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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El nacimiento de otra cultura

La crisis está siendo suficientemente trágica como para añadirle un coturno más. No han sido necesarias máscaras horrendas para representar sus amenazas. La crisis como el gran terremoto es lo que es y sus estragos se representan en toneladas de escombros, en miles de muertos, en hectólitros de sangrienta corrupción. Y, con todo, ¿cómo será el porvenir de este infierno? ¿No tendremos la suerte de que sus llamas quemen el mal y sus destellos creen lucidez?

Una de las mejores sentencias del marxismo fue aquélla que aludía al hecho de haber sido víctimas hasta entonces de la arbitraria marcha de la historia. La proclama de Marx consistía en que por fin el ser humano podría tomar en sus manos el curso histórico para hacer un mundo mejor. Y no cualquier versión de lo mejor sino aquella en la que las diferencias de clases se abolieran, los trabajos tuvieran sentido y las relaciones humanas se antepusieran a la explotación.

¿Vencer? ¿Aplastar? ¿Dominar? Ni en la vida de pareja, ni en la pugna política, ni en la Iglesia del Papa Francisco esta realidad reaparece como un designio feliz. Los países no guerrean, firman pactos comerciales y campeonatos mundiales. Todo vestigio de guerra pertenece a un tiempo en que sólo los yihadistas hallan su anacrónico medio natural.

Esta crisis por venenosa que sea o, justamente por su carácter emético, marca un antes y un después cultural. No se trata ni de leer más libros, ni de ir más al cine o de congestionar los museos. Dalí, uno de los acontecimientos más cursis de los últimos tiempos ha ofrecido a Borja Villel, el director del Reina Sofía, matándose por ofrecer innovación, el máximo rédito del año. Rédito de lo más viejuno.

Un gigantesco fardo de la cultura vigente hoy es equivalente a un hediondo vertedero que ojalá las flamas de la crisis contribuyan a  carbonizar. En su lugar, un perfume todavía en producción se ofrece como el aire de un mundo donde el mundo laboral será creativo sin necesidad de los Dalí, será feliz sin píldoras antidepresivas y será amable en una convivencia que olerá a cooperación.

De la política actual no cabe esperar nada. ¿Por qué no prenderle fuego? De la justicia institucional, del sistema educativo, de la sanidad privada, sólo cabe esperar injusticia, ignorancia y más
enfermedad. ¿Por qué no prenderle fuego? Armar una hoguera desde la nada es imposible y desde los residuos apenas se logra una pobre llamarada. Pero la crisis es la chispa del incendio perfecto. Gracias a ella todas las astillas de las fábricas cerradas, todos los sufrimientos de los desahuciados, todas las torturas de los desempleados, forman una pira tan prieta y alta como el deseo de un mundo mejor. Ni hay líderes políticos, ni escritores estrella, ni intelectuales iluminados por un Dios. Pero ni falta que hacen. Todo lo contrario: esta grey son material lloroso o húmedo contraindicado para prender. 

La hoguera que habrá de crear una nueva historia cultural, más consciente de que el trabajo sin creación es un martirio o que el amor sin pasión es una cárcel, nacerá del movimiento del pueblo que si hoy parece no saber nada -anonadado- pronto comenzará a distinguir la felicidad de la fecundidad, la recompensa del dinero y la vida de la idea de morirse con resignación.

Esta cultura es el nacimiento de otra cultura y, en consecuencia, hay que darle de mamar. Pero incluso la crisis nos ha enseñado un extenso muestrario de mamones de cuyos abusos hemos aprendido a no darles, en lo sucesivo, una gota de agua más.



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24 de enero de 2014
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Dos vaqueros dodecafónicos: Brokeback Mountain (the opera) se estrena en Madrid

Una historia impactante (dos rudos vaqueros de Wyoming se enamoran y la tragedia los envuelve) migra del cuento a la pantalla y finalmente a la ópera. ¿Qué le aporta, qué le quita, a qué la obliga cada medio y cada género? El martes 28 se estrena en Madrid una Brokeback Mountain lírica. Allí estaré, lo contaré en Opera News y después les diré qué me pareció. Por ahora, quiero compartir este ensayo que publiqué ayer en La Vanguardia.

*          *          *

Primero fue un cuento publicado en 1997 en la revista The New Yorker. Annie Proulx, ganadora del Pulitzer por su novela The Shipping News, contaba en 24 páginas y con un estilo naturalista la historia de dos vaqueros pobres de Wyoming, lacónicos y sin estudios, obligados a compartir la desolación de una montaña de impactante belleza, Brokeback Mountain, pastando ovejas y protegiéndolas de los coyotes. En 1963, en ese aislamiento y sin las armas verbales para expresar sus sentimientos, Ennis del Mar y Jack Twist caen perdidamente enamorados. En los 20 años siguientes, ambos se casan y tienen hijos, pero salen cuando pueden en excursiones “de pesca”, hasta que uno de ellos muere en extrañas circunstancias.

En las páginas de Proulx el relato fluye natural, con el peso de lo inevitable. Su maestría en la recreación de la forma de hablar y de callar de estos personajes rudos y sensibles hizo que el cuento fuera muy elogiado. No es una reivindicación de los derechos o el orgullo de los gays: es la tragedia callada de dos personas para quienes vivir separadas es un martirio.

La mayoría de los lectores conocerá la historia por su siguiente reencarnación: Larry McMurty y Dianna Ossana escribieron un guion cinematográfico precioso, que daba al cuento alas de novela. Los personajes menores crecen: las esposas de Jack y de Ennis se convierten en nuevas víctimas del drama. Todo lo que se sugiere o se menciona en las breves páginas del cuento se hace escena en el guion.

Pero los estudios de Hollywood dudaban: los cowboys del Oeste son el último reducto de la vieja masculinidad. Finalmente, Ang Lee filma Brokeback Mountain en 2005, y los jóvenes actores Heath Ledger y Jake Gyllenhaal dan vida a estos trabajadores abrumados por su pasión. La película ganó tres Oscars y fue un éxito perdurable.

*          *          *

¿Por qué una ópera sobre esta historia a primera vista tan ajena a los salones y oropeles del mundo lírico? Esto tiene que ver con el creciente diálogo de los compositores y los teatros norteamericanos a su propio acervo cultural y la cultura popular. Hace unos años John Adams estrenó Doctor Atomic, sobre el dilema moral del creador de la bomba atómica Robert Oppenheimer. Después entró  la ópera como un huracán deslenguado un personaje salido de los reality shows: Anna Nicole Smith (Anna Nicole, de Mark-Anthony Turnage). En el siglo XXI se han estrenado óperas sobre Moby Dick (Jake Heggie) y Un tranvía llamado deseo (André Previn). Y está creciendo la “moda” de usar como material original guiones de película, como hará Thomas Adès con El ángel exterminador de Luis Buñuel. Su ópera se verá en el Metropolitan de Nueva York en 2017.       

No se puede decir que Brokeback Mountain sea una ópera basada en una película. Hay una línea directa del cuento al libreto operístico, porque éste es obra de la misma autora del relato original, Annie Proulx. A primera vista su texto no tiene nada que ver con los tradicionales libretos de ópera: muchos de los diálogos vienen directamente del cuento, y conservan la brusquedad y los sobreentendidos del habla popular de su paisaje rural primigenio.

Pero en una ópera los sentimientos no pueden ser descritos ni puede confiarse en movimientos de cámara y primeros planos para expresar sentimientos: es otra gramática. Por eso, curiosamente, el libreto de la propia autora se aleja más de la primacía de lo “no dicho” que el guion del film. Los cowboys monologan consigo mismos y se cantan “te amo”. Estas cosas no suceden en las dos encarnaciones anteriores de la historia, donde todo es más callado, más para adentro.   

*          *          *

Cuando nombraron a Gerard Mortier director artístico de la New York City Opera en 2007, encargó varios proyectos para hacer al teatro dialogar con la cultura de su tiempo. No llegó a tomar posesión del cargo por oponerse al recorte de fondos, y cuando en 2010 el Teatro Real lo fichó, trajo algunos de esos proyectos a Madrid. El año pasado el coliseo de la capital estrenó The Perfect American, sobre la vida de Walt  Disney, de Philip Glass.

Brokeback Mountain la ópera es obra de un compositor neoyorquino poco conocido en Europa pero de larga trayectoria en su país: Charles Wuorinen. Se lo considera un dodecafónico estricto, más en la línea de la música académica y abstracta de Arnold Schönberg e Igor Stravinsky que en el el diálogo con la música popular norteamericana. De sus 350 obras, la mayoría son de cámara o para pequeños grupos orquestales. Su única ópera anterior, Haroun y el mar de historias, basado en la novela de Salman Rushdie, se vió en la New York City Opera en 2004.  

Este estreno madrileño estará a cargo del director musical Titus Engel y el director de escena Ivo van Hove, con una importante contribución en video para recrear el paisaje montañoso y agreste que late en el cuento y se come la pantalla de cine.

Y así, en su tercera reencarnación, Jack Twist y Ennis del Mar (un barítono y un tenor) se volverán personajes de ópera y se alternarán en el escenario del Real con otra pareja de sufridores de un amor imposible: el Tristan y la Isolda de Richard Wagner.  

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23 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Parias de la tierra

El común de los mortales cumple con las reglas de juego, que se establecen en el ámbito de los Estados: ahí pagan impuestos o ejercen sus derechos ciudadanos, cuando los tienen, o acaso son castigados en caso de infracción. El puñado de los privilegiados, en cambio, solo se somete a las leyes de la naturaleza que funcionan en su ámbito habitual, el mundo global, donde no hay impuestos, no se rinden cuentas y cabe incluso condicionar e imponer la propia voluntad a los ámbitos inferiores. Cuando se producen desequilibrios, léase una crisis, las facturas llegan al ámbito donde hay reglas de juego, pero se escapan donde se juega sin ellas, en función meramente de la fuerza, es decir, el poder económico. Los recortes del Estado de bienestar, la pérdida de derechos y el empobrecimiento solo afectan a las mal llamadas clases medias, mientras que los más ricos se escapan enteros de las crisis e incluso las utilizan para incrementar su riqueza. Resultado de la doble y dispar estructura es la creciente desigualdad y la quiebra de las democracias, tal como sugiere el informe elaborado por Intermón Oxfam por encargo del Foro Económico Mundial en vísperas de su reunión anual de Davos. Ya hemos visto esas cifras escandalosas: 83 personas acumulan la misma riqueza que los 3.500 millones que componen la mitad más pobre de la población mundial; 20 españoles tienen tanto como el 20 por ciento de los más pobres; y la mitad de la riqueza mundial está en manos del uno por ciento del conjunto de la población. El informe que llega a la cumbre de Davos tiene un título elocuente y sintético: Gobernar para las élites. Secuestro democrático y desigualdad económica. La paradoja del siglo XXI es que donde mejor funciona este esquema es donde manda desde hace más tiempo un partido que asegura perseguir el objetivo de la sociedad socialista. Nadie ha alcanzado mayor perfección en la organización de esta dualidad política y económica como la élite comunista que dirige la segunda potencia mundial que es China. Su sistema de partido único, derivado de la tradición leninista y estalinista, garantiza el orden en el país más poblado del mundo y contribuye así al mejor funcionamiento de la economía global. En vez de condicionar la democracia, como hacen sus iguales occidentales, ellos optan más sencillamente por abolirla. Los paraísos fiscales y la globalización financiera son piezas esenciales para tal sistema, que convierte a la vanguardia de los parias de la tierra en los colegas multimillonarios del gran capitalismo occidenta. Todas las generaciones de líderes comunistas están representadas en este grupo selecto de potentados que eluden el engorroso control del Estado. Todas las tendencias dentro del partido tienen sus tentáculos en las tramas empresariales globales. Incluso una nieta de Mao Zedong, el fundador de la República Popular y célebre autor de Sobre la contradicción, se halla entre esos happy few que habitan el olimpo donde crece la riqueza sin impuestos, controles, redistribución o solidaridad.



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23 de enero de 2014
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El solista sin orquesta

Para la celebración del nacimiento de Rubén Darío cada mes de enero en Nicaragua, se corona en los teatros municipales a la Musa dariana que desfila en carroza  en forma de cisne, acompañada de un cortejo de canéforas. Si pudiera ser, las autoridades edilicias desenterrarían al poeta para volverlo a enterrar con las mismas solemnidades de la primera vez, unos funerales como nunca se han vuelto a ver, pues durante los siete días de velatorio el cadáver era cambiado de traje cada noche: pelo griego, uniforme entorchado de embajador...

Se trata del más célebre de los nicaragüenses, que congrega la unanimidad lejos de distingos políticos o sociales, pero sin que deje de mediar la cursilería. Y el mito lo acompaña desde que nació. Desde la más remota antigüedad, cuando un profeta o un prócer vienen al mundo, se ha asignado a su nacimiento un cataclismo, o la aparición de una nueva estrella o de un ave heráldica que acompañe la suerte gloriosa de su vida.

En La Gaceta del 23 de febrero de 1867, unos días después del  nacimiento de Rubén, se lee que un águila real fue hallada en las montañas nicaragüenses: "su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras formándole una corona...hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales". Yo, por mi parte, agregaría que en aquel año muere el príncipe de los poetas malditos, Charles Baudelaire, porque también los relevos son parte sustancial del mito. 

El águila fue obsequiada al general Tomás Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial, pues es un vicio nacional ese de querer retoñar en la silla del mando; y da la casualidad  que el mismo año el presidente mandó levantar un censo, igual que Augusto en Palestina cuando el nacimiento de Cristo. 

De este censo resultó que la población de Nicaragua llegaba apenas a los 150 mil habitantes. El general Martínez, avergonzado de que los nicaragüenses fueran tan pocos, ordenó aumentar 100 mil más. Alterar los censos, las cifras económicas, y los resultados electorales, ha sido siempre otro alegre vicio nacional. 

Ephraim Squier, quien llegó a Nicaragua en 1850 como primer embajador de Estados Unidos, cuenta que en las pocas escuelas que existían se enseñaba nada más los fundamentos de la doctrina cristiana, y a leer y a escribir; los niños repetían en coro la lección que dictaba a grandes voces el maestro, armado de una férula para reprimir a los díscolos. Los libros de texto obligados eran el silabario Catón, El catecismo del padre Jerónimo Ripalda, y El Ramillete, que contenía definiciones teológicas, leyendas fabulosas y oraciones piadosas a la Virgen, a los santos y a los ángeles, textos que, además del sombrío carácter de su contenido, eran "suficientes para amilanar al más avispado muchacho". Los bachilleres sobraban en el seno de las familias acaudaladas y el birrete doctoral pasaba en herencia entre ellas.

 "Yo diré que el estado actual de la instrucción pública humilla la delicadeza de nuestro patriotismo...", escribe en 1871 en un informe el ministro de Educación. Diarios, ninguno. Ya podemos imaginar las cifras del analfabetismo. Había dos semanarios, uno de ellos La Gaceta, el diario oficial donde se informó sobre la providencial aparición del águila real, pero ninguno de ellos salía a tiempo.

En el registro de aduanas de 1867 no aparece ninguna importación de papel, o de tinta de imprenta, y más que libros se imprimían volantes y folletos en las únicas tres tipografías del país. La importación de libros, españoles y franceses, aparece en esos registros como marginal.

Este país despoblado y tan rural, oscuro en su suerte política y empobrecido, desangrado por las guerras y plagado de analfabetos, es el país que vio nacer a Rubén en 1867, el país de "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según él mismo lo evocaría. 

Un país de vientre pequeño, de esos que pueden parir un solista, pero nunca una orquesta completa.

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22 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Contra los safaris

Un chofer de jeep, un guía y un grupo de turistas de la tercera edad que huele a repelente de mosquitos y que cada cinco minutos suelta un gutural: ohhhhh... cada vez que el guía nos grita: ¡miren ahí! Entonces, todos nosotros, como focas amaestradas, giramos la cabeza al animal que se mueve con desgano y que nos mira a nosotros como se miran a los animales de zoológico.

Rápidamente, uno comienza a sentir que todo está más preparado que una mesa de cumpleaños. La comunicación por radio entre los diferentes jeeps es apenas una señal de que la tecnología, en este caso, ayuda muy bien a que nuestro recorrido sea más eficiente.

Tiene cierta lógica: si uno ha pagado miles de dólares en el vuelo de avión y en el hotel y en el recorrido, no puede regresar a casa con las manos vacías.

-¡Ahora vamos a ver el león! ¡Ojalá lo encontremos! -dice un guía en la reserva Masai Mara, en la zona del parque Serengueti de Kenia. Los guías siempre exclaman, como si vivieran obligados a darle un aire de expectación a cualquier frase que sueltan.

El jeep acelera rápido por entre la sabana africana, hasta que al final de la llanura vemos a una decena de jeeps rodeando algo que se mueve, y respira. Ahí está el león, acostado, bostezando a pocos metros, mientras unos cincuenta turistas de todo el primer mundo disparan su cámara con ojo sanguinario.

-¿Y podremos ver peleas entre animales? -pregunta alguien que parece estar buscando fotos para armar su propio especial National Geographic.

Los japoneses en los safaris se reconocen rápido. Llevan guantes blancos y mascarilla y sombreros para el sol, al estilo Michael Jackson. Los gringos también, en su mayoría vienen vestidos estilo Daktari, y sueñan estar reviviendo los días en que Hemingway vivió en Kenia.

Creo que por eso detesto los safaris: rápidamente uno entiende que todo es mentira. Es mentira la sorpresa de nuestro encuentro con los Big Five, como le dicen al avistamiento de los principales animales del lugar. Es mentira la danza tribal que nos ofrecen en la noche, junto a una fogata, porque entre los bailarines vestidos al estilo swahili reconozco a varios camareros del hotel que nos recomiendan el plato de comida a la hora de la cena. Es mentira lo que sucede en los safaris porque hay tantos turistas, que nada puede fallar.

Los safaris, palabra que en swahili significa "viaje", partieron como jornadas de cacería de la realeza europea en tiempos de la colonia. Hoy, los rifles y las escopetas han sido reemplazados por lentes y zooms y focos de cámaras de todos los tamaños. La realeza hoy son más de un millón de visitantes solo en Kenia, en paquetes turísticos que prometen todo tipo de avistamientos. Los animales, sagaces para escapar de la pólvora, hoy engordan a buen ritmo en espera de cumplir su rutina diaria de dejarse inmortalizar por visitantes que han viajado una semana con todo incluido: incluidos ellos mismos.

Todo lo anterior, que en el Masai Mara de Kenia se descubre al primer día, en la reserva privada de Mala Mala, en Sudáfrica, se descubre al primer segundo. Cuando uno ingresa y ve los cables electrificados que la rodean entiende que, por sobre toda las cosas, estamos ingresando a un zoológico grande con animales que parecen sueltos y parecen libres y parecen disfrutar de lo que viven. Igual nos pasa a los visitantes: parece que hacemos lo que queremos, parece que estamos libres, parece que disfrutamos del viaje africano mirando animales.

Finalmente, esa termina siendo la gran miseria del safari. Al final de la jornada, te sientes el más bobo de los animales del planeta. Una especie silvestre que se conforma con tener buenas fotos, antes de volver a casa a seguir viviendo una vida enjaulada.

 

 

Publicado en la revista SoHo

 

 



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22 de enero de 2014
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Las catacumbas y el firmamento

No creo que haya ensayo filosófico más famoso, complejo, influyente y poco leído que la así llamada "obra de los pasajes" de Walter Benjamin. Su nombre obedece a que ni siquiera puede llamarse "libro": es un montón de papeles que acabaron guardados en una maleta, en cuyas páginas hay kilómetros de citas (ajenas) y comentarios (de Benjamin). ¿Un conjunto de ruinas? Así lo describe Giorgio Agamben: es la visión de un superviviente cuando pasea la mirada por los cadáveres y ruinas que se extienden a su alrededor tras un bombardeo.

    La editorial Abada acaba de publicar una nueva versión de este clásico dentro de la ambiciosa obra completa del autor, y tiene como garantía la solvencia de su traductor, el poeta Juan Barja. La desventaja es que hasta dentro de unos meses no aparecerá el segundo volumen. En cualquier caso, es un acontecimiento editorial. Mientras tanto siempre nos queda la edición de Akal.

    ¿Qué andaba buscando Benjamin con tan abrumadora acumulación de documentos fragmentarios? Es casi imposible contestar a esta pregunta. El editor alemán, Rolf Tiedemann, cree que la ambición de Benjamin era escribir una filosofía de la historia que superara la herencia de Hegel y Marx. Otros opinan que es el más sofisticado análisis de los orígenes del capitalismo industrial. También los hay que no la tienen por obra de filosofía sino de literatura, un prodigioso experimento comparable al de Joyce, que usa aquellas técnicas cinematográficas de montaje sobre las que tanto escribió Benjamin. Y no falta quien cree que, por lo menos en su primera parte, es un poema surrealista.

Porque en realidad hay dos partes y mantienen grandes diferencias la una con la otra. Nuestro pensador trabajó en su obra de 1927 a 1940. En la primera etapa, de 1927 a 1929, es indudable que quería reconstruir el auge del capitalismo nacido de la Revolución Francesa, haciendo uso de un método sorprendente: vivificando las ruinas que han quedado de aquel primer momento explosivo. Así, por ejemplo, los Pasajes, los Panoramas, los grandes almacenes de París, pero también la publicidad o la prostitución. Estos restos arqueológicos aparecen ante nuestro entendimiento como cadáveres devueltos a la vida (Benjamín usó la palabra "fantasmagoría" para su proyecto) y con capacidad para "despertarnos" del sueño capitalista.

En esta primera parte Benjamin explora un mundo compuesto por mitos eternos que se vuelven a activar en cada etapa de la historia y que como tales mitos son invisibles en el presente, pero pueden intuirse en el pasado. El método no es muy distinto al de algunos surrealistas (en este caso Aragon) cuando describen un surtidor de gasolina como si fuera un tótem salvaje de los tiempos modernos. "El capitalismo es un producto natural junto con el cual le sobrevino a Europa un nuevo sueño en cuyo interior las fuerzas míticas se vieron nuevamente reactivadas", escribe. Y este fue el problema. Su mentor y protector, el filósofo Th.W. Adorno, marxista ortodoxo y simpatizante del partido comunista, no podía admitir que Benjamin pusiera en modo onírico lo que para los creyentes era una superestructura racionalmente deducible de la infraestructura material. Benjamin tenía que cambiar de método si quería mantener la protección de Adorno.

Así que a partir de 1929 Benjamin interrumpió su obra y se puso a estudiar la de Marx. Tanta humildad no se vería recompensada porque nunca alcanzó a ser un comunista aceptable y aún en la actualidad sólo los muy conservadores lo siguen presentando como filósofo marxista. El caso es que no reemprendió su obra hasta 1934 y ya no la abandonaría hasta 1940, cuando la persecución nazi le obligó a escapar de París. Como es sabido, acabaría suicidándose en Port Bou.

En su segunda parte la música tiene otro programa, otra armonía, y aunque continúa siendo palmariamente benjaminiana sopla en ella un fuerte viento materialista que impone al texto nuevos mitos y fantasmagorías sin por ello disminuir la fuerza analítica. Son ahora los fantasmas de la Comuna, del París de Haussmann, de la Bolsa, de los ferrocarriles, de la gran banca. Y es también el fantasma de Baudelaire, luminoso aparecido lírico, primer poeta de la ciudad industrial que insufla sentido a la acumulación de mercancías, con gran irritación de Adorno.

Baudelaire será una obsesión de Benjamin y logrará arrancar al poeta del Olimpo francés, donde mueren los grandes, para devolverlo a la vida verdadera. He aquí una iluminación perfecta: Benjamin dio vida nueva a una poesía que había sido condenada a gloriosa ruina y languidecía convertida en mármol. La misma editorial Abada acaba de publicar, dentro de sus obras completas, el conjunto de ensayos que Benjamin dedicó a Baudelaire. Una edición imprescindible.

En su segunda parte, el concepto clave de los "Pasajes" será el fetichismo de la mercancía, noción que tomó de Lukacs, no de Marx, y que ha ido adquiriendo fuerza a medida que el capitalismo se ha ido haciendo cada vez más agresivamente fetichista. Las "imágenes del deseo" que se ocultan en las mercancías eran de nuevo, para Benjamin, espectros míticos que se filtraban desde el pasado en la vida del presente para hacernos caer en un sueño. Iluminarlos conducía a nuestro despertar. A nosotros, que no sólo vivimos el fetichismo de las mercancías de un modo absoluto, sino que lo aceptamos como lo propio de "la Naturaleza", es decir, que ya no queremos despertar, esta segunda parte nos puede parecer casi melancólica. Lo que Benjamin intuía en 1935 se ha convertido en un monstruo colosal que cubre con su sueño narcótico el globo entero y contra el que carecemos de herramientas críticas decisivas tras el hundimiento de la izquierda en su propio sopor arcaico.

Eso no hace menos interesante la segunda parte, en la que asistimos al ascenso de la mercancía (el fantasma por antonomasia) desde las catacumbas (los pasajes) hasta los palacios (los grandes almacenes) y finalmente a los templos (las exposiciones universales). La mercancía y su deseo fantasmagórico nace enterrada en los subterráneos iluminados por gas del Paris ochocentista, sube impetuosa a los escaparates lujosos de los grandes bulevares y acaba por asentarse en un pedestal parecido al trono de San Pedro a partir de las exposiciones universales. Esta segunda parte requerirá, seguramente, un nuevo comentario cuando aparezca el segundo volumen de Abada.

La grandeza de esta obra catastrófica permite tantas interpretaciones que los comentaristas siempre nos quedamos cortos, pero no quiero dejar pasar un elemento de cierta importancia para algunos lectores. Indirectamente, en esta obra se encuentra oculta o sumergida una defensa romántica del arte, tan original como oscura. Es evidente que Benjamin luchaba contra la filosofía de la historia "progresista", la de Hegel, la de Marx, pero también la del cristianismo. Él no creía en la continuidad temporal y escatológica que permite deducir leyes y sentido a los acontecimientos, como si el tiempo se dirigiera hacia algún lugar. Aun cuando simuló ser un materialista dialéctico tenía demasiada inteligencia para someterse a un dogma. Veía el curso de la historia como una secuencia siempre interrumpida, un cataclismo enigmático que amontona cadáveres y que a veces se ilumina con el relámpago de un "acontecimiento". Sin embargo, en ese momento de iluminación, lo que aparece a nuestro entendimiento es un mito que regresa en un renacimiento perpetuo. Lo que vemos durante los escasos momentos en que despertamos de nuestra ensoñación son arquetipos originarios que dan brevemente sentido a una existencia banal mediante la unión perfecta de presente y pasado. Esos momentos de iluminación no los producen las guerras, las revoluciones, los inventos o las luchas sociales, lo producen las obras de arte.

En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas, pero muchas de ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros sólo llega su fantasma. Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros navegar por el mar de la existencia.

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22 de enero de 2014
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Ideas y polillas

El latido de la historia arrastra inevitablemente sus cadáveres. Ideas antiguas, postulados inservibles, desterrados al cajón donde guardamos teléfonos móviles vintage, cables y disquetes, sabiendo que jamás precisaremos de sus servicios. Aun así, nos paraliza un instinto conservacionista, afilado por la incertidumbre ante lo que pueda venir, y por un perezoso batín. La convivencia con las ideas cadáver es un lastre que constriñe y reduce la visión del mundo. De ahí que la revista digital Edge haya elegido en esta ocasión como pregunta del año: “¿Qué idea o concepto científico sólidamente establecido está listo para ser jubilado, a fin de que la ciencia pueda avanzar?”. Muchas de las mentes célebres y lúcidas que han respondido al interrogante lo hacen sin pizca de nostalgia, deseosos de acabar con lugares comunes y falsos apostolados. Como la manida “sobrecarga de información”, que propone desechar Jay Rosen. El experto en internet Clay Shirky lo resume así: “No existe la sobrecarga de información, sólo el fracaso en sus filtros”. Y hay que optimizarlos para ganar en calidad de vida y no ser víctimas de la intoxicación que abruma al individuo abocado a la promiscuidad digital. Sorprende por su aplastante sentido común Nina Jablonski, que propone erradicar “raza” como parámetro trasnochado en una era donde los más sofisticados cócteles genéticos son resultado del mestizaje. Aunque esté tan ligada al devenir de la historia, la raza es una idea caduca, y más en un tiempo en el que etnicismo y fundamentalismo pueden llegar a confundirse a fin de procurar un falso confort para la tan maltrecha identidad. Por su parte, el comunicador científico y profesor de la Universidad de Copenhague Tor Norretranders quiere retirar de la circulación el concepto de altruismo: si bien los lazos entre las personas crecen, es obsoleta la idea de que hay que ayudar a los otros olvidándose de uno mismo, como si existiera un conflicto de intereses. Norretranders insiste en que la mayoría de las acciones son realmente recíprocas y con interés por ambas partes. Pero entre todas las respuestas, destaco la idea que liquidaría el periodista David Berreby: que las personas somos ovejas. El “¿Dónde va Vicente? Donde va la gente”, el gregarismo, el miedo a la diferencia, a llevar la contraria, a no ser aceptado. Puede que la libertad no exista, pero su búsqueda nos hace sentir más libres, como dejó escrito Carlos Fuentes. Limitarse a seguir la corriente por confort, o por disciplina -y vale tanto para quienes votarán el aborto como los que han votado la consulta o aquellos que votarán al presidente de su escalera-, es una tristísima forma de autojubilación.

(La Vanguardia)

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22 de enero de 2014
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