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Dicen que es peligroso volver a los amores de la adolescencia. Camus se convirtió, con los años, en alguien muy familiar, el símbolo de una inquebrantable postura ética frente a un mundo absurdo. Para qué entonces volverlo a leer, si ya sabía con qué me iba a encontrar. Quizás por eso mismo: es mentira que los clasicos siempre nos dicen algo nuevo. A veces su valor consiste en decirnos algo que ya sabemos en un momento en que necesitamos recordarlo.
Lo primero que me llamó la atención en esta lectura fue la solemnidad de los diálogos. No están hechas para ellos las conversaciones mundanas de, digamos, un Balzac o un Simenon. "¿Cree usted en Dios, doctor?", es una típica pregunta para romper el hielo. El hielo se rompe, pero eso no relaja a los personajes, que siguen empeñados en reflexionar acerca de las grandes cuestiones como si eso fuera cosa de todos los días. Se nota aquí, quizás demasiado, al filosofo, al ensayista. A eso acompaña un gran sentido de la composición de lugar, una notable intuición para la descripción de atmósferas: "La misma ciudad, hay que confesarlo, es fea. De aspecto tranquilo, se necesita cierto tiempo para vislumbrar qué es lo que la hace diferente de las ciudades mercantiles de todas partes. ¿Cómo imaginar, por ejemplo, una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde ni hay ni batir de alas ni temblor de hojas, un lugar neutro ni más ni menos? El paso de las estaciones solo se lee en el cielo".
Camus comenzó a escribir la novela durante la segunda guerra mundial, y la publicó en 1947; cuando menciona la plaga, "esa epidemia biológica que ilustra los dilemas del contagio moral" -las palabras son del historiador Tony Judt--, tiene en mente el nazismo, pero su fuerza alegórica permite otras lecturas. Solo en los últimos meses he leído un par: la peste que asola la ciudad argelina de Orán es el hipercapitalismo rampante, o -y aquí uno se permite ser literal- el ébola. Más que concentrarme en el enemigo de afuera, yo prefiero privilegiar unas palabras de Camus que permiten entender que él sabía que para que ese enemigo triunfe la casa que lo recibe debe estar predispuesta. Como dice Tarrou, uno de los hombres empeñados en hacerle frente junto al doctor Rieux, "cada uno lleva en sí la peste, porque nadie, nadie en el mundo, está indemne. Y hay que vigilarse sin cesar para no ser llevado, en un minuto de distracción, a respirar en la cara de otro y pegarle la infección". El mal que proviene del exterior no es menos peligroso que el que nos hacemos nosotros mismos cuando dejamos que la peste nos domine: "hay en este tierra plagas y víctimas y... es preciso, dentro de lo posible, resistirse a estar con la plaga". Se necesita coraje para buscar la santidad moral en un mundo en el que no existe Dios.
Se puede vencer a la peste; de hecho, eso es lo que ocurre en la novela. Pero se trata de un vano consuelo. El doctor Rieux, uno de los santos seculares que pueblan los libros de Camus, sabe que cualquier triunfo es frágil, pues el microbio de la peste "no muere ni desaparece nunca... puede permancer adormecido durante años en los muebles y la ropa... y quizás llegue un día en que, para desdicha y enseñanza de los hombres, la peste despierte sus ratas y las envíe a morir a una ciudad alegre". Ante su reaparición no queda más que volver a la lucha, porque el sufrimiento que trae la peste no permite que nos resignemos a vivir con ella. ¿O sí?
(La Tercera, 18 de enero 2015)
El sábado 17 de enero leí que un músico gaditano llamado "El Barrio" es el artista que con sus canciones ha llenado más veces el Palacio de Deportes de Madrid.
Que yo no hubiera oído mencionar nunca su fama puede tenerse por relativamente normal porque si la música me interesa menos de lo que debiera (para mi desdicha) este artista, José Luis Figuereo, con 11 discos publicados, tendría que haberse colado por alguna rendija de mi atención. Pues no. No lo conocía y ahora tampoco me hago cargo de lo que entusiasma a sus fans. Me gusta sin embargo especialmente porque forma parte de los creadores que, como yo mismo, disfrutan menos del valor de cambio que de valor de uso. Nadie se apunta un tanto citándolo, pero otros haciendo menos y en menos tiempo logran un notorio sello cambiario. Cientos o miles de autores, en la literatura, la pintura, la música o la investigación mueren desconocidos a cambio de haber dejado el espacio despejado para el resplandor de otros que coetáneos o no cantaron peor o escribieron (en la peana) de pena. Da pena, ciertamente, todo esto pero veo que esa es la regla maestra de la condición humana, del arte y de la salvación. Todas las cenizas de los cenicientos son el pasto de unos cuantos que se alimentan de aquél martirio o, sencillamente de su impensable combustión.
Se anuncia el peligro de extinción de las abejas, pero en jardines y terrazas, cuando sacas comida, nunca se habían visto tantas. Parece que, a falta de flores y debido al exceso de química que las aniquila, buscaran la presencia humana a fin de convivir con nosotros con la promesa de no agredir, sólo incordiar, como el ciudadano de a pie que revolotea demandando civismo y naturaleza a medida que a su ciudad le estallan las costuras. El excedente de turistas altera el paisaje acostumbrado, y la búsqueda de un lugar tranquilo se convierte en un imposible en los centros de las principales urbes del mundo, convertidas en un gran centro comercial marcado por una estética de pastiche. La Rambla de Barcelona ha devenido un parque temático con sus voceros en la puerta, entre todos a cien de souvenirs, mesones de jamón y tribus de turistas adocenados o bárbaros. Hay que intuir lo que fueron un día, recordar que las bajábamos casi en solitario cuando íbamos a comer al Amaya. En la Gran Vía madrileña, bocinas y humos, animadores de las cadenas de tiendas que se clonan de norte a sur, fast food y ropa de ganga llegan a descontextualizar a algunos establecimientos añejos, como Loewe. Bolsos de refinadas pieles que reposan sobre nobles boiseries al lado de montaditos a euro y otros bocados prefabricados. No hay fin de semana o festivo en que sus cascos históricos no se colapsen. En Madrid, calles cortadas -e incluso bocas de metro cerradas debido al gentío- complican el acceso a la llamada almendra central. Y, aun así, manadas humanas renquean con dificultad por sus aceras, acompañados de bolsas y niños, y, admirablemente, con una sonrisa en los labios. Qué placer sentirá, me pregunto a menudo, esa gente inmune a la oclofobia que demuestra su querencia por las aglomeraciones: ¿acaso porque en ellas siente que de verdad existe? Mientras, la población de Barcelona desciende, pero su trajín crece al ritmo que marca el turismo de compras. Uno de cada tres viajeros que la visitan asegura que el shopping es su principal finalidad, y, así, más de una tercera parte de los ingresos generados por el turismo se deben al comercio. En el 2013, Barcelona recibió 7,5 millones de forasteros que clonaron itinerarios e imaginarios. Desde la London School of Economics vaticinan el superdesarrollo de las megalópolis, modelo Blade runner, que en las próximas décadas crecerán hasta un 80%. Si estas predicciones son ciertas, urbanistas y políticos deberían afanarse en resolver el conflicto urbanización contra civilización. Habitar no siempre es sinónimo de vivir, tanto en los slums de Bombay como en la banlieue parisina. El filósofo, geógrafo y sociólogo francés Henri Lefebvre -del que el pasado año se tradujo por fin al castellano su Urbanización de la sociedad- afirmaba que es imposible inmovilizar lo urbano, pero, visto lo visto, lo verdaderamente urgente es humanizar las ciudades donde vivimos. (La Vanguardia)
Es la única nación occidental que está ocupando a otro pueblo. También es la única amenazada en su existencia. El país que reúne tan extrañas condiciones es Israel, al decir de Ari Shavit, editorialista del diario Haaretz y autor de esta inusual colección de ensayos y reportajes que componen una historia entera de su país a partir de una antigua y relevante memoria familiar, una intensa experiencia vital y una minuciosa indagación periodística. Shavit es originario de Rejovot, la ciudad universitaria donde se gestó el proyecto de arma nuclear israelí, e hijo de una familia con notables antepasados sionistas. Como todos los israelíes laicos, hizo su servicio militar, en su caso como paracaidista, y se vio obligado a custodiar a detenidos palestinos en campos de detención durante la primera Intifada. Aunque ha militado en los movimientos pacifistas en contra de la ocupación, no cree en las soluciones sencillas y rápidas ni que la paz esté a la vuelta de la esquina, porque observa que ?la condición israelí es extremadamente compleja, e incluso trágica?. En nada se expresa más claramente esta complejidad como en la doble condición de Israel como país opresor y a la vez país amenazado, algo difícil de entender para el común de los mortales y que suele escapar a los esquemas al uso que dividen el mundo entre derecha e izquierda. Es difícil de entender incluso para los israelíes, que prefieren buscar, como todos, un punto de vista claro y contundente a favor de unos o de los otros sin mayores matices. Shavit se esfuerza por profundizar en estas dos caras de una realidad compleja, en dirección contraria a la falsa claridad del maniqueísmo respecto a israelíes y palestinos, que echa todo el peso de la iniquidad sobre unos en la medida en que no recae sobre los otros. No es fácil su indagación, porque implica un esfuerzo de autenticidad que va más allá de la verificación periodística: mirar la realidad de frente, llamar a las cosas por su nombre, recordar la historia entera sin falsificaciones hasta reconocer la incompatibilidad radical entre los intereses y los derechos de palestinos e israelíes. Shavit no se engaña respecto a la limpieza étnica efectuada en la guerra de independencia israelí para rehacer totalmente el país, desposeer a la población palestina y sustituirla por los nuevos habitantes. Tampoco, sobre la violencia y la crueldad ejercida por unos y por otros, en su caso con especial atención a las atrocidades propias. Capítulo especial es el que dedica a su experiencia durante 12 días como guardián de un campo de prisioneros palestinos, que en su mayoría no son terroristas, sino manifestantes y lanzadores de piedras, tratados de forma inhumana hasta la tortura. En él se enfrenta a las comparaciones odiosas y odiadas que se agolpan en su cabeza y en las de sus compañeros. ?Las asociaciones son demasiado fuertes?, asegura. El problema no es la similitud entre esos campos y los que conocieron el exterminio de los judíos, concluye, sino ?que no hay una falta suficiente de similitud?. Al menos, ?para silenciar de una vez por todas los ecos malignos?. Shavit quiere comprender. A los palestinos, claro está. Pero también y todavía más a los suyos, a sus bisabuelos y abuelos, a sus padres y a sí mismo, y a sus conciudadanos de todas las tribus israelíes. Por eso habla con todos y a todos les da la palabra, desde los extremistas judíos de Gush Emunim hasta los palestinos que niegan el Estado judío. Hay un trasfondo de piedad enorme hacia todos, palestinos e israelíes, hacia sus sufrimientos y sus angustias, pero también un sentido de pertenencia irrenunciable respecto a la identidad judía, así como un orgullo profundo por la conquista excepcional de ese Estado creado de nueva planta al hilo de un sueño milenario que el escritor comparte enteramente. Shavit analiza los siete peligros que se ciernen sobre su país y hacen temer por su futuro, en el preciso momento en que el caos regional le abre nuevas ventajas estratégicas. En primer lugar, el mar islámico, 1.500 millones de creyentes, en el que se encuentran sumergidos un puñado de millones de judíos. En segundo lugar, el mundo árabe con su fracasado nacionalismo y su demografía amenazante. En tercer lugar, la realidad palestina, la más directamente incompatible. En cuarto, los propios árabes israelíes, ?oprimidos por el sionismo? y convertidos en una minoría dentro del Estado judío. Y luego, tres peligros interiores: una psicología colectiva sin el compromiso y el sentido utópico que permitió la fundación del Estado, una amenaza moral derivada de la ocupación de otro pueblo que podría conducir al militarismo y al fascismo, y una corrosión de la identidad israelí que se desmorona en forma de tribalismos. Shavit se despide en este libro de la esperanza de paz. ?No en esta generación?. Y se agarra desesperadamente a la nueva identidad israelí que está surgiendo de esta tragedia, que es la de una experiencia en el límite, una vida nacional intensa y emocionante, pero también bárbara y peligrosa, como bailar en el borde mismo del acantilado. (Este texto es la reseña del libro 'Mi tierra prometida. El triunfo y la tragedia de Israel' de Ari Shavit. Traducción de J. F. Varela Fuentes Debate. Barcelona, 2014. Ha sido publicada también en el número de Babelia del sábado 17 de enero).
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