Edmundo Paz Soldán vendrá a Lima, a la Cátedra Vargas Llosa, a fines de marzo y espero que venga con...
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Edmundo Paz Soldán vendrá a Lima, a la Cátedra Vargas Llosa, a fines de marzo y espero que venga con...

La muerte de Manu Leguineche me hizo pensar en los muchos escritores españoles que han arriesgado su vida en guerras lejanas. Algunos escribieron libros de gran calidad literaria y otros simples reportajes, pero todos ellos (o por lo menos los que yo recuerdo) lo hicieron con nervio, rigor informativo e intensidad. Forman un equipo formidable y no entiendo cómo no hay una colección dedicada a ellos en exclusiva.
Yo diría que el primero y uno de los mejores, aunque en la actualidad sea difícil de leer, fue Pedro Antonio de Alarcón. Sus crónicas de la guerra de África, reunidas luego en el grueso volumen Diario de un testigo de la guerra de Africa, comienzan en 1859 y lo hace con el estruendo de la orquesta sinfónica típica de nuestro muy tardío romanticismo:
"¡Al fin amaneció el día de nuestro embarque, después de un mes de angustiosa expectativa! ¡Al fin vamos a participar de los peligros y de las glorias de nuestros hermanos que luchan y mueren como leones al otro lado del Estrecho!".
Ya digo que la retórica romántica se hace difícil de digerir si uno no tiene el paladar muy hecho a los exquisitos productos faisandé. Y sin embargo, ese es el tono (o si lo prefieren, la música militar) de uno de los más brillantes escritores actuales de guerras y aventuras, Arturo Pérez Reverte. Ese aire exaltado, de brazo que agita la gorra mientras el buque zarpa hacia la guerra, sollozan las novias y se oyen los metales de la banda, sigue siendo el de los grandes corresponsales.
Vendrán luego, en años posteriores, varias decenas de estupendos aventureros o incluso de burgueses sin miedo que se meten en conflictos inauditos por pura temeridad. Recuerdo especialmente interesantes las experiencias de Blasco Ibáñez, burgués sensual y acomodado, en la batalla del Marne, aquel matadero donde sucumbieron sin gloria millones de jóvenes europeos cuya desaparición lastraría el futuro del continente. Las recogió en Los cuatro jinetes del Apocalipsis y aunque estaban ya cocinadas en el horno literario, mantenían la frescura de la visión directa, del horror en primer plano.
Habría decenas de testimonios personales para comentar, casi todos piezas de caza en librerías de lance y suprimidos de los catálogos. El Berlín de Julio Camba, de 1913 a 1915, o el posterior de Augusto Assia. Las soberbias crónicas de Chávez Nogales, afortunadamente reeditadas en los últimos años. Los Cuadernos de Rusia de cuando en 1941 Dionisio Ridruejo se lanzó contra la tundra soviética con la División Azul, un caso a lo Jünger, con poemas grabados sobre el hielo. En este notable batallón de aventureros se encuentra lo más honesto de la literatura española. Sólo algún sinvergüenza decía estar en el frente cuando vaciaba botellas de whisky en los hoteles, como tantos corresponsales extranjeros de la guerra civil.
Y hete aquí que la admirable casa editorial Los Libros del Asteroide acaba de publicar una de las narraciones de guerra mejor y más difícil de encontrar, De París a Monastir. Su autor es poco conocido fuera de Cataluña, pero jugó un papel muy relevante en las letras y la política catalanas antes y durante la república, yo diría que perfectamente comparable con ese otro genial periodista de La Vanguardia que fue Josep Pla. Agustí Calvet, quien usaba como nombre de guerra el de Gaziel, es un prosista eficaz, elegante, con un sobrio equilibrio entre lo dramático y lo irónico. El reportaje que comentamos cubre uno de los trayectos más inusuales de la primera guerra mundial porque se adentra en zonas muy poco exploradas por los escritores clásicos. Gaziel se percató de la importancia enorme que iban a tener los países balcánicos en la contienda y se internó por lugares en los que conseguir un medio de transporte, un lecho o una comida era algo tan milagroso como sobrevivir.
El grueso de la aventura transcurre entre Grecia y Serbia (la de entonces, no la de hoy) y es tan sagaz al describir un inútil desembarco de la armada aliada como cuando reproduce la curiosísima y extinguida colonia sefardita de Salónica. Su curiosidad es insaciable y su inteligencia no puede menos de acabar en la pura desesperación al constatar la estupidez, la corrupción y la ineptitud de las élites de esos países, abandonados por sus opulentos aliados, fueran éstos Francia, Inglaterra o Rusia. Esta es otra triste historia de un puñado de peces gordos enriquecidos y millones de pececillos aplastados por la razón de estado.
Publicado en 1917, parece imposible, pero cien años más tarde conserva su frescura, su honradez, su agudeza intacta. Me ha parecido el mejor homenaje a la estirpe de los Leguineche.
Artículo publicado en Jot Down.

Dotarse de un Gobierno provisional, representativo y eficaz. Recuperar el orden y el funcionamiento del Estado. Poner al país a trabajar. Sortear la bancarrota. Alejar las largas manos de los oligarcas, una veintena de poderosas familias mafiosas, de la economía. Hacer justicia con quienes reprimieron violentamente la concentración en Maidán y situaron el país al borde la guerra civil. Mantener unidas las dos partes en que se podría dividir Ucrania, una más próxima a Rusia, incluida Crimea, y otra occidental. Obtener ayuda financiera internacional y una geometría de relaciones comerciales con la UE que no signifique enemistarse con Putin. Evitar una nueva guerra fría entre la OTAN y Rusia, los viejos contendientes de la guerra fría auténtica. Cuando se desmontan las barricadas, se enfrían las cenizas de los incendios y los héroes fallecidos han sido ya sepultados bajo tierra, aparecen las tareas ciclópeas, inhumanas, que los ucranios tienen ante sí. En Maidán, como en Tahrir, hay un momento mágico, excepcional, casi increíble, en el que lo imposible se hace real. El autócrata se siente incapaz de mantenerse en el poder, un vacío glacial se hace en su entorno: nadie responde ya a sus órdenes o es él mismo quien no se atreve ya a ordenar nada a nadie. El mundo se hunde bajo sus pies y huye. La plaza ha triunfado. Todo sucede deprisa, en este caso y en todos, sin tiempo para entenderlo. Siempre hay vectores exteriores, ángulos ciegos y maniobras oscuras. Pero no es un golpe de Estado maquinado desde Bruselas o Washington. Es ante todo el vacío de poder, el socavón que se abre cuando alguien tan inepto y mendaz como Yanukóvich es incapaz de controlar la revuelta fabricada por su corrupción y sus mentiras. Cuando el poder yace tirado en mitad de la plaza es el más osado quien se atreve a llevárselo. Si le dejan, si nadie se opone, para no soltarlo nunca jamás. Lo intentó Morsi después de Tahrir y lo va a intentar el mariscal Sisi después del siguiente Tahrir. De las revoluciones suelen salir dictaduras peores que las derrocadas. Para que el que ocupe el vacío sea de verdad el pueblo, es decir, el consenso activo de los ciudadanos, tienen que concurrir muchas circunstancias, producto del lento y tenaz trabajo del tiempo en la mayor parte de las ocasiones. Sí, hay razones para dudar de Ucrania, de su futuro, de su viabilidad, pero Maidán es la demostración todavía incipiente de una poderosa voluntad de construcción de una democracia europea, que aprende de una primera y fracasada experiencia hace diez años en la Revolución Naranja. Las tareas son ciclópeas, pero lo que está en juego todavía es más colosal: las relaciones entre Rusia y Europa, la capacidad de la Unión Europea como agente global, su propia definición como espacio de bienestar, paz y prosperidad capaz de proyectarse sobre sus vecinos, la estabilidad del continente euroasiático... Todo está por hacer porque casi nada se ha hecho hasta ahora y hay por delante la tarea de levantar desde sus cimientos una nación entera, en la que los ucranios no deben estar solos.

"Confieso que admiro mucho a los autores de autoayuda y su deseo de influir positivamente en la vida de las personas (?) No son los libros que compro ni leo, pero sí los mensajes que busco". Mi nuevo post en "Vano Oficio" (el blog del diario El País). Espero que les guste. Les dejo el enlace aquí.

Por qué las mujeres ladeamos la cabeza en un escorzo cuando nos hacemos una selfie? Antes de intentar responder esta pregunta, vayan por delante algunas consideraciones: el autorretrato ha sido siempre un género practicado con ánimo lúdico por artistas, a fin de expresar la percepción de su yo, de la misma manera que hoy resulta un entretenimiento propio de jóvenes que llevan a cuestas su conflicto entre individualidad, gregarismo e hipercomunicación. Pero el fenómeno de las selfies trasciende la edad: los usuarios de smartphones quieren mirarse -admirarse- más que nunca, por ello se prestan a inmortalizar momentos eufóricos, conmemorativos o etílicos (que a menudo coinciden). El móvil ha logrado que hoy quepan en la palma de la mano una cámara de fotos, un mapa, una agenda, una discoteca, un surtido de videojuegos, un servicio de meteorología o un buzón de mensajes. En algunos países se ha convertido, de hecho, en una herramienta de supervivencia, aunque en Occidente nos aísle tanto como nos conecta, y produzca adicción. Algunos adolescentes, cuando tienen que estudiar de verdad, dejan el móvil en otra habitación, incapaces de fiarse de sí mismos. Y no hay más que ver los piques entre adultos si no les funciona la cámara cuando han terminado de asar la carne en la barbacoa. Con frecuencia, en lugar de estar contemplando un paisaje o un espectáculo, se fotografía indiscriminadamente, sustituyendo la vivencia por la foto. Basta apretar el botón, y uno se queda tranquilo; tal es nuestra ansia de posesión de la imagen, en lugar de la experiencia. Todos los perfiles de Narciso emergen en las imágenes de yo a yo en las que nos gusta escrutarnos. Esa obsesión por congelar cualquier instante antes de vivirlo, como si lo que más importara fuera exhibirlo, evidencia la imperiosa necesidad de contar con notarios de nuestra existencia a fin de que nuestros actos y elecciones tengan sentido. Pero no nos engañemos: en ese gesto se agazapa un desmesurado ombliguismo. La telefonía móvil da titulares día sí día no, y en el Mobile World Congress de Barcelona la estrecha relación entre movilidad y economía queda bien patente. Deberían analizar también cómo los smartphones han modificado la cartografía de nuestra realidad, e incluso la realidad misma. Poco nos falta para enamorarnos de nuestros sistemas operativos, al estilo Her: hemos idealizado la tecnología porque nos sorprende y nos mima con inaudita docilidad. Igual que un amante complaciente. Las mujeres, pues, más susceptibles a la belleza, inclinan la cabeza un 150% más que los hombres en una selfie, rendidas a la seducción de su propio yo.
(La Vanguardia)

Al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro algún aburrido propósito pedagógico. Un libro sólo es capaz de enseñar si primero gusta. Sino hace reír, sino conmueve, toda enseñanza, toda filosofía, se volverán inútiles, pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso; y cuando se abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para quien llegó a tenerlo entre sus manos.
Al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson, el sabio británico de las letras que vivió en el siglo dieciocho: "la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda: tanto valdría de hablar de felicidad obligatoria".
No hay felicidad obligatoria, pero la lectura depara felicidad; cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha. No podemos sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. "Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, déjenlo de lado", agrega el doctor Johnson.
La Odisea, El Quijote, La Biblia, o La Divina Comedia. Son obras clásicas, y a muchos esa palabra los pone en alerta. A los clásicos, por definición se les considera soporíferos. Al contrario. Un clásico es una promesa de dicha que siempre estará allí.
Las novelas no son sobre períodos de la historia, espacios geográficos, teorías filosóficas, ni asuntos religiosos. Tratan sobre seres como nosotros, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades, la maldad y la nobleza, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de los mismos individuos.
El padre avaro y despiadado que se disputa a la misma mujer con su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las páginas de Los hermanos Karamazov porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski; existió, sigue existiendo, así como los muertos de Rulfo que hablan debajo de las tumbas en Pedro Páramo nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte.
No hay que creer a quienes nos dicen que sólo debemos aceptar lecturas edificantes, porque así nunca seríamos lectores adictos. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares, que mandan leer libros indigeribles, o que por falta de método son presentados como tales. Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de libertad que campea en los libros.
Y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar una vida mutilada y a lo mejor, amarga, igual que la de los censores, lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.
¿Cómo crearse ese vicio? Empezando por un cuento de los hermanos Grimm, luego yendo a uno de Chejov, o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote, a alguno de los cuentos de Las Mil y una noches.
Para que un niño o un adolescente adquieran el vicio de la lectura, antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice, lejos de la severidad de quien encarga una tarea. Ser parte de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y el mal.

Kassel no invita a la lógica (Seix Barral) es la más reciente novela de Enrique Vila Matas. La...

En el blog de la librería Eterna Cadencia, Luciano Lamberti comparte su lectura de unos de los...

Aristóteles nos presenta los axiomas de la matemática como los principios rectores del ser y, por consiguiente, tanto principios de esa modalidad del ser que constituyen las entidades matemáticas como de la modalidad del ser que constituye la physis. De hecho, en general, serían asimismo principios rectores del pensamiento y el lenguaje y en definitiva principios absolutos o auténticamente firmes.
Pero sin ir a tal grado de firmeza, aunque jerárquicamente estén subordinados a los anteriores, radicalmente importantes son también los principios rectores de la physis y de la determinación cognoscitiva de la misma, esos principios sin los cuales para Einstein "el pensar de la física, en el sentido ordinario del término sería imposible".
Pero tales principios rectores parecen en nuestro tiempo ya no ser tan firmes, y esta suerte de calamidad cognoscitiva, este derrumbe de los fundamentos de la inteligibilidad, es curiosamente extraordinario alimento para la metafísica, que ha encontrado en ello la ocasión, no ya de retornar a la problemática abordada por Aristóteles, sino quizás de sumergirse en ella de modo más abisal. Pues simplemente, Aristóteles, que no dudaba ciertamente de los axiomas de la matemática, tampoco tenía ninguna razón para dudar de los principios reguladores que Einstein reivindica con radicalidad tanto mayor cuanto que los ve amenazados. Es más, Aristóteles los da hasta tal punto por universales de la physis que, o bien no se ocupa de los mismos, o cuando lo hace (así en la Física sustentando en la contigüidad su concepto de espacio,) es de manera exclusivamente descriptiva, dando por supuesto que nada en los tales es cuestionable y que sólo alguien privado de juicio pudiera exigir darles fundamento. La metafísica tiene pues ante sí un amplio programa, del cual es preliminar la precisa delimitación de varios puntos:
1. Compendio de los principios que la física a lo largo de su historia ha erigido en axiomas (en ese sentido de evidencia que el término axioma tiene en la lengua griega) y consideración del vínculo que mantienen entre sí, pues un alto grado de imbricación supondría que el eventual repudio de uno de ellos arrastrara a otros, eventualmente a la totalidad.
2. Delimitación del grado de incompatibilidad entre los postulados cuánticos y los principios rectores, retomando desde este punto de vista la cuestión del entrelazamiento entre estos últimos. Asunto tanto más importante cuanto que alguna de las interpretaciones más relevantes ha pretendido salvaguardar sólo una parte del conjunto, por ejemplo el principio de realismo sacrificando el de localidad.
3. Análisis del problema desde el punto de vita de la teoría de la relatividad, y ello en dos vertientes: a) mostrando el aspecto comparativamente "conservador" de la relatividad restringida, dado que el desmoronamiento de postulados tan importantes como los newtonianos relativos al tiempo y al espacio, no cuestiona sin embargo estos principios. b) Preguntarse sí, y en qué grado, el cuestionamiento de los principios rectores por la física cuántica pone en tela de juicio postulados propios de la teoría de la relatividad restringida (así el carácter límite de la velocidad de la luz) o general.
4. Elucidar si la tabla de principios cuestionados es total o parcialmente reemplazable, de tal manera que su pretensión de absolutez supondría en cierto modo una usurpación, o si por el contrario no hay tabla de reemplazo, quizás entre otras razones porque la noción misma de fundamento sólo tendría sentido en base a la postulación de dicha tabla.
5. Abordaje de la cuestión propiamente metafísica de lo que supondría un pensamiento sin anclaje en lo que parecía soporte de la physis, y sobre todo de lo que supondría la plena "interiorización" de tal visión del mundo.

El narrador de Lumbre (Eterna Cadencia, 2013), la magnífica tercera novela de Hernán Ronsino, deja la capital por unos días y vuelve a su pueblo, Chivilcoy, en la pampa argentina. Ha muerto un amigo, Pajarito Lernú, y le ha dejado una vaca. Se trata de un inicio pintoresco, tragicómico. ¿Qué hará Federico Souza con la vaca? Pregunta inquietante, aunque sabemos desde el principio -desde los epígrafes, desde el tono mismo de la escritura--, que en responderla no radica el principal interés de Ronsino. El narrador va en busca de la vaca, y de pronto, le asalta un mundo que creyó haber dejado atrás: "Cada pedazo de pared de esta ciudad lleva, como una piel, las huellas de mi historia".
Lumbre narra la forma en que se construyen las historias individuales y la gran historia colectiva. Es una novela ambiciosa, que deja atrás el pequeño universo de Glaxo, la novela anterior de Ronsino (menor, a pesar del juego con las múltiples perspectivas y la adscripción a ese gran libro de Walsh que es Operación Masacre), para adquirir, en su misma forma digresiva, ramificada, el fondo mismo del relato. Souza encuentra rostros de su pasado, y le cuesta reconocerlos: "el follaje avanza, espeso, cuando hay descuido y, entonces, impide que coincidan, como en este caso, el nombre de Sebastián Prado y su cara -esa cara- diluida en la niebla del pasado. El follaje teje velos. Y se devora, sin tregua, la senda hecha a fuerza de insistencia". Somos esos recuerdos difuminados, esas falsos reconocimientos, esas invenciones de fábula a partir de la trama precaria de la memoria. No solo el recuerdo es mentiroso; también la escritura de ese recuerdo deforma.
En su mirada sobre la ciudad, Ronsino recuerda a Juan Cárdenas, que está narrando como pocos acerca de la descomposición de nuestras ciudades y el fracaso del proyecto modernizador. Como en Los estratos, la maravillosa novela de Cárdenas, el narrador de Lumbre ve, al caminar por un barrio, cómo éste "se va cubriendo de capas que se montan unas sobre otras, componiendo suelos, planos sedimentados que ocultan el tiempo, las horas viejas". Estaciones de tren, "edificios amputados", casas "avejentadas", "el chasis quemado de un micro": todo es erosión, decadencia. Y así, mientras camina por Chivilcoy, Federico Souza va imbricando su historia personal a la de la ciudad-pueblo. La novela se abre a los ruidos de la política --en las batallas decimonónicas entre unitarios y federales que todavía marcan el lugar, en la presencia inevitable de Sarmiento-- y a los de la cultura -en el paso de Cortázar por el pueblo, en la muerte de un poeta modernista. Todo se mezcla, y ya no se sabe a qué Borges recuerda un letrero con el que se topa Souza (¿al coronel? ¿al escritor?). De manera paradigmática, cuando Pajarito trabajaba en el museo -cuenta el padre del narrador-, había cambiado el orden de las tarjetas de unos carruajes: la historia es un equívoco. La novela es el relato de cómo se construye ese equívoco.
La paradoja de Ronsino consiste en su capacidad para hablar de manera tan luminosa de las oscuridades de toda historia. No es casual el título, ni tampoco el despliegue abundante de imágenes y metáforas en torno a la luz, el vuelo poético del lenguaje. Federico recuerda que Pajarito quería escribir una teoría sobre la luz y las cosas: "Quería desmenuzar los cambios de luz. La manera en que la luz iba definiendo un lugar, las cosas... La forma misteriosa que iba tomando el cementerio a medida que oscurecía". En Lumbre, Federico articula esa teoría buscada por Pajarito: toda historia es un juego de luces y sombras; aunque puede que estén equivocados, tanto el recuerdo como la escritura son "partos luminosos".
(La Tercera, 23 de febrero 2014)
