El narrador español Martín Casariego es el ganador del premio Café Gijón 2014 con la novela El juego...
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El narrador español Martín Casariego es el ganador del premio Café Gijón 2014 con la novela El juego...
En pocas ocasiones los equipos de comisarios de Bruselas merecen llevar el nombre de quien les preside. Normalmente son otros, en las capitales europeas, los que hacen la selección de los nombres, y el presidente, al final, se limita a repartir las cartas entre quienes encuentra sentados alrededor de la mesa. El método europeo tradicional, hipócrita por definición, tentaba a los primeros ministros a deshacerse de los descartes políticos, viejas glorias o adversarios sumisos y merecedores de una canonjía, con la encomienda de vigilar por los intereses nacionales, aunque a ser posible acomodándose a la ficción, una vez ya instalados en la Comisión, de que defienden los intereses europeos en general. Esta vez no ha sido así. Jean-Claude Juncker, el veterano zorro luxemburgués, se ha presentado ante los primeros ministros y jefes de Gobiernos con ideas precisas sobre el tipo de nombres que necesitaba para su proyecto de Comisión. Los políticos en activo cotizan más que los veteranos desubicados. Las mujeres más que los hombres. Cuenta también la edad. Ha habido prima para los nuevos socios de la Europa de los 28. Y ha sido generoso para quien se adaptara a su pedido y rácano con quien se encastilló en su designio inicial. Juncker también ha jugado astutamente para ofrecer prendas de amistad a quien pretendió vetarle, como David Cameron, y muestras de independencia a quien le apadrinó, como Angela Merkel. Al comisario de Reino Unido, el euroescéptico Jonathan Hill, le han correspondido los servicios financieros, tan apreciados en la City. Alemania queda fuera del primer círculo de supercomisarios, y el suyo, Günther Oettinger, con la cartera de la economía digital, pierde la categoría de vicepresidente y queda a las órdenes del estonio Andrus Ansip. La construcción de esta Comisión emite un mensaje contundente. Juncker quiere mandar y ha mostrado ya en la negociación cuánto puede mandar. Entre los grandes, no salen bien parados Alemania, Francia o España, pues quedan fuera de la Supercomisión. Pero todos, perdedores incluidos, han contado con un premio de consolación: Energía, la cartera de Cañete, es perfecta para un país que necesita conectar su red a la europea. Italia es el único país de aquella Vieja Europa de Rumsfeld que coloca bien sus piezas, con Frederica Mogherini como jefa de la Acción Exterior, gracias a que Matteo Renzi fue el gran vencedor de las elecciones europeas. La nueva Comisión y también la presidencia del Consejo reflejan el desplazamiento del centro de gravedad europeo del Rin hacia el Oder. Si Javier Solana fue en su ndía el emblema de la moda mediterránea y española, Donald Tusk, que se entiende con Juncker en alemán pero no en francés, lo es ahora del momento polaco y oriental, especialmente necesario ante la voracidad territorial del resucitado oso ruso. Como suele suceder en muchos campos de la vida, lo importante es el comienzo, y este no es el de un presidente débil, ni el de alguien sometido a un servomecanismo alemán. Es, realmente, la Comisión Juncker.
En el avión, siento una presión hostil en mi espalda, y me vuelvo para comprobar si se trata de uno de esos niños aficionados a dar pataditas al ritmo de una diabólica percusión. Es un hombre joven que, cuando estira las piernas, deja asomar un trozo de calcetín por el hueco del reposabrazos. Soportar un pie ajeno a la altura de mi codo rebasa el listón de la tolerancia estética y olfativa. Ríete de la proxemia, la distancia social que tácitamente acordamos respetar para no invadir al otro con nuestro chasis o nuestro aliento. Cuando me dispongo a pedirle educadamente que cese tal vejación, el asiento de delante se abalanza hacia mí y cierra de golpe mi ordenador portátil. Justo en ese mismo momento, el comandante nos desea que disfrutemos del vuelo. Por asuntos parecidos a este -con el añadido de que coincidieron varios viajeros que tenían un mal día- este verano aterrizaron de emergencia al menos tres aviones de los cielos norteamericanos. En el vuelo 1462 de United Airlines, de Newark a Denver, dos pasajeros llegaron a las manos porque uno instaló un tope que impedía que el de delante se despanzurrara a gusto. El creador del Knee Defender (protege-rodillas), que cuesta poco más de 20 dólares, asegura que cada día vende más, trazando un ambiguo diagnóstico acerca de los derechos del pasajero. Quien paga un billete también paga por poder reclinar su silla (no las llamemos butacas, sólo las hay en preferente). Y a la vez paga para que su cuerpo, y su ordenador, viajen a salvo de magulladuras y golpes secos. Las compañías aéreas no se pronuncian aún en este viejo debate en torno a la posición moral que hay que adoptar cuando, al ofrecer una comodidad para unos, creas una incomodidad para otros; lo que viene a ser como una buena y una mala idea juntas. Las ventajas casi siempre van de la mano de los inconvenientes, pero aun así el diseño de los protocolos de urbanidad y los derechos que, en teoría, asisten a los usuarios son demasiado imperfectos. En agosto, los retrasos de Vueling a Mallorca o Eivissa han dado muestra del elevado grado de resiliencia de los viajeros, esparcidos entre hamburgueserías y cajas de ensaimadas. Suena la alarma de convertir el puente aéreo -la joya de Iberia, con excelentes profesionales al frente y trato personalizado- en un borreguero, mientras que las líneas low cost quieren sofisticarse sin peajes. La única opción que les queda a los menoscabados pasajeros, criaturas encajonadas en asientos de 43 cm (que en los años ochenta casi llegaban a los 50), es la de acogerse a un estado mental que suavice los estragos del neoindividualismo, abortando su primer impulso: echar fieramente el respaldo hacia atrás.
(La Vanguardia)
Recorriendo el stand del Fondo de Cultura Económica en la Feria Internacional del Libro de Panamá, me encontré entre los libros expuestos con no pocos viejos conocidos, empezando por aquellos viejos breviarios, claves en mi formación libre y voluntaria cuando fui alumno de una especie de universidad espontánea que me procuré entre libros, más allá de las fronteras de mis estudios de derecho.
Pero lo que mejor me asombró fue que esos breviarios estuvieran allí, recién reeditados después de cincuenta años. Y eso me recordó que una empresa cultural es verdadera cuando trasciende de una generación a otra, y en el caso de una editorial, sobre todo de una editorial pública, cuando sus libros se vuelven letra viva, y se siguen leyendo porque son necesarios a la formación cultural de tantos.
Volví a encontrarme así con Los Condenados de la tierra de Franz Fanon y el prólogo de Sartre, un libro que fue una Biblia laica para mi generación, la generación de los sesenta, que abjuraba del colonialismo que ya para entonces se despedía de la realidad geopolítica entre grandes llamaradas; y con ¡Escucha, yanqui! de Wright Mills, que tantos leímos cuando la revolución cubana era toda una esperanza.
Y más allá de esa formación autodidacta que los libros del FCE me procuraron como curioso en permanente estado de búsqueda, están los escritores que alentaron mi vocación, el primero Juan Rulfo, con quien tantos escritores confiesan su deuda impagable. En la ciudad de León, en Nicaragua, donde yo estudiaba derecho, alguien puso en mis manos Pedro Páramo, seguramente la primera edición de la colección Letras Mexicanas de 1955.
Nunca olvidé el párrafo de entrada, pero tampoco la ilustración en tinta negra de la cubierta, una pareja abrazada bajo una mata de agave, y la viñeta encima de la primera línea del capítulo de entrada, el par de arrieros que se acercan a Comala con sus burros por delante, ambos dibujos del artista mexicano Ricardo Martínez; una bella edición imperecedera para la historia y para la memoria.
En los libros del FCE encontré herramientas preciosas y precisas para mi formación abierta y arbitraria, basada en ese don tan imprescindible de la curiosidad, que es la puerta de la libertad, y encontré a escritores que serían mis manes; y al cumplirse los ochenta años de su fundación, hago mis reflexiones sobre su dilatada existencia desde la perspectiva hispanoamericana.
La inmensa marejada del exilio español al ser derrotada la república tras la guerra civil, que llevó hacia México, gracias a la visión del presidente Lázaro Cárdenas, a legiones de académicos, docentes, filósofos, sociólogos, artistas y actores, cineastas y escritores, que empezaron no sólo a nutrir el catálogo del FCE, sino que le dieron también editores, maestros tipógrafos, correctores y traductores.
Y ese exilio también alentó la creación del Colegio de México, la Universidad Nacional Autónoma de México vio nutrirse su planta docente, y los periódicos y revistas, el teatro y el cine, resultaron beneficiarios de este generoso alud. Un trasvase de recursos forzado por una catástrofe intelectual de la que España tardaría mucho en reponerse, pero que dio brillo y energías a la cultura mexicana, y a la de América Latina en general.
Por otro lado, los sucesivos exilios latinoamericanos, que han sido parte de nuestra historia, llevaron a México una constante corriente de intelectuales, escritores y artistas, acogidos siempre de manera generosa, y muchos de ellos llegaron a ser parte del patrimonio intelectual del FCE, y de los foros académicos mexicanos, de sus universidades y editoriales. Las dictaduras militares, primero en Centroamérica y el Caribe, después en el cono sur, trabajaron con toda constancia en beneficio de la cultura mexicana, igual que el franquismo.
Y apenas diez años después de su fundación, en 1944, en un formidable salto a través de todo el continente, se abre la delegación de Buenos Aires a cargo del editor argentino Arnaldo Orfila Reynal, quien asumiría pocos años después, en 1948, la dirección general en México, y por mucho tiempo. Y en 1962 se extendió hasta España, con el inolvidable pensador Javier Pradera como su primer director.
No encuentro otra obra tan formidable y de tan dilatada existencia que pueda marcar mejor lo que somos como comunidad cultural, dueños de una vasta lengua que ha podido manifestarse en su catálogo de diez mil títulos de tantas maneras y con tan vivas muestras de expresión, y también ser enriquecida desde fuera por tantos autores de otras lenguas.
Hemos ganado en sabiduría gracias a esta obra mexicana que es ya de todos nosotros, y lo será más en la medida que en que se siga aproximando a su primer siglo de existencia.
¿Qué tienen en común Karl Ove Knausgård, WG Sebald y Roberto Bolaño? No solo que, cada uno en su...
Partituras como las que John Williams compuso para las sagas de La guerra de las galaxias y Harry Potter, o la de Howard Shore para El señor de los anillos ya se han convertido en bandas sonoras de nuestra imaginación y nuestros recuerdos personales. Nos atacan en nuestra pantalla de computadora, en la publicidad de la tele, en los móviles y los videojuegos: las buenas melodías cinematográficas se nos meten bajo la piel y nos conectan con la historia de nuestras emociones.
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Desde principios del cine sonoro, la banda de sonido fue considerado un elemento fundamental de la identidad, el mensaje, el tono y la capacidad de comunicar de las películas. De hecho, el sonido entró a las grandes salas de cine cantando, con Al Jolson , la cara tiznada de negro y manos enguantadas de blanco, entonando “My Mammy” (El cantor de jazz, 1927).
De entretenimiento, la música del cine pronto pasó a arte. El primer gran “compositor para el cine”, Sergei Prokofiev, trabajó codo a codo con el director Sergei Eisenstein en el montaje de Alejandro Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1943), y en ambas películas hay escenas que son verdaderas coreografías donde el montaje danza con la orquesta.
Mucho celuloide ha pasado desde entonces, el cine se ha convertido en una de las más importantes industrias del mundo globalizado y las bandas de sonido se han vuelto objeto de comercio y de culto en sí mismas. Las fabulosas ventas así lo atestuguan: cuatro discos de bandas sonoras (El guardaespaldas, Fiebre del sábado noche, Purple rain y Titanic) han superado ya los 10 millones de dólares en ventas.
Hasta las tradicionales marchas nupciales de Mendelssohn y Wagner se vieron desplazas en los casamientos por la canción de amor de Titanic, My heart must go on de Celine Dion.
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La música de películas ha llegado incluso a las salas de conciertos. Varias orquestas sinfónicas, de Nueva York a Costa Rica y de Buenos Aires a Medellín, incluyen en su programación sesiones de música de películas. Ya es común que de vez en cuando Beethoven, Mozart y Brahms cedan protagonismo a John Williams (E.T., La guerra de las galaxias, Parque Jurásico), Jerry Goldsmith (Patton, Chinatown, Papillon) o Elmer Bernstein (Los siete magníficos, El gran escape, La edad de la inocencia).
Recuerdo un precioso concierto, de hace una década, en el que la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC) programó un homenaje al gran compositor italiano Nino Rota, cuya música está indisolublemente asociada a las mejores películas de Federico Fellini (La strada, La dolce vita, Amarcord).
Cuando la orquesta interpretó el célebre tema de amor de El Padrino de Francis Ford Coppola, la sala entera se vio invadida por el recuerdo de la gran película y por la contradictoria mezcla de atracción y repulsión que produce el personaje del capo mafioso interpretado por el inmortal Marlon Brando.
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Esa es la magia de la gran música para películas: nos transporta al corazón emotivo de la historia que vimos en el cine sin necesidad de recordar la trama o las imágenes del filme. Es emoción pura. Si la película es romántica, épica, triste o hilarante, la música nos lleva a sentirnos melosos, tristes o divertidos. Nos acerca al centro de nuestros sentimientos; al hacerlo, se convierte en la banda sonora de nuestra propia vida.
Ese hombre de maneras suaves y risa queda era un comerciante en piedras duras. La paradoja me hizo gracia cuando, al poco de tratarle en tanto que galerista de arte, lector fino y escritor de versos, él mismo me habló del negocio familiar, que le llevaba con frecuencia desde Novelda a Carrara; más que la belleza de los mármoles, le apasionaba el pensamiento de un verso o el trazo de una mano de artista en un lienzo. El 14 de agosto, ha hecho ya dos años, murió mi amigo alicantino Francisco Pastor, Paco para quienes le queríamos, aunque la noticia me llegó por mensaje escrito un mes más tarde, visitando, en una coincidencia conmovedora, una maravilla renacentista de reciente apertura pública en Venecia, el Palazzo Grimani del Campo Santa María Formosa, y estando yo en aquel momento ante unas mesas de ‘pietre dure' que a Paco le habrían entusiasmado aún más que a mí.
Le conocí en una de las primeras ferias de ARCO, junto a su esposa Elena Escolano y su gran amigo Gonzalo Fortea, sentados los tres socios en su stand madrileño de la Galería Italia; Paco estaba leyendo, pasmado, ‘Centuria', el estupendo libro de novelas en miniatura de Giorgio Manganelli. Siempre me pareció relevante en ellos la conexión italo-alicantina, aunque alguna vez, para responder a su afilada ironía, yo les traía a colación su pueblo natal: bien asentada ya la galería, lo siguiente tenía que ser fundar una "escuela de Novelda" como grupo de presión literaria. Creo que no me hicieron caso.
Seguí frecuentándoles en los años posteriores, en Madrid y en Alicante, donde la galería desempeñó un papel trascendental en la difusión del arte contemporáneo español y europeo. Tuve ocasión de ver, en mis viajes filiales, que en los años 1980 y 90 eran constantes, muchas exposiciones de calidad, aunque para mí la más memorable fue la que organizaron con la obra plástica de Juan Benet, quien tuvo siempre a los "tres italianos" en gran estima. En las salas de la calle Italia 9 el novelista madrileño expuso, por vez primera en público y conjuntamente, las marinas bélicas que pintaba con más celo que arte los domingos y los ‘collages' surrealistas, estos, a mi juicio, de verdadero interés y resonancia literaria. Benet, más que de Max Ernst, seguía en ellos el impulso de quien fue amigo y mentor suyo, Alfonso Buñuel, el genial hermano pequeño del cineasta Luis; los collages de Alfonso son, aunque menospreciados, de lo mejor que se hizo en el surrealismo español de los años 1930/40. Benet vino al ‘vernissage', bromeamos todos sobre el estilo ‘pompier' de sus acorazados al óleo, se vendió muy poco, o quizá nada, pero Paco, Elena y Gonzalo hicieron posible en Alicante ese ‘violín de Ingres' pictórico del creador del mundo narrativo de Región.
Gonzalo Fortea, que falleció a finales de 2009, era un autor de ingeniosos cuentos fantásticos, publicados los primeros, ‘Corazón frío', en Tusquets. Paco, también tentado por la prosa, fue ante todo poeta, si bien los mármoles, la galería (que cerró definitivamente coincidiendo con la muerte de Fortea) y la vida familiar entre las formidables mujeres de su entorno, Elena y las tres hijas nacidas del matrimonio, llenaron su larga vida, en la que nunca dejó de escribir. Pero como ya hemos dicho que era hombre dulce y flemático, tampoco se preocupó de ‘hacer carrera' poética. Su obra publicada comprende un largo poema unitario, ‘La distancia más corta' (que salió en las legendarias Publicaciones de la Librería El Guadalhorce, Málaga, 1979), ‘La palabra y otros silencios', editado por Rosa Regàs en La Gaya Ciencia (1981) y un último poemario más breve, ‘Animal incorporado' (Aguaclara, 2010). Al libro malagueño le precede un prólogo de José Hierro, quien dice que "en medio del camino de su vida, Francisco Pastor empieza a sentir la necesidad de mostrar, como una luna humana, su cara oculta". Y llama en efecto la atención que en la poesía de Paco la mirada incisiva y el sesgo melancólico luzcan como sombras de un temperamento que era tan claro y vivaz.
Tuve ocasión de pasar una tarde con Elena y Paco Pastor, éste ya enfermo, en su casa alicantina frente al puerto. Algo débil pero como siempre de buen humor, Paco se interesó por unos manuscritos inéditos que me había encomendado tiempo atrás. Le dije la verdad: no había encontrado salida, en los tiempos presentes, para su delicada y honda escritura. Pero las palabras escritas permanecen, editadas o inéditas, como queda en nosotros el recuerdo de ese hombre que alegraba la vida de los demás.
Es recurrente la pregunta de los filósofos sobre su propio quehacer, sobre cuáles son los asuntos de los que la filosofía ha de ocuparse, sobre si difieren o no de aquellos de los que trata la ciencia y, en los casos de intersección, sobre cuál es la forma específica de abordaje. He hablado de la cuestión aquí en varias ocasiones, lo cual no quiere decir que haya encontrado siquiera un esbozo de respuesta. Decía en las columnas que preceden que la filosofía se halla abocada a asomarse a múltiples disciplinas que, por vocación concentran su esfuerzo en un dominio particular, y apuntaba a que ello supone para el pensamiento filosófico un doble peligro:
En primer lugar la dificultad para superar realmente las cuestiones técnicas, pues sin ser especialista en materia alguna el filósofo debe necesariamente alimentarse de muchas, lo cual puede simplemente abrumar. La dificultad se agrava por el hecho de que, aun de alcanzarse cierta competencia, en una exposición filosófica los aspectos técnicos no pueden aparecer desde el origen, y menos aun cabe empezar con esos guiños que se hacen mutuamente los eruditos. El filósofo ha de arrancar hablando en términos profundamente cargados de sentido, que ha de combinar de manera simplemente razonable, expresándose, al menos de entrada, en lenguaje común pero a la vez intentando la intrínseca equivocidad de éste no haga del discurso una bruma.
El segundo peligro viene de la posibilidad de que la dificultad misma de resolver los vericuetos técnicos haga olvidar la matriz. La filosofía no es nunca esa inmersión en los átomos del conocimiento (que sólo la especialización en un sector posibilita), sino más bien la tentativa de evidenciar el peso de tal conocimiento puntual a la hora de poner sobre el tapete el acerbo común que nos permite decir que hay un mundo. Por dar un ejemplo que aquí ha tenido gran peso: el esfuerzo por adentrarse en ciertas complejidades matemáticas de la mecánica cuántica podría hacer olvidar que la cuestión del ser de las cosas es lo que conduce a un filósofo al interés por esta disciplina.
Un tratado de ontología sustentado en la reflexión contemporánea (científica, pero no exclusivamente) supondría la superación de ambos escollos: las alforjas bien repletas de datos convertidos en instrumentos, y la cuestión del ser como horizonte permanente que les confiere nuevo sentido. De nuevo algo más fácil de decir que de llevar a cabo. Sin embargo, el obligado reconocimiento de los propios límites que no ha de impedir a nadie seguir en el intento, mediante "estudios", literalmente ensayos, como esos croquis que se hacen en pintura o esos esbozos de composición musical, susceptibles (sólo susceptibles) de traducirse en obra propiamente dicha.
El boliviano Rodrigo Hasbún publicó hace unos años la estupenda El lugar del cuerpo en la editorial...
Para mí, la mejor puerta de entrada al mundo de Marín ha sido El palacio de la risa (1995), una novela que me ha sorprendido por los paralelismos que se pueden trazar con el Nocturno de Chile (2000) de Roberto Bolaño. Tanto Marín como Bolaño utilizan una casa particular reconvertida en centro de torturas de la dictadura de Pinochet como escenario para hablar del destino fracturado de la gran familia chilena: no hay distancia entre lo privado y lo público, el Estado golpista se ha inmiscuido en la vida de sus ciudadanos, es esa misma intimidad. En esa fusión de espacios, hay poco espacio para la lealtad, para la resistencia.
En el caso de Marín, el relato de la decadencia de la lujosa Villa Grimaldi, desde su construcción a mediados del siglo XIX hasta su rebautizo burlón como El Palacio de la Risa y su posterior apropiación por parte de la dictadura, es el de la decadencia del país, una broma pesada de la historia: "Villa Grimaldi era la casa de Chile, donde nadie dejaba de reírse, ni de día ni de noche". La prosa elegante de Marín, de frases con complejas resonancias alegóricas, va cargando de significados esa degradación presente y no asumida, pues el país vive en un presente celebratorio, incapaz del enfrentamiento con la memoria y los recuerdos traumáticos: "Yo no venía del extranjero, sino del pasado, el que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo a lo que había captado, aquel tiempo ya no representaba nada en la vida actual de los chilenos".
Hay en El Palacio de la Risa, a un nivel más básico de la trama, una intriga por resolverse, un intento de entender qué pasó con Mónica, una pareja del narrador, si es que son ciertos los rumores acerca de su complicidad con la dictadura. A un nivel simbólico, el narrador que regresa a país y va en busca de esa casona en la que pasó días felices durante la infancia propone su viaje como un acto de restitución. Ante la actitud colectiva de esconder la infamia, el narrador prefiere, en su viaje al corazón del trauma, el enfrentamiento con la verdad, por más que este termine llevándose por delante el mundo idealizado por la nostalgia; así la casona "impóluta" del recuerdo es devorada por "la pesadez corrupta e indecible de la basura".
Los últimos dos capítulos son maravillosos por su descarnada y a la vez poética crudeza. Para enfrentarse a lo atroz, hay que hacerlo así, con los ojos bien abiertos. "La literatura no es, si se observa, por completo inútil", dice el narrador al pasar, pero podemos entender estas palabras como el punto de partida para una poética: en Marín, la novela es el discurso crítico, necesario para una sociedad, que indaga en nuestras abyecciones -las privadas y las públicas--, que hurga en las heridas, que se niega a pasar página y celebrar reconciliaciones huecas.
(La Tercera, 7 de septiembre 2014)