Joana Bonet
En la defensa a ultranza de la sensatez o, mejor dicho, en la apología de la razón -a menudo única- se esconde un pánico existencial ante la duda. Lo resumía con contundencia la entrevista firmada por Ima Sanchís al filósofo Roger-Pol Droit: “Nietzsche decía que no es la duda la que nos vuelve locos, sino la certidumbre. Sólo los que tienen certidumbres matan”, y añadía que aquellos que pretenden satanizar la locura son unos insensatos, pues esta es “ingeniosa y diversa”. En el enmascaramiento de quienes son dogmáticos, monocordes, y reivindican su sentido común como principio y fin del orden mundial radica un tipo de pereza invisible: la de ver las cosas blancas o negras sin atreverse a desentrañar su gama de grises. Porque los pirados de verdad suelen ser quienes no dudan y pretenden imponer su verdad al resto, desatendiendo por completo los conceptos de cultura, evolución y humanismo. Es la barbarie a la que nos tiene ya acostumbrados el Estado Islámico, o el paraestado policial que se practica en tantos países, de Corea a Rusia, e incluso Argentina, donde quien alerta de una realidad distinta acaba en la tumba.
Droit acaba de publicar en nuestro país Si sólo me quedara una hora de vida (Paidós), y Blackie Books, editorial que difunde una cultura original con respecto a lo sabido y manido sobre el arte de vivir, ha reeditado su best seller 101 experiencias de filosofía cotidiana. Puede que algunas de las paideas que Droit nos presenta parezcan tan triviales como excéntricas, chaladuras para aliviar a las almas estresadas que se circunscriben a un bucle de insatisfacción, victimismo y reproches. Como invitarnos a beber un vaso de agua al orinar, cruzar un bosque en coche, comer un alimento azul o correr por un cementerio a fin de que el desconcierto desconecte nuestro piloto automático y provoque una emoción que pueda servir como desencadenante de un pensamiento.
En estos tiempos nuestros tan sobreeconomizados, lo cotidiano es banal para una gran mayoría, mientras que para otros es lo único que puede pasar a la posteridad. La revista Psychological Science publica una investigación en la que se pidió a 135 estudiantes universitarios que hiciesen sus propias cápsulas del tiempo con la intención de observar aquello que permanecía en ellos. El resultado no fue nada trascendente: conversaciones con amigos, canciones con pellizco, fotos en Facebook… Ellos mismos lo reconocían. Pero, pasados tres meses, se enamoraban un punto y medio más de su recuerdo. El estudio concluye que preservar lo banal puede generar un valor inesperado en el futuro. Porque la felicidad es una recolección de afortunadas chaladuras.
(La Vanguardia)