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China: pura fascinación

Por 26 de enero de 2015 Sin comentarios

Lluís Bassets

Desde 1976 en que salió el primer número del EPS ningún otro país en el mundo ha cambiado más y ha cambiado a mejor, ha crecido tanto ni ha repartido recursos a tanta gente, como lo ha hecho China en esos 38 años. Desde entonces, ha añadido nada menos que 400 millones de habitantes a los 937 que tenía, pero a la vez ha multiplicado 45 veces su riqueza y ha convertido en clases medias a 500 millones de chinos que vivían bajo los umbrales de la pobreza.
China fascinaría solo por estas cifras tan elementales. Pero el milagro es que esta transformación se ha hecho mediante la integración de la economía china en la economía global, la apertura de sus mercados y la adopción de los elementos más fundamentales del capitalismo, incluida la competencia y el consumo a gran escala, y sin modificar, en cambio, el sistema político centralizado y de férreo control de la sociedad por parte del Partido Comunista, en un rígido sistema de monopolio del poder.
Hay una fascinación lógica con la emergencia de China como superpotencia del siglo XXI, situada en el corazón de un continente, el asiático, hacia donde se están desplazando el poder y la riqueza mundiales, en detrimento sobre todo de una Europa de escaso crecimiento económico, enorme estancamiento demográfico y pérdida sobre todo de voluntad política de existir como tal. Pero hay otro tipo de fascinación más perversa entre las clases dirigentes occidentales, europeas sobre todo, que envidian la capacidad de las autoridades chinas para tomar decisiones impopulares gracias al control político que tienen sobre los ciudadanos.
La fascinación por China viene de muy lejos. Antes de que China se abriera al mundo, las ideas de Mao Zedong, e incluso la terrorífica purga política que lanzó el Gran Timonel bajo el nombre de Revolución Cultural entre 1966 y 1976, ya suscitaban admiración e incluso gestos de emulación entre intelectuales y jóvenes izquierdistas occidentales. Fascinó en 1972 la entrevista entre los presidentes Mao y Nixon en Pekín, fruto de una inteligente estrategia de aislamiento de la Unión Soviética promocionada por su secretario de Estado, Henry Kissinger. Y todavía fascinó más su sucesor Deo Xiaoping, el Pequeño Timonel, padre de las reformas capitalistas emprendidas en 1978 que dieron paso a la China actual y autor de una sentencia emblemática que adoptó inmediatamente Felipe González: Gato blanco, gato negro, lo que importa es que cace ratones.
Hay incluso una fascinación china por China: la de un país que se sintió en el centro del mundo hasta el siglo XVIII y se vio después humillado por la colonización e incluso el descuartizamiento, y ahora regresa a lo alto de la relevancia mundial, después de recuperar las que fueron colonias de Hong Kong, en 1997, y Macao, en 1999, bajo un lema de ?un país, dos sistemas?, muy buena también para describir la simbiosis entre comunismo y capitalismo.
El Partido Comunista de China superó en 1989 el enorme bache histórico que se llevó por delante primero al bloque socialista y a los dos años a la propia Unión Soviética. Al contrario de lo que hicieron casi todos los regímenes comunistas europeos, los dirigentes chinos resolvieron las protestas populares en demanda de democracia con el recurso expeditivo y brutal de las armas, y lo hicieron incluso unos meses antes de que el hundimiento del Muro de Berlín arrastrara al entero sistema socialista. La represión del movimiento estudiantil de la plaza de Tiananmen es un acontecimiento de alcance histórico que constituye todavía un tabú para la opinión oficial china y una referencia secreta para las mentalidades autoritarias sobre cómo abordar los movimientos en demanda de democracia. La atracción que ejerce China en países donde prosperan nuevas formas de autoritarismo, como es el caso de la Rusia de Putin, tiene que ver también con la resolución expeditiva de la transición hacia el capitalismo adoptada por los comunistas chinos.
Obliterada dentro por la censura y fuera por la primacía de los intereses económicos, a la fascinación autoritaria que pudiera suscitar Tiananmen le sucedió a mitad de los años 90 la nueva fascinación por una China que se estaba convirtiendo en la fábrica del mundo; ya al borde del 2000 por el crecimiento colosal de sus ciudades; y, una vez en el siglo XXI, por su capacidad de consumo y su proyección económica internacional, como inversionista y sobre todo como comprador de materias primas. China fascina ahora porque a su manera también se ha convertido en una superpotencia imprescindible: lo es por su crecimiento para la economía mundial y lo es por el peso que tiene Pekín en la difícil gobernanza del nuevo mundo multipolar. (Esta es mi contribución als número 2.000 de EPS –El País Semanal–, que salió este domingo 25 de enero bajo el título de 'Dos mil domingos contando historias')

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Lluís Bassets

Lluís Bassets (Barcelona 1950) es periodista y ha ejercido la mayor parte de su vida profesional en el diario El País. Trabajó también en periódicos barceloneses, como Tele/eXpres y Diario de Barcelona, y en el semanario en lengua catalana El Món, que fundó y dirigió. Ha sido corresponsal en París y Bruselas y director de la edición catalana de El País. Actualmente es director adjunto al cargo de las páginas de Opinión de la misma publicación. Escribe una columna semanal en las páginas de Internacional y diariamente en el blog que mantiene abierto en el portal digital elpais.com.  

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