras nosotros, idénticos a los pulcros burgueses de Múnich o de Hamburgo, cerramos los ojos.

            A partir del incendio de un centro para refugiados en Santa Rita, Sta. Rita -cualquier ciudad en nuestra frontera sur-, esta obra que combina las virtudes de la fábula moral y del panfleto acusatorio narra las pesquisas de Irma, una investigadora de la Comisión Nacional de Migración, y su descubrimiento de la complicidad de su propio instituto -y de todo el país- con la explotación y el homicidio de cientos de inmigrantes centroamericanos. Yeni, la única sobreviviente de la masacre, encarna a todos esos Otros que pululan por nuestras calles y que son cotidianamente maltratados, vejados, violados y asesinados sin que nosotros, tan buenos y tan genuinamente preocupados por los derechos humanos, hagamos nada para frenarlo. Como advierte el propio Ortuño: "No hay santuario para ellos en este país. Lloramos a nuestros muertos mientras asesinamos y arrojamos a las zanjas a legiones de extranjeros, y lo hacemos sin despeinarnos ni parpadear". Somos, en sus palabras, "un país de víctimas con garras de tigre".

Un país de buenas personas.

 

Twitter: @jvolpi



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15 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Para qué poetas

En el poema Pan y vino, de Hölderlin, hay un verso famoso que se ha estilizado como pregunta retórica, usada como muletilla previa a cualquier ocurrencia. Por ejemplo, “así como Hölderlin se preguntaba ¿para qué poetas?, nos preguntamos ¿para qué un campo de golf en Villaplasta?” o bien “¿para qué pensadores en tiempos de sandez?” o “¿para qué políticos en tiempos de memez?” Pero es que Hölderlin jamás preguntó para qué poetas, todo es una leyenda existencialoide.
Si leemos ese verso famoso en su contexto (7, 13-16):
 
 […] was zu tun indes und zu sagen,
Weiß ich nicht, und wozu Dichter in dürftiger Zeit.
Aber sie sind, sagst du, wie des Weingotts heilige Priester, 
Welche von Lande zu Land zogen in heiliger Nacht.
 
[…] mientras no sé qué hacer, ni qué decir,
ni para qué poetas en tiempo de escasez.
Aunque tú dices que son como aquellos benditos sacerdotes
del dios de vino, que andaban de país en país por la noche santa.
Vemos que el poeta dice no saber tres cosas —qué hacer, qué decir, para qué poetas—, gramaticalmente son tres subordinadas, y estilísticamente la última aparece separada de las otros dos por el verbo, de modo que es el culmen del pasaje, resaltado por la adversativa “Aunque tú dices…”
Pero la tendencia a no leer una subordinada, sino una pregunta lanzada al gallinero, una voluta pseudoangustiada, no viene de los traductores, ni de los editores alemanes que unas veces han omitido y otras multiplicado el signo de interrogación. Significadas tesis sobre Hölderlin —a cuál más vacua, Heidegger me perdone— parten de la creencia de que en ese verso el poeta plantea al universo una pregunta existencial y supramunicipal.
Al aislar de manera arbitraria y para su empleo multiuoso las dos palabras Wozu Dichter ("para qué poetas", o "para qué un poeta", porque el alemán no distingue el número en este caso, si bien el resto de la estrofa sugiere que es plural), se atribuye una pregunta fantasma a Hölderlin, se le achaca una ansiedad inventada, y se distorsiona su intención, que era replicar y matizar al poeta Heinse. Porque, para entender este verso y toda la estrofa, es crucial reparar en el contexto que completa la adversativa final:
Aunque tú dices que son como aquellos benditos sacerdotes
del dios del vino, que andaban de país en país por la noche santa.
“Tú” se refiere al poeta Heinse, a quien está dedicado Pan y vino, cuya primera versión se tituló Dios del vino. Nos hallamos en el centro de gravedad del poema, la réplica de Hölderlin a Heinse, el poeta que decía saber para qué poetas.


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15 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fénix político

Italia siempre guarda sorpresas. Es proverbial su carácter de laboratorio político. Todo lo que ocurre en el mundo ha sucedido mucho antes en Italia o, incluso, en la antigua Roma. Ojo avizor, por tanto. Ahora mismo el Partido Democrático, surgido de los restos de la Democracia Cristiana y el Partito Comunista, acaba de celebrar sus terceras elecciones primarias abiertas para elegir secretario general y a la vez candidato a la presidencia del Consejo de Ministros. Y ha sido todo un éxito: este pasado domingo fueron a las urnas casi dos millones y medio de ciudadanos, con el único requisito de pagar dos euros para los gastos electorales y comprometerse a sostener al partido en las elecciones. Nada sustituye a unas buenas elecciones competitivas, en las que cada candidato tiene que espabilarse para convencer a los electores. Lo saben bien quienes no las tienen. Las urnas no lo son todo, pero sin las urnas fácilmente se llega a la nada política, es decir, a la partitocracia que concede el poder a la cúpula dirigente de cada formación o incluso a la dictadura. Lo han comprobado los italianos y lo han hecho en un momento paradójico. Cuando el PD celebra sus terceras primarias ?a la tercera va la vencida?, después de la incapacidad para alcanzar el Gobierno de los vencedores en las dos anteriores, Walter Veltroni en 2007 y Pier Luigi Bersani en 2009, resulta que quien preside el Consejo de Ministros es un destacado diputado del PD como Enrico Letta, aunque no gracias a una victoria en las urnas, sino por el empeño del presidente de la República, Giorgio Napolitano, de 88 años, en favor de la estabilidad y por la división de la derecha, tras el fracaso de Berlusconi, de 77, con sus amenazas de derribar al Gobierno. Así es como en poco tiempo Italia ha emprendido un giro desde la gerontocracia hacia el rejuvenecimiento. El alcalde de Florencia y vencedor de las primarias, Matteo Renzi, tiene 38 años. Enrico Letta, 47. Y 43 el vicepresidente, Angelino Alfano, que fue mano derecha de Cavaliere antes de ser la mano que le estranguló como líder. Punto en común, todos tienen sus orígenes en la Democracia Cristiana, tanto los dos del PD como quien fue número dos de Berlusconi y ahora es el número uno del Nuevo Centroderecha. Renzi es además un político poco convencional, va a por todas y está dispuesto a barrer todo lo viejo. El PD, por su parte, necesita la mayoría de gobierno que hasta ahora se le ha negado. Apunta así el viraje hacia un sistema menos fragmentado, con dos partidos que se turnan como sucede en la Europa vecina. Esos políticos en ascenso no son meteoritos caídos del cielo: el actual Parlamento es el más joven y feminizado de la historia. Los que suben son tres exdemocristianos, pero quien protege la estabilidad es un excomunista que ejerce su tutela de viejo rey al borde de la abdicación.



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15 de diciembre de 2013
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