Joana Bonet
Yanis Varufakis, qué rápidamente ha cuajado su nombre. Produce menos titubeos fonéticos que Tsipras, Kurublís o Skurletis; es redondo y ligeramente exótico, como Onassis o Papandreu, una firma convertida ya en marca global. El sex appeal de un político no había producido tal conmoción desde la irrupción de Obama, allá por el 2008, con sus camisas blancas, sus labios carnosos y su verbo emotivo. No digo carisma, sino que invoco al factor sexy que ha provocado un rico surtido de artículos -firmados tanto por hombres como por mujeres- que analizan a Varufakis como un macho alfa capaz de romper el patrón de lo que hasta ahora se había entendido por ministro de Economía. Incluso se ha desplegado a su alrededor un merchandising que, en el caso de tratarse de una mujer, habría sido llevado a los tribunales, como esas camisetas que rezan “Varufakis, follador”.
Pero ¿por qué se ha convertido Varufakis en un icono sexual? No sólo por su cráneo rasurado, ni por ser un hijo de la diáspora que ha triunfado en prestigiosas universidades y escaparates de librerías (y regresó a una Arcadia en horas bajas), ni siquiera por tener el talento de citar con la misma soltura a Marx que a Dylan Thomas o los Monty Python. Hay algo que subyace en el inconsciente relacionado con la masculinidad rotunda, y que Varufakis debe de transmitir. No es casual que fracasaran los esfuerzos de aquellos metrosexuales, demasiado atildados y bien provistos de cosméticos con retinol, pero incapaces de trazar el gesto que tanto nos gustaba ver a nuestros padres cuando se echaban unas gotas de agua de colonia en la cara con pequeños golpecitos. Se trata de un hombre que ha logrado armonizar la chulería mediterránea -él llegó en su Yamaha a la reunión del Eurogrupo- con una buena dosis de charme.
La telegenia premia o penaliza a los líderes políticos que, en la mayoría de los casos, tratan de situarse en un terreno neutro en que su atuendo y su corte de pelo pasen desapercibidos. Aristóteles dictaminó que “el derecho a mandar corresponde a los bellos”. Hoy, el mundo gira alrededor de la homogeneidad; se reclama lo sólido y duradero, pero los valores que nos levantan de la silla son efímeros e inconsistentes. Veamos sino a Obama, convertido en un hombre canoso y demasiado delgado a quien le bailan los trajes; al renacido Sarkozy, sin rastro de la hormona napoleónica; o a Aznar y Zapatero, que parecen caricaturas del original. Varufakis el griego, cuerpo de gimnasio, verbo de universidad, ha aparecido negociando la deuda, y parece que en cualquier momento fuera a marcarse un sirtaki, como aquel de Anthony Quinn transformado en Zorba: bailar para no llorar.
(La Vanguardia)