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La desolación de Ayotzinapa

Según la reconstrucción de los hechos realizada por la Procuraduría General de la República, el 26 de septiembre pasado María de los Ángeles Pineda, esposa del entonces alcalde de Iguala, José Luis Abarca, se disponía a presentar su informe de trabajo como presidenta de la vertiente local de la organización denominada Desarrollo Integral de la Familia (el área de gobierno responsable de los programas sociales) en un mitin que previsiblemente sería aprovechado para acentuar las posibilidades de suceder a su marido en las elecciones de 2015 como candidata del Partido de la Revolución Democrática (PRD), del cual hacía unos meses se había convertido en consejera.

            Ese mismo día, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa -una de las instituciones creadas por Lázaro Cárdenas en los años treinta para formar profesores rurales, caracterizadas desde entonces por su vena rebelde- había viajado hasta Iguala, la tercera ciudad más importante de Guerrero, a fin de cumplir con un ritual más o menos tolerado por las autoridades: el secuestro de taxis y autobuses para recorrer la zona en busca de "donativos", acaso para financiar su viaje a la la ciudad de México, donde -siniestra paradoja-habrían de sumarse al contingente que el 2 de octubre recordaría a los estudiantes asesinados por el gobierno en 1968 en la Plaza de las Tres Culturas.

            La ley de la impenetrabilidad de la materia -la idea de que dos sólidos no pueden ocupar simultáneamente el mismo espacio- devino entonces en una de las mayores tragedias mexicanas de los últimos, de por sí trágicos, tiempos. Ofuscado porque la presencia de los jóvenes podría opacar la entronización de su esposa, el alcalde Abarca dio la instrucción a su jefe de seguridad pública de impedir a toda costa que se manifestaran en Iguala. El resultado: al cabo de un brutal enfrentamiento, tres normalistas fueron asesinados -a uno de ellos lo desollaron y a otro le arrancaron los ojos de las órbitas-, otros tres infortunados paseantes también murieron, entre ellos un futbolista del equipo de tercera división de Chilpancingo, y 43 jóvenes desaparecieron sin que hasta el momento se haya confirmado el hallazgo de sus cuerpos.

            El acontecimiento resulta tan obsceno, tan gratuito, que a más de un mes de distancia aún suena irracional. Imposible. Siempre según la reconstrucción oficial de los hechos, la policía municipal de Iguala habría sido la responsable de esas primeras muertes, así como de detener a los otros 43 normalistas, a quienes habrían cargado en un camión de redilas y conducido hasta la vecina Cocula, a pocos kilómetros de distancia. Una vez en su poder, los policías de este municipio habrían acatado la orden de entregar a los muchachos a un grupo de narcotraficantes conocido como Guerreros Unidos, los cuales a su vez los habrían llevado por sinuosos senderos hasta lo alto de la sierra. Según el testimonio de tres de ellos, a continuación los jóvenes, hacinados y heridos, habrían sido quemados vivos en una pira que ardió a lo largo de 15 horas.

             ¿Por qué alguien, incluso un narcotraficante o un político corrupto, querría asesinar así, sin el menor resabio de humanidad, a 43 estudiantes de magisterio? Esta pregunta, tan ardua y dolorosa, mantiene a México en vilo desde hace semanas. Ahora sabemos que, además de un rico empresario en el negocio de joyas, el alcalde José Luis Abarca era un destacado miembro de Guerreros Unidos y tal vez su "jefe de plaza". Que su mujer, María de los Ángeles Pineda, era la responsable económica del cártel. Que dos hermanos de ella, antiguos lugartenientes del cártel de los Beltrán Leyva, fueron asesinados por su jefe acusados de traición. Que, tras ser elegido candidato del PRD a la alcaldía -por intervención del exalcalde Lázaro Mazón y con la anuencia de todos los sectores de la izquierda mexicana-, Abarca asesinó a sangre fría a uno de sus enemigos políticos.

Tras permenecer escondidos durante semanas, Abarca y Pineda -escabrosa versión mexicana de Lady Macbeth- han sido capturados, lo mismo que Ángel Casarrubias, alias El Machomo, el líder de Guerreros Unidos. La pregunta, sin embargo, se mantiene en el aire como un ominoso resumen de la catástrofe que aqueja al país desde que, hace ocho años, el presidente Felipe Calderón declarase intempestivamente la llamada guerra contra el narco. ¿Por qué alguien querría asesinar a estos 43 jóvenes? Aunque las declaraciones de los tres sicarios detenidos apuntan a que fueron salvajemente ejecutados, sus padres insisten en que no se darán por vencidos hasta que se identifiquen los cuerpos con absoluta certeza. Más que eso: el lema "vivos se los llevaron, vivos los queremos" se ha convertido en el símbolo del movimiento nacional que reclama conocer la verdad y en el mantra que resume la impotencia y la rabia frente a miles de casos semejantes.

Si el caso de los normalistas de Ayotzinapa ha despertado tanta indignación se debe a que, en medio del sinfín de muertes horrendas que hemos presenciado en estos años de pólvora, encarna la suma de todos nuestros temores. Mientras que dolorosamente los 72 migrantes hallados en Tamaulipas no dejaban de ser extranjeros o los narcotraficantes ejecutados en Tlatlaya no dejaban de ser narcos, aquí nos encontramos frente a 43 estudiantes. 43 jóvenes de familias sumidas en una pobreza ancestral. 43 jóvenes que, más allá de su ideología radical, representan a todos esos mexicanos que sólo aspiran a una vida mejor. Y porque Abarca y Pineda no eran simples políticos corrompidos por el narco, como los que abundan a lo largo y ancho del territorio nacional, sino narcotraficantes convertidos en políticos. Criminales ungidos y tolerados por el conjunto de nuestra clase política.

Ayotzinapa es, por desgracia, la conclusión última del desastre nacional generado por la guerra contra el narco. Nadie duda que antes de 2007 había tráfico de drogas o rachas de inocultabel violencia, pero la abrupta intervención estatal en un sistema caótico destruyó por completo los delicadísimos equilibrios que mantenían a México en paz. La fragmentación constante de los cárteles y su imbricación cada vez más profunda en distintos sectores de la población auspició el surgimiento de una sociedad criminal en la cual las autoridades y los criminales empezaron a no diferenciarse. La degradación social dio lugar a una ríspida degradación moral y la vida dejó de tener valor frente a la menor ganancia inmediata.

Así, mientras los políticos de las distintas fuerzas no han hecho otra cosa más que tratar de exculparse o de exhibir la complicidad con los delincuentes de sus rivales, el resto del país se halla sumido en el más acerbo desamparo. Dado que todos los partidos, desde Acción Nacional, que inició la guerra contra el narco, hasta MORENA, que continúa solapando a Lázaro Mazón, el protector de Abarca, y desde el gobierno del Partido Revolucionario Institucional, que tanto ha tardado en reaccionar para resolver el caso, hasta el PRD, que postuló al alcalde y al exgobernador Rubén Aguirre, tienen responsabilidad en lo ocurrido, los ciudadanos de pronto no tienen a quién recurrir, en quien confiar. La ineficiencia de nuestro sistema de justicia -donde el 90 por ciento de los delitos se mantienen impunes- hace que la llaga se revele supurante.

Si de por sí en lugares como México las autoridades resultan tan poco confiables, Ayotzinapa deja la sensación de que ninguna será ya capaz de protegernos. Nada resulta tan peligroso para un país como el descrédito absoluto de su clase política. Y más si ese país, con sus innegables avances en áreas específicas, continúa arrastrando enormes problemas de desigualdad o mantiene gravísimos déficits en su estado de derecho. Ayotzinapa, y la tristeza, la vergüenza y la cólera que ha generado por doquier, es el angustioso llamado de auxilio de una población harta de convivir a diario con la corrupción y con la muerte.

 

twitter: @jvolpi

 

 

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18 de noviembre de 2014
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Asuntos metafísicos 73: “La ternura común por las cosas…”

En estas reflexiones metafísicas me he ocupado  de los principios  ontológicos fundamentales, realismo, causalidad,  contigüidad, individuación... En las columnas siguientes voy a hurgar un tanto en asuntos vinculados al último de ellos, lo que servirá de peldaño para poner de relieve la potencia   de una tesis defendida por Hegel,  aunque no sólo por él, a saber, la inevitabilidad de la contradicción cuando se aspira meramente a reivindicar la diferencia. Lo hago de alguna manera con cierta intencionalidad política, convencido como estoy de que efectivamente la única posibilidad de no abismarse pasa por no intentar sortear el abismo, sino al contrario "mirarlo, medirlo sondearlo y descender a él".

El hecho de que Hegel sea por muchos considerado "el perro muerto de la filosofía" no es en absoluto óbice para que tomemos muy en serio algunas de sus consideraciones relativas a lo catastrófico de cierta actitud pusilánime que pretende esencialmente cocinar con guantes blancos, es decir, pensar que la diferencia cabe  sin oposición frente a aquello de que se difiere, que la  igualdad entre los diferentes  puede ser un punto de partida y no una conquista y en suma que el peaje de la contradicción es evitable cuando se piensa en las condiciones de posibilidad de una pluralidad ordenada, es decir, las condiciones de posibilidad de un mundo. Escribe el pensador: "La ternura común por las cosas, que se preocupa solamente de que éstas no se contradigan, olvida aquí, como siempre, que de esta forma la contradicción no se halla superada, sino únicamente  transferida a otro lado, es decir al pensamiento subjetivo".  Tan  subjetivo como ciego cabría decir. Pues como el Cristo que acompaña en el camino a los discípulos de Emaús  la contradicción  se hace tanto más presente cuanto menos se la reconoce, cuanto menos, en consecuencia, se la sondea y asume: "Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús y conversaban sobre lo acontecido [la desaparición del cuerpo en el sepulcro] . Y sucedió que mientras conversaban y discutían el mismo Jesús se sumó a ellos en  el camino; pero sus ojos se hallaban imposibilitados para  reconocerle" 

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18 de noviembre de 2014
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La excepción

Hay realidades que preferimos compadecer sin verlas, o mejor dicho, sin pensarlas. “Mira, una chabola”, decimos a pie de autovía, cuando avistamos una caja de yeso y latón con cartel: “aquí vive gente”. ¡Zas! Sólo ha sido un fogonazo, y raudos ahuyentamos la imagen de esa miseria carcomida que hasta tiene que alertar de que aquel tugurio está habitado. Cuando a la pobreza extrema le sumamos la explotación sexual, el maltrato o el abandono, el resultado es prácticamente imposible de digerir en una sociedad que bracea tratando de atisbar vías de regeneración. En la que ser político significa recibir un sueldo bajo, pero también viajar en business a diestro y siniestro; una sociedad en la que la desigualdad dilata su brecha mientras la debilitada clase media no renuncia a decorar su vida con un poco de jazz y un gin-tonic. ¿Cómo contemplar desde la política-sofá las dramáticas realidades que habitan el mismo mundo que nosotros? Hoy me refiero a ese algo menos del 1% de los abortos practicados en España a los que chicas menores de edad se enfrentaron solas. Porque el resto, 9 de cada 10 según los datos de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción del Embarazo, (Acai), lo hacen acompañadas por sus padres, biológicos o legales. Sólo un dato más: confrontemos los 913 embarazos interrumpidos por menores recogidos en dicho estudio (realizado entre enero y septiembre de este año) con los casi 34.000 de jóvenes menores de 20 años en Reino Unido el pasado 2013. Es poco probable que pensara en ellas el PP cuando, en bloque, se se encendió contra esta medida que contempla la llamada Ley Aído -y que aún aguarda su modificación, por mucho que el proyecto de reforma de Gallardón y él mismo fuesen retirados-. En esos casos contados, excepcionales, porque la moral acartonada nunca contempla la excepcionalidad, ni por abajo ni por arriba. Muchachas que viven muy lejos de casa: algunas llegaron a España en busca de un futuro, y, sin haber alcanzado la mayoría de edad, se quedaron embarazadas. También hay chicas cuyos padres las abandonaron o están muertos, o en la cárcel, y sobreviven como pueden, pero sobre todo están solas. Esa es la excepción. Desde la política-sofá es más fácil hacer demagogia, sostener que promueve el desarraigo y rompe el vínculo de la hija con los padres, que alienta a la desestructuración familiar. Lo mejor que podría hacer el Gobierno es dejar de toquetear la ley por pura ideología, no jugar más con el complejo asunto del aborto después de tanta confusión infértil y tantas amenazas a mujeres y médicos hasta que la respuesta de una sociedad más madura que sus propias intenciones, los obligó a rectificar en nombre del sentido común. Detrás de una cifra hay seres humanos: dejen en paz a ese 0,84% de muchachas que a su lado no tienen una madre o un padre para guarecerlas. La Vanguardia

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17 de noviembre de 2014
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La cultura enclaustrada

A finales de la Edad Media el caudal más fecundo de la cultura europea pasó de los monasterios a las universidades. Con este trasvase lo que había permanecido depositado en los recintos monásticos bajo la tutela de los monjes, preservado casi en secreto, se abrió al debate urbano que proponían los espacios universitarios. La cultura europea entró en una nueva dinámica que implicó el fin de dogmas y tabúes, pero que sobre todo supuso la superación del temor en la búsqueda del conocimiento. Los escritores y los filósofos aspiraron a romper el hermetismo de la época anterior, con la aspiración de someter sus concepciones a públicos cada vez más amplios. El uso, junto al latín, de las lenguas populares contribuyó a la consolidación de esta tendencia, como lo demuestra el caso de Dante que, si bien escribió muchas de sus obras en lengua latina, reservó para su joya literaria, la Divina Comedia, el uso del toscano. La culminación de todo ese proceso fue el Renacimiento. La invención de la imprenta y la consolidación de las universidades en las grandes ciudades forjaron un primer gran escenario de convergencia entre la cultura y la sociedad. Aumentó extraordinariamente el número de lectores al tiempo que las obras literarias influían en públicos cada vez más amplios. Shakespeare, Montaigne, Bruno o Cervantes simbolizan bien esta confluencia.

Las universidades occidentales se consolidaron definitivamente en los siglos xix y xx (sumando las americanas a las europeas) y, aunque nunca se despojaron por completo de su origen, por así decirlo, monástico, participaron activamente en la vida cultural moderna. Siempre mantuvieron una tendencia centrípeta y endógena pero, paralelamente, muchos de sus miembros se incorporaron a los debates públicos de su época y fueron grandes creadores de la literatura y del pensamiento. En estos dos últimos siglos es imposible tratar de comprender la historia cultural, o simplemente la Historia, sin atender a la función de las universidades en la dinámica pública y sin subrayar la importancia de numerosos profesores en la esfera creativa.

Pero no estoy seguro de que esto continúe siendo cierto. En los últimos lustros, y de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una suerte de inversión de tendencias, a partir de la cual la universidad ha tendido a replegarse sobre sí misma, como si añorara, en un modelo laico, su antiguo origen monástico. Paradójicamente este repliegue se produce en el momento en que las tecnologías de la comunicación, como en el Renacimiento la imprenta, podrían facilitar la expansión de las ideas mucho más allá de los circuitos universitarios.

Desde una cierta perspectiva este retraimiento es la consecuencia de un nuevo antiintelectualismo que se ha asentado poderosamente en la vida social y política de principios del siglo xxi. En un reciente artículo escrito en el New York Times y titulado ¡Profesores, os necesitamos! Nicholas Kristof ha recordado el uso común de la expresión "That's academic" para descalificar la aportación de un adversario, poniendo, además, el ejemplo de su utilización por el conservador Rick Santorum para criticar los discursos de Obama. Que algo sea "demasiado académico", o sencillamente "demasiado intelectual", es una piedra de toque común en nuestra sociedad. El antiintelectualismo es una de las formas más toscas del populismo, pero parece proporcionar fáciles réditos en una población ávida por ese consumo inmediato de las cosas que la complejidad intelectual casi nunca otorga.

El problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad, cobardía u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que debería combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado, aún a costa de dar la espalda a la creación cultural.

Cada vez más alejado de lo que había significado la gran cultura, ese microcosmos ha elaborado complicadas normas de autopreservación en las que apenas se reconoce el talante intelectual, abierto y crítico, que se halla en la raíz renacentista de la universidad. Dicho de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el burócrata (o si se quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la tarea de la propia conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a numerosos profesores, pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general que, en sí misma, supone la destrucción de la universidad tal como históricamente la habíamos concebido.

Es importante detenerse en las leyes que rigen en el microcosmos. Hasta hace poco lo que se valoraba en un profesor, además de su capacidad para la investigación, era su magisterio docente y la publicación de libros relevantes en su área de conocimiento. Precisamente esta última tarea era decisiva para facilitar una ósmosis entre la universidad y la sociedad. El libro -y, a poder ser, el gran libro- era el instrumento básico en la vertebración de la cultura y, simultáneamente, el desafío que debía afrontar el profesor que aspiraba a la madurez intelectual. La cultura occidental moderna está jalonada por libros que son fruto de aquel reto. Como complemento de esta tarea muchos profesores trataban de comunicarse con el público más amplio posible mediante la intervención en revistas y periódicos.

No obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como institución, ha sacralizado el paper como medio de promoción profesional. En la actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de libros como labor primordial para concentrarse en la producción de papers. En muchos casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación creativa, a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia presión institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi exclusivamente, por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que sea, el nuevo microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una kafkiana red de relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión externa a la institución. Además de atender a sus labores docentes, los profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas "revistas de impacto", publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores -siempre del propio ámbito de la especialización- aunque con un gran poder ya que son las únicas "que cuentan" en el momento de evaluar al universitario. En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance -algo que requiere un ritmo lento, que a menudo abarca varios años- debe aplazarse, quizá para siempre.

Este ensimismamiento de la universidad, si merece críticas crecientes en el ámbito de las ciencias, y a las que alude Nicholas Kristof en el artículo antes citado, es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que erradica la figura creativa e intelectualmente abierta para imponer un perfil del profesor sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta como "especializado" pero que, en realidad, es puramente endogámico. Lo peor es que este pequeño mundo, que alardea de rigor académico, se hace implícitamente cómplice del antiintelectualismo populista, al refugiarse en un lenguaje oscurantista y críptico. Podría confeccionarse una auténtica antología del disparate si juntáramos las exigencias burocráticas que, en el presente, rigen la vida universitaria. Entender las normas del microcosmos requiere tantas horas de estudio que apenas queda tiempo para estudiar lo demás. Comprender cómo hacer el paper servilmente correcto obliga, por lo general, a renunciar a toda creatividad y a todo riesgo.

La cultura humanista, nacida de la libertad y de la crítica, corre el peligro, en la actual universidad, de ser enclaustrada, como si volviera al recinto monástico: no a la grandeza de aquellos monasterios que conservaron el saber antiguo sino al inmovilismo dogmático de los que pretendían preservar los conocimientos mediante su reclusión. Por admirable que sea originariamente un conocimiento aprisionado es un conocimiento muerto

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17 de noviembre de 2014
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Ursula Le Guin, la maga de Terramar

La escritora que este miércoles 19 de noviembre recibirá un premio de la National Book Foundation de los Estados Unidos a "Los logros de toda una vida" (Lifetime Achievement Award) es conocida por una novela sobre un adolescente enviado a una escuela para magos, en la que aprende a usar sus poderes y distinguir entre la hechicería "buena" y la "mala"; a partir de ahí se inicia un ciclo de novelas en las que el joven mago descubre que el mundo puede ser ancho y ajeno pero que tiene un papel importante que cumplir en él: es el elegido de las fuerzas del bien para luchar contra las tinieblas del Mal.

No se trata de J. K. Rowling y el mago tampoco es Harry Potter. La escritora se llama Ursula Le Guin (1929) y la novela, Un mago de Terramar (1968), es un clásico de la literatura de fantasía. Por esas cosas raras de la vida -quizás porque no ha habido una buena adaptación cinematográfica--, este libro ganador del Nebula y el Hugo, esta saga -que incluye libros como Las tumbas de Atuán (1972) y La costa más lejana (1974)--, no ha circulado tanto como debiera en América Latina. El mundo de Ged (o Gavilán), el mago adolescente, es el de las leyendas medievales y las sagas nórdicas. Ged vive en la isla de Gont, en medio del "tormentoso" Mar del Nordeste en el mundo de Terramar; de esa isla descrita con magistral vividez saldrá, gracias a su talento precoz, rumbo a la Escuela de Hechicería de Roke, donde aprenderá a usar conjuros y "servir a la necesidad... guiado por el conocimiento".

La doctrina taoista de vivir en armonía con las fuerzas primordiales de la creación está presente en la mirada que Le Guin tiene sobre las cosas. La literatura de fantasía tiene mucho de escapista, pero en manos de esta escritora también llega a otro nivel en el que hay una disquisición profunda acerca de qué podemos hacer con el poder que nos ha tocado en suerte. Así, Un mago de Terramar puede leerse como una parábola sobre los usos del poder: un mal empleo de la magia por parte de Ged desata la aparición de la Sombra, un espíritu siniestro contra quien deberá enfrentarse. Pero ese espíritu es parte de Ged: el mal no está en otra parte -como en las novelas de Rowling- sino en nosotros mismos, y hay que vencerlo, "equilibrar el mundo... ahuyentar las tinieblas con su propia luz".

Le Guin es también una gran autora de ciencia ficción. La mano izquierda de la oscuridad (1969) quizás sea más leída en las universidades que conocida por el gran público debido a sus transgresoras políticas de género y sexualidad: en el planeta Invierno, donde transcurre esta novela compleja, todos los habitantes son andróginos (a veces hombres, a veces mujeres, y otras veces ninguna de las dos cosas). Aquí la perspectiva es más bien antropológica: La mano izquierda está narrada a través del filtro de Genry Ai, un ser asombrado al descubrir los usos y costumbres de un mundo diferente al suyo: ¿y qué hacemos sin las políticas de la identidad sexual que tanto nos definen? En sus respuestas, esta novela intuye cosas  a las que mucho más tarde se enfrentarán los grandes teóricos y teóricas de este tema (Judith Butler y compañía). 

El premio que le darán a Le Guin solo lo han recibido veintiséis escritores, entre ellos John Ashbury, Joan Didion y Toni Morrison. Para Harold Augembraun, director ejecutivo de la National Book Foundation, Le Guin ha "mostrado cómo la gran escritura ha destruido la anticuada y nunca realmente válida distinción entre el arte popular y el literario". Palabras muy bonitas, pero lo cierto es que en el establishment literario hay mucha gente empeñada en mirar en menos a géneros populares como la ciencia ficción y la fantasía. De otro modo, no se entiende que se haya tardado en reconocer tanto a Le Guin. 

 

(La Tercera, 16 de noviembre 2014)
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16 de noviembre de 2014
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La calidad de la representación

 

 

La mayoría de los parlamentos tienen forma de teatro griego para dejar claro que lo que allí sucede es una representación teatral, con actores y el público. Cualquier diputado puede ser en un determinado momento actor, pero el protagonismo se va a asentar casi siempre en los principales miembros del gobierno y la oposición.

Probablemente la democracia surgió en Atenas porque era una ciudad que amaba mucho el teatro, es decir: la representación dramática de la vida. Y con toda seguridad las culturas que renuncian al teatro tardan en democratizarse. Dicho en otras palabras: las culturas que prohíben la representación están prohibiendo también la democracia.

Es asimismo evidente que hay representaciones buenas y malas, y que la responsabilidad de la representación recae especialmente sobre el director y los actores. La obra que se representa en el parlamento está decidida pero a la vez condenada a toda clase de improvisaciones, y se exige que los actores dominen el lenguaje. Ninguno de nuestros presidentes y sus ayudantes se ha caracterizado por emplear un lenguaje rico, preciso, elástico, diplomático, inteligente, astuto y seductor, además de bien modulado. Todos se han distinguido por una cierta pobreza verbal y un lenguaje más bien tosco y repetitivo. Lo que digo atañe también al lenguaje gestual, y lo digo con dolor. González y Guerra fueron los que más brillaron en su momento, porque surgían de una generación progre y bastante culta, pero a mi entender sus representaciones tenían notables deficiencias, a veces por exceso y otras por defecto, si bien hay que advertir que Guerra fue el primero en concebir la política como un espectáculo de masas pop cuando decidió usar el micro inalámbrico que le permitía moverse a sus anchas por el escenario.

La tosquedad verbal de más de un presidente humillaba profundamente a los ciudadanos y los sigue humillando. ¿Por qué hemos elegido, para el teatro parlamentario, actores tan deficientes? ¿Queríamos aburrirnos eternamente y eternamente abominar de la representación política? ¿Queríamos llegar al tedio, ese lujo de poetas malditos y adictos al opio? Juraría que no. Habíamos pagado una entrada muy cara y deseábamos ver una buena representación. Amor con amor se paga, y también se puede pagar con una buena actuación que te eleve el ánimo y haga más llevaderas las repeticiones en la escena política. Desde que se restauró la democracia en España, esas actuaciones han sido muy raras, y el público empieza a estar muy harto de la representación.

Siempre les faltó elegancia y vigor a los actores, y no es fácil explicar por qué. En algunos momentos pudo ser por culpa de la corrupción, que daña mucho la escena, porque le quita poder al lenguaje, lo vacía de sentido y destino, y convierte la obra en una farsa llena de impudor y sin la más mínima gracia; pero en otros momentos pudo ser simplemente la falta trágica de sutiliza y gracia, la falta de lenguaje, que es también falta de saber: la ignorancia de los poderes de la lengua, tan fundamentales en esa representación que llamamos democracia. Los griegos lo sabían mejor que nadie, y por eso su democracia se fue desarrollando a la par que un conocimiento cada vez más profundo del lenguaje, de sus virtudes y sus miserias, de sus maniobras y sus trampas. Lo contrario que nosotros, con una democracia que ha ido deslizándose hacia la ignorancia general y hacia un desconocimiento cada vez más profundo del lenguaje. El resultado ha sido la degeneración narrativa, la desorientación dramática y la distorsión, y ahora mismo no hay Dios que entienda esta representación.

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16 de noviembre de 2014
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Los no políticos y una de lotería

Se anuncian nevadas a lo largo y ancho del hemisferio norte, de nuevo el eco de aquel sobrecogedor Joyce/Huston: “Caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”. Un gélido invierno con el Vértice Polar dinámico abrevia los días, saturados de una luz gelatinosa que influye en el ánimo. La borrasca barre la política europea. La popularidad de François Hollande en mínimo histórico: Un residual 13%. David Cameron pillado en falta, comprando amigos en Facebook (más de 7.000 libras del partido para sumar seguidores), y suspende para más de la mitad de los británicos. En la siempre difícil de gobernar Italia, la estrategia del primer ministro Renzi de acorralar al Partido Democrático y su sindicato afín, la CGIL, le va a costar un huelga general prenavideña. Tampoco nos queda Portugal: chinos, brasileños y angoleños compran las deficitarias empresas públicas a precio de saldo. Y aquí, una vez entregados a la vida no ya light sino zero, y a los no lugares de la hipermodernidad, descubrimos que el nuestro, más que el presidente del no, es el no presidente. Porque no reconocer un conflicto supone agravarlo. Los habitantes de estos lares somos expertos en ello. Más allá del océano, Obama llega de China y anuncia que regularizará a cinco mil inmigrantes. Aún es un desiderátum, pero las hienas republicanas han activado todas las alarmas; lo advertía André Maurois: “Todo deseo estancado es un veneno”. El presidente de EE.UU. viaja en su Air Force One y masca su bubblegum hasta en casa del presidente Xi Jinping y su esposa, la pizpireta Peng Liyuan, soprano del ejército a quien Putin le puso una capa sobre los hombres ante el bochorno de su marido y sus recatados ciudadanos. Qué aleatorios son los códigos socioculturales. Los mandarines se suenan sin pañuelo y andan en calcetines pero braman ante un acto de galantería. Y ver a Obama rumiar su chicle concentradamente en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico les produce auténtica urticaria. “Hábitos de ex fumador”, dieron como excusa, como si no supiéramos que quien mastica chicles de nicotina sigue enganchado. Siempre ha sido feo rechinar los molares en público, pero Obama es la quintaesencia de la política a lo Hermano mayor. Tiene un lado de adicto y otro de poeta del pueblo, abraza enfermeras que acaban de pasar el ébola y enlaza con solemnidad y cariño la espalda de la Nobel encarcelada durante 15 años en Birmania. Los Obama podrían representar el papel de esos vecinos ejemplares y solidarios que le guardan un décimo del gordo de Navidad al pobre diablo que no ha comprado porque ya no cree en nada, y mucho menos en la suerte. En España, los publicitarios de la Lotería Nacional quieren contribuir a recuperar la fe y se sirven de dos buenos actores: el que encarna el ánimo torturado, y el gordito y bonachón que le regala unos milloncetes al perdedor. Puede que los emotivos cuentos de Navidad deban de recuperar su prestigio, pero en este caso ni los niños de San Ildefonso se lo tragan. Sin mantón La familia de Isabel Pantoja intensifica estos días una maniobra mediática -no llega a estrategia- que puede resumirse con el hashtag #pantojalibertad . Tiene más de sórdido que de folklórico este proceso. Mientras Jaume Camps sale de la cárcel con su bolsa de fin de semana, la mujer que acabó atrapada por la mano que mecía su mantón -Julián Muñoz, su “cachuli” del alma- debe de ser encerrada entre rejas. Acusada de cooperar en el blanqueo de las sacas de billetes de la Operación Malaya, su próximo ingreso en un penal parece un guión de Almodóvar. Sus hijos, que tanto han alentado la popularidad-basura, hacen campaña de tuits y memes, con su madre clavada en la cruz, y se preguntan si la justicia es igual para todos. Monotonías vivas Cuando lo conocí en Formentor sentí gran envidia por aquellos que fueron sus alumnos en la universidad de Westminster. Cuánta melancolía sentí por haberme perdido la experiencia estética de escucharle hablar de Eliot o McCullers -a quien tradujo, además de Nabokov o Pavese- con su metro ochenta y tres y su mirada tan torva como tierna. Juan Antonio Masoliver Ródenas, decano de la crítica literaria española y de La Vanguardia, ha escrito sus Monotonías en El ciego en la ventana (Acantilado). “La nostalgia es un espejismo al que es preciso combatir, porque recoge e idealiza un pasado que probablemente no existió”. Monotonías: qué buen hallazgo para nombrar el nonsense y la paradoja, combatir la lógica y deshollinar ideas. Polémica XXL “Más que polémica, sinceridad: Para Calvin Klein, casi todas somos gordas”, escribió una tuitera al estallar el último caso del trueque de tallas. Y todo porque la modelo y actriz Myla Dalbesi anuncia una colección de ropa interior para “todo tipo de mujeres” -es decir, “llenitas”- que responde a una 42. ¡Una obesa en la moda!, dicen unos. Otros recuerdan que la talla más vendida en España es la 44. Lo políticamente correcto consiste en hacerle ascos a la mujer Modigliani, ahora bien, que no le pongan a una robusta como ejemplo porque su aspiración es la delgadez . Pero, ¿alguien duda que el mercado no está capacitado para asimilar la publicidad de modelos reales? ¿O la culpa, como siempre, la tiene la moda?

(La Vanguardia)

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15 de noviembre de 2014
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Antes del zarpazo

Las treguas suelen servir para que los contendientes preparen la siguiente jugada. Así ha sucedido con la que firmaron en Minsk (Bielorrusia) el 5 de septiembre los representantes de Ucrania, Rusia, la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) y los representantes de los separatistas prorrussos de la cuenca de Donbas. Aunque terminaron los combates generalizados, en ningún momento hubo un auténtico alto el fuego, y ahora mismo las crónicas que llegan de la zona nos anuncian la inminencia de un nuevo zarpazo ruso sobre Ucrania. Además, los independentistas han aprovechado la pausa para celebrar un remedo de elecciones, constituir parlamentos y gobiernos y colocar a los jefes rusos de la revuelta al frente de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Lugansk. La región oriental de Ucrania es un lugar de donde huir lo antes posible, según nos cuentan las crónicas de los periodistas allí desplazados. La mitad de la población en edad escolar ha desaparecido. Un millón y medio de personas, jóvenes en su mayoría, han emigrado hacia otras regiones de Ucrania o hacia Rusia. Gran parte de los que no han podido partir son ancianos, enfermos y pobres. En las ciudades hay centenares de animales domésticos abandonados. La economía, lógicamente, está bajo mínimos, casi colapsada. La desconexión con el resto de Ucrania es cada vez mayor, entre otras razones porque la frontera interior, fuertemente militarizada, se está convirtiendo en intransitable; mientras que la frontera con Rusia cada vez es más porosa. Que se prepara un golpe de mano, probablemente para las próximas horas o días lo revelan las informaciones sobre la entrada desde Rusia de varios columnas de blindados y artillería pesada, acompañados de un sigiloso ejército de soldados con uniformes verdes sin insignias ni banderas, del mismo tipo que invadió Crimea en febrero. Esta ha sido una de las novedades bélicas del año, acompañada de los malos presagios acerca de una nueva guerra fría entre Rusia y los aliados occidentales. Una nueva realidad está tomando cuerpo en Europa sin que apenas nos demos cuenta ni tengamos denominación exacta para nombrarla. No sabemos si estamos regresando a un nuevo tipo de confrontación este-oeste, pero de momento Ucrania está experimentando una nueva forma de guerra, a la que algunos denominan como híbrida, en la que se combinan elementos convencionales con la guerra cibernética y sobre todo con la acción de los servicios secretos, a veces directamente en funciones militares camufladas como es el caso de los sigilosos ejércitos de uniformados de verde. Gracias a este tipo de guerra, Rusia consiguió anexionar Crimea en tres semanas sin entrar en combate y con solo tres víctimas mortales y ahora puede obtener, con algo más de tiempo y a costa de 4.000 muertos y de la destrucción de ciudades, industrias e infraestructuras por los bombardeos, otro bocado de un país hasta febrero pasado plenamente soberano, pero sometido ahora a la fragmentación y a las apetencias de tan poderoso vecino. La repetición de  la jugada, sin que la reacción internacional sea muy distinta, confirmaría la regla que asigna a Putin un poder geopolítico determinante de Putin respecto el conjunto de Europa.

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15 de noviembre de 2014
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El Boomeran(g)
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