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El retorno del Long Play

El CD mató al casete. La música por Internet y los dispositivos móviles están matando al CD. Pero el viejo Long Play, el disco negro de 33 revoluciones por minuto, está volviendo. Puede que con ellos vuelva esa parte de nosotros que tiramos al desván de los trastos viejos.

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Esto para los que se acuerdan del siglo XX: así era nuestro templo.

Lo describo: en la sala, entre el televisor y el equipo de música, debajo del mueble con puertas de vidrio que guardaba los whiskis y las copas, o detrás del sillón, ese era el sitio de los discos. Al costado de nuestros sueños, como banda sonora de amores y desengaños. 

Al levantarnos del colchón que hacía de sofá para poner el lado B, sentíamos que nosotros también colaborábamos en hacer nuestra música. ¿No les parece que perdimos algo ahora que no existe más el lado B de la vida? Tal vez tenga algo que ver con la pérdida del otro lado de la sociedad, de la política, de las ideas.

Con los discos, agarrábamos la música a manos llenas, veíamos cómo la púa le arrancaba emociones a punta de diamante, podíamos poner este o aquel surco con una caricia y sentir el crujir granuloso del frote. En el disco había una realidad física, como si alguien estuviera haciendo música en ese momento. El sonido digital nos hace escuchar una pulcra lista de números reproducidos con perfección japonesa.

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Y no nos engañemos. La diferencia no es sólo de sonido. En los discos escuchábamos otra música, que prefiero acordarme como menos comercial, más producto de la locura creativa de unos delirantes de garaje que de las estrategias de mercado de las grandes discográficas. Por supuesto, comercio hubo siempre. Pero estaba mucho más repartido. Si hasta los discos clásicos y de jazz se prensaban (mal, pero era parte de su encanto) en Buenos Aires, en México, en Colombia, con textos poéticos y emocionados en las contratatapas.

En los sesenta y los setenta, las tapas de los discos (sobre todo los de rock) se transformaron en un arte. He visto paredes tapizadas con esas alucinantes tapas de Led Zepelín, de Pink Floyd, de Genesis. Nunca olvidaré el día en que compré Santana Abraxas: esa negra voluptuosa y psicodélica era, percibía yo en mi turbación adolescente, la puerta de entrada a un mundo que todavía no conocía.

¿Podemos tirar así como así, como quien se saca una camisa vieja, los colores y las formas, las imágenes que se colocaron en la adolescencia como anteojos entre la retina y el mundo, esos dibujos raros y familiares que nos ayudaron a formarnos una visión de la vida?

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Pero los elepés están volviendo. ¿No los ven, en un  rincón de las disquerías, en negocios especializados para nostálgicos y exquisitos, en librerías de viejo y en las plazas, entre libros de aventura de la editorial Thor y artesanías de cerámica, de madera o de tenedor? A veces veo la mirada extrañada del que siguió la orden perentoria del progreso. Parece estar pensando: “¿Cómo puede ser que estén aquí? Yo tiré o dejé morir de tristeza mis viejos discos, para no caer en el ridículo de ir en contra de la modernidad, y aquí están, los mismos, con sus mismas tapas que me despiertan una sonrisa involuntaria, presentados como artículos de colección.”

Sí, son esos. Ahí está el ‘Let it be’ con la tapa divididas en cuatro, o el de Mercedes Sosa dedicado a Violeta Parra, en un tono violeta que ya no existe. Y mirá este, ¿te acordás?, el Lado Oscuro de la Luna. Hay para todos los (viejos) gustos: las elegantes tapas negras de Blue Note para los jazzeros, el logo amarillo con volutas de Deutsche Grammophone para los amantes de lo clásico, y para los tangueros, aquellos dibujos de Gardel, Troilo y Piazzolla con alas de Hermenegildo Sabat. Las mejores tapas de los CDs nunca fueron más que torpes imitaciones, pálidos remedos de aquellos años gloriosos.

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Quiero creer que el retorno de aquellos discos es la vanguardia de una revancha. Y no son cosa sólo de viejos. La última generación de disc-jockeys saben tan bien como sus antecesores que en las discotecas se comunican mucho mejor con esa multitud sudorosa y ondulante a través del sonido pastoso, la flexibilidad, la capacidad de juego del elepé.

Aunque se rayaran de vez en cuando, siempre respondieron con fidelidad a nuestro amor. ¿Por qué no los rescatamos del depósito? Tal vez esté allí lo mejor de nosotros mismos.

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24 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rayuela en París, París en Rayuela

 

  

La última vez que estuve en París me ocurrió algo que ahora contaré para empezar esta conversación con ustedes acerca de nuestra relación personal con Rayuela. Y eso porque, me doy cuenta ahora que escribo éste párrafo en Barcelona, en el lado de allá, que leeré mañana en París, en el lado de aquí; aun si mañana ya es ahora, y ahora ocurra ayer—me doy cuenta, digo, que mi relación con Rayuela se debe a cada uno de ustedes. Esto es, a nosotros; esos otros que somos juntos.  No se trata de documentar ahora mi hipótesis sobre la naturaleza dialógica de la lectura (he propuesto que en la conversación de un libro con el lector  hay otra conversación, dentro la cual se despliegan todavía otras conversaciones más, sin confusión ni alarma). Es por ello que toda gran obra postula un gran lector. Alguien que se haga cargo de esta Biblioteca de la Lectura. Por eso, he llegado a creer que estas lecturas configuran nuestra biografía, que habrá que entender como una lectografía.

Son lecturas alternas, superpuestas, que se desplazan a saltos, como quien se lanza y, plaf, empieza otra vez a leer. Tampoco tiene que ser un “plaf” dramático, entre la morgue y el loquero, espacios donde Rayuela desciende al Infierno, que es el mundo literal, donde la conversación, justamente, cesa. Y se debería decir de alguien que parte: Fue un lector y dejó el lenguaje, pero el lenguaje sigue hablado por él. Los buenos lectores, como Cortázar, no mueren, sólo vuelven la página. El salto de la buena lectura puede ser, más bien, ligero, un leve brinco, de una casilla a otra, como si la prosa (que viene  de caminar y se debe a su andadura) fuese un andar sobre el aire, la epifanía del juego.

De modo que mi primera conclusión es que nunca leemos a solas Rayuela. La leemos acompañados por otros lectores y lecturas, incluso por algunos, como mis estudiantes, que aún no la han leído, y se les nota: están en la inminencia de hacerlo. Y aun si lo han hecho, todavía no han practicado la lectura como sobresalto, acompañados. Si uno se fija bien, descubre que su lectura presupone un breve coro de oficiantes del acto de leer Rayuela. El cual, a su vez, postula varias tribus de lectores, que leen por sobre los hombros,  como en un cuadro de Magritte, sin otra filiación que la figura asociativa que acontece cuando alguien abre esta novela y se abre una calle. Yo la leí por primera vez el mismo año de su publicación (1963) gracias a un amigo, que desesperadamente buscaba pasarle a alguien el libro, para ser parte inmediata de ese planeta. Me aseguró que era “formidable, che, formidable,” no sin regocijo, ansioso de incluirme en su asombro. Y asumí el encargo y lo compartí, de inmediato, con una novia que fumaba Galoise y hablaba a solas, despeinada y distraída.

Pero vuelvo al comienzo de mi relato. Ocurrió que la útima vez que visité París, para estar en esta misma sala e inaugurar un coloquio con una ponencia que llamé “Un paradigma transatlántico: teoría y práctica de la representación dialógica.” Mientras que  Álvaro Salvador hablaría esa tarde, sin habernos puesto de acuerdo, que es el modo de acordar que tiene la tribu del libro, de “París, encrucijada trasatlántica.” Ocurrió, digo, que al salir de mi hotel y echarme a andar, si no como el flaneur de Benjamin tampoco como el caminante nocturno de Maupassant en “La noche,” que recorre el terror de un París desértico y muerto—o sea, un París, sin lectores; sí,  en cambio,  como el paseante asociativo de Nadja, que gracias a su caminata limitada por la familiaridad de su barrio, el quinto,  trama una figura, “los vasos comunicantes,” que ya no se debe a la casualidad sino al azar favorecido.

Pero caminando a mi aire, como si nunca me hubiera ido de París, de pronto, caí en cuenta de que caminaba erráticamente. Peor aún, comprendí que caminaba de memoria. Para decirlo todo de una vez, caminaba sin rumbo. ¡Me había perdido! Y, entonces, exclamé: ¡Por fin, lo logré! Me he perdido en París. (Este eco de la lectura se debe a Margo Glantz, quien después de haber escrito sobre naufragios logró, finalmente, naufragar en uno de sus viajes, y lo celebró: ¡Qué maravilla, estoy realmente naufragando!).

París es una excelente plaza de extraviados de todas partes, pero yo tenía que recuperar la memoria para venir a la Maison de l’Amérique Latine.

Di vueltas en redondo, retándome; renunciando a un mapa, y a las señales del tránsito. Miles de famas de todos los países se hacían un selfie con Notre Dame.

Hasta que, metódicamente, que es la inspiración a pie, reconocí de pronto una callejuela de Rayuela, la cual me llevó a una Avenida de castaños, que se abría dichosa a las nuevas calles antiguas del libro.

Estaba, entendí, caminando Rayuela, pero no como un mapa – que tendría que ser del tamaño de la ciudad, una Guía literal de París; si no como su cartografía; esto es, como una metáfora conceptual: la de otro diseño del lenguaje que equivale a todos los lenguajes. Rayuela, me dije, nos ha leído a todos y es nuesto Aleph—el libro donde vive París, la ciudad donde está la idea de la Ciudad. De modo que gracias a la Puerta de Rayuela recuperé la memoria, y estoy aquí para contarlo.

Este es el juego parisino de Rayuela. Rehúsa ser un álbum sentimental de tus mejores postales, el que resultaría banal; y es, más bien, una carta de navegación impredecible, y para cada lector siempre otra. Lo mejor, mon frère, es que Rayuela no se parece a París sino que París se parece a Rayuela. A la Ciudad Luz se le han fundido los plomos, escribió Martín Romaña; no a la novela.

Por eso, ya la primera frase de Rayuela nos pregunta: “¿Encontraría a la Maga?” La forma condicional del verbo, presupone la fragilidad de esa búsqueda, la incertidumbre de caminar la más larga caminata, que el libro emprende. Y tiene, por eso, sentido que Julio Cortázar diga de Horacio Oliveira: Buscar era su signo. Lo cual refuta la amenaza  de Picasso: Yo no busco, encuentro.

Buscar, no para encontrar, sino para preguntar por tí, es la definición de la lectura, de su gratuidad y creatividad. En cambio, encontrar estirando la mano, sin buscar, aparte de que inspira cierto temor,  anuncia las licencias del que no pregunta, y más bien se debe a sus opiniones; a la soledad, se diría,  del Yo sin edad.

En una carta a Carlos Fuentes, Julio Cortázar se quejaba de que su amigo y gran lector le hubiese colocado, en un estudio reciente, al lado de Alejo Carpentier. Tienes que comprender, le decía, que aunque Alejo sea un gran escritor, “él se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas.”

Las palabras, lo sabemos, están vivas para Cortázar. Laten y respiran con su fluidez oral. Lo leemos, y somos parte de esa circulación del habla que podemos llamar tuya y mía.

 

 

(Leído en el homenaje a JC organizado por la Cátedra Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, el 18 de setiembre de 2014 en la Maison de la Amérique Latine, París, en compañía de Aurora Bernárdez, Julián y Geneviève Ríos, Gustavo Guerrero, Dulce María Zúñiga, Carlos Álvarez, Erandi Barbosa, Florence Olivier, Carlos Henderson, Edgar Montiel, Armando Luigi Castañeda, entreotros)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 



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24 de septiembre de 2014
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El hombre del jersey beige

Millones de chaquetas de tweed, camisas a cuadros y trajes oficiales -adjetivados igual que los coches ídem: Audis negros con cristales ahumados que escenifican la representación de un estatus- desembarcan estos primeros días del otoño en las tiendas de ropa para hombre. Aunque la pasarela internacional exhiba rabiosas tendencias que desafían la uniformidad, ávida por mostrar desacato estético, las avenidas de Occidente se llenan de hombres enfundados en jerséis beige y americanas gris marengo que igualan ambición e intención. Y ahuyentan la temeraria sombra del riesgo, que únicamente cotiza en tanto que altavoz mediático. El sistema de la moda se rige por una lógica perversa: los diseñadores resuelven sus creaciones durante seis meses, intentando ser únicos, los mejores, bajo la presión de la prensa especializada y los compradores, pero son meros eslabones de un sofisticado engranaje. Las firmas de lujo que los contratan codifican mensajes de deseo en forma de millonarias inversiones publicitarias de las que están tan necesitados los medios, mientras que las marcas de la llamada moda pronta, o low cost, se benefician de esas campañas y ponen en sus escaparates el mismo modelo con peores materiales pero a precios imbatibles. La ropa masculina asume su convencionalidad en época de profundas y sucesivas mutaciones. Porque el hombre del traje gris, ese estereotipo alumbrado en los años cincuenta, cuando los primeros brókers se hacían limpiar los zapatos en la Grand Central Station, ha devenido hoy en el hombre del jersey beige. Hace unos años se reeditó la novela de Sloan Wilson que acuñó dicha etiqueta, prologada por Jonathan Franzen, quien afirmaba: “Esta novela consigue capturar el espíritu de los cincuenta. El conformismo incómodo, la evasión del conflicto, el quietismo político, el culto a la familia nuclear y la aceptación de los privilegios de clase”. Valores que permanecieron como absolutos durante más de sesenta años, y que el desgaste social de una crisis enquistada ha erosionado: la gente sale a la calle, no le teme al conflicto; se cuestionan los privilegios de clase y la familia se ha pluralizado. Aún así, el hombre del jersey beige ha emprendido su conquista planetaria. Sastrería industrial, o mejor dicho oficial, pero con patrones más sofisticados que los del sastre de Camps. Un carácter burgués uniformiza la debilitada eurozona: no es hora de extravagancias exquisitas. Aquellos políticos de UCD con trajes de Cortefiel son hoy populares o socialistas vestidos de Massimo Dutti y Mango, mientras que la izquierda escarlata compra las camisas en Alcampo. La pasarela palpita, la calle bosteza. Todo cambia excepto el aburrimiento. (La Vanguardia)

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24 de septiembre de 2014
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Lo que pudo haber sido y no fue

El segundo período del presidente Obama se acerca ya a su ocaso, y ha llegado la hora de preguntarse si su figura no quedará en la historia envuelta más bien en un halo trágico. El sentimiento de tragedia también es no pocas veces fruto de la frustración de quienes, desde la platea, albergaban la esperanza de ver al héroe alumbrado por los fulgores de la gloria y tienen que despedirse de él en silencio, o con aplausos desganados. La nostalgia de lo que pudo haber sido y no fue.

En El mayordomo, Forest Whitaker interpreta al sirviente negro que ha estado junto a varios presidentes a través de las décadas, poniendo la mesa en silencio y cepillando trajes. Una de las escenas lo muestra auxiliando a Lyndon Johnson, mientras puja con los pantalones abajo en el retrete, víctima de estreñimiento crónico. Y en otra, ya anciano, ve con los ojos llenos de lágrimas por la televisión la ceremonia en que Obama es juramentado. Es su propia reivindicación.

He allí el gran contraste, de donde nace la fábula posible: el primer presidente negro de la nación más poderosa del mundo. Antes, en el reparto de papeles, a los negros les tocaba servir de mayordomos del poder, o llorar la muerte de sus benefactores, de Abraham Lincoln, el ícono de la liberación de los esclavos, a Franklin Delano Roosevelt, como en esa imagen clásica del soldado negro que toca bañado en lágrimas su acordeón, al paso del féretro del presidente.

El cineasta Michael Moore, ha dicho hace poco que Obama "tan sólo será recordado por ser el primer presidente negro de Estados Unidos". Moore, cada vez más un demagogo, a lo mejor está en lo cierto. Pero quizás más que debido a su propia culpa, su fracaso esté siendo determinado por los anticuerpos que generó ante su llegada a la Casa Blanca, precisamente por ser negro.

Hizo una entrada triunfal bajo los reflectores, pero pronto sus frases para recordar fueron distanciándose de la realidad, en medio de una feroz batalla doméstica donde la misión primordial de los fundamentalistas del tea party fue entorpecer todo lo que hiciera y propusiera. Y desde las tramoyas de esta conspiración llegó siempre un inconfundible aunque disimulado olor a racismo.

Quizás su buena voluntad lo llevó a entrar con pie falso en el escenario, porque, al principio de su primer mandato, cuando tuvo la oportunidad de tomar iniciativas por su cuenta, insistió con terquedad en que no actuaría sino era por consenso. Perdió tiempo, y después de ser electo de nuevo siguió empantanado.

Y empantanado quedó también en la escena internacional, del tradicional conflicto de Estados Unidos con Irán al siempre renovado enfrentamiento entre Israel y Palestina, las primaveras árabes que terminaron otra vez en dictaduras, o en anarquía, como en Libia, la guerra de múltiples fuerzas en disputa en Siria, la trampa mortal que siempre ha sido Afganistán, el avance ruso hacia sus viejas fronteras imperiales en Ucrania, de por medio el cinismo sin miramientos de Putin, que no deja de poner nunca su cara impasible de jugador de póker.

 Y ahora, el Califato Islámico, la peor de las pesadillas, llena de confusiones y atrocidades como todas las pesadillas que quitan el sueño. Esta guerra de los drones contra los yihadistas seguramente tuvo que haberla peleado cualquier presidente de Estados Unidos; pero no será una cruzada capaz de reverdecer sus laureles.

Nada extraño que un presidente de Estados Unidos le herede a otro una guerra; pero Obama andará ese camino final a tropiezos, con los focos de los reflectores apagados, siempre bajo el acecho intransigente y feroz de los fundamentalistas domésticos que nunca quisieron haberlo visto en la Casa Blanca.

Ahora en las fotos aparece como un hombre viejo, encanecido bajo el agobio de las frustraciones, tan lejos ya de la música de fiesta que acompañó su entrada a la gloria de aquel reino, mientras música y reino se desvanecen en el aire cargado de infortunios

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24 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Literatura boliviana: Una irreverente solemnidad

La literatura boliviana contemporánea tiene como referentes fundamentales a Jaime Saenz y Jesús Urzagasti. La obra de Saenz (1921-86) no solo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida de "maldito" es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: "La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./[...]/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá".

Saenz anclaba su obra en la exploración del mundo marginal, siguiendo la estela de Arturo Borda (1883-1953), autor de la inclasificable El loco (1966); por esa senda siguió Víctor Hugo Viscarra (1958-2006), el "Bukowski boliviano" -o mejor: Bukowski como el "Viscarra gringo"-- que, en sus memorias Borracho estaba pero me acuerdo (2002), lee la realidad nacional desde los márgenes de los márgenes, aunque, a diferencia de Saenz, no hay en él una búsqueda mística del individuo sino una clara conciencia lumpen.

Otro referente esencial es Jesús Urzagasti (1941-2013), nacido en el Chaco boliviano. Narrador y poeta, Urzagasti es dueño de una cosmovisión poética que explora las continuidades entre la vida y la muerte y presenta un universo en el que incluso las figuras malignas tienen un lugar respetable. Las reglas de juego están en las primeras páginas de una de sus mejores novelas, De la ventana al parque (1992): "Los muertos que no se conocieron en vida, traban amistad en el más allá, pero sus aventuras nos están vedadas"; "los muertos... sólo cantan en las noches de luna y en los días de ininterrumpidas lluvias con una voz que conmueve incluso a los sordos y desorejados". De la ventana al parque no como un inquietante cuento de fantasmas a la manera de Pedro Páramo, sino como una visión celebratoria del más allá. Mejor: una celebración de la vida, siempre y cuando uno sepa asumir su cercanía con la muerte. A través del tiempo y del espacio son más los muertos que los vivos, y esos muertos -chaqueños y andinos, argentinos y bolivianos-- están contándose historias y pueden no haberse cruzado sus caminos en vida, pero para eso ahora nos usan a algunos de nosotros y al narrador: somos intermediarios, cajas de resonancia en torno a la cual confluyen muchos de ellos. Nuestros muertos se sirven de nosotros para dialogar, para conocerse entre ellos. Y los poetas son seres privilegiados (Urzagasti es un ser privilegiado), porque a sus seres más queridos los hacen "saltar por la ventana rumbo al parque... porque ese aire del alba y esa vegetación jamás podrían dañar a los personajes que algún día se sintieron mágicos e inmortales".

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Los críticos consideran que la novela que da inicio al momento actual de la literatura boliviana es Jonás y la ballena rosada (1987), de Wolfango Montes (1951), un escritor de Santa Cruz afincado en el Brasil y miembro de una generación que tiene entre sus nombres importantes a Adolfo Cárdenas (1950), Ramón Rocha Monroy (1950), Homero Carvalho (1957) y Claudio Ferrufino (1960). La grave solemnidad de la narrativa boliviana, que se resquebraja un poco en la década del setenta, se hace trizas en Jonás y da paso a la irreverencia, al humor sin tapujos; el pudor a la hora de representar la sexualidad es reemplazado por una descarnada y liberadora franqueza. Ganadora del premio Casa de las Américas, la novela tiene como escenario a Santa Cruz, polo dinámico del progreso en la Bolivia contemporánea. Aparecen nuevos temas como la presencia del narcotráfico en la sociedad boliviana y la representación de la problemática de la clase media. Simbólicamente, la novela muestra un desplazamiento importante: ya no es el mundo rural de occidente el que nos revela la esencia de la identidad nacional, como ocurre en buena parte de la narrativa de la primera mitad del siglo XX, sino el mundo urbano, la pujante burguesía del oriente.

Otra novela clave es De cuando en cuando Saturnina (2004), de Alison Spedding (1962), una escritora y antropóloga inglesa nacida en 1962 que, después de publicar novelas en inglés en el género de la fantasía, se mudó a Bolivia en 1989 y comenzó a escribir en español. De cuando en cuando Saturnina (2004), una obra de ciencia ficción con perspectiva feminista e indigenista, escrita con mucho humor y una notable capacidad de exploración lingüística (la autora mezcla libremente el español con el inglés, el aymara, etc.), es considerada por algunos críticos la mejor novela boliviana contemporánea.

 

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La nueva generación -escritores nacidos en las décadas del setenta y el ochenta- ha iniciado su andadura con obras ambiciosas y prometedoras, y está colocando a Bolivia en un lugar relevante en el panorama de la literatura latinoamericana. Se debe señalar, entre otros, a Giovanna Rivero (1972), Wilmer Urrelo (1975), Christian Vera (1977), Fabiola Morales (1978), Maximiliano Barrientos (1979), Juan Pablo Piñeiro (1979) Rodrigo Hasbún (1981), Liliana Colanzi (1981) y Sebastián Antezana (1982). Casi todos ellos publican en editoriales de prestigio en América Latina y España y han recibido distinciones importantes en su carrera. También están siendo traducidos: Piñeiro y Hasbún al francés, Urrelo al italiano, Barrientos al portugués.

Si hubo un momento en que la literatura boliviana se enfocó en el indígena y otro en el que se olvidó de él, los narradores de las nuevas generaciones han optado por insistir en otro camino: representar una Bolivia en la que distintas tradiciones culturales conviven e impregnan la mirada tanto urbana como la rural. Esa mezcla está presente en la compleja Cuando Sara Chura despierte (2003) de Juan Pablo Piñeiro, que nos presenta a una La Paz chola y ha asimilado como pocos la influencia de Saenz y Urzagasti, y en los cuentos inquietantes de Rivero (Tukzon, 2008) y Colanzi (La ola, 2014). A esa mezcla la acompaña la indagación en las raíces históricas del presente que llevan a cabo Rivero en 98 segundos sin sombra (2014) -una novela chispeante sobre el peso de la cultura del narcotráfico en una ciudad de Santa Cruz en los años 80- y el vargasllosiano Urrelo de Fantasmas asesinos (2006) y Hablar con los perros (2011). Otra forma de narrar el presente se encuentra en la potente El profesor de literatura (2014), de Christian Vera, que dinamita las bases de un sistema educativo alienante a través de un narrador neurótico rebelde a ese sistema a pesar de su aparente pasividad (o quizás por ello mismo).

La literatura, por supuesto, no tiene la obligación de atender al presente. Su desfase con ese presente puede ser una de sus características más reconocibles: a veces llega tarde y en otros momentos se adelante y es visionaria. También suele ser oblicua: ¿para qué narrar lo que ocurre ante nuestros ojos cuando podríamos ocuparnos de las ríos subterráneos, los temblores apenas perceptibles en la superficie? Así, los cuentos tan rigurosos como sutiles de Maximiliano Barrientos (Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, 2011) y Rodrigo Hasbún (Los días más felices, 2011) insisten en la dislocación, la sensación de incertidumbre, la confusión de la clase media boliviana ante un panorama cambiante. De manera indirecta, al bucear en el aprendizaje hacia nuevas sensibilidades, estos escritores están narrando el cambio social y político. Su obra es la intimidad de una crisis que aparece cotidianamente en los periódicos.

 (Revista Eñe, Clarín, 21 de septiembre 2014)

 

 

 



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23 de septiembre de 2014
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Asuntos metafísicos 66: Lo inconcebible para el viajero galileano

El tiempo se ha hecho pequeño para la distancia.                                                          

Al pasar el tren sin detenerse  por la estación E, se desencadena en el andén una señal,  (acontecimiento A) anunciadora de que en un intervalo de tiempo determinado en la estación E'  ocurrirá un acontecimiento B. Obviamente, para el jefe de estación,  A y B son eventos distanciados tanto en el espacio como en el tiempo. Sin embargo no está excluido que para el viajero asomado al exterior ambos estén muy próximos en el tiempo y eventualmente  sean simultáneos, de tal manera que al pasar por E percibiría ya en  la distancia,  el anunciado evento B. Todo depende de que en el andén el intervalo  temporal T0 entre  A y B sea  pequeño en relación a la distancia espacial entre ellos. ¿Y qué quiere decir pequeño? Pues por ejemplo que en ese intervalo la luz fuera incapaz de cubrir la distancia espacial. Si así es, entonces hay una determinada velocidad V0 tal que, si el tren va a esa velocidad, A y B ocurrirán para el viajero en un mismo instante. Cabe incluso que para nuestro hombre  B preceda a A. Basta para ello que la velocidad de su tren sea superior a V0.  En general, dada una velocidad V mayor que cero, existe   un continuo de  eventos que el operario de la estación considera  aun por venir y que para el viajero son contemporáneos.

Y el espectro de los acontecimientos simultáneos para el viajero, se adentra  en el pasado del operario de la estación,  y (al igual que  en el caso del futuro)  esta inmersión es tanto más profunda cuanto que el evento está más alejado en el espacio. Pues (limitándose ahora  a una coordinada espacial y una temporal), para todo  instante t del pasado del ferroviario  existe una distancia x  en el sentido contrario a la marcha del tren, tal que lo que acontece a esa distancia es para el viajero presente. Complementariamente, acontecimientos que son simultáneos para el viajero ( por ejemplo todos los ocurridos en el instante t=0 en el cual el tren alcanzó  la estación) están  para el ferroviario en momentos diferentes. Pues resulta que la contemporaneidad es ahora dependiente de la velocidad, y en consecuencia relativa no sólo al tiempo sino también al espacio.  Y de hecho sólo hay eventos simultáneos para ambos protagonistas en el momento en el que el centro de coordinadas del tren coincide con el centro de coordenadas de la estación, es decir en ese instante de cada uno en el que la distancia respecto al acontecimiento que el otro constituye es nula.

Pues bien, éste es el momento de retornar a Galileo  para ver que tratándose de medir distancias espaciales que no están en el propio sistema (por ejemplo medir desde el tren la distancia entre los extremos A  B de un componente del rail) es imprescindible cumplir la condición de medir al mismo tiempo la ubicación de ambos extremos,es decir considerarlo como acontecimientos espacio temporales simultáneos.

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23 de septiembre de 2014
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La balada de Violette Leduc

Finalmente resucita Violette Leduc, que tuvo su momento de gloria relativa en los años sesenta y que más tarde fue olvidada por completo, también en Francia. En 1993 estuve en unos encuentros literarios en Toulouse y pregunté por ella a algunos profesores de literatura de París. Asombrosamente, no sabían nada de Violette Leduc y por descontado no la habían leído. Era como si hubiesen borrado su nombre de la historia de la reciente literatura francesa. El mismo Martin Provost, artífice de la resurrección de Violette gracias a su último filme, asegura que no la conocía, y que oyó hablar por primera vez de ella en voz del guionista de su película Seraphine.

Yo accedí a su obra en el verano de 1981, cuando me hallaba refugiado en un barrio periférico de París, intentando acabar mi segunda novela. En una librería de libros de segunda mano que había muy cerca de mi casa compré la novela Térèse et Isabelle. Nada más iniciar su lectura percibí el poder del estilo de Leduc, su ritmo percutante y vertiginoso, su lirismo implacable y profundamente nuevo, y su increíble naturalidad al narrar un amor profundo, y profundamente sexual, entre dos escolares de un internado de olor a represión y a lejía. Recomendé vivamente su publicación a varias editoriales en las que confiaba, pero no me hicieron caso.

La injusticia que se cernía sobre la obra absolutamente esencial y ejemplar de Violette Leduc (una novelista mucho más moderna y desinhibida que Sartre y Beauvoir) me ha resultado siempre de lo más enigmática, pues los franceses no suelen caer en olvidos así con sus escritores más sobresalientes, y Violette Leduc es uno de ellos sin la más mínima duda. Quizá la sepultaron otros escritores existencialistas más populares y más mediáticos, quizá... Aunque yo más bien tiendo a pensar que Violette Leduc fue una adelantada a su tiempo que sabía abordar con profundidad y precisión el incesto, el amor-pasión entre niños, los amores secretos y los manifiestos, en un estilo único.

El verano que la descubrí de la mano de Térèse e Isabelle, dos personajes radiantes y temblorosos como la sensación de pecado, no había visto nunca una foto de Violette Leduc, y fascinado por la belleza de su nombre, imaginé que podía haber sido una mujer muy guapa. Nada más lejos de la verdad. Violette Leduc era una rubia muy poco agraciada. Simone de Beauvoir la llamaba "la fea". ¿Solo ella? Juraría que no, juraría que todo el Barrio Latino la llamaba así.

Ahora resucita, como digo, y era previsible que en el filme de Provost apareciera dulcificada una relación que fue bastante feroz y marcada casi siempre por el desprecio. Pero da igual... Hay que dar por bienvenida esta resurrección más bien fortuita de una de las escritoras más subversivas y hondas del siglo XX. 

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23 de septiembre de 2014
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