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Asuntos metafísicos 45: El fantasma de la causalidad inversa

Las tribulaciones de Luis de Molina.

En 1589 se publica la Concordia liberi arbitrii cum gratia donis (Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia) del jesuita Luis de Molina, que  (además de importunar a calvinistas y luteranos) fue inmediatamente objeto de crítica  por parte de  dominicos y representantes de otras órdenes, hasta el punto que en el papa Clemente VIII  tuvo que mediar dos veces en la disputa.

 ¿Que había pues de singular en las tesis de este filósofo, nacido en Cuenca y enviado por la Orden como estudiante de filosofía  a Coimbra, de cuya universidad llegó a ser profesor, tras haber seguido quizás las clases del entonces célebre Fonseca? Pues simplemente que Molina abordaba con gran originalidad un problema que  recubre una interrogación esencial de la condición humana, a la cual se da en general respuesta negativa. El andamiaje  escolástico del asunto era la doctrina de la predestinación que a muchos parecía incompatible con la no menos canónica doctrina del libre arbitrio. Pues si estábamos pre-destinados para el mal o para el bien ¿como es posible que se nos atribuya responsabilidad alguna?

Intervenir sobre la concatenación que trajo el mal 

Tesis escolástica comúnmente aceptada era que, a diferencia de la nuestra, la inteligencia de Dios es susceptible de conocer exhaustivamente el futuro, y  en consecuencia Dios sabía de toda eternidad si cometeríamos o no actos contrarios a su voluntad. Pero Molina    pone el énfasis en nuestro libre arbitrio y  en el uso que cabe hacer  del mismo, bien  un  uso pasivo y estéril frente a la secuencia que nos llevó al mal, bien un uso fértil y creativo. Si nuestra libertad es sabiamente utilizada, por pecadores que aun seamos, demandaremos  la gracia, implorando  que aquello que nos condujo al pecado no haya tenido lugar. Gracia  que al sernos acordada (la sinceridad de la petición sería criterio suficiente para el don) supone  intervención humana sobre el pasado, aunque no directamente sino Dios mediante...la verdad de la petición de gracia desencadena la intervención del Hacedor.

Cabría objetar que Dios  previó también si haríamos uso bueno o malo y deseó que así fuera, con lo cual habría un círculo... En cualquier caso esta concordia entre la gracia y el libre arbitrio, que da título a la obra,  no se hizo extensiva a los protagonistas de la discusión, y el mismo Papa exigió silencio,  acabando por suprimir la Congregación creada ad hoc para decidir sobre el asunto.

Pero limitar el problema  a la diatriba en el seno de la iglesia sería algo así como juzgar el valor de las obras de Zurbarán o Roger van der Weyden por la mayor o menor fidelidad de la  iconografía religiosa de estos artistas con la interpretación canónica del  Gólgota o de los Hechos de los Apostoles.    

La tentativa de resolver el conflicto entre el  postulado de  la predestinación y la confianza en la gracia, fue oportunidad para Molina  de intentar conciliar la idea de determinismo exhaustivo (por el cual  lo que acontece con posterioridad es meramente el futuro de lo precedente) y capacidad de intervenir de alguna manera en esa secuencia, incluso remontándose al origen. Veremos que el asunto tiene más de un lazo con los temas que son objeto de estas reflexiones metafísicas sustentadas en el pensar contemporáneo.

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22 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El cielo de bronce

En su serie de poemas Spleen et idéal, Baudelaire compara el cielo con una tapadera pesada que cierra el círculo del horizonte,
Quand le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle […]
[…] de l’horizon embrassant tout le cercle,
y recrea la descripción celestial más antigua de todos los tiempos. Aristófanes ya se había burlado de ella en Nubes 95-97: "Cuando hablan del cielo quieren convencernos de que es una tapadera de barbacoa, y de que nosotros somos los carbones".
 
Uno de los motivos de la fortuna del poema de Baudelaire es su genialidad de contextuar la izada de la bandera negra del desespero bajo la tapadera del cielo, la imagen prehistórica que yace en el fondo de armario de la humanidad poética y data de la Edad de Bronce, como es natural. 
 
En las lenguas indoeuropeas se refleja una antiquísima relación conceptual entre el bronce, el aire y el cielo, que aún está por estudiar. En latín, por ejemplo, es muy llamativa la estrecha semejanza entre aes-aeris (bronce) y aer-aeris (aire); la semejanza se extiende a todos sus derivados, que  muchas veces comparten series enteras de declinación, como el caso de aereus (de bronce) y aerius (de aire). En griego y latín, aer es la parte más densa y baja de la atmósfera, mientras la parte superior es aither — de aithé “luminoso” + aer— que es un aire más puro y brillante. Notemos la semejanza de aer con los términos que significan metal o bronce otras lenguas indoeuropeas: anglosajón aeren, nórdico eir, alto alemán er. ¿Nombraban los indoeuropeos de hace cinco mil años con la misma palabra al cielo y al bronce?
 
En la Ilíada I, 426, el palacio de Zeus está erigido sobre el bronce de la bóveda celeste. Un poco más delante, en V, 504, se habla del cielo rico en bronce, y en XVII, 425, del cielo de bronce.
 
La misma raíz indoeuropea con significado broncíneo que produjo aes y aer en latín, aruz en antiguo altoalemán, iarn en irlandés, ora en inglés antiguo y houarn en bretón, dio ouranos, que es el nombre del cielo en griego. Pero en la época homérica su original significado relacionado con el bronce se ha olvidado, y ya sólo es un arcaísmo refugiado en el cielo. Sin embargo, el poeta lo adjetiva “rico en bronce” o “de bronce” y, aunque no sea consciente de que construye un pleonasmo diacrónico, es evidente que sí lo es de la relación esencial entre el cielo y el bronce.
 
Otra particularidad curiosa del latín es que caelum es cielo y también cincel. La voz viene de una raíz indoeuropea kel- que significa cortar, romper, y también tapar o protegerse con un escudo o yelmo, y alude a las operaciones que pueden llevarse a cabo con una buena aleación de bronce provista de mango, asa o similar. Así, en lituano, kaltas es cincel, en griego, khalkós es bronce y klao significa romper, y en latín, gladium, quiere decir espada. Los ejemplos serían incontables, por resumir, digamos que el latín caelum tiene la misma procedencia que el galés celu, el irlandés celim y el inglés sky: el sentido propio y original es tapadera o escudo
 
Que el cielo era de bronce en la cosmovisión indoeuropea más antigua queda fuera de discusión si nos fijamos en que ese parentesco entre el cielo y el metal radica en el estrato más interiorizado y arcaico. Dese luego, una cosa es ser de bronce y otra ser el bronce. Y hay indicios de que en tiempos remotos, cuando el bronce causó verdaderamente sensación, se entendía que el cielo era el metal y desde él caía a la tierra por gracia divina: el significado original de ouranos sería “el que da bronce”. Hay leyendas para dar y tomar que lo ratificarían, por ejemplo, Hefestos arrojado del cielo con toda su ciencia metalúrgica, o la generación de gigantes de bronce que también cayeron del cielo y precedieron a los hombres. El término griego hierós (sagrado, poderoso, divino) deriva de la misma raíz broncínea y celestial.
El testimonio de Aristófanes da idea del momento en que ya la idea estaba periclitada. Baudelaire, en cambio, demuestra que radica en nuestra médula poética.


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22 de abril de 2014
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No es cualquier mujer

Una mujer que lleva un reloj de hombre y utiliza un perfume amargo no es cualquier mujer. En media cuartilla, García Márquez levanta el personaje de Ana Magdalena Bach en tres dimensiones: la física, la psicológica y la sexual. Una mujer con sus iniciales bordadas en la camisa, que se permite un minuto de nostalgia contemplando el vuelo de las garzas. Una mujer que desde hace 28 años visita en agosto la tumba de su madre. Que lee Drácula y bebe aguardiente. Que acaba trajinándose a un hombre limpio y cobarde hasta acaballarse sobre él. Un hombre que le dejará la ropa doblada en la silla y un billete de veinte dólares. La realidad se destripa, sin nombrar impulso ni instinto. Eros y Thanatos, pero ahora los muertos sólo hablan a través de la vida. No hay hechiceros. Un torrente de sexualidad femenina abrasa las sábanas. Qué pensarán ahora algunas feministas o los integristas iraníes que condenaron Memorias de mis putas tristes, exigiéndole ejemplaridad a la ficción, puertas al mar. Veinte dólares bajo un ventilador.

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22 de abril de 2014
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Los Panero (2). El suicida fallido

Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.

Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos, 'presencial' (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa ‘Le Gai Pied', Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, "no ven en torno al suicidio [...] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta". Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.

De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus dieciocho años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial ‘Espejo de sombras' (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María -el "poetiso" de la casa como gustaba de llamarse él mismo- a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: "yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos".

Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de ‘Así se fundó Carnaby Street', el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el ‘imprimatur' paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. ‘Así se fundó Carnaby Street' es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, ‘Teoría' del 73, ‘Narciso en el acorde último de las flautas' del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años 1980. El libro ‘Poesía 1970-1985' que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.

Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los

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21 de abril de 2014
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El precio de Eldorado

“Haz una foto, aprovecha…”, me anima un empresario libanés ante el despliegue de maquetas de Lusail, la nueva ciudad dentro de Doha que acogerá el estadio para el Mundial del 2022. El hombre no entiende mi desinterés por la proyección arquitectónica en miniatura que se expone sobre diez mesas. Advierto que entre los mandamases del Golfo mostrar maquetas al visitante es parecido a cuando un niño te enseña su ciudad de Lego o cuando una mujer te muestra su joyero. En los despachos de los jeques sobran metros y falta decoración. Afuera, las obras rugen las veinticuatro horas. Prefiero hacer fotos de las grúas en un país de arena en permanente construcción. Hombres curtidos con la mirada aturdida, procedentes de Bangladesh o Sri Lanka, son los encargados de ensuciarse las manos para levantar las torres de cristal y acero firmadas por arquitectos estrella. En Abu Dabi, Kuwait, Qatar u Omán el futuro galopa a cien por hora. Inversiones millonarias, a las que aspira España. Una ley no escrita asegura que los árabes del Golfo difícilmente llegan a decirte no, adverbio de pésima educación en su cultura. Con su hospitalaria pachorra atienden al occidental que llama a sus puertas oliendo el dinero. Pero no cederán si no hay un buen valedor de por medio. La clave es la influencia, acceder a su mundo a través de alguien al que consideren familia, de quien se fíen y respeten. Estos días, durante la visita oficial del Rey y un puñado de ministros y empresarios al Golfo, los periódicos publicaron la foto del séquito contemplando la maqueta de la ciudad financiera de Al Maryah, en Abu Dabi, un centro libre de impuestos, el Singapur pérsico. Los bancos más importantes ya están allí. Y en Kuwait, ahuyentando las sombras del saqueo de KIO, la KIA anuncia inversiones, e incluso Ana Pastor se pone la abaya -túnica negra que cubre la ropa- para visitar al ministro del ramo. En el dress code de las noches de jazz en el hotel Saint Régis de Doha dice, en cambio: “Prohibida la vestimenta local”. Una frontera invisible separa ambos mundos, el de las mujeres con el rostro cubierto que no pueden salir de noche en su propia ciudad, y el Oyster Bay & Bar for the reggae donde británicos, suecos y libaneses beben champán, ellos con camisas de lino, ellas con escotes en uve. Una alfombra tupida de sutilezas, códigos culturales y kilos de burocracia lo cubre todo. Hacer negocios en el Golfo implica mucho más que tener un buen proyecto y unos buenos mercaderes. Dicen que una legión de listillos se ha quedado por el camino porque no supo atravesar la tormenta de arena que inevitablemente hay que sortear para llegar al nuevo Eldorado.

(La Vanguardia)

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21 de abril de 2014
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García Márquez cronista y el recuerdo de un gran momento en Noticia de un secuestro

Cada uno tiene su Gabriel García Márquez personal. El mío empieza en Cien años de soledad, que leí en un largo fin de semana durante los años de soledad de mi adolescencia, y que recuperé para mi investigación bananera, tres décadas más tarde, con la misma fascinación.

Sus novelas y cuentos cortos me acompañaron siempre, y tuve la dicha de conocerlo como anciano pequeñito y carismático. Con él pasamos una veintena de jóvenes periodistas latinoamericanos una mágica semana en marzo de 2001, mientras Ryszard Kapuscinki flotaba con elegancia sobre su taller de la FNPI en el DF y los Zapatistas llegaban al Zócalo.

Pero García Márquez también me acompaña como profesor, como un talismán y un maestro beneficioso, desde hace más de diez años. En universidades, talleres y seminarios enseño su periodismo centrándome en sus tres únicos libros de no ficción: Relato de un náufrago, la aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro.

Los tres son relatos desde adentro (en los dos primeros, el protagonista cuenta su drama en primera persona) de personas al borde de la muerte, movidos por el miedo, una rara esperanza y un extraño poder que los empuja a sobrevivir. Al teniente Velasco lo persiguen los tiburones, a Littín los ‘pacos’ de Pinochet y a los 10 colombianos secuestrados por los narcos, la sombra implacable de Pablo Escobar.

En estos días de duelo, quiero compartir aquí un fragmento de mi Periodismo narrativo, en el que relato la forma que encontré de explicar lo que hace grande a este gran muerto nuestro como periodista: como entrevistador genial, como narrador único de hechos reales.

*          *          *

Para ejemplificar en clase el partido que saca García Márquez de su método de preguntar, preguntar y preguntar hasta agotar todos los detalles que recuerdan los personajes, suelo terminar mi clase sobre su obra leyendo un fragmento de Noticia de un secuestro que me parece especialmente terrible, especialmente genial. Lo rescato ahora porque sé que de todos los libros de García Márquez que se recordarán por el mundo en estas fechas, pocos hablarán de su extraño, fascinante, último libro periodístico.

La escena viene al final del capítulo 5, poco antes de la mitad del libro, cuando las negociaciones de liberación de los secuestrados están estancadas y todos sospechan que los narcos harán algo para obligar a negociar al gobierno.

En una de las casas-cárcel tenían a Maruja, funcionaria del área de cultura y conocida intelectual, a su asistenta Beatriz, y a Marina, que llevaba varios años secuestrada y que Maruja y Beatriz apenas conocían cuando se encontraron en cautiverio.

*          *          *

 ‘El Monje’, uno de los vigilantes, le acababa de ordenar a Marina que tomara sus cosas y se preparase porque la iban a liberar. Marina prometió estar lista en cinco minutos. La escena está contada en tercera persona, pero está más que claro el punto de vista. Así comienza el final de la escena:

“Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión”.

Beatriz y Maruja se pusieron de acuerdo sin palabras para seguirle el juego de la liberación. Le encargaron que transmitiera mensajes a sus familias. Marina les respondía contenta, se perfumaba. Pero “en realidad estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja y se sentó a fumárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama”.

Maruja le llevó unas pastillas, pero Marina no pudo encontrarse la boca, por el temblor de las manos. La vinieron a buscar los guardias. Beatriz y Maruja se despidieron de ella intentando frases de aliento y esperanza.

“Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde afuera.

“Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y la radio para que no conocieran el final de la noche”.

*          *          *

Suelo estar de pie, en medio del salón de clase, y a pesar de las veces que he leído este fragmento en voz alta, siempre me cuesta dominar la emoción. Cuando doy vuelta la página para iniciar el Capítulo 6, no se oye ni una mosca. Los alumnos saben lo que va a venir, pero están en manos de García Márquez.

“Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante pelo plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos”.

Leo esto casi al final de la clase, porque después no puedo decir mucho más. Es obvio que para un novelista, falta la escena en que la llevan al descampado y la matan. Pero eso no lo vieron los entrevistados de García Márquez. Y en este, su último gran relato de no ficción, García Márquez vuelve a ser un periodista grande y ético.  

¿Debería haber contado la muerte de Marina? El agujero pesa, pero no siento que falte. Cuando las armas del periodismo narrativo se usan como las usa aquí el Maestro, el efecto es aún más escalofriante. Y cada uno de los detalles que apelan a los cinco sentidos hacen que la ropa, el frío y las palabras se nos claven como alfileres y se queden clavados, en nuestra memoria, para siempre.   

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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El poder y los medios en García Márquez

El Gabriel García Márquez que descubrí unas vacaciones en Santa Cruz, durante mi adolescencia, era el conocido por todos: el realista maravilloso dedicado a explorar cómo lo extraordinario es cotidiano en la cultura rural del Caribe y, por extensión, de América Latina; el que privilegiaba una forma de conocimiento mágica, pre-moderna de las cosas, contrapuesta a la mirada científica, racional, dominante en Occidente. Con los años descubrí que había otros García Márquez en los márgenes de ese mundo hegemónico; me sigue fascinando el primero, pero me interesa muchísimo uno que lo subvierte y está a contrapelo del más conocido: este escritor tiene una enorme lucidez para hablar de los medios masivos y las nuevas tecnologías como elementos centrales de la sociedad moderna.

En La hojarasca (1955), los medios de masas están asociados a valores foráneos. En uno de sus monólogos, Isabel, hija de un antiguo compañero de armas del Coronel Buendía, dice: "En Macondo había un salón de cine, había un gramófono público y otros lugares de diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos las muchachas de mi edad. ‘Son diversiones para la hojarasca', decían" (76). Treinta años después, en El amor en los tiempos del cólera, los medios son un elemento positivo: sin el telégrafo, en el que trabaja Florentino Ariza, su relación sentimental con Fermina Daza no podría continuar. La novela narra el amor en los tiempos de la tecnología.

Entre ambas obras, se encuentran Cien años de soledad (1967), en que la visión de los medios y la tecnología está cerca de la visión negativa de La hojarasca, y El otoño del patriarca (1975), la más compleja de todas al abordar este tema: en ella García Márquez nos entrega una visión de un mundo en la que la magia está subordinada a la tecnología y el poder sabe preservarse a partir de una perversa utilización de la imagen. Quizás no podía ser de otra manera: uno de los escritores más mediáticos de la historia tenía que saber algo acerca del impacto de la fotografía y la televisión en la vida cotidiana; uno de los escritores más fascinados por el poder debía estar interesado en las formas que tenía éste de perpetuarse.  

En El otoño del patriarca hay una clara conciencia de la forma en que el poder se sirve de los medios masivos para transformar al dictador en mito popular. El narrador colectivo ni siquiera conoce en persona al dictador; solo sabe de él a través de su imagen omnipresente: "su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y escapularios". Esas imágenes, por cierto, no son originales, sino "copias y copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa". El patriarca puede envejecer y encontrar la muerte, pero su historia es transformada en mito gracias a litografías, grabados y fotos que congelan el tiempo y lo presentan a sus súbditos eterno, incapaz de envejecer, y proyectado al infinito.

Pero el dictador no es el personaje más fascinante de El otoño, sino su feroz asesor Sáenz de la Barra. Es él quien lleva al extremo la manipulación de la imagen del patriarca, para seguir en el poder incluso después de la muerte de éste. En una escena que los teóricos del simulacro deberían leer -para así dejar de citar tanto a Borges-- el General se sorprende contemplándose a sí mismo en la televisión, diciendo cosas "con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir". El fantasmagórico misterio es aclarado después por Sáenz de la Barra, quien le dice que ese "recurso ilícito" ha sido necesario "para conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso". Sáenz de la Barra lo ha grabado y filmado sin que se diera cuenta y ha elaborado con esos fragmentos de voces e imágenes una realidad artificial que sustituye, para el pueblo, a la verdadera y confusa vida real.

Sáenz de la Barra ha descubierto una cualidad fundamental de las sociedades modernas: el poder necesita de la complicidad de los medios para sostenerse. García Márquez sabía más de lo que sospechábamos acerca del funcionamiento de las sociedades modernas en la era de la imagen y su reproducción masiva.

(La Tercera, 20 de abril 2014)



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo, yo, yo

¿Cómo saber cómo se comportará nuestro adversario en el futuro? ¿Cómo prever sus movimientos, sus estrategias, sus argucias? ¿Cómo defendernos de sus ataques o colaborar con sus llamados de concordia? ¿Cómo adivinar lo que se oculta detrás de sus facciones luminosas o siniestras, y en cualquier caso engañosas? Y, lo más importante, ¿cómo negociar con esos desconocidos que nos rodean y que esconden sus verdaderas intenciones? La respuesta es simple: todo lo que hacen es en busca de su provecho. Todo. ¿Cómo lo sé? Porque yo soy igual: nada me importa excepto mi propio beneficio. Mejor aceptémoslo de una vez. Asumamos que el egoísmo es el único motor del ser humano, y el único motor de la sociedad contemporánea.

            Esta reducción del ser humano a una sola explicación omnicomprensiva -a un totalitarismo como tantos del pasado- se instauró de manera permanente entre nosotros hace apenas unas décadas, cuando economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman la asumieron como punto de partida de sus teorías, y sobre todo cuando la ideología neoliberal la adoptó como piedra de toque de sus planteamientos. La caída del Muro y la extinción del bloque soviético -de la patraña comunista- encausó su edad de oro: desde entonces ningún economista y ningún líder cuestionan su validez. De pronto todos pasamos a ser tan sencillos como previsibles: dado que sólo nos importa nuestro yo, predecir nuestro comportamiento resulta tan fácil como introducir unos cuantos algoritmos en una computadora y esperar unos segundos para obtener el resultado.

            Pero, ¿cómo ocurrió este acto de prestidigitación que nos transformó en unos seres tan sosos, tan inocuos? En Ego. Las trampas del juego capitalista (Ariel, 2014), Frank Schirrmacher realiza una genealogía de esta peligrosa idea que ha terminado por contaminarnos sin remedio. El codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung sitúa su origen en la teoría de juegos desarrollada por John von Neumann y Oskar Morgenstern y luego ampliada por John Nash -el excéntrico matemático de Una mente brillante que aún deambula por el campus de Princeton-: a fin de encontrar una estrategia para entender la conducta ajena, hacía falta inventar un modelo de ser humano puramente racional cuyo única obsesión fuese el egoísmo. Pero de allí a asumir que los seres humanos somos idénticos a ese engendro -al que Schirrmacher denomina el "Número 2"- no sólo hay un abismo, sino un desplazamiento moral que acaso sea el causante de muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo.  

            En Ego, Schirrmacher sigue el sorprendente itinerario de esta mutación, desde el momento en que los economistas neoliberales se valieron de la teoría de juegos para poner en marcha sus propias ideas -en particular su pasión por el homo oeconomicus, sus aproximaciones al rational choice y a los mercados eficientes de Eugene Fama- hasta el momento en que sus algoritmos computacionales se han extendido por doquier, de la mercadotecnia a la política y de la educación a la criminología, asumiendo que ese Número 2 ha pasado a ocupar nuestro sitio.

            Schirrmacher pinta una nueva criatura de Frankenstein, por supuesto. Un monstruo inventado por nosotros como una mera aproximación a la realidad -un modelo teórico como cualquier otro- que hoy controla infinitos ordenes de nuestra vida política, económica y social. De nuestra vida cotidiana. La concepción de que el yo es lo único que cuenta, trasladada al mundo financiero, ha sido una de las causas de la Gran Recesión de 2008, pero también de los anuncios dirigidos de Google o Amazon, que intentan adivinar nuestras elecciones a cada instante, o de que la política haya terminado reducida, gracias al poder de las encuestas, a un simulacro al servicio de los mercados. Los ciudadanos se vuelven clientes y el Estado una gran computadora que nos impone comportamientos predeterminados.

            Por alarmante que suene, quien escribe estas páginas no es un reportero amarillista, sino el codirector de uno de los diarios más influyentes del planeta -hasta donde los diarios aún pueden serlo. Su denuncia de un mundo regido por la "democracia de mercado" y por la "economía de la información" basadas en una reducción del ser humano a un puro ego previsible constituye una poderosa alerta sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros mientras nos mantengamos ciegos a las diarias conquistas del Número 2. 

           

Twitter: @jvolpi



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo vi a Nick Drake

Esta colección de narraciones cortas y largas merecería llevar un subtítulo que manifestase su condición de páginas de sabiduría sobre las relaciones humanas. Porque de eso tratan, de las viejas, manidas, socorridas y sin embargo siempre ignotas y fascinantes relaciones humanas, pero con un matiz que estoy empezando a creer que es generacional porque ya he tenido una sensación parecida leyendo a gente —por otra parte tan dispar entre sí incluso por la edad— como Marina Perezagua, Jesús Carrasco, Miguel Ángel Hernández y ahora Eduardo Jordá, que probablemente sea el más veterano de los mencionados Y al hablar de un matiz común me refiero a una actitud previa al hecho de escribir que les permite a todos ellos encarar sus narraciones con la (falsa) convicción de que nunca nadie ha contado antes lo que ellos cuentan y que por lo tanto no tienen ningún tipo de compromiso o servidumbre con el pasado y gozan de la libertad y la inocencia de quien parte de cero. No sé hasta qué punto es un elogio, pero no parecen escritores españoles. Ni imitan ni tratan de no imitar, y tampoco van a favor o contra nadie en tanto que militantes o portadores de aquellas etiquetas que tanto gustaban antes, llámense “generación perdida”, “escritura social”, “prosa experimental”, “dirty” o cualquier otro de los inventos pensados para crear imagen de marca y vender.

                Por descontado que la inocencia previa y la falta de compromiso es falsa. Por referirme sólo a las presentes narraciones de Eduardo Jordá, no hace falta ser un experto para apreciar la cuidada elaboración y el enorme bagaje de experiencia que permiten a relatos como “Lugar de Espinas Grandes” o “Eurodisney” transmitir un aire de frescura y ligereza tan notable.

                Las cinco narraciones encabezadas por “Yo vi a Nick Drake” tienen como asunto las relaciones humanas, muchas veces centradas en el sempiterno desencuentro de la pareja, aunque también puede ser la pugna soterrada entre dos machos alfa (un director cinematográfico de éxito y un novelista con más prestigio que ventas) con la conquista de la hembra (la mujer del novelista) como tema de fondo en “Un día de verano”. Sin prisas y sin aspavientos, el perfil de los contrincantes de este relato se va haciendo progresivamente más nítido: el director de éxito padece una enfermedad terminal y, al tiempo de revisar el pasado tratando de dilucidar si mereció la pena, da la sensación de que se esté despidiendo del mundo y de los puntos de referencia más importantes, uno de los cuales podría ser el novelista. Éste le guarda cierto rencor porque el único guión que escribió para su amigo nunca se llevó a la pantalla, y aunque se le pagó tan generosamente que pudo comprarse su casa actual, el resquemor por no haber visto apreciada su obra no le ha abandonado pese a los muchos años transcurridos desde entonces. A todas estas, la hembra es una figura desvaída y lejana y no hace acto de presencia hasta más o menos la mitad del relato, aunque desde entonces irá cobrando protagonismo hasta convertirse en el eje vertebrador de la narración.

                Pero justamente por eso digo que la sencillez y la inocencia es falsa, pues al poco de empezar a leer cualquiera de los relatos caes en la cuenta de que no hay una sola coma que no esté ahí porque es indispensable, de la misma forma que están minuciosamente planificados el orden de aparición de los acontecimientos, la intensidad de los roces, las intenciones que abriga cada cual o las consecuencias de todo ello. Con el valor añadido de que aun tratándose de relaciones humanas no siempre se corresponden con las conclusiones previas que saca el lector basándose en su propia experiencia o en otras lecturas, y pongo por ejemplo el relato titulado “Eurodisney”. Un viaje regalo a Eurodisney pone de manifiesto una más de las muchas disensiones latentes que dificultan la relación de un matrimonio joven y por lo tanto repleto de propósitos y perspectivas no del todo mutuamente satisfechas. A él pasar un fin de semana en Eurodisney le da una pereza inmensa, en tanto que a ella no sólo le parece bien interrumpir la monotonía cotidiana sino que está dispuesta a presionar lo que haga falta para que el hijo de ambos vea satisfecha la visita a ese mundo de fantasía que tanta ilusión le hace. El lector es informado desde el primer momento que va a ser un viaje iniciático, pero una vez embarcado en el mismo descubrirá que no tiene mucho que ver con lo que había imaginado porque el iniciado no va a ser el niño. Ni mucho menos.

                Y lo mismo vale para los restantes relatos. El autor se ocupa de situar a sus personajes en ambientes que por sí mismos ya atraen la atención, ya sea una playa de surferos en la costa mexicana del Pacífico, una casa en la playa de Long Island, el  mencionado Eurodisney o un hotel de segunda categoría y fuera de temporada en la costa de Túnez, aunque luego la acción se trasladará a una cala de Ibiza en la que vivió y murió el asesino de Jaurés. Escenarios y pasiones para todos los gustos. Y una sensibilidad narrativa extraordinaria, como la relación de las últimas horas de un buen perro llamado Sonny Boy y que sin duda pasará a formar parte del imaginario canino de todo lector para el que los perros sean algo más que unos convecinos ruidosos y no del todo limpios en sus hábitos higiénicos.

 

Yo vi a Nick Drake

Eduardo Jordá

 

Editorial Rey Lear          

                  



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20 de abril de 2014
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El Boomeran(g)
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