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Las elecciones catalanas del 27 de septiembre de 2015 serán diferentes de todas las otras elecciones celebradas en Cataluña desde 1980. Lo serán incluso para los que no quieren que sean diferentes en nada. Los elementos diferenciales son muchos, empezando por su convocatoria con tanta anticipación: serán anticipadas en la fecha de celebración, 14 meses antes de lo que correspondía; y lo serán en el anuncio, muchos días antes del plazo mínimo establecido por la ley para anunciarlas: una vez acordado que serían en otoño, y antes de las generales españolas, el presidente ha querido tirar la llave de la disolución sin dejarse margen a sí mismo para fijar el día exacto. La diferencia fundamental entre estas elecciones y otras anteriores es la lectura que harán los diferentes actores, gobiernos, partidos, medios de comunicación y, sobre todo, opiniones públicas. Las lecturas dependerán de los resultados, lógicamente, y poca cosa podemos decir a estas alturas, al margen de que sabemos que serán definitorias de una redistribución del voto, y por lo tanto del poder político, y que necesariamente tiene que salir un Parlamento más plural y fragmentado. Pero hay unas lecturas todavía más importantes que las que se puedan hacer el día 28-S y son las que podemos hacer ya desde ahora, derivadas de la inserción de la consulta dentro del proceso soberanista. Como todo en la vida, hay tantas como partidos, aunque se pueden sintetizar en tres. La primera, la de los convocantes, son un paliativo de la consulta sobre la independencia, una segunda parte del 9-N en la cual no tendrán más remedio que participar todos los que no lo quisieron hacer entonces, y de ellas se tiene que derivar una lectura plebiscitaria. Según Junqueras, si hay un voto más a favor de los partidos que quieren la independencia dentro de un Parlamento de mayoría independentista, la cosa ya estará hecha, y la única votación que hará falta después será la de ratificación del camino emprendido o incluso de la Constitución catalana ya redactada por el Parlamento salido del 27-S. Hay también una lectura diametralmente opuesta, como elecciones sólo autonómicas: la mayoría que salga tendrá derecho a promover iniciativas de reforma del Estatut y de la Constitución, pero en ningún caso a emprender actuaciones que desborden la legalidad y sobre todo que contradigan a la Constitución respecto a la unidad de España. Quienes hagan la tercera lectura entenderán que Artur Mas quiere proponer para el 2015 lo que tenía que haber propuesto el 2012, es decir, la independencia sin más adjetivos Toda propuesta que salga de los marcos legales, según esta lógica, será recorrida y anulada desde el Gobierno de Madrid. Si la mayoría parlamentaria no llega a los dos tercios necesarios para reformar el Estatut, tal como establece el Estatut mismo, la fuerza para emprender el proceso pretendidamente constituyente será todavía menor: se hará difícil entender que se pueda conseguir lo más difícil, la independencia, si no se cuenta con la mayoría para lo que es más fácil, como es reformar el Estatut. Todavía hay una tercera lectura, que elude tanto la clave plebiscitaria como la restricción del constitucionalismo inmovilista. Es la que atiende al principio democrático que la Constitución española ampara y que han consagrado de forma explícita para este tipo de casos tanto el Tribunal Supremo del Canadá como después la ley canadiense de la claridad. Uno y otra nos vienen a decir que no se puede eludir la expresión reiterada de la voluntad democrática de los habitantes de un territorio muy delimitado y homogéneo que manifiestan su deseo mayoritario de separarse, y que esto se tiene que hacer negociando antes los términos de la celebración de una consulta, una pregunta clara, los porcentajes mínimos de participación y la interpretación de los resultados. El primer paso para que se pueda producir esta lectura lo tienen que hacer quienes quieren la independencia, expresando su propósito sin tergiversaciones, como las que rodearon en las elecciones del 2012 a la candidatura de CiU respecto a un impreciso y discutido derecho a decidir y a una opción todavía más ambigua sobre el Estado independiente dentro de Europa. Quienes hagan la tercera lectura entenderán que Artur Mas quiere proponer para el 2015 lo que tenía que haber propuesto el 2012, es decir, la independencia sin más adjetivos, y que, en consecuencia, si gana el frente de partidos que hayan ido a las urnas con este objetivo, el Gobierno del Estado no tendrá más remedio que sentarse a negociar con estos partidos la forma, la fecha, la pregunta y las mayorías exigibles en una consulta legal. Esto no es la tercera vía. La tercera vía es la reforma de la Constitución que reconozca para Cataluña los blindajes competenciales, sobre todo en lengua y cultura, y las necesidades de autogobierno fiscal y que introduzca además las reformas institucionales que coronen el Estado federal. La tercera vía, en la medida que exista como opción creíble, puede incidir en el resultado de las elecciones del 27-S, como podía haber incidido antes y ahorrado buena parte del proceso, dado que sabemos que una parte importante de la opinión catalana es lo que realmente quería y quizás todavía quiere obtener de todo este largo lío. La tercera lectura del resultado, la más improbable y en cambio la más beneficiosa, es otra cosa y tendría que servir para todo el mundo, independentistas e inmovilistas constitucionales, además lógicamente de los federalistas, porque no es una vía intermedia si no la vía del diálogo y del pacto entre todos que hasta ahora no se ha producido. Sus ventajas son muy claras: sigue la mejor jurisprudencia internacional (Quebec y Escocia); permite una lectura diáfana, dentro y fuera de España, instituciones internacionales incluidas, y conduciría a celebrar las elecciones del 27-S con un acuerdo previo de todas las partes y la garantía por lo tanto de que no se producirá una pelea interpretativa sobre los resultados, con el pernicioso efecto que pueda tener sobre su legitimidad.
La avalancha de novelas autobiográficas y biografías noveladas ha de tener algún sentido, pero no se lo veo. Es inquietante porque he escrito tres. El que tengo por actual maestro de la falsa autobiografía verdadera, Edward St.Aubyn, dice que es un modo de escapar a la polémica sobre verdad y novela, surgida tras la avalancha de biografías noveladas.
En una entrevista con la perspicaz Andrea Aguilar, el novelista lo exponía así: hay un océano de banalidad, cosas que la gente dice y hace todos los días, y hay también una sima de tinieblas indescriptibles donde no alcanzan las palabras. Entre estas dos masas corre una estrecha lengua de arena desde la que se percibe lo que es difícil de decir, pero merece la pena intentarlo.
Está bien resumido. Entre la trivialidad y lo siniestro hay una torrentera que separa lo superficial de lo insondable. Lo más hondo no se puede narrar, pero la biografía permite caminar sobre esa temible pista, asomándose a lo siniestro y machacando la vida de la tertulia.
Ahora bien, St.Aubyn ha necesitado cinco novelas, casi mil páginas, para dar cuenta de su experiencia. Ese conjunto, llamado Las novelas de Patrick Melrose (en España lo ha editado Literatura Random House), es uno de los momentos realmente grandes de una novelística, la británica, que casi siempre se inclina por la tertulia, es decir, por lo demótico, incluso cuando es de calidad.
No me extraña. St.Aubyn quería contar una historia inadmisible. De los tres a los cinco años su padre (aristócrata británico) lo sometió a abusos sexuales mientras su madre (millonaria americana) se emborrachaba como un tocino. De aquella niñez desastrosa emergió un yonqui, descrito con atroz exactitud en la segunda de las novelas(Bad news), pero cuando parecía que podía aparecer un cierto sosiego en la vida de aquel niño torturado, regresa la madre, tan monstruosa como el padre, para exigir algo poco común: que el hijo le administre su eutanasia, que el cordero degüelle a su madre. Hacer de Abraham y de Isaac al mismo tiempo no es confortable, pero St.Aubyn asegura que él lo hizo. Añade que hubo de escribir su historia para no matarse.
¿Realmente fue así? Eso nos ha de tener sin cuidado. Es morboso, pero trivial. A lo mejor el autor es un sumiso becario de alguna fundación laborista. No importa. Lo que la falsa biografía permite es asomarse a lo siniestro y St.Aubyn nos lo ofrece con arte. Para no fracasar, el autor contaba con una herramienta excepcional, el canallesco sarcasmo heredado de Evelyn Waugh y la novela de aristócratas calamitosos. Observen esta frase: "La ingenua creencia de que la gente rica es más interesante que la gente pobre, o que la gente con título nobiliario es más interesante que los sin título, sería imposible de sostener si la gente no creyera también que se vuelve más interesante cuando se asocia".
Por ejemplo a un partido político, a un sindicato, a una religión o a una asociación filantrópica. Este es un tono que sólo Waugh y ahora St.Aubyn son capaces de mantener a lo largo de mil páginas para destruir lo que más admiran en este mundo, su sociedad y su familia.
Artículo publicado en El País.
En las películas del canadiense Xavier Dolan siempre hay una madre al que su hijo odia, insulta, adora a distancia, llegando, entre expresiones de amor extremo y dependencia, a golpearla y a maldecirla. Las madres son o viudas, o divorciadas, o con un marido inconexo. ‘Mommy', que le ha sacado del ghetto del cine gay y de un cierto malditismo dorado (ganó en el último Festival de Cannes el Premio del Jurado, ex-aequo con Godard ni más ni menos, y ha tenido más de un millón de espectadores en Francia), es, de las cuatro que conozco de una filmografía de cinco, la menos ambiciosa y la más convencional, pese al uso del formato fílmico 1:1, que empequeñece y encapsula los fotogramas. Detrás de ese dispositivo técnico hay un fatigoso melodrama de discapacidad adolescente tampoco redimido por el leve apunte de ciencia ficción: la trama se desarrolla en 2015, cuando el gobierno de Canadá ha dictado una ley que permite a los padres de hijos con un déficit de atención por hiperactividad entregarlos, sin más instancia, al estado. La escena en que Die, la madre de Steve, el chico de quince años que sufre el trastorno, le conduce engañosamente al hospital y lo pone en manos de los loqueros, tiene una gran fuerza dramática, basada en lo que nunca le falta a Dolan, invención visual y libre uso del relato.
Canadiense de Quebec, Xavier Dolan, actor infantil desde los cuatro años, debutó a los diecinueve como guionista y director de ‘Yo maté a mi madre' (2008), a la que siguió en 2009 ‘Los amores imaginarios', dos fantasías ancladas en la homosexualidad juvenil y la filiación respecto a una madre exuberante y desordenada que en ambas interpretaba su actriz fetiche, la magnífica Anne Dorval. Dorval es capaz de insuflar humor, locura y patetismo a sus personajes maternales, y así lo vuelve a demostrar en la extraordinaria escena final de ‘Mommy', cuando su vecina y salvadora Kyla (Suzanne Climent, otra presencia regular en la obra del cineasta) le anuncia que se va a vivir a Toronto, dejándola sola en el trato y la compañía de su insufrible hijo Steve. Al lado de estas dos excelentes actrices, Dolan es un intérprete sin registros ni encanto, limitado a poner siempre caras de enfado y dar voces estridentes, eso sí, en el vivaz ‘slang quebecois' de los nacidos en Montreal, muy contaminado de anglicismos y casi imposible de comprender para quienes sepan el francés europeo. De hecho, ya en su tercer largometraje, ‘Laurence Anyways', lo mejor de su filmografía, Dolan no actúa, como tampoco en ‘Mommy', aunque podría decirse que todos los papeles masculinos protagonistas, estén o no encarnados por él, son él: seres desubicados, hermosos, impulsivos, que producen una mezcla de fascinación y fastidio emanada seguramente de su radical carácter insolente o su desajuste personal.
Dolan fue niño prodigio pero no es un ‘enfant terrible' al modo en que lo fue en el cine galo Jean Vigo o lo es Leos Carax. Su filosofía, cuando la imparte en algún monólogo, es elemental y hasta ñoña, su cultura icónica muy superficial, formada en las portadas de las revistas de moda y en los videoclips, que a menudo se cuelan en sus propios relatos como entremeses vistosos con nada dentro. También me atrevo a decir que sin Almodóvar, Dolan no existiría, o no sería lo que es, por mucho que el joven canadiense, comprensiblemente, trate de negar parentescos con el manchego, prefiriendo dar como modelos estéticos los nombres de fotógrafos reputados y -como inspiradoras de ‘Mommy'- las películas ‘Titanic', ‘Batman' y ‘Magnolia'. De esta obra maestra de Paul Thomas Anderson hay enseñanzas y citas literales en ‘Laurence Anyways', la historia de un profesor de literatura y poeta felizmente casado con la publicista Fred, que un día, a los 35 años, decide hacerse mujer. Cuando, después de una escena muy intensa con su esposa, quien tras un inicial rechazo trata no sin dificultad de entenderle y ayudarle, Laurence, ya feminizado, va a la casa familiar bajo la lluvia, a pedirle consuelo a su rígida madre, ésta se pone al fin de su parte, rompe el aparato televisor al que el padre está permanentemente enchufado y sale con su hijo a la intemperie: les envuelve una nieve de cuento de hadas. Otros ‘magnolianismos' aparatosos son la ducha torrencial que le cae de golpe a Fred en su sala de estar, o el revuelo de pañuelos y diversas prendas de ropa de casa en el momento en que Laurence, a punto de ser mujer plena, vuelve a ver a Fred y reanudan su relación. Los fuegos de artificio de Dolan carecen del misterio de los de David Lynch, otra referencia, y del tejido metafórico del cine de Anderson
Aun así, sus películas da gusto verlas, cuando se supera el tedio de la acumulación de efectos y excursos innecesarios y en la pantalla brilla el ojo infalible y el instinto de narrador inventivo propios de Xavier Dolan. Creador también, además de los guiones y el montaje de sus películas, de los conceptos de vestuario, se tiene la impresión a veces de que los trajes, como los decorados, casi nunca naturales, forman parte de su universo, que, cuando se han visto varias películas suyas, adquiere consistencia, originalidad, poder de hechizo. Usa con frecuencia (y aquí de nuevo surgen los antecedentes ilustres, Cocteau, Almodóvar) las tomas en cámara lenta, logrando que no resulten empalagosas. Y es también un refinado hacedor de encuadres inesperados, hasta el punto de que ciertos fragmentos de sus historias pueden ser leídos como cuadrerías pictóricas en movimiento. Y un memorable brote de genio: tras una hora larga de relato minimizado por el formato 1:1, Steve sale a la calle acompañado de sus dos madres, la biológica y la que le educa, y el propio actor abre con sus brazos los límites de la imagen, que durante diez minutos ocupa la pantalla entera, dejándoles vivir con amplitud y aire libre una pausa de felicidad. Pero cuando esta acaba, vuelve el recuadro cercenado, que de nuevo se abre o libera en la bella secuencia de la excursión del trío al mar, hasta que lentamente se cierra. No hay mundo suficiente en este relato claustrofóbica para el rubio Steve, aunque el final le muestre huyendo de sus celadores.
Soy de piropear aquello que me gusta y a quien me gusta. No ahorro en lisonjas ni requiebros cuando, desde un atuendo hasta un brillo en los ojos o un perfume, me agradan. ¿O es que sólo hay que decirlo a través del botón de Facebook? Admirar levemente y atrapar el momento sin miedo a encontrar las palabras para decir “me gusta” es una forma de salir de uno mismo y de afinar la mirada. También de elogiar los aciertos ajenos en unos tiempos demasiado ensimismados en el propio ombligo. Dirán que se trata de cortesías y no de verdaderos piropos, que según el Observatorio contra la Violencia de Género y su presidenta, Ángeles Carmona, deben ser erradicados al constituir una invasión de la intimidad de las mujeres. Porque son actos de violencia. Pero ¿a qué piropos se refieren? ¿O es que los varones hipersexualizados aúllan hoy por las calles y no nos hemos enterado? Porque en España, al igual que en muchos otros países occidentales, las artes de la seducción se fueron diluyendo a medida que nos quedábamos absortos ante las pantallas. Hace tiempo que el piropo callejero entró en decadencia. “Tienes unos ojos preciosos, ¿lo sabes?”, le decía Jean Gabin a Michèle Morgan en El muelle de las brumas, y en Francia, durante años, fue un mantra para ligar. Aquella inocencia se esfumó, al igual que la represión de una España negra, donde llegó a ser prohibido por el Código Penal durante la dictadura de Primo de Rivera, considerado como una costumbre viciosa. Las burbujas festivas de los ochenta trajeron aquel burdo “estás como un tren” -o “como un camión”-, pero ¿quién querría parecerse a un tren o un camión? Improvisados, ocasionales, ingeniosos, también ordinarios, los piropos han conformado un género espontáneo, popular y masculino que, por decoro, ha obligado a las mujeres a bajar la cabeza, aunque en más de una ocasión les hayan subido el ánimo. De joven era de las que se plantaban ante aquel albañil salido que se atrevía a soltar alguna burrada exigiéndole disculpas y pidiéndole que, por su propio bien, se autocensurara. Existen miles de testimonios de guarrerías que un tipo crecido se ha sentido con la autoridad suficiente para estampar contra una mujer, en su mayoría joven. Pero los piropos ofensivos pueden ser neutralizados por una misma -esto no es India ni Egipto- sin necesidad de paternalismos y prohibiciones. En su lugar, que se afinen los valores en la educación para la igualdad, que se haga una pedagogía basada en el respeto y el acercamiento entre sexos. Más ética y menos tonterías: ¿o acaso no ofende más la invisibilidad o la indiferencia que el hecho de que alguien te haga viajar en el tiempo con aires añejos y risibles? (La Vanguardia)