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Esfuerzos físicos

Repetidamente la queja sobre el cansancio nos iguala a las personas mayores. Y nos compenetra. Los jóvenes que se cansan la mitad haciendo lo mismo, sean unas mudanzas o limpiando la vivienda denotan que cada vez, con el paso de los meses (sin hacer falta los años) se establece una distancia biológica e incluso racial entre sus fuerzas y las nuestras. Este señor que el otro día, con 67 años, remó hasta cruzar el Atlántico en una canoa. es la viva representación de una hazaña física que linda con el borde de la muerte absoluta. Los jóvenes realizan proezas como una constante histórica y los ancianos logran registros atléticos como un milagro ancestral. Los logros de los primero se inscriben en la circunstancia de la juventud mientras los asombrosos récords de los segundos pertenecen al orden de lo más sagrado. El joven hace y deshace en la secularidad, mientras el viejo casi siempre se halla instalado en el discurso de lo más sagrado, del contacto con el más allá.

La diferencia capital entre unos y otros radica en que mientras el joven gana biológicamente con sus fuerzas y gracias a su progreso consigue la meta, el viejo se corona como un santo cuando la meta es ya, por decirlo con precisión, su metafísica.

Casi todos tenemos un amigo que a los setenta años sigue jugando al padel o al tenis, un viejo compañero que aún nada tres quilómetros y hasta corre el medio maratón. Son ejemplos de un más más allá fantástico que se manifiesta en un esfuerzo que, sin dudas, puede llevarles a la muerte eximia en plena carrera. Este propósito energético y cargado de pasión se relaciona no con las ganas de morir en el intento sino con la intención de no llegar a envejecer jamás. ¿Que acaban sucumbiendo? Claro que sí, Pero más allá. En el punto en que cada gota de sudor proviene ya de la carbonización de su materia mientras que, como se ve, en los otros su fallecimiento es tanto un sino sin relieve deportivo y, al cabo, una helada derivación del no.

 

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18 de febrero de 2015
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Con bombín bajo las bombas

Poco a poco vamos recuperando la obra de aquella generación de periodistas de la República que son, a mi entender, un capítulo esencial de la literatura española, aunque hasta hace poco no figuraban en casi ningún manual académico. Gracias a Xavier Pericay, el más editado es Josep Pla, pero Chaves Nogales ha tenido que esperar décadas para resucitar. Algunos, como Xammar o Gaziel, sólo habían sido objeto de ediciones locales. Julio Camba y Corpus Barga han gozado de mayor difusión, aunque tampoco excesiva. Y hoy le toca al más joven, Augusto Assía, cuyos informes de la Segunda Guerra Mundial, escritos en Londres durante el conflicto, aparecen ahora en la notable editorial Asteroide con el título Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo.

El género periodístico ha ido absorbiendo a la novela y al ensayo y es hoy uno de los más ricos y diversos del panorama literario, pero la lectura de los antiguos tiene un valor añadido. A mí me produce la misma sensación que el cine de aquellos años treinta y cuarenta. Es como si (perdón por la sinestesia) leyera una prosa en blanco y negro. Más dura, más perfilada, más contrastada que la actual.

La literatura del siglo XXI es casi siempre de colorines, incluida la novela negra. En cambio, un reportaje de Chaves Nogales es como el cine de Fritz Lang. Hace uso de aquella iluminación cegadora que dejaba media pantalla en negro para perfilar al acero el rostro del malvado. Quizás se deba a que los periodistas de entonces no usaban aparatos. Se confrontaban a pelo con el suceso.

Los artículos de Assía se publicaron en La Vanguardia y fueron luego recogidos en sendos libros de 1946/47. El primero narra los bombardeos y la guerra defensiva, cuando la Gran Bretaña fue yunque para los alemanes. Y el segundo celebra el momento en que los ingleses pasaron a la ofensiva y se convirtieron en el martillo del Reich. Los reportajes, vividos a pie de bomba, han esperado casi setenta años para renacer.

La peculiaridad de Assía, además de su sagacidad, es que era más inglés que los nativos y no sólo cuenta la destrucción provocada por los bárbaros, sino que aprovecha para hacer pedagogía entre los españoles, la mayoría de los cuales era germanófilo. Las extravagancias de la cultura y la política inglesa tienen tanta importancia como los episodios guerreros.

El libro, por tanto, es también un manual de singularidades británicas, a veces divertido, a veces admirable y las más de las veces pasmoso. Como cuando explica el clima inglés. Afirma que allí apenas soplan vientos y en la Isla no se conocen las fallebas de ventana. Los árboles crecen como en ningún lugar de Europa y la consecuencia es que los pájaros acuden en masas inmensas. Concluye: "Según estadísticas ornitológicas, anidan en la Isla ciento veintiocho millones de pájaros". Homérico.

La prosa de Assía es limpia, sutil, con algún curioso arcaísmo y un sentido del humor de lo más británico. Como dice Ignacio Peyró en su excelente prólogo, es más contemporánea que casi toda la prosa contemporánea. Abundo.

 

Artículo publicado en El País. 

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18 de febrero de 2015
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Extrañas confesiones

Al principio, el silencio se instala en el reposacabezas con educada indiferencia y un muro imaginario se alza entre los asientos, como en algunas clases business donde en el brazo de la butaca se esconde una hoja de metacrilato a fin de separar tu aliento del de la persona de al lado. Te acomodas y te dices: ocho horas para dormir o leer. Aguardas, optimista, que tu compañera de viaje no sea una pelma y que coincida contigo en atesorar la soledad viajera de un vuelo sin turbulencias. Se te cae el chal. Lo recoge. Le das las gracias, sonríe, y sin saber por qué, a los quince minutos le estás contando tu vida. No sólo es eso. A esa extraña que ya se ha bebido dos vinos blancos porque le da respeto volar y prefiere adormilarse, llegas a pedirle opinión sobre un dilema que no has acertado a discernir ni con la ayuda de un doble de Freud. La conversación es entretenida y blanda, con cacahuetes, como delante del fuego. Al llegar a destino os intercambiáis los teléfonos y os despedís con un abrazo. Incluso proponéis visitaros, pero en el instante en que atravesáis la puerta giratoria que os devuelve a la rutina, sabéis que nunca más os volveréis a cruzar. Lo llaman “la fuerza de los lazos débiles”, y viene a ser como un baño de autocomplacencia para soportarnos. ¿Por qué confiamos en extraños? ¿A qué vienen esas confidencias con gente de paso, con un compañero de un viaje en tren o de una sala de espera? Los secretos anónimos que día a día se revelan a taxistas, entrenadores, peluqueros o enfermeras son todo un clásico. Antes fueron los mozos de cuadra, los limpiabotas, las madames y los conserjes o los ascensoristas. Sea como sea, persiste un instinto que empuja al ser humano a interactuar con quien está un peldaño por debajo en busca de aprobación. Según los estudios realizados por el sociólogo de Harvard Mario Luis Small, confiamos en los extraños más de lo que pensamos. “Alguien que no esté contaminado -nos decimos-, que pueda dar una opinión neutral”. Un complaciente autoengaño, pues, al igual que cuando nos enamoramos, seleccionamos lo más encantador e interesante de nuestra biografía. Los lazos débiles se forjan como nunca a través de internet: producen pálpitos, sonrisas, y te halagan como no lo hace tu cónyuge. Los amigos virtuales son más inconsistentes, pero también más ligeros que los reales, aunque ocupan tantas o más horas que los segundos. Los españoles dedicamos, de media, una hora y cuarenta y cinco minutos diarios a trastear con las redes sociales. Nuestra sociedad neonómada aísla tanto como acerca a extraños. Lo dejó bien dicho Blanche en Un tranvía llamado Deseo: “Ahora me toca confiar en la amabilidad de los desconocidos”. (La Vanguardia)

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18 de febrero de 2015
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La tormenta perfecta

Hace años, a comienzos de los dos mil, en un hotel de Maracaibo donde debía presentar mi libro Adiós Muchachos, me tocó ver el ir y venir de los participantes a un entusiasta cónclave  de partidarios del comandante Hugo Chávez, recién llegado entonces a la presidencia, que se celebraba en otra sala vecina, todos de boinas y camisas rojas, broches en las boinas e insignias en las camisas, y todos con rostros sonrientes y entusiastas, como si acabaran de atrapar el futuro y no estuvieran dispuestos a soltarlo.

Para entonces yo ya venía de vuelta de mi propia revolución en Nicaragua, y precisamente en aquel libro de memorias contaba mis experiencias, un libro lleno de nostalgias por lo que pudo haber sido y no fue; y para quien quisiera leerlo buscando lecciones, que yo no me proponía dar, también estaba lleno de advertencias acerca de los errores y equivocaciones que una revolución incuba desde el primer día, a lo mejor sin proponérselo, pero que indefectiblemente conducen a la fatalidad.

Y mientras escuchaba al otro lado del tabique corear las ardorosas consignas bolivarianas, me invadía un sentimiento confuso en el que se mezclaban mis recuerdos de cuando los diques se rompen, se sueltan las aguas caudalosas y entonces todo parece posible; mi respeto por la devoción con la que aquellos militantes improvisados, de diversas edades, compartían aquel sueño que creían realizable; y la voz que por dentro me decía que esa película yo ya la había visto.

Para entonces ya sabía que lo mejor de una revolución ocurre el primer día, cuando se puede ver el mundo desde la altura, tan pequeño que se piensa que la empresa de transformarlo no tendrá mayores obstáculos, y que lo peor empieza al mismo día siguiente, cuando se decide que los sueños necesitan un reglamento. Y los sueños reglamentados, se vuelven siempre pesadillas.

 Es cuando el socialismo redentor empieza por acaparar la verdad absoluta, y para entrar en el reino de los justos se necesita del carnet, una estrecha vía de acceso exclusiva para quienes piensan de la misma manera, o fingen que piensan de la misma manera. Es cuando los sueños de cambio entran en un rígido orden burocrático. Cuando toda voz o pensamiento distinto se castiga primero como disidencia, y luego como traición. Cuando todos los errores que se cometen por estulticia burocrática, o por estrechez de miras, se achacan al infaltable imperialismo.

Ya había aprendido para entonces en mi propia experiencia algo que una vez escuché decir a Lula da Silva en Managua, cuando nosotros ya habíamos perdidos la revolución y él seguía aún intentando ser presidente de Brasil: y es que el gran error de la izquierda, un error estratégico, era pensar que la democracia se dividía en democracia burguesa y democracia proletaria, cuando lo que existía era una sola clase de democracia, sin apellidos.

Aquellas palabras desafiaban el dictum de exclusión que sigue caracterizando a la izquierda populista de América Latina en el siglo veintiuno, y que sólo revela un sentimiento primitivo profundo, que es el de sentirse dueño exclusivo de la verdad: el dictum que divide al mundo entre feligreses y traidores. Para pertenecer a la fila de los buenos, hay que ponerse la camisa roja.

 Bajo esta concepción simplista, todos los que no rezan el credo que el caudillo y su camarilla dictan, están destinados a ser silenciados, o a pasar el resto de sus días en las prisiones políticas que el estado redentor establece en beneficio de la sanidad ideológica, y de la permanencia sin fin de los mismos en el poder ellos, sus esposas, o sus hijos.

Cuando alguien se considera dueño exclusivo de la verdad, y tiene en el puño las llaves del paraíso donde los justos con carnet deben vivir hacinados, todo lo malo que ocurra dentro de las fronteras cerradas de ese paraíso será culpa de quienes se niegan a ponerse la librea ideológica. Porque para quienes dictan la  regla no es posible advertir que esa regla está fundamentalmente equivocada.

Mientras la regla excluya el consenso, mientras el sistema que todo lo quiere monopolizar niegue espacios de convivencia, mientras la democracia siga teniendo apellidos, mientras desde las tribunas oficiales se siga predicando el discurso obsoleto de que el pueblo está formado sólo por los partidarios del régimen, y todos los demás, cualquiera que sea su condición económica, aún los más pobres, son la derecha aliada del imperialismo, la tormenta seguirá acumulando nubes oscuras hasta convertirse en la tormenta perfecta.

Y el ogro burocrático, frente a la imposibilidad de lograr que la sociedad funcione con la normalidad pacífica que se necesita para la vida diaria, alimentos, medicinas, servicios básicos, lo único que puede hacer es ponerle más cercos a la libertad. Dictar más leyes y más reglamentos de control, más medidas de represión, confiscar más supermercados y farmacias, buscar más culpables, cuando la culpa está en el sistema mismo, que agotó hace tiempos sus sueños, y sólo conserva y multiplica sus pesadillas.

Los sueños mesiánicos comienzan siempre con grandes discursos y terminan en grandes colas.

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18 de febrero de 2015
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El Boomeran(g)
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