No debería sorprendernos. La película favorita de Haruki Murakami para ganar el Oscar a Mejor...

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Como ya es costumbre desde hace unos años, la Academia Sueca ha dado la suma -nunca los nombres- de...
Hace un año y medio invité a Mario Bellatin a un encuentro literario en Cornell. Una mala combinación de vuelos lo tuvo seis horas en el aeropuerto de Newark. A la llegada a Ithaca le pedí disculpas y le dije que ese era el problema de vivir en un pueblo "centralmente aislado", pero él respondió, radiante, que ese tiempo había sido fundamental para terminar su nueva novela, El hombre dinero. La estaba escribiendo en su iPhone, en el programa Notas. Me reí; yo no podía escribir ni emails largos en el iPhone. ¿Cómo, entonces, toda una novela? Mario sacó un stylus alargado de metal reluciente, apoyó el iPhone contra su antebrazo, y me pidió que le dictara frases. Dije lo primero que pasó por mi cabeza, y él escribió con una velocidad que me convirtió a su causa. "Perdía mucho tiempo antes", comentó, "descubrir el iPhone ha sido una bendición. Ahora podré escribir unas tres novelas al año". Meses después la novela fue publicada. Tenía más de cien páginas, todas escritas en el iPhone.
Es fácil descartar este proyecto como una más de las performances originales a las que nos tiene acostumbrados este escritor que alguna vez armó un congreso de dobles de escritores y planeó la escritura de una de sus novelas como la traducción de un libro inexistente. Detrás de la performance, sin embargo, hay algo fundamental: Bellatin pone en el centro del debate la relación de la literatura con la materialidad de la escritura. Los nuevos medios, las nuevas tecnologías, no son transparentes: influyen en la escritura y en la forma de percibir las cosas. Lo sabía Nietzche, que fue uno de los primeros en adoptar la máquina de escribir para su escritura y su estilo se volvió más aforístico: "Nuestros instrumentos de escritura están funcionando en nuestro pensamiento", dijo al respecto. Lo sabía la vanguardia, que le sacó partido a los juegos tipográficos producidos con máquinas de escribir: solo hay que pensar en los ideogramas de Apollinaire y en las "Japonerías de estío" de Huidobro. Y lo saben hoy, entre otros, escritores como Bellatin y Alejandro Zambra, que están reflexionando sobre el impacto de los nuevos instrumentos de escritura.
En "Mis documentos", el narrador de Zambra ensaya una resistencia al computador; se aferra a la escritura a mano y tiene nostalgia de la máquina de escribir. El computador, sin embargo, gana la partida, y el cuento termina con una escena en la que asistimos al proceso final de la escritura del texto que estamos leyendo: "Releo, cambio frases, preciso nombres... Corto y pego, agrando la letra, cambio la tipografía, el interlineado. Pienso en cerrar este archivo y dejarlo para siempre en la carpeta Mis documentos". Cortar y pegar es, de hecho, según Zambra, la base de la escritura contemporánea: "Es innegable", señala en su ensayo "Cuaderno, archivo, libro", "que los procesadores de textos sistematizaron la lógica del montaje... hasta en los textos más conservadores se adivina el montaje: incluso si se niega toda fragmentariedad, incluso si, como hace Jonathan Franzen, se imita el paradigma clásico, el texto le debe más a la estética de las vanguardias históricas que al modelo del realismo decimonónico".
Los nuevos medios ya no son, como sugería McLuhan, extensiones del hombre, sino que operan desde adentro. Se nos han metido en la cabeza. Por eso, escribir en un celular le resulta a Bellatin tan "natural" e "íntimo" como escribir a mano, y Zambra sugiere acertadamente que la lógica vanguardista del procesador de palabras está incluso en los escritores menos vanguardistas. Estamos muy lejos de los tiempos en que se creía que escribir a máquina despersonalizaba.
(La Tercera, 16 de febrero 2015)
En la escena final de Casablanca, cuando el desdichado Rick Blaine se pierde en la oscuridad en compañía del policía Renault, se escucha una de las frases más afortunadas y recordadas de la historia de la cinematografía mundial: «Louis, pienso que este es el comienzo de una bella amistad». Con tan peregrina salida (qué amistad puede caber entre un hombre desengañado pero con honor y un cínico policía que colabora con los nazis y vende salvoconductos a cambio de favores sexuales) el fiel Rick logra tapar la herida irreparable que se ha causado a sí mismo al facilitar la huida de la mujer de su vida (y lo de irreparable cobra todo su sentido teniendo en cuanta que la mujer en cuestión era Ingrid Bergman). Pero de paso tapa también en la mente del espectador toda posibilidad de contarse a sí mismo qué pasará cuando el pequeño bimotor Lockheed que ha escapado por los pelos de Casablanca aterrice esa misma noche en Lisboa.
Y bien, aunque sea con un propósito que no tiene nada que ver, David Leavitt se ha ocupado de reproducir la Lisboa que acogió a los dos fugitivos, una ciudad repleta de espías y soplones y en la que la desesperación de quienes huían del avance y la dominación nazi era un negocio para los nativos que tenían algo que los exilados tan perentoriamente necesitaban, ya fueran documentos y permisos para subirse a un barco, pero también comida, compradores para las joyas salvadas en la huida y, sobre todo, un techo bajo el que cobijarse, y ahí está como ejemplo elocuente ese profesional de Burdeos que ante la imposibilidad de ofrecer una cama alquilaba por horas sillones de su establecimiento.
La posible caída de Francia, cosa que finalmente ocurrió, y el célebre movimiento de las fichas de dominó, según el cual a continuación caería primero a la España de Franco y luego al Portugal de Salazar era un elemento de angustia más para quienes se hacinaban en los hoteles lisboetas temiendo la llegada de la barbarie nazi.
Curiosamente, y pese a que leyendo el apéndice dedicado a las fuentes de información se hace evidente que la preparación documental y la reconstrucción histórica fueron exhaustivas, David Leavitt no le saca todo el partido que tan magnífico escenario le ofrecía y se limita a utilizarlo como un simple telón de fondo o decorado. Ni siquiera el hecho de que uno de los personajes femeninos (Julia) sea de raza judía entraña dramatismo porque no solo es norteamericana sino que lleva el apellido de su marido, y en el fondo su drama es que prefería seguir en Francia y no verse obligada a regresar a Estados Unidos. El trasunto mismo, la historia que Leavitt quería contar está muy bien y por lo tanto la objeción es de tipo moral, pues el lector no puede por menos que preguntarse si las vicisitudes de unos privilegiados que tienen dinero y papeles y por lo tanto no deben temer por su vuelta a casa tienen la importancia suficiente como para ocultar con sus cuitas y distraer la atención de la hecatombe que mientras tanto vivían millones de europeos.
Por suerte, el planteamiento y desarrollo de la historia del encuentro de dos matrimonios norteamericanos alojados en sendos hoteles Francfort de Lisboa tiene una gran fuerza y los personajes, Iris y Edward por un lado, y Julia y Pete por el otro, van cobrando hondura a medida que pasan las páginas. De entrada parece que Iris y Edward vayan a implicar en su juego perverso a Pete, con el resultado de que la esposa y el desconocido acabarán alimentando las fantasías del marido inapetente. Pero no. Los fieles de Leavitt ya saben que con él las cartas se reparten de otro modo y que los triunfos y las pérdidas no suelen ser convencionales intercambios de pareja. La ambigüedad moral, la distorsión de la percepción vital, la inoportuna y equívoca irrupción del sexo y la certeza de estar viviendo momentos irrepetibles en sus vidas contribuyen a que el entramado narrativo se mantenga con fuerza hasta el desenlace final. Pero quizá, imbricar a los cuatro personajes principales en el momento histórico hubiera elevado el tono épico de un relato, insisto, muy bien contado.
Los dos hoteles Francfort
Traducción de Jesús Zulaika
Anagrama
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LA DIETA DE CARSON MCCULLERS.- Gin, cigarrillos y desesperación era la dieta con que Carson McCullers soportaba la vida y sus largas jornadas de escritura. A decir verdad, el gin podía cambiarse por otras bebidas, desde el whisky hasta la cerveza, pasando por el brandy y el jerez. La nota de Sadie Stein en el bello blog de The Paris Review.
El diccionario de la Real Academia, ofrece esta caracterización de los términos Idéntico, Idéntica: "Dícese de lo que es lo mismo que otra cosa con que se compara". Identidad es por su parte lo que tiene "cualidad de idéntico". Así pues hablar de identidad supone referirse a una pluralidad que comparte rasgos, una pluralidad puramente numérica; carece de sentido hablar de identidad sin comparación y en consecuencia sin referencia a otro; no hay identidad autista.
En relación a la identidad retomaba en estas columnas hace unos meses una pregunta filosófica clásica: ¿cabe realmente una multiplicidad meramente numérica, es decir, sin notas diferenciales intrínsecas? Caben meramente hablar de dos si carecen de toda diferencia?
Remontándome a Aristóteles señalaba que al nivel de las especies la respuesta es negativa (pues referirse a especies supone precisamente considerar la diferencia cualitativa en el seno de un género) pero que la cosa es mucho más ambigua respecto a los individuos: las diferencias que nos permiten ver en tal individuo aquí presente como representante de la especie chimpancé (mientras que ese otro individuo, aquí presente asimismo, es representante de la especie bonobo) serían estables o esenciales, mientras que las diferencias mediante las cuales podemos distinguir al chimpancé x del chimpancé y, o al individuo Sócrates de individuo Calias, serían puramente azarosas, accidentales, contingentes y fugitivas. De ahí la tesis aristotélica de que no hay ciencia de los individuos, que la ciencia acaba allí dónde conseguimos distinguir a una especie de otra especie.
De hecho estas diferencias entre dos individuos de una misma especie podrían anularse como en algún caso límite, como el de los auténticos gemelos. Consideremos pues que efectivamente x e y son dos gemelos que además van vestidos, peinados etcétera de la misma manera. ¿Qué hace que no los confundamos? Cabe decir que ello se debe a la multiplicidad cuantitativa de la especie en el seno del espacio y el tiempo. En el tiempo, Sócrates ayer y Socrates hoy son dos, no uno; y si se trata de ahora, Sócrates aquí y su gemelo unos metros más allá. Esta contingencia de los rasgos diferenciales cualitativos cuando se trata del individuo supone que, a la hora de referirse a éste, lo único importante es exactamente lo que la etimología dice: indiviso respecto a sí mismos y dividido respecto a todos los demás (por decirlo en términos de Francisco Suárez) es decir la definición misma de uno. Si hay individuos hay multiplicidad meramente cuantitativa, cabría entonces decir respondiendo a la pregunta.
Pues bien, señalaba que el principio de los indiscernibles leibniziano venía a dar al traste con esta concepción: lejos de admitir que la diversidad de posiciones en el espacio y el tiempo basta para distinguir a una realidad de otra, Leibniz nos invita a considerar la posibilidad de que sólo se den tiempo y espacio en razón de que las cosas de inmediato se distinguen por rasgos intrínsecos, de tal modo que sin relación diferencial intrínseca no cabría hablar de especies ni de individuos. Y citaba a Leibniz: "El principio de individualización se reduce en los individuos al principio de distinción del que hablaba. Si dos individuos fueran absolutamente similares e iguales y así (en una palabra) indistinguibles por sí mismos, no habría principio de individuación ; e incluso me atrevo a decir que en estas condiciones no habría distinción individual ni individuos diferentes"
Pero, ¿qué es una relación diferencial intrínseca? La respuesta inmediata es que se trata de una relación en la que hay desigualdad. No hay dos si el uno no es difiere por algo que le hace desigual respecto al otro. Obsérvese que desigualdad no quiere decir jerarquía, al menos de inmediato (un chimpancé y un bonobo son desiguales sin por ello tener relación de jerarquía), aunque veremos que la desigualdad misma acabará generando algo que conlleva esa desigualdad jerárquica. Introduzco ahora la reflexión al respecto de uno de los autores más difíciles de seguir, el Hegel de la Ciencia de la Lógica. Hegel combate la concepción según la cual "las cosas son diferentes aun cuando ellas sean múltiples sólo bajo el aspecto numérico, es decir, diversas en general, no desiguales, combate aquello que en otro momento de su reflexión calificará de "ternura común por las cosas"
Los errores se pagan. Pero no suelen pagarlos quienes los cometen. La primera dificultad está en la identificación del error y de sus responsables. Con frecuencia no se consigue ni lo uno ni lo otro. Y si se consigue, hay que ver si es posible evitar que carguemos todos con la factura y si alguien tiene el poder para pasársela, al menos en parte, a quien de verdad debe pagarla. Esto es lo que está pasando con la intervención de la OTAN en Libia, ahora hace cuatro años, al amparo de dos resoluciones del Consejo de Seguridad (1970 y 1973) que autorizaron la creación de una zona de exclusión de vuelos y la protección de la población civil incluso con el uso de la fuerza, dando pie así a la primera y de hecho última intervención militar occidental en las revueltas contra los dictadores árabes que se produjeron a lo largo de 2011. Los siete meses de bombardeos aéreos decantaron la guerra civil en favor de los rebeldes hasta el derrocamiento de Gadafi y dieron paso a lo que ya se ha convertido, en expresión de Jonathan Powell, diplomático británico y enviado especial de Londres, en una Somalia mediterránea, dividida en taifas armadas y trufada de yihadistas pertrechados con el abundante y moderno armamento abandonado por el régimen caído o proporcionado por los aliados de los rebeldes. Aquella actuación de la OTAN fue acogida críticamente por Rusia, que se había abstenido en el Consejo de Seguridad, e incluso por algunos de los países árabes que inicialmente la habían promovido. El objetivo autorizado era proteger a la población civil, pero se convirtió en una operación de derrocamiento del régimen. Sumando un error a otro error, los promotores de los bombardeos, OTAN y NN UU, se lavaron las manos después, una vez derrocado Gadafi, y dejaron el país a cargo de las guerrillas, en buena parte yihadistas, que habían efectuado la tarea terrestre. La actuación en Libia fue la primera y probablemente última ocasión en que el Consejo de Seguridad utilizó el principio de la responsabilidad de proteger, incorporado en la Cumbre Mundial de Naciones Unidas en 2005, aunque el objetivo real fuera echar a Gadafi y dar un mensaje a los dictadores para que no respondieran a las revueltas con ataques a los civiles. El sirio Bachar El Asad, el mayor matarife de la primavera árabe, salió vacunado por el error de Libia y luego, librado de la amenaza de intervención, está a punto de recuperar su honorabilidad entre los aliados. A excepción de la experiencia democrática tunecina, los dictadores, fieles e imprescindibles aliados contra el terrorismo, vuelven a cotizar al alza. En Libia no. Allí es peor: el Estado Islámico exhibe un califato que llega desde el Sinaí saltando por encima de Egipto, señala hacia Roma con su puñal y amenaza con incursiones marítimas armadas, infiltraciones en las oleadas de inmigrantes y matanzas masivas de cristianos donde pueda pillarles. Italia, el país más cercano, ya se estremece.
A mediados de marzo se reunirán en Washington un grupo de escritores en castellano, en el John F....