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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La escalada

Cada tanto sube al marcador como una victoria definitiva, pero luego la perspectiva lo sitúa como una jugada más de una larga partida. El primer punto fue para Putin cuando consiguió que Yanukóvich renunciara al acuerdo de asociación con la Unión Europea. El segundo se lo apuntó la oposición ucrania cuando convirtió la renuncia en la chispa del Maidán: uno a uno. El tercero fue de nuevo para la oposición: Yanukóvich huyó y fue destituido: uno a dos y tanteo muy desfavorable para Moscú, pues significaba que Ucrania y Kiev, la vieja capital medieval de los rusos, salen de su área de influencia histórica. Pero se equivocó quien se precipitó en el balance: la súbita invasión de Crimea, desde dentro, mediante un ejército anónimo desplegado por Rusia, situó de nuevo las cosas en empate, territorial incluso, una vez el Parlamento declara la independencia de la península y el pueblo soberano la ratifica este domingo. Otra pérdida, probablemente sin marcha atrás: Ucrania se quedará sin Crimea. Será difícil que esta baza entre en una futura negociación, que partirá al menos de la realidad rusófona de la península, de su peso simbólico para Moscú y de la permanencia de la flota rusa. Si la destitución de Yanukóvich enerva a Moscú, la separación de Crimea hace lo propio en dirección a Occidente. Como en toda partida de ajedrez, cada parte ya piensa o incluso anuncia a veces imprudentemente sus intenciones futuras. Cuando se trata de la amenaza de sanciones, que son las cartas occidentales, el anuncio puede llegar a ser perjudicial si no tiene consecuencias, como hasta ahora es el caso. Hay en juego cartas más sigilosas: un navío estadounidense en rumbo hacia el Mar Negro, 12 cazabombarderos que aterrizan en Polonia; mientras, al otro lado, hay maniobras terrestres muy cerca de la frontera ucrania; y lo que no sabemos. Moscú tiene ya las siguientes jugadas esbozadas. La primera, proceder en la Ucrania oriental y rusófona como ya ha hecho en Crimea. Fuerzas anónimas que se identifican como autodefensas, algunas autoridades locales prorrusas y unos puñados de manifestantes bastan para otra invasión desde dentro que tiene mucho de golpismo y poco de insurrección. De triunfar, ya no estaremos ante la secesión de Crimea, sino abriendo en canal a Ucrania entera, para dejar a las minorías rusófonas dentro de la esfera de Moscú. En Kiev hay quien empuja en esta misma dirección. La inicial anulación del ruso como lengua oficial trabaja por la independencia de Crimea, al igual que la petición de entrada en la OTAN trabaja por la partición de Ucrania en dos. Yanukóvich ya señala el siguiente movimiento, con su amenaza de recuperar el poder en Kiev. También hay algunos datos positivos aunque escasos, en esta extraña confrontación: tras la matanza de Maidán, ahora no hay enfrentamientos, apenas unos tiros al aire; Putin habla largamente por teléfono con Obama y Merkel; no hay opciones militares encima de la mesa. Es una escalada, pero en otras circunstancias, por ejemplo las de ese 1914 que ahora celebramos, la guerra ya habría estallado.



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13 de marzo de 2014
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Uno al que el ego le valía un blego

Julio Cortázar conocía bien el ego, lo sabía un animal dañino, lo desdeñaba por eso, y le valía un blego, para usar de las palabras que él mismo pudo haber inventado para sustituir bledo. Se quedaba impertérrito frente a los asedios de la fama, y veía las ceremonias de homenaje, los premios, las condecoraciones, como algo que venía de un mundo distante y ajeno; y acorazado tras su serenidad ceremoniosa, hacía trizas toda la parafernalia de la vanidad. Y si nos ponemos a hacer cuentas, es el escritor latinoamericano famoso menos premiado y menos homenajeado de que se tenga memoria.

Ahora que leo la última de sus cartas a su amigo Eduardo Jonquières, fechada en Managua el 24 de febrero de 1983, e incluida en el volumen Cartas a los Jonquières, me doy cuenta a cabalidad cómo es que miraba ese mundo de los homenajes y los reconocimientos: eran tiempos de la revolución sandinista, el último de sus amores políticos, un amor que no llegó ya a decepcionarlo debido a que se murió antes del fin del cuento de hadas:

"Entre otras cosas estos locos tan queridos decidieron galardonarme con la Orden de Rubén Darío, lo que me emocionó mucho porque es la primera vez que la conceden a un extranjero. Tuve que preparar un discurso y ser protagonista de una de esas ceremonias que uno ha visto tantas veces en el cine o la televisión; pero en este caso había tanto cariño de parte de los dirigentes y del público que el lado protocolar no me molestó para nada. Me regalaron una cassette con la filmación del acto y los discursos (Sergio Ramírez leyó uno que busca reivindicar la personalidad entera de Rubén Darío y no solamente los cisnes y el modernismo); si querés trataremos de pasarla en París en casa de alguien que tenga el aparato para video, y tendrás una visión de una de las facetas de este país tan amenazado, tan pobre y tan querible..."

Era uno de esos egos devueltos, en lugar de revueltos, como los que describe Juan Cruz en su libro sobre egos literarios. Cuando el retorno de la democracia a Argentina, Julio esperó inútilmente en Buenos Aires ser recibido por el ya electo presidente Raúl Alfonsín, instalado en el último piso del hotel Panamericano enfrente del Obelisco, el general Bignone todavía en la Casa Rosada.

Era el mes de diciembre de ese mismo año de1983, cuando lo condecoramos en Managua. Julio no volvía a Argentina desde hacía diez años y ahora lo paraban en la calle para pedirle autógrafos, lo saludaban por su nombre desde las puertas de las confiterías. Y esperó en vano por el encuentro. Habrá habido opiniones de asesores que pensaron que para qué revolver el agua, Alfonsín alegó después que se trató de un error involuntario, una confusión de su secretaria, devota ella misma de Rayuela y sus demás libros, pero Julio seguía siendo una bestia negra para los militares que retrocedían mal de su gusto de vuelta hacia los cuarteles.

Ya estaba enfermo de muerte, lo sabía, había vuelto a Argentina para despedirse, y a los amigos que hicieron aquellas gestiones fracasadas  él les insistía que no había porqué molestarse, el hombre estaría ocupado con tanta cosa encima, no valía la pena. Nadie lo oyó decir nunca y estos que se han creído, yo soy Julio Cortázar. Y se fue de vuelta a París sin resentimiento, para morir al muy poco tiempo, el 12 de febrero de 1984, hace ahora treinta largos años.

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13 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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57. Series y coherencia narrativa. Los dos Abrams.

Es complicado ser un hombre de letras del siglo 21. Si uno desea tener presente la cultura tradicional sin renunciar al entendimiento de cuanto sucede en su tiempo (uno de los desiderátums de cualquier trabajo intelectual), el trabajo es cada vez más ímprobo y extenso. Para resumirlo, diré que el hombre de letras actual debería conocer y ser capaz de analizar el legado de los dos Abrams: Meyer Howard Abrams, el autor entre otros del clásico The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition (Oxford University Press US, 1971) y J. J. Abrams, el polifacético creador, guionista, productor y director de películas como Súper 8 o Star Trek, asimismo alma mater de la serie Perdidos (2004-2010) y una de las personas que más han hecho por la redimensión de las narrativas transmedia y las historias bajo estructura ARG. Conocer estas últimas tipologías de narrativa de historias, por ejemplo, sería también un irremplazable trabajo del hombre de letras del siglo 21, aunque sea para denostarlas. ][ Pero no pueden cegarnos la espectacularidad y la eficacia del trabajo narrativo de J. J. Abrams, ni la atrayente refulgencia de la pantalla puede hacernos obliterar la importancia de la figura de M. H. Abrams y otros investigadores del altomodernismo literario y filosófico, del que vienen, como espectros culturales, varias sombras que planean sobre el imaginario de la producción audiovisual del presente. De hecho, la investigación de Abrams sobre el Romanticismo sería útil para esclarecer cómo los espíritus neo-romanticistas de H. P. Lovecraft dan furibundos coletazos en el guión de la teleserie True Detective, o cómo el sublime romántico desliza su increíble capacidad de supervivencia en Perdidos, esa serie sobre pervivencias en un entorno natural bello y terrible a la vez, como manda la lógica romántica. En esa estética, escribe Abrams en Natural Supernaturalism: Tradition and Revolution in Romantic Literature (1973), "lo sublime es vasto (...) salvaje, tumultuoso e imponente, está asociado con el dolor y evoca sentimientos ambivalentes de terror y admiración"[1]. ¿Cuántas series televisivas no se construyen hoy sobre presupuestos estéticos semejantes a ésos? Recordemos que José Luis Molinuevo, al examinar la obra de David Lynch (autor de una de las mejores teleseries de toda la historia, Twin Peaks) dentro de un libro sobre romanticismo, explica que "lo sublime como amenaza no es lo extraordinario que rompe con lo cotidiano sino que surge de ahí, está agazapado dentro"[2]. Sólo hay una reubicación de las pulsiones de siempre, disfrazadas de otra cosa. Esto se ve mejor con un ejemplo concreto, True Detective. Pensemos en esos horrendos túneles horadados bajo el suelo de Carcosa, en los que el rey amarillo aguarda al detective Cohle, y ahora recordemos los versos de Wordsworth:

 

"Ni el Caos, ni el más oscuro pozo del inferior Erebo,

no oquedad alguna de vacío más ciego, excavada

con ayuda de sueños, pueden causar temor y pasmo

como el que nos alcanza al mirar

dentro de nuestras Mentes, en la Mente del Hombre"

 

(The Prospectus, 1814, traducción de Carlos Piera).

 

Hasta aquí la parte interesante del tema. Pero vayamos a la otra. El humanismo de fuste de M.H. Abrams tiene otros valores: amén de enseñarnos los subtextos sobre los que la cultura va reescribiendo sus aportaciones, nos recuerda que contar historias, miles de años después del Gilgamesh, tiene unas pautas y requiere de una seriedad constructiva. Esto no quiere decir que las series deban ser serias, y perdón por el calambur, sino que tenemos un legado varias veces milenario de historias contadas que nos fuerza a no ser inocentes como creadores ni ingenuos como espectadores o lectoespectadores. Lo que intento decir es que la palabra "narrativa" ha evolucionado mucho, y de ninguna manera acoge ya sólo a la tradición prosística, como ha aceptado ya hasta el más conservador de los teóricos de la literatura, pero sus evoluciones deberían ser tenidas en cuenta como "arte narrativo" siempre y cuando sean narraciones de verdad, esto es, cuando estén bien construidas, con respeto al arte fabulador, y estén dotadas de coherencia y verosimilitud (o cuando la ruptura de estos elementos tenga un sentido estético y sea deliberada y significativa, como en algunas obras de Beckett). Es difícil hoy día, como explica Terry Eagleton, saber qué sea "literatura" en nuestro tiempo, pero las cosas se aclaran cuando atendemos a las funciones del texto, y una de las funciones que alejan a lo literario con más rapidez es la función de puro entretenimiento. En este sentido, en las últimas semanas he visto dos series que no cumplen las arriba citadas características de solidez estructural: House of Cards y True Detective; razón por la cual podría sostenerse que quizá sean un buen notable espectáculo televisivo, sí, pero no deberíamos aceptar su consideración como narrativas artísticas.]

 

[Advierto que en adelante van a destriparse algunas claves de estas series, de modo que quien quiera verlas sin conocer estos detalles debería dejar de leer ahora. ][ La primera teleserie, House of Cards, me ha interesado y gustado mucho más que True Detective, que es manierista y tramposa, por no entrar en otras cuestiones. Pero mientras que la primera temporada de House of Cards era verosímil para el espectador, incluyendo el crimen final, el homicidio que comete Frank en el primer capítulo de la segunda temporada rompe por completo nuestra credibilidad. ¿Un Vicepresidente de los Estados Unidos asesinando a una periodista con sus propias manos en un lugar público? ¿Hablamos en serio? El lectoespectador siente que lo que Colerigde llamaba su voluntaria suspensión de la incredulidad se ha puesto a prueba hasta unos términos inesperados, extremos, inaceptables. Es posible que siga viendo la serie como puro entretenimiento, pero su experiencia es ya distinta. No puede olvidar esa desafortunada escena y el desafío a lo razonable que implica. Por eso siempre me ha parecido que la serie política perfecta es Boss, por desgracia abortada en su segundo año de emisión. En Boss también hay políticos que matan, pero no lo hacen directamente: hay otras personas que lo hacen por ellos. La elegancia con que tal proceder es explicado en Boss es la misma con la que un escritor como Banville lo introduciría en una de sus novelas. Al reconocer los modos eficaces y elegantes de narración en Boss, podemos considerarla -y lo hago sin reservas- como una narrativa artística; un modo de contar que estéticamente cuenta con mi interés y que leo como muestra de la narrativa destacable de nuestro tiempo, bajo forma de teleserie. Sin embargo, la "ruptura del contrato", que diría Steiner, de House of Cards con la narratividad profunda y exigente me impide considerarla como tal, al menos la segunda temporada. Como crítico literario, aceptar sin más esa quiebra de verosimilitud en el argumento del capítulo 2X01 sería una imperdonable contradicción con los criterios mediante los cuales examino, puntillosamente, la narrativa contemporánea escrita en castellano. Y el peor error que puede cometer un crítico, lo dijo T. S. Eliot y lo recuerdo a menudo (quizá demasiado a menudo, pero es para no olvidarlo), es contradecir sus propios parámetros de gusto. ][ El mismo despropósito de House of Cards 2X01, pero todavía más increíble y decepcionante, tiene lugar en el último episodio de True Detective. Una serie que me ha dado mala espina desde el principio, por su excesivo manierismo visual, su manipuladora metonimia social (sería interesante comparar la visión del sur de los Estados Unidos que aparece en ambas series), su nihilismo mal digerido y refrito como esteticismo y no como pulsión filosófica (algo que Enrique Ocaña y otros expertos consideran como la peor traición posible al nihilismo seriamente entendido), la sobreactuación de los dos protagonistas (coproductores de la serie y, como tales, libres para cometer cualquier desmán interpretativo), pero que en su capítulo final ha derrumbado su credibilidad narrativa por completo, al sustentar la resolución de la trama y el hallazgo del delincuente en una risible conexión entre un hombre dibujado con orejas verdes y la pintura de una casa. Comentando este episodio con el crítico cinematográfico Pablo Muñoz, llegamos a la conclusión de que un error de este calado jamás hubiera sido perdonado en una novela actual, sobre la que hubieran caído, de inmediato, decenas de reseñas señalando esa falla argumental como un impedimento insuperable para su consideración como novela bien acabada y, en consecuencia, como literatura digna del nombre. ] [Fijémonos en lo que decía sobre un episodio de Battlestar Galactica uno de sus creadores: "En un largo podcast autocrítico, Ronald D. Moore se explica largamente a sus fans sobre un episodio (T02E14) del que ‘no está particularmente orgulloso'. Reconoce Moore errores conceptuales, de verosimilitud, de estructura narrativa" (Rosa Álvarez Berciano, "Tensiones de la narrativa serial en el nuevo sistema mediático". Anàlisi. Quaderns de Comunicació y Cultura, 2012, p. 61.]

[Habría que cuestionarse, en consecuencia -y ese es el objeto de este auto-cuestionamiento, de mi puesta en crisis, mi auto-advertencia, mi señal de alarma-, hasta qué punto estamos dispuestos a aceptar acríticamente los productos de puro espectáculo creados por multinacionales estadounidenses y considerarlos, sin más, como obras de arte. No niego que algunas lo sean; es más, lo defiendo: The Wire, Boss, Twin Peaks, me parecen tan irrenunciables para un ciudadano culto como el cine que están haciendo Terrence Malick, Leos Carax o, a veces, Wong Kar Wai o Lars von Trier. Pero hacer el juego a una producción tramposa y mal acabada como True Detective, que es puro entretenimiento contrachapado con aires de grandeza, y ponerla a la altura de cualquier buena novela me parece un gesto propio de alguna alucinación colectiva sobre la que deberíamos reflexionar. Porque nunca como ayer, viendo la vergonzosa escena de la pintura verde, había tenido la sensación de que estaban intentando darme gato por liebre, o simple espectáculo por "narración artística". Y, como crítico de narrativa y como amante rabioso de los productos audiovisuales hechos con respeto y seriedad, entiendo que mi deber es decirlo, distinguir la realidad de la apariencia y vindicar las narrativas exigentes y bien trabadas, sea cual sea la forma escrita, visual, audiovisual o textovisual en que aparezcan.


[1] M. H. Abrams, El romanticismo: tradición y revolución; Visor Distribuciones, Madrid, 1992, p. 92.

[2] José Luis Molinuevo, Magnífica miseria. Dialéctica del Romanticismo; CENDEAC, Murcia, 2009, p. 180.



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12 de marzo de 2014
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Pistorius y el equívoco

Las crónicas periodísticas sobre el juicio a Pistorius no dejan de arrojar elementos tan dramáticos como teatrales. Ver correr a Pistorius la final de los 4×400 en Londres fue un triunfo sobre el dolor y la carencia. Una bofetada a la resignación y a la conformidad de un destino miserable. Con el tiempo y el marketing, se convirtió en líder mediático. Decía cosas así: “El perdedor no es quien llega el último en una carrera, sino quien decide sentarse y se limita a mirar”. Vestía ropa italiana, y fue elegido el hombre más sexy de Sudáfrica. Incluso, en enero del 2012, participó en una edición de Bailando con las estrellas, un programa de la RAI donde emocionó al público y al jurado hasta las lágrimas mientras bailaba un tango con una bailarina del programa. Era la primera vez que bailaba con sus huesos de acero. Todo era poco como tributo a su madre, Sheila, fallecida cuando él tenía 15 años, que lo educó para crecer sin complejos y soñar a lo grande. Su historial empezó a acumular tristes incidentes, denuncias por violencia doméstica, tiroteíllos con los amigos, obsesión por las armas… Todo parecía casual, pero revertir este pasado después de haber matado a tu novia sólo puede lograrse si invocas uno de los grandes asuntos de la condición humana: el equívoco. El atleta biónico y su preparadísimo abogado, Barry Roux, sostienen su coartada sobre las columnas de un equívoco funesto, mortal. Porque el acusado de haber matado a Reeva Steenkamp, de 29 años, dice creer que en el lavabo había un ladrón en lugar de su novia. Y también dice que cuando descubrió el cadáver de la muchacha que dormía a su lado empezó a chillar histérico, con voz aguda de mujer, aspecto que fue retorcidamente puesto en escena por la defensa hasta llegar a confundir a los vecinos que siempre sostuvieron haber oído gritar a una mujer aterrada. Pistorius sintió naúseas y vomitó, la juez recomendó una pausa, pero el abogado-dramaturgo prefirió continuar porque no habría hora en que su defendido pudiera escuchar el relato sin arcadas. Pero la estampa está escrita: el héroe mágico, ahora villano, que tiene dividida a la opinión pública, a negros y blancos, que ya ha negociado con sus suegros (pasan por estrecheces económicas), y que implora disculpas universales por disparar contra una puerta cerrada, de madrugada, cagado de miedo. Al igual que O.J. Simpson o Carlos Monzón, tenía antecedentes de hombre violento. El mismo que ahora dice chillar como una mujercita y vomita ante la descripción del charco de sangre y masa encefálica. Será la natural tendencia anglosajona a espectacularizar los crímenes de celebridades, con guiones dignos de la Fox, pero cuánto espanto produce esta hombría.

(La Vanguardia)

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12 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las cincuenta mejores novelas británicas del XIX.- Para los que…

Las cincuenta mejores novelas británicas del XIX.- Para los que disfrutan de las listas de Flavorwire, aquí hay una interesante: cincuenta novelas británicas del siglo XIX, consideradas imprescindibles. Desde luego, encontrarán a Wilkie Collins, Thomas Hardy, Charles Dickens, Jane Austen, George Elliot, Charlotte Bronte, Emily Bronte, entre otras. 



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11 de marzo de 2014
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