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El silencio de Jesse Ball

En la biografía de Jesse Ball se lee que enseña en el Art Institute of Chicago y sus temas son “el mentir y el sueño lúcido”. Esa forma traviesa de decir que enseña literatura ha caído mal a más de un reseñista, que lo ha acusado de ser demasiado “hipster”. En sus novelas, sin embargo, este poeta y artista conceptual no juega demasiado para la tribuna y, más bien, se alinea dentro de los experimentales. The Curfew (2011; publicada en español por La Bestia Equilátera como Toque de queda) y Silence Once Begun (2014) son tramposas: se leen con facilidad pero son herméticas, a ratos inescrutables. Leerlas es como ponerse a escuchar koans budistas tan fascinantes que el enigma que encierran es siempre más interesante que su resolución.

La maravillosa Toque de queda dialoga con las convenciones del subgénero distópico. El violinista William y su hija Molly, que es muda, viven en un estado totalitario (“todo estaba tan estrictamente controlado y mantenido que era posible, dentro de ciertos límites, aparentar que nada había cambiado”); William, dedicado a escribir epitafios mentirosos por encargo, es parte de un grupo que conspira contra el gobierno. Un día un amigo le dice que sabe qué ha ocurrido con su esposa desaparecida; William sale a investigar y deja a Molly a cargo de sus vecinos. Hasta ahí la novela parece escrita por un discípulo de Zamiatin u otro de esos distópicos del siglo pasado. Después viene la genialidad de Ball: el vecino de Molly solía ser titiritero y para entretener la espera se inventa con ella una historia surreal, con marionetas, en la que se cuenta de manera cuasi-alegórica la historia de William y lo que está sucediendo o podría suceder. Así, de pronto, casi sin darnos cuenta, estamos en territorio de un Beckett cruzado con Italo Calvino, y nos quedamos ahí hasta el sombrío final.

Ball juega en Toque de queda con el formato de la página, añadiendo muchos espacios en blanco y cambiando el tamaño de la tipografía empleada. En Silence Once Begun profundiza el experimento con la forma: la novela consiste en una serie de transcripciones de entrevistas, cartas, documentos, testimonios, etc. El narrador, preocupado porque un día su esposa decide no hablar más, se obsesiona con el caso de Oda Sotatsu, un japonés que un día firmó una confesión en la que afirmaba ser responsable de la desaparición de ocho ancianos en un pueblo, y luego, en la cárcel y durante el juicio, se acoge a un voto de silencio. No está claro que él sea el responsable -hay una apuesta con un amigo, Sato Kakuzo, y una relación sentimental con la pareja de Kakuzo, Jito Joo- pero el juicio debe proceder.

La nueva novela de Ball es una compleja meditación sobre el silencio: “Todas las cosas las conocemos por lo que hacen o dejan de hacer, de modo que el habla no es más que su efecto, y lo mismo el silencio”. La ley debe proceder haciendo caso a la confesión escrita, pero el silencio es también una acusación a toda una forma de concebir la ley: ¿es culpable alguien por el solo hecho de declararse culpable? De manera más metafísica: ¿puede la justicia hacer justicia a los misterios de la condición humana?

Bell es un fabulista de corazón, con lenguaje e imágenes poderosas: “Alrededor de ella se canta en las calles. Es como suena, como canciones, pero en verdad es el sonido de un violín. Un sonido que se alza y hace temblar los edificios; avanza por las calles, la alcanza y se la lleva por delante”. Silence Once Begun es perfecta hasta que llega el desenlace, que involucra a un deus ex machina que nos hace sentir que estas alegorías morales funcionan mejor cuando el autor no trata de resolverlas. Lamentablemente, Ball debe bajar a tierra, y esta vez se pierde.

 
(La Tercera, 9 de agosto 2014)
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12 de febrero de 2015
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El sexo

¿Por qué dicen amor cuando quieren decir sexo? Obviamente porque el amor es más fácil de alcanzar mientras el sexo requiere una puntería abrasiva. Se ama a las plantas, los montes, los coches, los atardeceres, el té. Pero el sexo es otra cosa. Esta es la cuestión capital.

El amor se extiende por cualquier parte y hay innumerables versiones de su existencia: se ama a los desamparados, a los mutilados, a los pobres y hasta a los padres.  Pero ¿el sexo? Esto es mucho más difícil de precisar. Toda persona sobre la que recaiga el amor será afortunada pero aquélla a  la que la picadura sexual elige se convierte en reina de la creación. Amores y amores hay para parar un tren pero una caja fuerte sólo se abre con la ganzúa del sexo. El amor es un caudal inmenso mientras el sexo es un tesoro con exacta dirección. Nombre y apellidos, domicilio, color d ela piel.

No es más humano el amor que planea como un ambiente benévolo y  sino el sexo particular que nos hace indispensables a las personas que nos excitan.  Fuera pues las oraciones que imploran amor y toneladas de amor. Lo decisivo es el ají que César Vallejo aunaba al deseo inequívoco de la carne.

 Puede que las mujeres sean de otra pasta intraducible. No lo sé. Cada vez he sabido menos de las mujeres a propósito de lo su erotismo y su corazón.  Ciertamente aman el amor por encima de casi cualquier cosa. ¿Aman con igual anhelo el sexo que al mensaje de amor? No me atrevo a decidir.

El amor a los hijos, por ejemplo, nunca ha desviado el destino de los hombres mientras en las mujeres claro que sí. Basta observar cómo los hijos se agarran al pecho lactante de la madre pare entender que la madre se endiosa con esa demanda que transustancia en su destino amoroso.  Para un hombre, en términos generales, no es así. Bien, los hijos le quieren unos más y otros menos pero no colman su necesidad de autoafección. El sexo es para el hombre un punto central de afirmación que si no es del todo ajeno a las mujeres no representa en ellas su carácter radical. Ser deseada es un tópico de las mujeres en la Historia.  Pero muchas son las deseadas sin cambiar su situación.

Entre los hombres, sin embargo, el deseo sexual correspondido se convierte en el máximo tesoro de su identidad fundacional. No hablo, claro está de donjuanes, sino del personal más común pero el  sexo hace una cruz decisiva en la autoestima del hombre. 

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12 de febrero de 2015
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A los actores (pequeño homenaje a dos ganadores)

1. Javier Gutiérrez

Uno de los aciertos del estupendo film de Alberto Rodríguez es el reparto de sus dos protagonistas, y la Academia, en un acto justo, lo ha reconocido nominando a los dos en la misma categoría. Esa justicia preliminar, sin embargo, no pudo ser, el día del juicio, salomónica, pues al impedir las bases del premio el exaequo ni Javier Gutiérrez ni Raúl Arévalo pudieron partir en dos la cabeza del ‘goya' que obtuvo el primero, operación que por lo demás habría requerido un instrumental pesado seguramente no disponible en la gala. Ambos lo merecían (sin olvidarse, por cierto, de Luis Bermejo, extraordinario en su papel de padre de una de las chicas mágicas de Carlos Vermut), pero volvamos al arranque. Gutiérrez interpreta en ‘La isla mínima' a Juan, y Arévalo a Pedro, los detectives de la sección de homicidios enviados en 1980 desde Madrid a un pueblo de las riberas del Guadalquivir para investigar la desaparición de unas muchachas. Los policías forman una pareja no muy bien avenida ni en la investigación ni en los momentos de ocio, y desde que los actores aparecen, el público -el que haya seguido con asiduidad sus brillantes carreras- espera de ellos esa complejidad inquietante y un punto histriónica, en el buen sentido del adjetivo, que marca su ‘persona' dramática. En el caso de Gutiérrez, al menos para mí, más en sus memorables actuaciones teatrales, en comedia y tragedia, con la compañía Animalario de la que forma parte: ‘La boda de Alejandro y Ana', ‘Hamelin', ‘¡Ay, Carmela!'. En el de Arévalo, por citar asimismo tres ejemplos, el breve pero destacadísimo papel que me lo dio a conocer en ‘AzulOscuroCasi Negro', el del joven cura timorato y neurótico de ‘Los girasoles ciegos', y el del Caballero d´Eon, el célebre espía travestido, y quizá transexual, en una larga escena de irresistible comicidad del ‘Beaumarchais' de Sacha Guitry montado a fines del 2010 por Flotats.

      Pero Alberto Rodríguez nos propone con ellos un espejismo, uno de los que abundan en ‘La isla mínima', desde el comienzo, con las hermosas imágenes cenitales de la marisma que podrían ser naturalistas o creadas en un laboratorio digital. Ese espejismo o trampantojo que enriquece la trama criminal se basa en que de los dos policías uno esconde un pasado sombrío, una mancha, y como los dos actores son consumados estilistas de la turbiedad, nunca sabemos del todo, a medida que la historia progresa, quién lleva la razón, ni quién la culpa en las sospechas y las deducciones.

    Gutiérrez, con su bigote de época más recortado que el de Arévalo, de espesor casi mexicano, es el depositario de la memoria histórica que late en este ‘thriller'. Su físico habitual de hombre ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, ni del todo dulce ni del todo acerbo, contrasta con el de Arévalo, pero ese contraste no se corresponde manidamente con la materia del argumento y con el desenlace, un final que no contaremos aquí desde luego, y en el que el cruce del bien y el mal se da en su dudosa o incierta dimensión.

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2.  Karra  Elejalde

 

 

    Karra es Koldo en ‘Ocho apellidos vascos', y da gusto, naturalmente, oírle las palabras en euskera que dice y la acentuación vasca de su castellano. Es lingüísticamente lo más genuino del film, pues Clara Lago nació en Torrelodones, Dani Rovira en Málaga, y no es lo mismo el habla malagueña que la sevillana; los dos jóvenes actores cumplen, sin embargo, en su opuesta vocalidad geográfica.

      Karra Elejalde fue en sus comienzos un vasco sintomático. Película que allí se hiciera lo tenía a él en papeles cortos o largos, y la lista de sus primeros años en el cine, tras curtirse en la cantera del teatro independiente, es impresionante; Elejalde hizo actuaciones de gran fuerza, esa fuerza ruda y compasiva tan suya, en los primeros títulos de Juanma Bajo Ulloa, ‘Alas de mariposa' y ‘La madre muerta', esta última en mi opinión una de las obras maestras de nuestra cinematografía, volviendo a ser llamado por el director para un papel distinto, muy señalado, en la gamberrada de alta gama que fue ‘Airbag'. Y otra asociación artística de calidad remarcable, la que tuvo con Julio Medem en la gran trilogía telúrica, ‘Vacas', ‘La ardilla roja' y ‘Tierra', un cine que no se parecía a ningún otro en aquellos años finales del siglo pasado. El actor vitoriano también estuvo a las órdenes de Imanol Uribe (‘Días contados') y de Alex de la Iglesia (‘Acción mutante'), cerrando esa década prodigiosa con uno de sus personajes más originales, el del no-inventado Padre Laburu, jesuita, científico y cineasta, en ‘Visionarios', una de las mejores películas de Gutiérrez Aragón.

    En el nuevo siglo, Karra Elejalde se ha ramificado. Tras haber escrito y codirigido con Fernando Guillén Cuervo ‘Año Mariano' (ninguna relación con Rajoy), insistió en la escritura y dirección de su propio cine con ‘Torapia', que no he visto. Su maduración como actor ha sido, en todo caso, extraordinaria, y fue ya premiada en 2010 por la Academia, que le reconoció la creatividad de un personaje dúplice, el del actor alcohólico que saca fuerzas de su deterioro para interpretar grandiosamente a Cristóbal Colón en la infravalorada ‘También la lluvia' de Iciar Bollaín. Pero hay otra injusticia reciente (2012) en su carrera, que tiene que ver con el vapuleo crítico y el tratamiento sospechosamente negativo, casi clandestino, que se le dio a ‘Invasor' de Daniel Calparsoro, apasionante y valiente película de acción política basada en una novela de Fernando Marías que cuenta sin tapujos el caso real, no aclarado aún, al menos moralmente, de los abusos y homicidios cometidos por unos militares españoles en la guerra de Irak. En ‘Invasor', que no tiene nada que envidiarle en empaque y audacia a los films bélicos norteamericanos más recientes, Elejalde alcanzaba momentos de sublime viscosidad interpretando al alto cargo del ministerio del Interior que trata de comprar el silencio sobre lo ocurrido. Muy distinto, ya se ve, a la graciosa bonhomía del Koldo de Emilio Martínez Lázaro. Los actores todo-terreno nunca tropiezan en la misma piedra.  

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12 de febrero de 2015
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Antes de cantar victoria

Bachar El Asad es el vencedor de la guerra de Siria. La aparición del Estado Islámico ha convertido al presidente sirio en un aliado ineludible para quienes querían inicialmente derrocarle. Su régimen ha conseguido sobrevivir a las revueltas populares que estallaron en marzo de 2011 y a la guerra civil --en gran parte guerra civil islámica entre chiíes y suníes-- en la que fueron transformándose las protestas, gracias a la ayuda de Turquía, Qatar y Arabia Saudí principalmente. Cuatro años y 200.000 mil muertos después --además de un millón de heridos y tres de desplazados-- y con los yihadistas campando a sus anchas por Siria e Irak, nadie pide ahora su dimisión, hasta hace poco condición previa a cualquier negociación de paz. Quienes bombardean al alimón al Estado Islámico son la aviación de El Asad y los de la coalición internacional que lidera Estados Unidos, mientras por tierra le ataca el ejército sirio. No hay coordinación directa entre los estados mayores de ambas fuerzas, pero sí un flujo de información muy precisa y funcional ?a través de terceros países?, según se complace en admitir el propio El Asad. Distinguir entre la oposición laica y democrática al régimen baasista de Damasco y las tropas del califato debe ser un difícil ejercicio a la hora de elegir los objetivos militares en muchas zonas del país. Esta es una de las victorias más notables de Asad. Ha conseguido que sus profecías se cumplieran. La primavera árabe de 2011 no era una revolución sino un complot antisirio organizado desde el extranjero. La guerra que libra ahora es contra peligrosísimos combatientes extranjeros que han penetrado en su país. Su régimen era la clave y la garantía para la estabilidad y el equilibrio en la región. A la vista de su aguante, es evidente que el joven oftalmólogo que heredó la vara de mando en 2000, con 35 años, era un político muy bien preparado por su padre, el astuto Hafed El Asad. Primero demostró que tenía la determinación y la crueldad necesarias para atacar las revueltas sin vacilaciones y luego la paciencia y la sangre fría para sostener el aislamiento internacional, dividir a la oposición interna e incluso a la exterior y, sobre todo, ofrecerse ante todos como el mal menor frente al caos. La prudencia le recomienda no exhibir su éxito todavía, pero ha empezado ya a enseñar la patita con sendas entrevistas a dos medios de primera división: media hora de grabación televisada a la británica BBC esta semana y una larga y enjundiosa conversación en enero con el director de Foreign Affairs, la revista más influyente del mundo en política internacional editada por el prestigioso think tank Council on Foreign Relations. Abierto a todas las preguntas, incluso a las más incómodas, El Asad cultiva su imagen tranquila y dialogante justo cuando Washington quiere cerrar su acuerdo nuclear con Teherán, su protector en la región, y Moscú, su protector internacional, pretende patrocinar las conversaciones de paz entre el régimen y la oposición.

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12 de febrero de 2015
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Asuntos Metafísicos 85: En qué difiere la nueva metafísica

Desde su arranque, concebida en términos cualitativos por los jónicos, matematizada por los pitagóricos, des-matematizada por Aristóteles, y vuelta a matematizar por Galileo, la física siguió su camino seleccionando aquellas de las hipótesis que mayormente daban cuenta de la naturaleza y excluyendo las que no lo hacían. Y aunque tuviera matriz en la física,  la filosofía forjó su vía propia explorando la relación del sujeto con esa naturaleza de la que se ocupaba el físico e incluso hurgando en lo que concierne al mismo con independencia de la naturaleza. Si se quiere: la física encuentra paradigma  en los Principios de Newton y la filosofía en la Crítica de la Razón Pura de Kant. La física iba  avanzando  y la filosofía iba dando vueltas, inevitables vueltas de ser cierto como Hegel afirmaba que desde siempre ha habido "una  única filosofía".

¿Han convergido ambos caminos? No exactamente. Lo que ha ocurrido es que la física, con independencia de lo que iba haciendo la filosofía, se encuentra de nuevo en ésta. La  física desemboca en  la filosofía por así decirlo ingenuamente. Y lo hace  incluso con mayor radicalidad que en la prodigiosa época jónica. Pues a la disparidad de conjeturas se añade ahora lo siguiente: hay razones para poner en tela de juicio los pilares mismos sobre los cuales se edificaban  conjeturas.

Pues para el jónico, ya se vieran los cimientos de la naturaleza en el aire o en el agua,  las manifestaciones de la necesidad natural siguen inevitablemente pautas, o al menos el intelecto no puede comprender que no las sigan. No puede entenderlo porque simplemente el acto de intelección lleva implícito esta sumisión a pautas. Y estoy de nuevo en la cuestión de los principios. El físico griego da el salto a la metafísica al interrogarse si no es el propio intelecto quien  fragua los entresijos de la necesidad. El meta-físico del siglo XX extiende la interrogación a los principios mismos que permitían formularla.

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12 de febrero de 2015
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La belleza de la juez Ayala

Lo sagrado se junta con lo profano, lo bello se acerca a lo siniestro, la ley se intercambia con el crimen, el robo copula en la panza de los ricos y hasta los sindicatos obreros hurtan dinero a sus afiliados. Ahí, aparece la figura de la juez Ayala.

Es posible que se la olvide  años después pero hoy se erige en la espada más enhiesta y acendrada. La figura de esta mujer que milagrosamente  no pertenece al territorio de la herrumbrosa justicia ni a los pringosos  suelos de sus  juzgados es como una estética divina.  No se trata, pues,   de una cuestión judicial o política más.  Si la juez Ayala aparece ahora en estas páginas de cultura obedece  a que su estampa calca antes los eviternos s cuadros renacentista que la garrulería de alrededor. La juez Ayala no habla,  no presenta un pliegue en su rostro,  no dirige la  pupila alrededor. Va hacia el juzgado  como un esquife con la proa  baldeada y afilada. Una circunstancia  que ella despeja aún más alzando una mano para apartarse el peinado de la frente. 

Pero ¿qué piensa o siente este prodigio femenino de la impavidez? Sus enérgicas actuaciones no parecen efecto de una intrincada reflexión ni de  consideraciones complejas. En ella parece  todo liso, inmediato, natural.   Casi todo evoca  una obra de Botticelli donde se muestra  sutilmente su misión simbólica. De esa naturaleza plástica  es Mercedes Ayala.  Un rostro que captan las fotografías periodísticas pero que, enseguida, se incorporan a la belleza del bien y el mal.

¿El Bien o el Mal? De qué naturaleza es esta juez impenetrable. Su apariencia,  permanentemente inaugurada con un vestido diferente,  arrastra la maleta de los pecados, Y ello viene a presentarla como un ángel exterminador que si de una parte trincha el corazón del Mal de otra convierte su impulso en un bocado bienhechor. 

Ni sus vestidos, ni su cutis, ni su peinado, ni sus medias, ni sus reglados  pasos hacen posible asimilarla a cualquier otro  empleado de la nómina judicial. Incluso no parece  que cobra un sueldo bruto puesto que cada una de sus apariciones sevillanas, en un traveling de cincuenta metros,  la define  como una criatura subvencionada por el más allá.

 ¿Cruel? ¿Dura? ¿Eminente? ¿Independiente? La estética simbólica de la juez Ayala llegará al porvenir.  Ella constituye, de una parte, el personaje opuesto al  entorno mucilaginoso y, de otra, la convierte en el centro  escalofriante de una justicia ejemplar.  Ni mercedes, ni ignominias.  La juez Mercedes Ayala corta el cuerpo  juzgado, ERES o SERES  como una misiva imponente desde el más allá.

Aquí o en Sevilla van cayendo imputados como efecto de su recta divinidad. No son condenados todos pero se hallan masivamente señalados no por un juez común sino por un personaje luminoso en el sombrío panorama judicial

 ¿Cómo lo hace Mercedes Ayala? ¿Cómo consigue poseer un armario tan extenso para comparecer siempre como de estreno? Diferentemente ataviada pero siempre impertérrita y bruñida,  la juez Ayala marca un antes y un después de la roñosa judicatura nacional.

Allí se halla la bardoma, el compadreo, los legajos dispuestos junto al retrete. Con ella se hace la luz de Avón o L´Oréal. Y en esto se incluye todo: su verticalidad de vela, su cutis de mar, su estado celado que  estéticamente anonada las marrullerías del prevaricador.

En suma, no todo iba a ser excrementicio en esta crisis de sucios sinvergüenzas. La belleza y el talante  de Ayala será, acaso, irrepetible pero más razón para contemplarla como una aparición pictórica de lo mejor de lo mejor.   

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11 de febrero de 2015
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