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Asuntos metafísicos 76. Viraje hacia la filosofía (1): pensar el mundo a la manera de los griegos

"Prácticamente toda nuestra educación intelectual tiene su origen en los griegos. Un conocimiento escrupuloso de estos orígenes es pues requisito indispensable para liberarnos de su aplastante influencia. Ignorar el pasado es aquí, no sólo indeseable, sino simplemente imposible. Uno no necesita haber oído sus nombres  para estar bajo el hechizo de su autoridad. Su influencia no sólo se ha dejado sentir sobre quienes aprendieron de ellos en la Antigüedad y en los tiempos modernos; todo nuestro pensamiento, las categorías lógicas en las que éste se mueve, los esquemas lingüísticos que utiliza(y que por consiguiente lo dominan) es en cierto modo una elaboración y, en lo fundamental, el producto de los grandes pensadores de la Antigüedad. Debemos investigar, pues, este devenir con toda meticulosidad a fin de no tomar por primitivo lo que es resultado de un proceso de crecimiento y desarrollo, y por natural lo que es, de facto artificial"

Este radical  (y sin duda problemático) texto del historiador del pensamiento  Theodor  Gompertz (Griechische Denker-Pensadores Griegos- Vol I pag. 419 1911) es ampliamente glosado por el físico Erwin Schrödinger para dar por así decirlo base erudita a su propia convicción de que el retorno a la Jonia en la que el pensamiento griego tiene cuna constituye una exigencia tanto para los científicos como para los filósofos.  Y  a los argumentos de Gompertz, Schrödinger añade uno de sus propias alforjas. Da la razón a Gompertz en la necesidad de retornar la mirada hacia Jonia, y  enfatiza el hecho de que ello es en primer lugar  tarea del que se interroga por el origen y la esencia de la actitud científica. El físico  coincide asiso  con Burnet, otro gran historiador del pensamiento antiguo, en que  " constituye  una adecuada descripción de la ciencia el decir que en ella se trata de pensar sobre el mundo a la manera de los griegos", y  en consecuencia  "la ciencia no ha existido excepto entre los pueblos que vivieron bajo la influencia griega" (john Burnet Early Greek Philosophy Londres 1930).

Obviamente Schrödinger no ignora que esplendorosas civilizaciones ajenas a Jonia en el espacio y en el tiempo  han desarrollado prodigiosas técnicas que les han permitido un sorprendente control del entorno. No ignora que antes de Tales de Mileto, en China y en Egipto se había alcanzado un elevado conocimiento matemático, y podrían multiplicarse los ejemplos  ¿Qué nos quiere pues  señalar  el gran físico cuando asume tan radical tesis? No es seguro que la respuesta que él mismo se da sea satisfactoria. Aquí ya ha sido considerada. Pensar a la manera de los griegos sería hacerlo en base a un doble postulado,  a saber: a)que el mundo  es inteligible y b) que el conocer es en sí mismo neutro en relación a tal  mundo (otra cosa sería la técnica que surgiría de tal conocer). Mas "pensar al modo de los griegos", tiene quizás una connotación suplementaria que el propio Schrödinger barrunta, aunque no es seguro que llegue a tener un visión precisa de la cosa. Pues además de estar en el origen de lo que nosotros consideramos ciencia, el pensamiento griego se encuentra también en el origen de lo que se conoce como filosofía. Y  quizás en el lazo entre ambas, en la crisis que supone para la ciencia misma su vinculación a la filosofía, reside lo radicalmente novedoso del pensamiento que se despliega en Jonia, Tracia y la Italia meridional en la prodigiosa centuria que precede a la  formación de la Academia platónica. Obviamente esto no tiene sentido mas que si está realmente clara la diferencia entre ciencia y filosofía, es decir, si está claro qué añade la interrogación filosófica a la interrogación científica. O aun, en que momento de su interrogación los pensadores jónicos pasan a ser los primeros científicos para ser asimismo los primeros  filósofos. Intentaré  abordar el asunto en las columnas que siguen.

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11 de diciembre de 2014
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La ?vendetta? del botones

Abrí las maletas, en el cuarto hacía frío. Se oía el televisor de la habitación al lado y decidí poner música. Mientras buscaba los enchufes repasé las rutinas personales que definen las diversas formas de instalarse en un hotel: descorrer las cortinas, graduar el aire -casi siempre gélido-, mirar si hay Coca-Cola Zero en el minibar, contemplarse desnudo en el espejo, buscar un cenicero o algo parecido. Al agacharme para conectar el ordenador, vi que bajo la cama asomaban unos zapatos. Eran unos mocasines de hombre, lustrosos y bastante nuevos. Si fuera una película indie, la mujer se los calzaría y andaría unos pasos con ellos hasta enamorarse de su dueño, sin conocerlo. O tal vez los oliera. Mucha gente olfatea su propia ropa cuando se la quita -y no la ve nadie- en un acto inconsciente de fetichismo; también huele la de sus parejas. Me inquietaba aquello. ¿Es que la habitación estaba habitada? O no habían pasado bien el aspirador? Tener que soportar los zapatos de un desconocido venía a ser como medio compartir el cuarto. Estaba a punto de llamar a la centralita con la indignación de quien cree que ha pagado lo suficiente para no acabar en una habitación helada con unos postergados mocasines del número 44 bajo su cama. Pero entonces reparé en que podía tratarse de una de aquellas novatadas para probar el carácter del cliente, y serené la voz: “Debajo de mi somier están los zapatos, pero no encontré al cadáver…”. Según relata Jacob Tomsky en su libro Heads in beds, que recoge su larga experiencia trabajando en hoteles, en uno de la Gran Manzana, a los huéspedes prepotentes que llegaban exigiendo la luna se les asignaba la habitación 1212, en la que el teléfono nunca deja de sonar ya que su número coincide con el prefijo de Nueva York y recibe todas las llamadas de los huéspedes despistados que olvidan marcar el código para hablar con números externos. Era uno de los múltiples castigos que administraban a los clientes bordes, además de desactivarles la llave de la habitación cada dos horas. En esa otra vida que se oculta en las tripas de un hotel, en sus sótanos y ascensores de servicio alejados de la rosa del room service, faenan sus verdaderos habitantes, los de lunes a domingo, un escuadrón de oficios encargados de que la maquinaria funcione aunque resueltos a jamás ser burlados. ¡Ay de a quien se le ocurra maltratarlos! Tomsky cuenta que en una ocasión, un botones escarnecido se pasó el cepillo de dientes del cliente déspota por el culo, y, no contento, vertió un tapón de orina en su perfume. Cuando lo vio cruzar el hall para salir a cenar, tan arrogante como perfumado de orín, sintió un profundo regocijo.

(La Vanguardia)

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10 de diciembre de 2014
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La lengua que nunca termina

En América quedamos esperando a Cervantes. Habría venido, si Felipe II atiende su petición del 21 de mayo de 1590 "de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que  es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz".

De haberse escrito El Quijote en América, imaginemos al hidalgo manchego cabalgando por los páramos de la cordillera oriental de los Andes, o por la planicie costera de Chiapas, o haciendo estaciones en el ardiente litoral del Caribe cartagenero, o subiendo las alturas del altiplano andino, en el techo americano del mundo, como subió por las estribaciones de la Sierra Morena en busca de la cueva de Montesinos.

Sí vino a nosotros el inquieto y astuto don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, criatura de don Francisco de Quevedo en la Historia de la vida del Buscón, que se pasó a las Indias con la Grajales a ver si mudando mundo y tierra mejoraría su suerte; "Y fueme peor, como v.m. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres", declara, y promete explicarlo en esa segunda parte que ya nunca se escribió.

Pícaros y buscones trasplantados por la lengua, no en balde Mulata de tal, la novela de Miguel Ángel Asturias, empieza con la entrada de Celestino Yumí a la iglesia de San Martín Chile Verde, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos; y entra a la iglesia con la bragueta abierta, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos, sin duda hermano del diablo Cojuelo, que levantaba los techos de Madrid para exponer delante de don Cleofás los lances y liviandades que ocurrían en los aposentos.

No vino al fin Cervantes, pero nos heredó  una lengua en estado de perpetua invención.  ¿Cuántas lenguas hablamos, cuántas lenguas tenemos? Una sola y diversa, y abundante.

Oigan esos ecos cantarines, esas parrafadas que terminan atropellando en un solo sostenido las palabras mutiladas. Son los mismos dejes, los mismos acentos que oímos en Caracas y oiremos en Barranquilla, en Maracaibo, y que seguiremos oyendo en Veracruz, en Panamá, en Santo Domingo, en La Habana, en San Juan, en Managua, una sílaba comida de más, quizás, una entonación risueña, un registro más alto, una muletilla esplendorosa, tan sólo como leves distinciones de un mismo cantar en el que suenan, a lo lejos, los tambores africanos que los esclavos escuchaban en lo hondo de sus sueños, hacinados en los barcos que los traían desde Guinea y desde el Congo.

Somos hijos de la exageración que no podemos expresar sino en palabras. Hijos también de revoluciones, como yo lo soy, que son otra forma de la exageración. Cataclismos que cambian para siempre el paisaje y luego vuelven a la nada, pero antes convierten en codiciosos a quienes una vez estuvieron dispuestos a sacrificarlo todo, tal la maldición de aquel Víctor Huges, revolucionario intransigente que después llegó a empuñar el fuete del amo en la páginas de El siglo de las luces de Alejo Carpentier.  Incubamos las mejores ideas redentoras y  también los sueños más perversos.

Un territorio del mito que nunca deja de crecer. En Aracataca, el coronel Nicolás Marquez lleva a su nieto a conocer el hielo, tal como el Coronel Félix Ramírez Madregil lleva décadas atrás a Rubén Darío, su hijo adoptivo, a conocer el hielo, y las manzanas de California, y los cuentos pintados, y el champaña de Francia.       

Y de Cervantes aprendimos que, viviendo en el mito, nunca podremos huir de la realidad. A medida que don Quijote se acerca a Barcelona, que será el final de su camino,  los escenarios se van poblando de seres reales, contemporáneos de la novela, y el bandido de invención Jinés de Pasamonte será sustituido por Roque Guinart, un bandido de carne y hueso, cuyas hazañas andaban de boca en boca entre la gente, y que pertenecía a la crónica roja de entonces.

Caudillos enlutados antes, caudillos como magos de feria hoy, que prometen remedio para todos los males. Y los caudillos del narcotráfico vestidos como reyes de baraja, y el exilio hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria, y el tren de la muerte con su eterno silbido de bestia herida, y la corrupción que el cuerpo social exuda por todos sus poros, y la violencia como la funesta de nuestra deidades, adorada en los altares de la Santa Muerte. Las fosas clandestinas que se siguen abriendo, los basureros convertidos en cementerios.

Es de lo que los escritores nos ocupamos. Todo irá a desembocar tarde o temprano en el relato, todo entrará sin remedio en las aguas de la novela. Y lo que calla o mal escribe la historia, lo dirá la imaginación, espejo de múltiples reflejos de la realidad.

Porque somos testigos de cargo. Es nuestro oficio.

           

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10 de diciembre de 2014
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Desaparición, reaparición y disolución

“Ahora todo desaparece antes de reaparecer de forma fragmentaria”, ha dicho Modiano en una rueda de prensa en Estocolmo.

 

Supongo que se refiere a Internet, donde todo desaparece, como devorado por un Moloch de boca de tiburón, y luego vuelve a aparecer en forma de fragmentos que ya no va a unir ni Dios.

 

Aunque me pregunto si eso no ha ocurrido siempre. Pensemos en alguien que muere. Tras el duelo, nos olvidamos de él. Luego vuelve a aparecer en nuestra mente, pero en forma de recuerdos aislados más o menos significativos y al mismo tiempo sin significación, porque la memoria es menos racional de lo que parece.

 

Sí, ocurre siempre, pero dándole la razón a Modiano (un escritor que me hipnotiza y que al mismo tiempo siempre me deja insatisfecho), puede que ahora mismo ese proceder esté llegando al paroxismo, y aún faltaría lo peor, pues el paroxismo sería el momento anterior al último (Baudrillard).

 

Volvamos a la idea inicial y cerremos el ciclo: primero algo desaparece en las fauces de Internet, luego Internet lo vomita en forma de fragmentos, y luego esos fragmentos desaparecen diluidos en la inmensa papilla digital. Punto final.

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8 de diciembre de 2014
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La liga del exceso

En mis inicios profesionales, y justo después de haberme ensoñado con Nueve semanas y media o El corazón del ángel, un suplemento dominical me envió a Miami para hacer un reportaje. Por azar, en el hotelito art déco donde recalaba, me crucé con Mickey Rourke. Ocupaba una habitación vecina a la mía, y tal fue el impacto que mandé más de un fax a las amigas regocijándome de mi afortunado insomnio. El hotel pertenecía a un marielito, un simpático cubano aficionado al boxeo que se ocupaba de organizarle la carrera pugilística a un Rourke que bajaba a desayunar en albornoz. Ahora, más de 25 años después, aquel sex symbol despeinado que nos descubrió junto a Kim Basinger una nueva forma de disfrutar de las fresas con nata, es otro hombre más al que logré entrevistar. Hace unos días, sesentón tatuado, la cara ya suficientemente desecha, se arrastraba sobre un ring ruso para agrandar su ego, o su deriva, gracias a un combate amañado. Nada más puedo añadir, excepto que la foto que me hice con él y que amplié a tamaño póster descansa en algún rincón del desván junto al recuerdo de su susurro al despedirse: “Take care”. La decadencia de los mitos -efímeros o portentosos- es un asunto que hincha de superioridad a las personas que hacen gala de su sensatez. Los cuartos oscuros en los que conviven la locura con la creatividad, o la autodestrucción con la presión del éxito, no merecen demasiada reflexión en una sociedad que se mide por resultados y titulares. En general, la liga de hombres excesivos causa más rechazo que compasión, a diferencia de la femenina; “muñecas rotas” les llaman, declinando su fragilidad en contraste con la masculinidad aguerrida. Lars von Trier, tan buen cineasta como (auto)publicista, acaba de confesar que sin su botella diaria de vodka -acompañada de otros aditivos- no sabe cómo podrá volver a ser creativo: “Estoy sobrio, se acabaron mis buenas películas”. Y uno piensa en las desgarradoras escenas de Melancolía, que la crítica entera aplaudió al margen del estado mental en el que fueron alumbradas. Es incómodo reflexionar sobre el hecho de que muchas de las grandes obras de la literatura fueron escritas bajo el efecto de las drogas, o que bellas composiciones musicales, de la lírica al jazz, surgieron de la mano de un instinto de muerte. El trágico peaje de la excepcionalidad es una evidencia. Nuevas investigaciones confirman ahora que el suicida Marco Pantani se encerró voluntariamente en un hotelucho de Rímini con 100 gramos de cocaína. Los ingirió hasta reventar: incluso trataba de tragar el polvo dentro de una hogaza de pan. “Deshechos humanos”, dicen quienes prefieren elegir el paraguas del malditismo para hallar una explicación acerca de las vidas trastocadas, en lugar de reconocer la complejidad que nos habita y examinar la suya. Porque hay pocas vidas geniales, pero también pocas vidas vulgares.

(La Vanguardia)

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8 de diciembre de 2014
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Matar por la patria

Al menos en dos ocasiones asistí a las vistas orales en el Palacio de Justicia de París en que se juzgaba a Santi Potros. Los corresponsales españoles esperábamos a que el ujier abriera la sala junto a los familiares del etarra, mujeres y niños fundamentalmente. Todos conocíamos los crímenes horribles que se le imputaban y teníamos la noticia reciente del atentado en Hipercor, que costó la vida a 21 personas, hirió a 41 más y abrió una desgarradura con una parte del mundo nacionalista catalán que había osado votar a Herri Batasuna, la marca política de ETA, en las elecciones europeas celebradas pocos días antes. Treinta años después, no tengo más remedio que recordar mis sentimientos respecto a aquellos años en que asistí a muchos juicios y vistas de terroristas, no tan solo españoles. Tiempos duros, muy duros, sobre todo porque empezaban a saberse algunas cosas sobre los asesinatos del Gal. Tuve ocasión de ver al entonces secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, un par de veces en la embajada español, en las que recibió a los periodistas y respondió a sus preguntas con palabras vagas y cara de póquer. Recuerdo un par de indagaciones que tuve que hacer en una armería, cerca del Hotel Lutetia, de donde había salido una pistola utilizada por los asesinos de etarras. Y la clara sensación de que entre París y Madrid había una perfecta sintonía respecto al trato que merecían los etarras refugiados en Francia. Mis sentimientos respecto a los etarras eran ambivalentes. Me parecían unos repugnantes asesinos, pero me quedaba hipnotizado por sus miradas duras y frías y sus rostros tensos y pálidos de tanta reclusión. Me producían una profunda pena, un dolor sin redención posible por el efecto de los asesinatos perpetrados en las propias vidas de aquellos jóvenes soldados perdidos en el combate bajo banderas impresentables. Tan terrible como los asesinatos ordenados por ETA son las muertes morales provocadas por la organización al convertir a esos jóvenes incultos y fanáticos en muertos vivientes, gente que solo sirve para matar a otros y para morir ellos mismos como seres humanos en nombre de esa patria tan malentendida que quieren salvar, preservar o enaltecer. Mis sentimientos no eran compartidos por todos mis colegas. Los había que les tenían por héroes del Movimiento Vasco de Liberación, la denominación que utilizaría Aznar años después, y los había que consideraban indispensable la guerra sucia para terminar con el santuario que allí habían establecido y conseguir una actitud menos complaciente de lo que había sido hasta entonces, a rebufo del antifranquismo, por parte de la policía y los jueces franceses. Participaban de esta actitud algunos de los que algunos años después se convirtieron en debeladores de las ilegalidades y crímenes del Gobierno socialista. Todo esto ha regresado a borbotones a mi mente cuando he visto las imágenes de Santi Potros en libertad, tantos años después, cuando casi ya le había olvidado y había olvidado mi vida parisina de corresponsal, y tanto el etarra como yo mismo nos acercamos a la vejez irremediablemente. Han pasado 30 años, la guerra fría terminó hace tiempo, bajaron la persiana los regímenes que sufragaban las actividades de ETA, el terrorismo europeo ha pasado felizmente a la historia, la propia organización violenta vasca ha dejado de matar y un nuevo terrorismo inaudito mata y muere desde hace una década con una generosidad siniestra e inexplicable. Y mientras tanto, Santi Potros ha seguido todo este tiempo en la cárcel. Este asesino convicto ha pasado en reclusión los que debían ser los años mejores de la vida. El rastro de muerte que ha dejado en su itinerario miserable no tiene perdón, es verdad, y entiendo que los familiares de quienes vieron tronchadas sus vidas por su causa sigan viendo con repugnancia esas imágenes de sus parientes y amigos que le reciben al quedar en libertad. No hay patria que merezca eso. Sobre todo tanta muerte y tanto sufrimiento de las víctimas. Pero tampoco hay patria que merezca la inmolación de las vidas de los asesinos, tipos que han desperdiciado su vida por nada, o en todo caso por una causa que merecía ser servida de una forma bien distinta, pacífica y civilizada; auténticos muertos vivientes. Los catalanes pudimos cerrar esos caminos en cuanto se abrieron. Solemos recordarlo solemnemente cada vez que se habla de ETA, pero sería mejor que no nos regaláramos en la complacencia. Estos caminos también existieron entre nosotros. Y algunos todavía osan reivindicar la memoria de quienes los practicaron. En la violencia de la transición, que la hubo, pesan gravemente algunos asesinatos, como los del empresario José María Bultó y del ex alcalde de Barcelona Joaquim Viola y su esposa, que realizaron los militantes independentistas del Exèrcit Popular Català con bombas lapa pegadas al pecho de sus víctimas. Fueron los primeros pasos que condujeron a Terra Lliure, el intento más serio de organizar una ETA catalana, donde militaron centenares de jóvenes que luego se pasarían a partidos independentistas legales, pacíficos y ahora triunfantes. Hay una memoria selectiva que prefiere no mirar a los ojos del horror de aquellos tiempos y del mal moral que lo acompañaba. Según decía Jorge Semprún, esta tragedia del terrorismo, que todavía suscita el desgarro y el dolor de quienes conservan vivo el recuerdo de sus acciones, es el rastro más persistente del franquismo en la vida española.

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8 de diciembre de 2014
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Pronto seremos felices

Si tuviera que describir la clase de función estructural que desempeña el narrador de esta novela iría dando vueltas hasta encontrar un término capaz de expresar la condición de “omnipresencia invisible”. Y lo explico, ya que por fortuna nadie me pide que pierda el tiempo buscando ese absurdo término.

En cierto modo, Pronto seremos felices podría tomarse por un libro de relatos porque los personajes y las peripecias que les ocurren  constituyen narraciones cerradas en sí mismas y alguna de ellas incluso podría ser eliminada sin que el lector tuviera la sensación de que le están siendo ocultados unos datos esenciales para entender la historia en su conjunto.

Y sin embargo, gracias sobre todo a los recursos narrativos (unos recursos, o imaginación, o sabiduría o como quiera que se llame esa mejoría claramente perceptible en cada nueva novela de Ignacio Vidal Folch) el lector va construyendo por su cuenta un universo  perfectamente estructurado y reconocible, y en el que una serie de personajes aman, luchan, triunfan, fracasan, sueñan y cometen traiciones o llevan a cabo actos heroicos más o menos como ocurre en todos los  universos literarios de los autores grandes.

Esa unidad se logra, en gran parte, porque la acción está ambientada en diversas capitales del Este de Europa (Praga, Sofía, Bucarest e incluso en los Cárpatos)  y porque los sucesos tienen lugar justo antes o después de la caída del Muro de Berlín. Pero es algo mucho más sutil que  un alegato anticomunista o  la crónica de un derrumbe anunciado.

El verdadero nexo de unión, el eje vertebrador que pasa de una narración a otra creando una inesperada continuidad estructural  es ese narrador omnipresente que pregunta, escucha, atesora datos y que a veces incluso interviene en el curso de los acontecimientos, pero siempre desde una discreción rayana en la invisibilidad. Prueba de ello es que al final, y después de haber estado presente en todas y cada una de las páginas del libro, el lector apenas sabe nada de él: que es español, que está en los países del Este comprando y vendiendo cosas imprecisas, que ocupa un puesto no demasiado relevante en una empresa radicada en Madrid y poco más. Su nombre apenas se menciona una o dos veces y siempre de pasada. También se sabe que mantiene relaciones más o menos profesionales con hombres de negocios locales y relaciones sentimentales con diversas damas, por lo general muy atractivas, pero de las que no se da un solo dato que un caballero no daría. Por ejemplo acerca de lo que ocurre en los dormitorios, por favor, qué vulgaridad. 

La relativa unidad de tiempo y espacio, el también relativo exotismo de los escenarios y la peculiar idiosincrasia del narrador  permiten a Vidal Folch prescindir de servidumbres tan poco agradecidas como son la verosimilitud o la creación de climas creíbles y dedicarse de lleno a lo que de verdad interesa, es decir, las narraciones humanas, los recursos de cada cuál para salir adelante en situaciones adversas, la capacidad de adaptación (o no) a unas circunstancias inimaginables pocos años atrás o los pactos consigo mismo para sobrevivirse al día siguiente. Y la tipología es muy variada: la secretaria fiel, la bella flor de invernadero que sobrevive inexplicablemente a la demoledora maquinaria socialista, el genio cinematográfico que ve cortada su carrera por la censura y al que la recién recobrada libertad de expresión le llega cuando vitalmente ya se le ha terminado la vena creativa, o los emprendedores de nuevo cuño, uno que sabe adaptarse a las nuevas reglas de juego y se hace riquísimo y otro que no acaba de entenderlas y también se hace riquísimo pero acaba en la cárcel. Hay de todo.

Y conste que a pesar de la aparente frialdad que podría colegirse de la distancia que muchas veces adopta el narrador frente a los sucesos de su entorno, hay secuencias espeluznantes, como la ejecución del conducator Ceacescu y su esposa contada a través de un reportaje emitido una y otra vez por la televisión mientras los diferentes miembros de la familia se dedican a hacer la comida, a limpiar el polvo o a ir al baño, exactamente como se hace aquí cuando llega un bloque de anuncios vistos hasta la saciedad. O la progresiva caída en desgracia de una camarada, veterana de los primeros fervores revolucionarios, que se va viendo postergada por los nuevos gestores post Muro de Berlín porque éstos la acusan, precisamente, de haber sido demasiado fiel (¿llegó incluso a denunciar a sus compañeros?) al viejo régimen. No sé si es un valor añadido o no, pero las novelas de Ignacio Vidal Folch no se parecen en nada a las que más vienen triunfando últimamente.

 

 

Pronto seremos felices

Ignacio Vidal Folch

Destino

 

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8 de diciembre de 2014
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