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Jurisdicciones especiales

China también quiere tener su Estado de derecho, su rule of law en la expresión clásica en inglés. Si tiene una economía de mercado y multimillonarios, posee empresas en todo el mundo y lidera la nueva carrera del espacio, es el primer país exportador y la segunda economía del planeta, ¿qué razón podría existir para que no tuviera algo parecido a un Estado de derecho? Hay razones objetivas para que el Partido Comunista Chino se preocupe por el funcionamiento de la justicia en el preciso momento en que crecen las protestas sociales, se extiende la corrupción entre los dirigentes y la economía empieza a desacelerarse. Hoy se conocerán las medidas acordadas por el Comité Central, reunido desde el lunes con la idea del Estado de derecho como punto crucial de su orden del día. El régimen ya ha hecho algunos tímidos pasos para limitar y controlar la pena capital. También para reducir los centros de reeducación por el trabajo o las cárceles negras, temibles instituciones oficiosas de detención extrajudicial. Pero ahora quiere presentar la faz modernizadora de una reforma judicial que introduzca algo de transparencia en los procesos, elimine el control político local sobre los jueces e incluso digitalice los juzgados. No habrá división de poderes, ni justicia independiente, ni sometimiento de todos por igual al imperio de la ley. Eso es Estado de derecho occidental, bien distinto al Estado de derecho con características chinas que hoy nos dará a conocer el Comité Central. Basta con tener algo a lo que llamemos Estado y que siga determinados procedimientos o reglas para que podamos decir que es un Estado de derecho. El chino es un Estado de derecho low cost. Los miembros del Comité Central están afectados de forma relativa por estas decisiones. Aunque apenas hay otra escalera para el ascenso social, no todo es un camino de rosas para los casi 90 millones de comunistas, pues el partido queda fuera del Estado de derecho y cuenta con una jurisdicción especial, bajo competencia de la todopoderosa Comisión de Disciplina, una de cuyas ocupaciones más importantes es la lucha contra la corrupción. Esta siniestra institución tiene sus centros de detención y sus propios policías, que pueden interrogar sin juicio a los acusados durante seis meses. El proceso secreto, que puede incluir malos tratos e incluso torturas, como la privación del sueño, termina con la expulsión del Partido y la entrega del reo a la justicia ordinaria. Los únicos que están a salvo son los siete miembros del Comité Permanente del Politburó. Las dos últimas purgas por corrupción en la cúpula han afectado a Bo Xilai, que aspiraba a incorporarse al máximo organismo pero fue cazado en el camino, y ahora a Zhou Yongkang, el zar de la policía, incriminado justo cuando abandonó el comité permanente en 2012. El Partido se rige por leyes especiales pero los siete hombres más poderosos de China, los auténticos soberanos, están por encima del bien y del mal mientras se sientan en el Comité Permanente.

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23 de octubre de 2014
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Palabras inaugurales del Festival Internacional Cervantino

Me corresponde el honor de darles la bienvenida al cuadragésimo segundo Festival Internacional Cervantino, el festival de música y artes escénicas más importante de América Latina y uno de los más diversos y relevantes del planeta. En otras palabras: a esta celebración que, gracias al empeño continuado de quienes lo han hecho posible, los gobiernos federal y del Estado, la alcaldía de Guanajuato, la Universidad de Guanajuato y, de manera especial, los propios habitantes de ésta, la ciudad más hermosa del mundo, se ha convertido en uno de los mayores orgullos de nuestro país y una cita obligada para los grandes artistas de nuestro tiempo.

            En Euforia, de la escritora norteamericana Lily King, un fascinante triángulo amoroso situado en Nueva Guinea durante la edad de oro de la antropología, los personajes de la novela, libremente basados en Margaret Mead y su círculo, no tardan en constatar, mientras estudian los comportamientos de distintas tribus de la zona, que en muchos sentidos ellos mismos, los expertos que enarbolaban los valores de la civilización occidental, eran mucho más salvajes que sus objetos de estudio.

            Si hoy abrimos un diario, nos sentamos frente a un noticiario televisivo o dejamos que nuestro teléfono nos informe en directo sobre el estado del mundo y de nuestro país, tendríamos que admitir que seguimos siendo salvajes. Bastaría enterarnos de las tragedias que cimbran a Siria o Irak o, más cerca de nosotros, de los brutales crímenes contra los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, para perder cualquier confianza en el género humano. Seguimos dominados por prejuicios ancestrales, por el ansia de poder o la venganza, y olvidamos a diario que todas las vidas humanas poseen el mismo valor.

            Pero, si bien estas tendencias asesinas y excluyentes permanecen arraigadas en nosotros, también es cierto que, desde épocas inmemoriales, los seres humanos hemos buscado conjurarlas a través de ese conjunto de manifestaciones que solemos llamar "arte". Todas las culturas comparten esta vocación por la danza y la poesía, el teatro y la música, como si supiéramos que son el único bálsamo frente a la barbarie. Por eso el arte no es un simple entretenimiento ni una mera forma de evadir el horror cotidiano, sino una fuerza que nos permite indagar en lo más profundo de nosotros mismos con la esperanza de llegar a conocernos mejor. Si el arte no garantiza nuestra redención, al menos nos permite reconocer nuestras flaquezas y delirios, y transformarnos, por un instante, en otros: en los otros. En nuestros semejantes.

            Shakespeare, de quien hoy celebramos 450 años, lo supo como nadie: sus obras jamás ocultan la vileza, la ambición o la crueldad, pero tampoco la ternura, la amistad o la pasión, nuestras grandes virtudes. A lo largo de estas semanas, el Bardo será uno de nuestros guías por los claroscuros de la naturaleza humana, y su vigencia se verá reflejada en numerosas puestas en escena y adaptaciones de sus obras. El horror que nos circunda demuestra que vivimos tiempos eminentemente shakespearianos.

            Las fronteras siempre han sido fuentes de disputas, guerras y masacres. Desde Rómulo, que trazó los lindes de Roma y asesinó a su hermano por cruzarlos, hasta los miles de mexicanos y centroamericanos que ahora mismo arriesgan sus vidas para traspasar la línea artificial que nos separa de Estados Unidos, las fronteras muestran lo peor -y lo mejor- de nosotros. Yo estoy aquí y tú allá. Y, sólo por eso, soy mejor que tú. Ideas atroces frente al que se han rebelado un sinfín de artistas -y de hombres y mujeres comunes. El Festival Cervantino también será el escenario en que se discutan, se subviertan y se vulneren las fronteras.

            La música, la danza, el teatro, el cine, las artes plásticas y la literatura como acicates para la reflexión sobre los problemas de nuestro tiempo, sí, pero también como un espacio para la solidaridad y la comunión. Por ello, también tendremos la oportunidad de apreciar el singular trenzado entre tradición y modernidad que ofrecerán las prodigiosas culturas de nuestros invitados de honor: Japón y Nuevo León.

            A lo largo de estos 19 días, Guanajuato -y México- recibirán a cerca de 4 mil artistas que, en más de 685 actividades, nos mostrarán nuestros abismos: nuestro dolor y nuestra risa, nuestra sinrazón y nuestra capacidad para sobreponernos al infortunio, nuestros torvos miedos y nuestras gloriosas esperanzas. Un recorrido de 19 días, pues, para aquilatar la avasalladora complejidad que nos hace tan apasionadamente humanos.

            Bienvenidos sean al cuadragésimo segundo Festival Internacional Cervantino.

 

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22 de octubre de 2014
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Una novela francesa

Un pequeño apartamento amueblado para dos amantes infieles. Años de amor a tres bandas, ejerciendo como la otra, un estado civil que conocen tanto como toleran los franceses. Unos orígenes humildes: la madre que llevaba a los hijos de tres en tres en bicicleta al colegio, el padre con una pata de palo. Los estudios y la política; “ahora tendrás que pegarte a Hollande”, le aconseja el redactor jefe de Paris Match a la joven periodista Valérie Trierweiler. Mariposas en el vientre, un bar de carretera entre Limoges y Tulle. “Nadie me había besado así. Un beso que hace quince años que aguardaba, en medio de un cruce”. Hasta que Ségolène Royal le pide a Hollande que abandone el domicilio conyugal. La otra es la arquera que se ha enamorado de una especie de calzonazos, la sombra gris del socialismo francés. Trierweiler no es Yasmine Reza. Ni su confesión autobiográfica pretende ser literaria. Más una terapia que una vendetta; una escritura reparadora para quien cree que debe recuperar la dignidad. En su libro, Gracias por este momento (Maeva), se impone la vocecilla de quien se sentía frágil, amenazada por las medias verdades y mentiras de quien era su pareja. El libro destila una sinceridad que enternece y a la misma vez un estigma que acabas detestando. Qué sentimiento de ilegitimidad asaltaba a esa mujer por no haber pasado por la vicaría antes de ocupar el Elíseo. Valérie se identifica con Anne Pingeot, la amante de Mitterrand, e incluso piensa en aquella desmadejada Cécilia Sarkozy a la que arrastraron a la Place de la Concorde a celebrar la victoria de su marido. Ella, minutos antes de ser reclamada para la foto de la victoria, está encerrada en el baño, sentada sobre los fríos azulejos, aterrada por lo que ya ha empezado a perder. Cuando el presidente de la República no era casi nadie y su popularidad estaba por los suelos -como ahora- fueron felices. Un Hollande apasionado y fogoso que hacía payasadas y bailaba el sirtaki en los viajes en coche. Y un sibarita que no conoce el precio de las cosas pero prefiere saltarse una comida si no es de gourmet, “que no come mis fresas si no son de la variedad garriguette, ni prueba las patatas si no provienen de Noirmoutier”. Pero también un Hollande que, en privado, llama a los pobres “desdentados”. Hay quienes opinan que el de Trierweiler ha sido un golpe muy bajo, y quienes piensan que la democracia gana cuando se airean los trapos sucios, la mentira y la soberbia de un presidente de la República que jugó al amor cortés. “Ahora, no deja de mandarme mensajes pidiéndome que vuelva”, dice la dama despechada. Estos franceses, siempre tan torturados. (La Vanguardia)

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22 de octubre de 2014
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41. El pintor que pudo existir

 

Malpaso se está convirtiendo en una editorial a perseguir, más que a seguir. Además de los nombres interesantes que va reuniendo en su catálogo (Martín Caparrós, Eduardo Lago, Esther García Llovet), tiene la sana osadía de publicar este clamoroso fake del novelista escocés William Boyd, que es presentado al lector como una biografía real del artista Nat Tate. Como refinamiento añadido, el conocido crítico de arte Francisco Calvo Serraller entra en el juego y escribe un delicioso prólogo donde da por buena la existencia de Tate y continúa la impostura, que el lector debe desmontar (eso sí, Calvo Serraller salva la situación comparando inteligentemente el libro de Boyd con el Biographical Memoirs of Extraordinary Painters publicado por Beckford en 1780, una sátira en la que el autor de Vathek se burlaba de algunos pintores utilizando también nombres y lugares inexistentes).

 

La inexistencia de Tate, un artista con un sentido ético extremo respecto a su trabajo, no es lo más importante del libro, pero vale anotar un par de detalles para valorar la complejidad de la operación falsificadora de Boyd. En el esquema original, Tate sería un artista casi desconocido descubierto por casualidad por Boyd en una exposición de dibujo. Según su relato, era casi imposible encontrar obra suya porque la había destruido casi por completo, modo de defender en parte su falta de visibilidad, a pesar de tratarse de un artista genial. Según cuentan las crónicas, para hacer creíble la historia de Tate y su desaparición Boyd se rodeó de personas influyentes, como Gore Vidal, David Bowie, el crítico John Richardson y Karen Wright, la editora de la revista Modern Painters, quienes intentaron hacer verosímil la existencia de Tate de modos diversos: Vidal y Richardson, a través de la escritura de falsas citas sobre el artista y su obra; Wright mediante su conocimiento directo del supuesto artista; y Bowie, mediante la organización de una fiesta de homenaje y reivindicación de Tate a la que acudió el "todo Manhattan" en 1998 y de la que se conservan algunas fotos, como la arriba reproducida.

 

Parece que la mayioría de los invitados dio por bueno el trabajoso montaje y, si la leyenda es cierta, el periodista David Lister, confuso sobre todo el asunto, fue recabando algunas opiniones de modernos neoyorkinos sobre la obra de Tate, cuya obra no conocían pero de quien inequívocamente habían oído hablar. Si non è vero... Para redondear el desatino, parece ser que esta obra falsa de Tate, Brigde number 114, fue vendida por 7.000 libras esterlinas en una subasta:

 

 

 

 

La obra, como reconoció el propio Boyd en este artículo publicado en The Guardian en octubre de 2011, había sido hecha con sus propias manos, como las demás reproducidas en el interior del libro, y como todo lo demás referente a Tate, personaje que partió de una pregunta muy sencilla: "Why don't I invent an artist?". Y lo hizo.

 

A partir de aquí, tout le reste n'est que littérature, que diría Verlaine, y desde luego lo más importante de Nat Tate 1928-1960. El enigma de un artista americano (1998) es la construcción de Tate como un fascinante personaje literario con un sentido agudo de la responsabilidad artística. La metáfora del final de la novela (no quiero dar más pistas aquí), unida a las referencias con El puente (1930) de Hart Crane y la biografía de éste, crean un efecto de reverberación destinado a suspender la incredulidad del lector. A ello contribuyen asimismo la introducción de falsas obras de Tate y de fotografías antiguas compradas por Boyd en rastros y apócrifamente atribuidas al artista y su entorno familiar y profesional. Mientras la construcción psicológica de Tate era fácil de lograr (un chico tempranamente huérfano, adoptado por una familia millonaria y que en cierto modo se siente culpable por su supervivencia), no lo era tanto explicar cómo su obra "genial" no era en absoluto conocida. Aquí Boyd fuerza un poco la máquina, pero consigue salvar la situación con giros argumentales que pisan la delgada línea roja de lo temerario sin sobrepasarla. Habría de destacar el sano sentido del humor con el que se aborda la escena creativa del New York de medio siglo y las anécdotas -supongo que también ficticias- que incluye Boyd relativas a sus grandes figuras (Kline, Frank O'Hara, poetas, pasantes y galeristas, etc.). De hecho, el propio nombre de Nat Tate tiene su origen en las dos primeras sílabas de dos conocidos museos londinenses, la National Gallery y la Tate Modern. Y quizá aquí, en la crítica al mundo del arte, se esconde el propósito último de Boyd y lo más interesante del libro: la materialización (o, en puridad, desmaterialización) en la figura de Tate de ese azote que es el arte con fines mercadotécnicos, un mal criticado explícitamente en alguna descripción de los pensamientos del personaje: "Tate era uno de esos pocos artistas que no necesitan (ni persiguen) la transformación de su pintura en una valiosa mercancía que puede ser comprada y vendida al arbitrio del mercado y sus mercaderes. Había visto el futuro y el futuro apestaba" (p. 88). Visto desde esa perspectiva el último tramo de la novela cobra tintes más épicos que trágicos.

 

Pasen y vean esta fabulosa operación de Boyd sobre Nat Tate, el pintor que pudo existir y que, en cierta forma, existe y nos recuerda cuáles son o debieran ser los límites del arte.

 

 

 

[Origen de las fotografías: http://youtackything.tumblr.com/]

 

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21 de octubre de 2014
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Veinticinco años sin Simenon

            No leía a Georges Simenon (1903-1989) por los prejuicios que me despertaba saber que había escrito alrededor de cuatrocientas novelas. Pese a los elogios de Faulkner, Céline y John Banville, ¿podía ser bueno alguien que escribía tanto? ¿Era serio un autor capaz de sentarse ante su máquina en una jaula de cristal y escribir un cuento frente al público y contra reloj, como si la literatura pudiera ser también un "reality show"? Tardé mucho en vencer mis resistencias iniciales, pero lo hice hace un par de semanas, acuciado por el entusiasmo popular y la unanimidad crítica con que Francia conmemoró los veinticinco años de su muerte. Hace dos años la editorial Acantilado lo relanzó en español con dos de sus novelas, Pietr, el Letón (1930) y El gato (1966), y decidí comenzar por ahí. Ahora me pregunto por qué tardé tanto.  

            En Pietr, el Letón se inicia la popular serie del comisario Maigret, de la que hay unas ochenta novelas. En las primera páginas aparece el comisario, de pipa y americana, "enorme, con sus hombros impresionantes que proyectaban una gran sombra". Le interesa atrapar al legendario delincuente Pietr el Letón, pero el "caso" es para él un medio para un fin más que un fin en sí mismo: según su teoría de la fisura, todo criminal es dos hombres a la vez; la policía se concentra en uno, el "jugador", el "contrincante", mientras que Maigret busca a otro, que aparece cuando ocurre la fisura, "el momento, dicho de otro modo, en que detrás del jugador aparece el hombre".

El policial en Simenon no sería entonces la gran lucha de inteligencias de Poe ni tampoco la versión noir de Chandler en la que el detective es un cruzado romántico en un mundo corrupto; es la visión del crimen como algo de todos los días, en la que las flaquezas humanas pierden al asesino tanto como podían haber perdido a cualquier hijo de vecino o al mismo Maigret. En Pietr, el Letón hay tiempo para que Maigret, una vez atrapado el criminal, se tome unos ponches de ron con él: entre la policía y el culpable, escribe Simenon, "se crea una especie de intimidad. Sin duda por el hecho de que durante semanas, a veces meses, policía y delincuente sólo se preocupan el uno del otro".

            La novela de Maigret es buena, pero El gato está en otro nivel y es magistral. Simenon llamaba "novelas duras" a las que no eran policiales, y esa definición tiene que ver con la maestría con que escarba en las debilidades de sus personajes, hasta entregarnos un retrato brutal de la condición humana. El gato es la historia de un matrimonio de ancianos que no se soportan; la desconfianza instalada entre los dos hace que, a la muerte del gato de Émile, él piense que la culpable es ella, Marguerite. Así comienza entre los dos una contienda silenciosa, cruel, maquiavélica, que es también un juego: "¿Y no habían acabado por obtener así un secreto placer de ello? Los niños juegan a la guerra. Entre ellos dos, ahora, había una auténtica guerra, aun más apasionante".

El escenario de esta novela es el de un callejón de casas viejas, y allí se encuentra, atendiendo un bar, una genial creación: Nelly, la ex-prostituta compasiva que ofrece sexo gratis a sus clientes fieles. Nelly es una adicta al sexo, y Simenon, que podía escribir cuarenta páginas al día, sabía mucho de adicciones y compulsiones. La guerra de Émile y Marguerite es una compulsión por enmascarar la verdadera batalla, que es contra el tiempo y es absurda y despiadada y termina siempre en derrota. Hay pocos escritores más existencialistas que el Simenon de El gato.  

 

(La Tercera, 18 de octubre 2014)

 

 

 

 

 

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21 de octubre de 2014
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Nada grave sucede

En 2009, antes de acabar con ‘Antes del anochecer' (‘Before Midnight') su trilogía de la pareja Celine/Jesse, Richard Linklater realizó ‘Me and Orson Welles', inédita en España. Es una interesante comedia fallida en la que el protagonista Richard, un alumno de secundaria aspirante a actor, conoce casualmente  -antes de que el joven pero ya eminente Orson Welles se cruce en su vida-  a Gretta, una muchacha que toca el piano en una tienda de música y sueña con ser escritora. Personaje menor pero significativo de esta comedia de romance y disparate centrada en el histórico montaje teatral del ‘Julio César' de Shakespeare que Welles dirigió e interpretó en Nueva York en 1937, Gretta sólo interviene en tres escenas de la película pero en todas habla como un oráculo; al salir de la tienda de discos e instrumentos, y antes de despedirse de Richard, Gretta dice: "Sería una gran escena de un cuento magnífico, dos personas que se conocen así [como ellos dos], y nada más". Días después, reunidos de nuevo por azar ante una urna griega del Metropolitan, Gretta le cuenta a Richard que ha escrito un relato sobre una chica que va al museo porque está triste. "¿Y qué pasa entonces?", le pregunta él. "No pasa nada. [...] ¿Por qué todo ha de tener mucho argumento?".

     Linklater es un director muy prolífico, cambiante y desigual, y entre sus cerca de veinte largometrajes hay historias de mucha peripecia. A mí, como a Gretta, me seduce (a veces) el arte de la nada, y en particular la nadería de este cineasta nacido en Houston, hecha de palabras, ya que tanto la trilogía como ‘Boyhood' son películas en que los personajes no viven grandes pasiones ni sufren tragedias pero no paran de hablar. A la vez que iba filmando, entre 1995 y 2013, siempre con Ethan Hawke y Julie Delpy, los tres ‘befores' (‘Before Sunrise', ‘Before Sunset' y ‘Before Midnight'), se ignoraba la existencia de su otro ambicioso proyecto sobre el curso temporal y sentimental de unos actores/coautores a quienes se convoca intermitentemente, se les sigue, se les impone tramas leves que a menudo surgen de ellos mismos, mientras la cámara capta, sin figuras de estilo ni alardes de montaje, la media verdad de esa mentira novelesca. Y a los dieciocho años del dúo amoroso formado por la francesa Celine y el norteamericano Jesse, que en la última de las tres entregas, ‘Before Midnight', tenía momentos de suma belleza y sublime naturalidad (en un largo paseo por el campo, durante una comida con un parafraseado Patrick Leigh-Fermor interpretado por el anciano camarógrafo Walter Lasally), se suman ahora los doce, desde que tiene seis hasta que cumple los dieciocho, del joven Mason en ‘Boyhood', una obra maestra de control dramático, de construcción, de tempo, de elegancia narrativa.

      Más que originalidad (es evidente el modelo que Linklater ha tenido en la cabeza, las cinco películas de Truffaut con el personaje de Antoine Doinel encarnado por Jean-Pierre Léaud), ‘Boyhood' aporta el valor de su riesgo, siendo sin embargo una película de línea clara, sin aparato ni programa teórico, y de ubicación muy ceñida al paisaje urbano, suburbial, del estado de Texas, en contraste con el marco cosmopolita e internacional de la citada trilogía. Los peligros eran obvios: los protagonistas ineludibles podían haber fallecido, o no estar disponibles en los 39 días de rodaje salteados a lo largo de esos doce años de intermitencia, o haberle fallado al realizador, en el caso de los más jóvenes, por incompetencia o inconstancia. No ha sido así. La suerte recompensó la tenacidad y la ocurrencia de Linklater y, junto a la solvencia ya probada de Ethan Hawke y Patricia Arquette, que componen sin fisuras sus personajes de cantamañanas bohemio y un poco antisistema y madre sensata que sólo encuentra maridos insensatos, la seducción y el encanto que destila el film se basa en los dos hermanos, Mason (Ellar Coltrane) y Samantha (Lorelei Linklater, hija del cineasta), cuyo transcurrir en la pantalla era impredecible, pues pasa de la niñez a la primera juventud. Coltrane le confiere a su Mason densidad, silencios significativos, mirada y rostro que da gusto mirar, pero mi impresión es que si la película se hubiera fijado en el crecimiento de Samantha como protagonista, la hija de Linklater también habría dado pie a una ‘girlhood' femenina apasionante: su imitación musical en el dormitorio para enredar a su hermanito, la despedida burlonamente solemne de la primera casa de la que se mudan, sus desplantes al padrastro alcohólico, configuran una personalidad y señalan a una actriz dotada para el humor y la contención patética.

     Superadas en la filmación las inclemencias del tiempo, el tiempo permanece como el motor y principio definitivo de ‘Boyhood'; también como su personaje ausente soterradamente presente. A la novedad de una temporalidad sin truca se añade el indudable morbo de saber que allí no hay envejecimientos postizos ni maquillajes o ‘photo shop'. Olivia, la madre, engorda y adelgaza sin duda al margen de los requerimientos del guión, el joven galán Hawke pierde la galanura a ojos vistas, y el acné de los dos hermanos y el garbo enflaquecido de Mason responden sólo al sino de la naturaleza y esconden un agradable suspense fisiológico.

     Ahora bien, ‘Boyhood' no es un documental sobre un paraje humano que el objetivo y la mente de un director se limitan a reflejar. El argumento es trivial, por no decir trillado: divorcios, matrimonios, colegios, mudanzas, estrechez económica, sueños, amigos pesados, iniciaciones al sexo y las drogas. La vida misma tratada artísticamente como si el arte no la transformara, y la única mutación fuese la naturalidad del crecer, del engordar, del arrugarse,  afearse o rejuvenecer; del cambiar de ideas generales y de gustos musicales. Apariencia de un film cuya marca estilística en ‘low key' no debería engañar. Un ejemplo de su potente anti-banalidad son las elipsis, que apenas se dejan notar porque dependen no de un aviso capitular o una numeración sino del ver que los niños han dado un estirón o tienen más granitos que en el plano anterior. Ese callado pero elocuente flujo de las cosas visibles se extiende asimismo al trasfondo social: la campaña pro-Obama, el vecino confederado, la guerras extranjeras del exmilitar, el trabajo de los inmigrantes ilegales (aunque la reaparición del latino redimido por el consejo de Olivia es una mancha de sentimentalidad edificante en una película tan imperturbable en la descripción de las vidas corrientes). Y un último valor, propio de un artista de fuste: al acabar los 165 minutos de metraje, nos quedan  ganas de saber cómo serán Samantha y Mason a los 40, si tan independientes y tan soñadores y tan articulados en su expresión como lo son mientras pasan de la escuela primaria a la universidad. Y si también en esa madurez nada luctuoso o traumático les ha ocurrido.

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21 de octubre de 2014
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Bob de Arabia: las crónicas del iracundo y lúcido Robert Fisk

Releo La era del guerrero, una selección de crónicas, ensayos y reportajes del decano de los reporteros anglosajones en medio oriente, el inglés Robert Fisk (Destino-Imago Mundi, 2009). Se centra en la primera década de este siglo, pero es ahora aún más relevante que en el momento de su publicación.

Esta nueva década en la que estamos inmersos es aún más una era de guerreros sin piedad ni intención de dialogar. Todo está peor, de Siria e Irak a Palestina y Sudán. Obama no es mejor, en este aspecto, que George W. Bush. El Putin de hoy es peor que el Putin de hace una década. Y de los “líderes” europeos, mejor ni hablar.

Leamos, pues, al legendario corresponsal de The Independent, que cuenta lo que pasa desde el lugar de los hechos, viajando desde su casa en Beirut, donde escribe libros memorables y nos recuerda el tamaño de nuestra ignominia.

*          *          *

En 2005, Fisk publicó su obra magna: La gran guerra por la civilización, un relato de la vida diaria en esa zona convulsa y un formidable ensayo histórico-político de 1.512 páginas.

Ya era famoso por sus crónicas de guerra. La primera que me impresionó fue la que figura en la antología ¡Basta de mentiras! (Ediciones B, editado por John Pilger): su relato de la matanza en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila, en Líbano, en 1982.

Fisk fue el primer reportero en llegar al lugar de la masacre. Lo atacaron las moscas. Muchísimas moscas. Después está la descripción de los cadáveres y la evidencia de la participación del ejército israelí al mando de Ariel Sharon en esas masacres de civiles.

Pero primero fueron las moscas. No dejan de atormentarme desde que lo leí.

*          *          *

Para La era del guerrero, Fisk seleccionó algunos de sus estupendos artículos escritos del “cambio de siglo”. Tiene sólo 340 páginas, pero contiene toda la sabiduría del viejo Fisk destilada y concentrada.

Son textos escritos a toda prisa y al calor del último bombardeo israelí, la última bomba de la insurgencia en Iraq o la última enormidad en salir de la boca de Bush o Bin Laden, pero se sostienen bien en formato libro. Leerlos uno tras otro contribuye al asombro por la amplitud de los conocimientos históricos, geográficos y literarios del reportero erudito.

Como indicaba en su prólogo el entonces director de La Vanguardia, José Antich, el diario que publica desde hace años sus columnas en español, “incluso cuando el lector se pelea con Fisk, aprende con Fisk. Aprende a conocer mejor el mundo”.

A cinco años de su publicación, estos textos hechos al calor del instante conservan todo su poder: siguen informando, persuadiendo y haciendo pensar. Y nos ubican en el momento en que comenzaron muchos de los males de hoy.

*          *          *

¿Por qué se llama La era del guerrero? Porque Fisk descubrió que los secuaces de Bush habían cambiado la oración con la que los soldados iban a la guerra desde los tiempos de Normandía y Midway. El nuevo lema es para el autor símbolo y metáfora de este cambio desde un ejército de ‘soldados’ profesionales por una banda desaforada de ‘guerreros’.

Este nuevo ‘credo’ hace repetir a los soldados: “estoy listo para (…) destruir a los enemigo de Estados Unidos de América en el combate cuerpo a cuerpo”.

Muchos de los artículos del libro detallan cómo estas tropas cebadas y azuzadas cumplieron sus órdenes.  

A la distancia, se puede apreciar cómo ese cambio fue duradero: la política exterior de Obama es muy similar a la de Bush, y muy distinta de la tímidamente dialoguista de Clinton. Los imperios se desbarrancan en la lógica de la violencia, sea cual sea el partido que gobierna, nos sigue adviritiendo hoy Fisk desde sus columnas de The Independent.

*          *          *

Aparecen en las páginas de su antología los personajes usuales de Fisk: su padre ex combatiente de la Primera Guerra Mundial, sus vecinos y choferes de Beirut, sus lecturas – Shakespeare, Wilfred Owen o Lawrence de Arabia – y sus lectores, con quienes dialoga, discute y se reconcilia.

Pero los principales personajes de estos artículos son los pequeños villanos de comienzos de este siglo. George W. Bush, Donald Rumsfeld, Ariel Sharon, Yaser Arafat, Mahmud Ahmadineyad y sobre todo su odiado primer ministro, el funámbulo sonriente Tony Blair.

La mayoría de estos vociferantes ya no están en escena, pero ojalá por muchos años los que vengan sigan teniendo enfrente a este airado y lúcido Bob de Arabia. 

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20 de octubre de 2014
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La fase de la desesperación

 

Por favor, no me cuente usted su vida. Es una frase hecha que todos hemos dicho alguna vez a altas horas de la madrugada, indicando por vía directa que no hay nada más aburrido que escuchar a alguien contar su vida. Por favor, no me someta usted a ese martirio, por favor. Cuénteme cualquier cosa menos su vida.

Durante siglos, a ningún novelista se le ocurrió nunca la peregrina idea de contar su vida. La novela podía ser una imagen de la vida, pero no exactamente de la vida del escritor. Lo decía Anthony Burgess: "Es difícil imaginar una vida más aburrida que la de un escritor". A Burgess la vida de un escritor le resultaba más tediosa y sufriente que la de un monje. Horas y horas sentado en una celda, horas y horas voluntariamente encarcelado, soñando vidas ajenas o soñando la propia vida. Por cierto que Burgess decía eso al comienzo su autobiografía: quien avisa no es traidor. 

No son tantos los que se han hecho ricos contándonos su vida más o menos novelada. Me acuerdo de Papillon... Fue un superventas cuando yo era un chaval. En Papillon un ladrón bastante ejemplar narraba los avatares más memorables de sus existencia. En el fondo y en la forma destacaba el lado heroico. Al final la podías ver como una historia bastante emparentada con El conde de Montecristo. Desde esa perspectiva, unida al estilo firme y decidido del narrador, podías entender su éxito. ¿Se puede entender el éxito de los seis tomos que el noruego Karl Ove Knausgard se ha dedicado a sí mismo bajo el título genérico de Mi lucha? Se puede entender,  si bien aquí el éxito se lleva a cabo por razones opuestas a las de Papillon, y es que no hay que olvidar que estamos en la era de la pornografía. 

En Papillon Henri Carrière resumía, en cambio en Mi lucha  Knausgard emprende una aventura rígidamente proustiana, y digo rígidamente porque Knausgard carece de la capacidad de ondulación que posee la escritura de Proust. Se trata de una narración que estaba al caer por la sencilla razón de que alguien tenía que llevar hasta el límite lo que ya se ha convertido en todo un género dentro de la novela actual: la novela-realidad, la novela que intenta no recurrir a la ficción. Un proyecto imposible, a no ser que caigamos en la ingenuidad de confundir el autor con el narrador. Los límites del narrador son los límites del texto, y allí donde acaba la narración acaba también el narrador, que es una criatura textual, en realidad un espejismo; pero ¿dónde empieza y dónde acaba la vida del escritor? Configurar una ecuación donde narrador es igual a autor y escritura igual a vida resulta tan peregrino como pensar que el objeto silla es lo mismo que la palabra que lo designa. Aclarada esta cuestión, podemos admitir que hay textos que acumulan más ficción que otros, y textos que integran más realidad que otros. 

En todo movimiento literario, siempre hay alguien que lleva el método al límite, y al hacerlo mata ese mismo movimiento. Knausgard ha dado un golpe mortal a la novela-realidad al colocarla en un límite difícil de superar, en su trasparente brutalidad y en su vastedad extenuante y obsesiva. 

Tenía que ocurrir y ha ocurrido ya. Contar tu vida en seis tomos puede convertirte en un millonario con tal de que no omitas casi ninguna de tus vergüenzas. ¿Se trataría de llegar a lo que Barthes llamaba el grado cero de la escritura, o la escritura llegando a una trasparencia radical? Lo dudo por muchas razones y porque basta con acercarse al primer tomo para percibir que el autor está fabulando, está reconstruyendo literariamente (y no literalmente) el pasado, si bien se desnuda mucho más que los demás. En cualquier caso, estamos ante un límite interesante. Hay que ponerse a pensar, a pensar si la novela, tras haber pasado la fase gloriosa del siglo XIX y la fase problemática del siglo XX, no estará llegando a la fase de la desesperación, que tendría mucho que ver con el desnudo integral. 

Y así como las cantantes pop han decidido, guiadas por la impaciencia y la desesperación del mercado, explotar al máximo el culo (no está lejano el día en que una de ellas decida finalmente exhibir el ano en algún concierto), así también muchos escritores y escritoras han optado por hacer más o menos lo mismo, en un viaje literario donde la verdad se confunde con la pornografía existencial.

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20 de octubre de 2014
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La vida como saqueo

Únicamente conozco a un broker que actúe en Wall Street. Se trata de un antiguo compañero de colegio que ya en la infancia apuntaba maneras. Era abierto, decidido y, a la que te descuidabas, te devolvía un lápiz tras haberle prestado una pluma estilográfica. El otro día me lo encontré por la calle y estuvimos charlando un rato. Estaba contento porque los negocios le iban bien. Le pregunté si se reproducían las condiciones -propicias para él, por cierto- que dieron lugar al colapso financiero de hace algunos años. Me contestó que no sólo se reproducían sino que dentro de no mucho el colapso sería mayor. Los especuladores, empezando por él mismo, campaban a su aire, sin freno, y sus ganancias eran fabulosas. A su alrededor las burbujas fomentadas por la especulación crecían sin cesar, aunque, como es lógico, nadie pensaba acabar atrapado por ellas.

Mi antiguo compañero de colegio era feliz: todo volvía a producirse, corregido y aumentado, ante un mundo ciego y sordo, o, lo que era todavía más eficaz, cómplice. En definitiva, de creer sus palabras, la codicia seguía creando fuertes lazos de complicidad entre el engañador y el engañado, parecidos a los de los colegiales que intercambiaban lápices y plumas estilográficas. Claro que él no hablaba de codicia sino de interés y de provecho.

Y creo que no le falta razón. No tengo conocimientos suficientes para saber, o profetizar, si se avecina un nuevo colapso, pero sí tengo la sospecha de que no se ha generado un aprendizaje profundo en relación con lo sucedido estos últimos años. No se ha eliminado el huevo de la serpiente, ya que dicha eliminación concernía, además de a la economía y a la política, al espíritu, o, si se teme esa palabra, a la mentalidad. No ha habido catarsis, no se ha hecho limpieza, y las nuevas turbulencias pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan.

No ha habido catarsis y las nuevas turbulencias económicas pueden presentarse sin que se hayan construido diques de contención que las detengan

A este respecto es muy interesante -incluso literariamente- escuchar el relato sobre el fin de la crisis que muchos políticos y financieros están contando. Es en cierto modo simétrico al del inicio de la crisis, e inevitablemente recuerda las narraciones tejidas en torno al absurdo. La crisis estalló inexplicablemente, y bastaría recurrir a las hemerotecas para comprobar la maravillada candidez de los dirigentes políticos y económicos: nadie podía prever nada porque -como los grandes fenómenos diabólicos y divinos, o como el absurdo- todo era imprevisible. Inopinadamente la peste se apoderó de la ciudad. Ahora se declara que la peste ya ha sido vencida, si bien es cierto que dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Es magnífico ver a los banqueros proclamar el triunfo sobre la peste, ajenos ellos por completo a la instalación de la epidemia. También es aleccionador comprobar el triunfalismo de Rajoy o Montoro, aunque en sus caras se insinúe todavía un rictus de espanto, como si no estuviesen muy seguros de los augurios, o simplemente tuvieran dificultades a la hora de jugar su nuevo papel en la representación teatral.

Sin embargo, con mayor o menor eficacia, la representación funciona. Los espectadores -es decir, los ciudadanos- empiezan a aceptar que la peste se está desvaneciendo, y tienen tantas ganas de que esto suceda que están olvidando ya las causas del contagio que afectó a la comunidad. Si hacemos caso de la lógica expuesta por mi antiguo compañero de colegio, el entero ciclo va a repetirse de nuevo porque otra vez van a funcionar férreamente los lazos de la codicia: los especuladores, como corresponde a su papel en la función, buscarán la complicidad de los ciudadanos para la obtención de unos beneficios que, aunque a la larga sean catastróficos, a corto plazo brillan con luz propia.

La repetición del ciclo, de producirse, implicaría una ausencia total de aprendizaje con respecto a lo que hemos denominado crisis. Si tuviésemos la voluntad de aprender deberíamos ir, creo, más allá de las explicaciones económicas y políticas para preguntarnos sobre una determinada interpretación de la existencia. Dicho directamente: mientras la vida sea entendida como un objeto de rapiña, de saqueo, cualquier otra consideración se antoja secundaria. Y esta parece ser la ideología dominante en estos primeros lustros del siglo XXI en los que el utilitarismo y el pragmatismo se ven acompañados por una exaltación permanente de la posesión inmediata de las cosas (y de las personas). La existencia está ahí para ser tomada, para ser consumida, y no para llegar a un compromiso con ella. Más importante que el contrato social del que hablaron los ilustrados es el contrato existencial, del que carecemos y que supondría entender la vida como un sutil juego de equilibrios entre deseo y respeto, entre posesión y contención.

Cuando en la tragedia griega los poetas luchaban contra la desmesura y el desequilibrio, poniéndolos precisamente en escena, era porque partían de la honda convicción de que el hombre no puede ser libre si está atenazado por la hybris. Como supo ver muy bien Esquilo, no puede haber libertad si las fuerzas dominantes son la desmesura y el desequilibrio. Por importante que sea la urna para la democracia todavía más importante es la capacidad de mediación y de regulación: entre los individuos, entre los poderes, entre el hombre y su entorno. No obstante, el capitalismo que, globalizado, se asienta en el mundo tras la caída del muro de Berlín, hace ahora 25 años, es una auténtica civilización de la hybris y, en consecuencia, si aún son válidas las enseñanzas de Esquilo -y pienso que lo son-, un sistemático antídoto contra la democracia. La perpetua invitación a la codicia y al fast food vital significan un continuo sabotaje al ejercicio de la libertad.

Por eso es alarmante -no para él, claro- el pronóstico de mi compañero de infancia, el actual broker de Wall Street, cuando supone que las circunstancias van a repetirse porque los hombres están predispuestos a que se repitan. Indicaría que estamos atrapados en esa civilización de la hybris que no contempla otro camino que el del saqueo vital y la posesión inmediata de las cosas. Prisioneros de ese sortilegio, lo normal es que marcháramos de crisis en crisis, de nuevo riquismo en nuevo riquismo, con asombrosas irrupciones de la peste en la ciudad y no menos asombrosas desapariciones de esa misma peste. Eso sí, con visionarios, con augures, con magos, vestidos de ministros o de banqueros, abriendo o cerrando las puertas del porvenir. Y sin posibilidad de aprender.

Lo contrario sería aprender. Pero eso entrañaría un nuevo concepto de educación que desborda, con mucho, el marco de las escuelas y las universidades para afectar, directamente, a la mente del hombre. Al comprobar los estragos violentos de la Revolución Francesa, un revolucionario como Friedrich Schiller escribió un breve y valiosísimo libro, Cartas sobre la educación estética de la humanidad. En él se afirmaba que ningún cambio era posible, por espectacular que fuera en su efecto exterior, si no conlleva una modificación de la sensibilidad. Fue, en cierto modo, una profecía con respecto a las revoluciones que estaban por venir, especialmente las que tuvieron lugar en el siglo XX.

Aprender sería aprender a desarticular la civilización de la hybris. Educar al hombre en un nuevo contrato existencial, con sus derechos y sus deberes, en que la vida, lejos de ser un objeto de saqueo, fuese un sujeto de armonía. Claro que eso implicaría hacer una verdadera revolución espiritual, algo más delicado que cualquier revolución de otro tipo. La próxima vez que me encuentre con mi antiguo compañero de colegio voy a preguntarle qué opina al respecto. Quizá ría porque no lo entienda; quizá se asuste porque lo entienda demasiado.

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20 de octubre de 2014
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Crónica de un clásico de temporada

Bueno, bueno, ¡no reconocía a Arguiñano con barba!”, dice el conductor del autobús que durante dos días ha paseado a periodistas culturales y autores por Barcelona con motivo del premio Planeta. “También he visto a esa periodista, muy maja ella, la que de joven llevaba el pelo de pincho”; “Sí hombre, la Julia Otero, quieres decir”. “Eso, y también a la otra: Amparo… la que salía en la tele con el Cuní”. El conductor de reserva rumía un rato: “¿Amparo Moreno?”; “No, no. Esta es flaca. Una que sale con las piernas cruzadas…”. “Ah, ¡Empar Moliner!”. El autobús aparca frente a la alfombra negra donde posan el matrimonio Tous, Judit Mascó, Risto Mejide o Manel Fuentes. Hay equilibrio entre autores mediáticos y escritores de verdad, como en las proporciones de gambas y jamón del salmorejo, o entre políticos del PP y del PSOE: Ana Pastor, Alicia Sánchez-Camacho, ellas; Miquel Iceta, Pedro Sánchez, ellos. Concentración de poder y pedigrí en la entrega de unos premios literarios que ya forman parte del santoral: invariablemente el 15 de noviembre, día de Santa Teresa de Jesús, en homenaje a Maria Teresa Bosch, la madre del presidente del grupo. Como es habitual, los nombres de los ganadores se filtran, aunque los comensales interpretan la solemnidad y el suspense, y los más románticos se imaginan a un jurado deliberando acaloradamente en el sótano del Palau. Carmen Posadas abre primero la plica del ganador: Jorge Zepeda. Se da cuenta del error, pide disculpas y le echa la culpa a la presbicia: “Ahora sí me pondré las gafas”. Hay que retomar la coreografía, y la finalista, Pilar Eyre, lo logra al minuto: “Fue en un restaurante. Conocí a un corresponsal de guerra y pasamos tres días y noches de pasión. Luego se fue a Siria, y en la frontera con Turquía desapareció. Narro mis esfuerzos por rescatarlo”. El público enmudece, se reboza el morbo en el ambiente, y la escaleta del guión vuelve a su sitio. El flamante ganador mexicano, de dientes nicotinados, barba de dos días y verbo sobrio, se persona en la tarima con un título anatómico -Milena y el fémur más bello del mundo- y un aura de periodista valiente con maneras suaves. El misterioso reportero de Eyre y el fundador del periódico Siglo 21 de Guadalajara conjuntaban como una de las próximas tendencias de este otoño-invierno: periodismo al servicio de la literatura, todo un clásico. Mientras, en Madrid, se escenificaba el primer homenaje al mejor clásico de todos los tiempos, el modisto aristócrata que triunfó en París y Hollywood, y creó la más perfecta petite robe noir para Audrey Hepburn. “La ropa de Givenchy es la única con la que me siento yo misma. Es más que un diseñador, es un creador de personalidad”, decía la mítica actriz. A sus 87 años, Hubert de Givenchy comisaría en persona la primera retrospectiva de su trabajo -cerca de un centenar de creaciones emblemáticas- y por tal motivo lleva ya varios meses en Madrid custodiado por Sonsoles Díez de Rivera. El Thyssen apuesta cada vez más por las exposiciones de moda patrocinadas, siguiendo la línea de grandes museos del mundo: atrae a multitudes por su combinación mágica de hermosos objetos con historia social. Ya lo decía Diana de Vreeland: “El público quiere ver lo que no puede conseguir”. Fuera de juego Hay frases hechas nefastas con las que ni la inteligencia emocional ha podido, propias de personajes malcriados que exigen tratamiento vip incluso al cometer una infracción. “Voy a hablar con tus jefes y se te va a caer el pelo”. Esa -y otras lindezas: “Me tenéis envidia porque soy famoso”, “me estáis multando porque vais a comisión, porque no tenéis dinero”, “me da asco vuestro trabajo, la Guardia Urbana es una puta vergüenza”- les dedicó el central del Barça Gerard Piqué a los agentes que multaron a su hermano la madrugada del domingo pasado por aparcar en el carril bus durante un cuarto de hora. ¿Esperanza Aguirre? Una pacata a su lado. Esperemos que el próximo fin de semana, en el derbi, hable en el campo. Sin resoplar Es fácil imaginar cómo deben de digerir el afroamericanismo de Michelle Obama esos republicanos enharinados. Por ello le buscan las cosquillas eternizando el mito de la angry black woman, esa negra cabreada que se resopla el flequillo y pone los brazos en jarras. Nunca ha habido tantas mujeres deseando que un hombre se divorcie de su mujer, pero Michelle tiene bien afilados los colmillos. A la ordinaria pregunta de “¿Cuántas calorías quemas cuando te excitas?”, Michelle respondió con un ingenioso juego de palabras -turnip (nabo) por turn up (excitarse coloquialmente)- y moviéndose a ritmo de rap con los ojos semicerrados. Y encima hace campaña: Turn down for what? se ha convertido en un himno pro-participación electoral. Antes que la voz? En algunos mesteres, como las letras, el malditismo pone galones. Sylvia Plath es un inmejorable ejemplo: delicada, bella y precoz, madre y esposa amantísima obsesionada con la infidelidad de Ted Hughes, el horno de su casa victoriana en Londres donde metió la cabeza, e incluso el suicidio de su hijo, 56 años más tarde, han conformado el mito. No hubo mejor novela de iniciación que La campana de cristal, que tanto nos golpeó. Aparece ahora Dibujos (Nórdica), que recoge bocetos de la autora de Ariel: retratos de Ted, tejados parisinos, unas barcas de pesca en el Benidorm de su luna de miel… Cuando era redactora de la revista Mademoiselle, una noche, profundamente indignada, arrojó sus trajes por la ventana de un hotel de Nueva York. (La Vanguardia)

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18 de octubre de 2014
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